Silencio turista

Él no lo sabe. No sabe lo que busco, no sabe lo que quiero. No sabe lo que soy, lo que él es. No tiene la menor idea de lo muy molesto que estoy conmigo mismo por dejarlo huir aquella vez. Sin olvidar lo molesto que estoy con él por su abandono.

Dime, hermano... ¿Qué ha sido de ti en esa vida mortal? ¿Qué has encontrado de bueno en ella como para negarle a tu ser entero mi compañía? ¿Qué puedo yo hacer para hacerte despertar de ese fatídico sueño de la carne y así volver a sentir el tacto de tus manos sobre mi piel?

Me ha costado el más largo de los viajes el encontrarte, el volver a vislumbrar aquellos oscuros ojos, similares a los míos. Volver a verme a mí mismo sin tratarse de un reflejo ha sido el más preciado de mis sueños, de mis fantasías. Tenerte para mí y solo para mí una vez más, como en el principio de los tiempos.

¿De verdad no quieres regresar?

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La perplejidad desenmascara el peor de sus temores. No comprende lo que sucede. Lo que sus ojos perciben de primera mano es una especie de fotografía en una escala imposible. Todo cuanto puede ver y tocar está detenido en su propio cause espacio-temporal. Joseph no encuentra el sentimiento correcto para lidiar con tal imagen, solo la perplejidad le responde en medio de la inquietud.

Recobrando un poco el sentido, da marcha atrás a la vana persecución y retoma el plan original de encontrar la galería. Las gentes, estáticas por doquier, le causan un extraño sentir de náuseas. Tal vez el agotamiento, tal vez el excesivo estrés acumulado en menos de dos noches. Demasiadas sorpresas y encuentros inesperados le habían causado un desequilibrio a su lenta forma de vida. Y todo a causa de un cuadro.

− Pero no es solo el cuadro –musita mientras mira de un lado a otro, tratando de recodar las calles; − Él busca algo y yo necesito saber de qué se trata. Su voz denota un enojo inusual, un ahogamiento emotivo y una frustración sin nombre. El abrazo el silencio lo persigue calle arriba.

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Ella intenta regresar a la galería, pero por algún motivo las puertas se niegan a cederle el paso. El cigarrillo recién encendido se desliza entre sus temblorosos dedos y cae, pero nunca toca el suelo. En su rostro, en su mirar, el pavor se acentúa con el pasar de los segundos que ya no caminan.

− Maldición, Joseph ¿dónde carajo estás metido? –replica al darle un manotón al cristal. Las personas dentro del local yacen también estáticas y eso le asusta aún más. No comprende la situación, pero entiende que la causa yace detrás del cristal, al fondo de la exposición, en la pared más grande, al centro.

Vuelve su mirada hacia la calle: el público yace como en pausa. Da unos pasos hacia la acera y mira a ambos lados esperando ver señales de Joseph en alguna parte, pero solo encuentra reiteraciones de lo que ocurre frente a ella a lo largo de la avenida. Recoge el cigarrillo flotante y se lo lleva con desesperación a los labios. Suspira.

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Las calles son más confusas de esta forma. No puedo encontrar el lugar indicado en medio de esta confusión que grita y corre y se desespera dentro de mi cabeza. Y es como me siento justo ahora: como un niño perdido que se ahoga entre la muchedumbre, que llora a moco tendido su desesperación, su abandono.

Necesito recordar su nombre. Necesito recordar su afabilidad actuada. Necesito dibujar un mapa sobre estas paredes, delimitar mis pasos y escabullirme entre los callejones más oscuros con tal de llegar a salvo a su lado. Pero me vigilan. Sé que me vigilan todo el tiempo.

¿Por qué no puedo escuchar su melodía una vez más?