II
Melodía pasada
El murmurar se volvió tensión. Joseph parecía no darse cuenta, o tal vez lo ignoraba por completo, mientras yacía absorto frente al enorme retrato. Deslizando lentamente los dedos en su rostro, se detalla la comisura de los labios, la forma de la barbilla. Aquel perfil sin duda le era familiar, demasiado.
El murmurar se tornó más incómodo, más pesado. Las miradas no dejaban de postrarse sobre sus hombros, pesadas, invasivas. Joseph, rara vez, miraba a los lados. No quería tener que enfrentarse a ninguna mirada desconocida: el asunto era entre él y el retrato.
"Iuvenis Facinore" relucía escrito en relieve sobre una placa dorada. – Iuvenis... -lee en voz alta; –...Facinore. Como acariciando cada letra, cada sonido, el nombre y el rostro se desvanecen y un hecho verídico hace eco bajo aquellas paredes: es él.
Desde el cabello hasta la nariz, el perfil de su existencia yace frente a sus propios ojos. Desde los labios hasta el cuello, las huellas de sus palabras, desde la primera de ellas, saltan en su memoria como aceite hirviendo.
– ¿Conoce usted al artista? −pregunta una voz a sus espaldas.
Amaga. Intenta volverse hacia la voz, pero un impulso reacio domina su voluntad consciente. El recuerdo vivo y casi palpable de una niñez que no tuvo, de una familia adoptiva, de circunstancias extrañas que siempre creyó eran ensoñaciones de niño, fantasías y demás, se devinieron como un filme sin pausas.
Se sintió mareado nuevamente. La tonada de fondo desaparecía lenta, como si se alejara físicamente de su ubicación. "Iuvenis Facinore" hacía eco en sus oídos. Era su voz, su acento golpeado, su lánguida pronunciación.
Pestañea. La galería ha ¿desaparecido? ¿O ha sido él? El respirar se le acelera, se tensa, sus puños laten. La notoria rigidez corporal le hace sentirse mortalmente sofocado. Toda sensación auditiva ha muerto. El vacío es visual, táctil y auditivo. El más salvaje de los reflejos cobra latencia.
La sensación de lo hostil embriaga el cuerpo, la mente. Joseph no deja de mover los ojos, lo único que puede mover de su entero cuerpo. De un lado a otro, vigila el escaso marco que puede alcanzar de aquel abismal vacío.
Pestañea. Un haz de luz lo enceguece súbitamente y su cuerpo cae pesado sobre un suelo húmedo y pastoso. Una neblina suave acaricia la superficie de un suelo ensombrecido. El oscuro pasto entre sus dedos, lo conoce. El extenso bosque ante sus narices, lo conoce. Ambas esencias, viento y natura, reconocen al visitante como uno de los suyos. Un soplido leve agita la neblina que lo rodea, se abre paso ante sus ojos y desdibuja, en trazos, un sendero tosco, borroso.
Todo pasado se le ha venido encima. Toda memoria, todo recuerdo, le han clavado los colmillos en el cuello. Tendido sobre el suelo se cuestiona en si debería o no seguirle el juego a aquello que considera una alucinación. Suspira, se sacude las manos y se pone de pie. Se vuelve y observa, lentamente, los alrededores.
− Es demasiado −musita antes de verse, de manera automática, siguiendo torpemente sendero. Tropieza. Como por una bofetada, sacude la cabeza y se encuentra a sí mismo, de vuelta, frente a su retrato.
– ¿Conoce usted al artista?
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