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Parte Única

Toda su existencia se resumía a trabajar para una sola noche del año. Una única noche en la que él y los demás elfos del taller lo apostaban todo, porque de eso dependían millones de sonrisas alrededor del mundo.

Se trataba de la noche de Navidad.

—¡Midoriya, apresúrate o llegaremos tarde! —exclamó la mandona voz de Iida desde el otro lado de la mesa—. No podemos dar el lujo de demorarnos.

—Iida... —rió Uraraka, la única muchacha que quedaba presente en el taller de juguetes de madera—. No es como si tuviéramos mucho trabajo. Nadie pide muñecos de madera; con suerte hacemos bates de beisbol y palos de hockey para regalar.

—Sí, los niños ahora solo piden consolas y videojuegos —suspiró Midoriya, algo nostálgico.

—O figuras de acción de All Might —lo codeó su amiga con complicidad—. Te he visto echarles el ojo cuando salieron hace unos años.

Izuku se sonrojó, pero no pudo evitar sonreír. La verdad es que la figura se veía genial, y no quería imaginar la cantidad de diversión que un niño podría tener con ella. Pero pronto él podría tener esa diversión, por muy viejo que él ya fuese.

Los niños de la Tierra eran de lo más afortunados. Uno creería que ser un elfo del taller de Santa Claus sería divertido, pero no siempre lo era. Trabajabas todo el año para traer felicidad a los más pequeños, sí. Pero nadie parecía recordar que los elfos también tenían sentimientos y, en su larga vida, Izuku no recordaba haber tenido una sola Navidad como las que los humanos tenían.

¿Cómo habrá sido mi vida cuando todavía era humano? solía suspirar. No había forma de saberlo, porque una vez que se te daba la oportunidad de renacer como un elfo en el taller, lo único con lo que despertabas era con el recuerdo de tu nombre.

Solo le quedaba esperar que sus navidades hubiesen sido igual de hermosas que las de los demás niños.

Las últimas horas de navidad fueron un caos para todo el taller. Tamaki, uno de los elfos mayores, estaba al borde del colapso al ver que faltaban al menos un octavo de regalos por terminar —lo bueno era que en algunos países todavía faltaban unas doce horas o más para que llegase la medianoche. El pobre muchacho no era bueno soportando la ansiedad pre-Navidad, y era la tarea de Mirio, el líder de los elfos, para calmarlo. A Izuku aquello le daba bastante ternura.

—¿Seguro que tienen la lista correcta, no? —volvió a chequear Mirio para que Tamaki no chillase—. A ustedes tres les toca Musutafu, en Japón. No es una ciudad tan grande, al menos.

—¡Por supuesto que lo haremos perfectamente! —intervino Iida—. Y si no, es mi deber como el mayor del equipo controlar a Midoriya y Uraraka.

—Estaremos bien —agregó Uraraka con una sonrisa— ¡Será tan divertido!

—¡Sí! —soltó Izuku, con otra sonrisa—. No tienes nada de qué preocuparte, Mirio. Y Tamaki tampoco.

El mencionado dio un brinco en su lugar, luciendo algo desconfiado de aquel equipo novato. Finalmente suspiró.

—B-bien —balbuceó—. Pero no se olviden que apenas se desocupen tienen que regresar para ayudar en los otros talleres con los regalos que faltan.

—¡De acuerdo! —exclamó Uraraka, tomando los brazos de sus dos amigos— ¡Ya nos vamos!

El corazón de Izuku latía emocionado. Era la primera vez que saldría a repartir regalos del taller y que vería las navidades en persona, no a través de las pantallas del lugar. Podría experimentar el aroma a las galletas de jengibre y la ventisca golpeándole las mejillas; o tal vez algo de calor si es que le tocase más tarde visitar el hemisferio sur.

Y sí, eran los elfos los que solían repartir los regalos. Santa Claus estaba demasiado ocupado para eso, y de todas formas era una sola persona. Izuku jamás lo había visto en persona, más que escuchar su voz el día en que llegó al taller.

Era algo injusto que aquel gordo barbón se llevase todo el crédito de los elfos, pero también les ayudaba a preservar su identidad. Debían llevar divertidos gorros que les tapasen las orejas puntiagudas —aunque Tamaki fallaba en eso, porque las suyas eran demasiado élficas— y la ropa podían justificarla diciendo que venían de alguna fiesta temática.

Era pan comido para los elfos. Ningún niño en la historia del planeta se conocía la verdadera historia detrás de sus regalos; nadie sabía que eran los adorables elfos los que los fabricaban con sus mágicas manos y también quienes se los repartían casa por casa.

Izuku pensó que para él también sería fácil, hasta que terminó en una casa que rezaba en su cartel de entrada: Familia Todoroki.

Iida y Uraraka estaban ocupados repartiendo regalos en las demás casas en otros barrios. Habían decidido que era la mejor manera de terminar rápido y cuidar un poco los nervios de Tamaki, así que cada uno tomó uno de los sacos mágicos —solo bastaba con decir el nombre del niño y meter la mano para sacarlo— para encaminarse a dónde le tocaba.

En la casa Todoroki —la última que a Midoriya le tocaba— no había chimenea, así que no le quedó de otra que forzar alguna ventana y meterse por allí. Era bueno tener la magia de su parte, o terminaría siendo arrestado por allanamiento de morada.

Estaba de muy buen humor. Solo le había tocado ver hogares cálidos y adorables, con decoración por toda la casa y niños durmiendo con sonrisas en sus rostros. Se había llevado todas las cartitas a Santa Claus como recuerdo, y probó las galletas y vasos de leche que dejaban como ofrenda algunos niños. Pensó que esa debía ser la mejor parte de ser un elfo de Navidad: recibir el cariño de un montón de niños y darles algo como premio por estar formándose como buenas personas.

Pero al entrar en la casa Todoroki se sintió distinto. Allí adentro congelaba, como si no hubiese calefacción, y estaba demasiado oscura, aunque eso no era lo peor de todo.

Se dio cuenta con horror que allí no había un árbol de Navidad.

Temió haberse metido por la ventana equivocada, pero era la casa correcta. El salón estaba pelado, solo con unas cuantas luces colgadas con los focos explotados por el uso excesivo. Algo pinchó en el pecho de Izuku; y es que en esa casa vivían al menos cuatro niños, pero no había ni una sola señal de que allí conviviese vida joven.

—¿Cómo puede ser? —murmuró para sí mismo, soltando su bolsa abatido.

Buscó el nombre en su lista, y se dio con que el único presente con la edad para recibir un regalo de los elfos era alguien llamado Todoroki Shouto.

—Shouto —dijo, sintiendo en su boca cómo se deslizaba el nombre—. Todoroki Shouto.

Luego metió el brazo hasta el fondo en su bolsa, pero se llevó una desagradable sorpresa al ver que no encontraba nada.

Izuku entró en pánico. No podían haberse olvidado del regalo del niño, ¿no? Eso nunca le había pasado a los elfos. Probó diciendo el nombre una, dos, hasta seis veces pero sus manos no tocaban más que el vacío mágico y nada sólido para sacar de allí.

Solo entonces aceptó en que no había un regalo para Shouto Todoroki, el niño que vivía en una casa sin decoración navideña y más fría que el Polo Norte.

¿Por qué aparecía en su lista, entonces?

Se dio cuenta que una luz estaba encendida al final del pasillo.

Algo adentro suyo palpitó con emoción. Él no debería ser un elfo curioso, porque nada bueno le ocurría a aquellos que violaban las reglas de los elfos de Navidad; y la principal de ellas era no inmiscuirse más allá de las paredes del salón.

Pero Izuku se sentía triste en esa casa, y algo le decía que tal vez esa luz venía del cuarto de Shouto Todoroki. No pudo detener a sus pies cuando empezaron a dar ligeros pasos con sus botas para la nieve.

Y cuando llegó al cuarto, pensó por un segundo que se había equivocado. Todo estaba gris y adulto y sucio.

Pero la figura que descansaba en la cama era pequeña. No podía haber tenido más que seis años, envuelta entre las sábanas y tiritando por la falta de calefacción.

Y porque estaba llorando, hipando entre los espasmos que su cuerpecito daba por querer mantenerlo en silencio. Tenía los ojos cerrados —o al menos un ojo, el otro estaba tapado con una venda manchada. Su cabello era gracioso, de un blanco como la nieve y un rojo fuerte que le recordaba a los deliciosos bastones de caramelo que Nejire —otra de las elfas— solía repartir luego de la larga jornada de Navidad cada año.

Midoriya no dudó en quitarse su chaqueta verde de elfo; era de lo más calentita, ya que adentro estaba forrada para que los elfos no pasasen frío en el Polo Norte. Pero él podía conseguirse otra, y tampoco le importaba mucho si es que no lo hacía.

La depositó sobre el niño que temblaba de frío y lloraba. La magia que envolvía a Izuku en el silencio no permitía que el niño lo escuchase, por lo que jamás abrió su ojo sano para verlo.

Por mucho que quisiese, él no podía hacer más nada por el niño. Lo que sea que estuviese viviendo, no era su tema. Iida lo mataría. Mirio y Tamaki lo matarían. Uraraka... probablemente lo regañaría por no haber hecho más.

Pero ¿qué podría haber hecho un elfo inexperto por un niño en sufrimiento?

Una idea cruzó fugaz por su cabeza. Se apresuró a volver a toma el saco, y lo abrió una vez más, respirando fuertemente.

—Izuku Midoriya —dijo en voz alta, sin preocuparse de que Shouto lo escuchase.

Cuando metió la mano en el saco, sí sintió una dura superficie bajo sus dedos. Él la tomó sin dudarlo, atrayéndolo hacia aquella dimensión.

Era una caja rectangular y no muy pesada, envuelta por las manos de Uraraka. Aunque había sido innecesario, ya que su amiga le había dicho en un primer momento que había podido birlar una de las figuras del taller de muñecos para dársela aquella Navidad.

Era la figura de acción de All Might; la misma que él tanto había deseado.

—Espero te gusten los superhéroes —dijo Izuku con lágrimas en los ojos. Pero era la única opción que tenía a mano.

Depositó el paquete sobre la mesa de noche del niño, de una forma que fuese lo primero que viese en la mañana. Solo esperaba que aquello lo hiciese dejar de llorar, al menos por un par de minutos.

Sin dar una mirada atrás —no creía que su corazón pudiese soportarlo— abandonó la residencia Todoroki a través de la ventana de Shouto.

—¿Qué hiciste qué? —chilló Iida en cuanto se reunieron para regresar los tres juntos al taller.

Su amigo estaba enfurecido, o más bien anonadado. Midoriya lo miraba con una sonrisa inocente, como si no hubiese podido evitar hacer aquello.

Uraraka estaba lagrimeando.

—Lo siento —le dijo a su amiga—. Sé que te costó conseguirlo y querías que yo fuese feliz con la figura, pero...

—¡No, no! —lo detuvo ella, agitando sus manos frente a su rostro. Luego no pudo contenerse y lo abrazo, con la cabeza apoyada contra su hombro—. Estoy tan orgullosa de ti.

Eso le sacó una verdadera sonrisa.

—Bueno —Iida se acomodó las gafas—. Sí fue una acción muy noble... ¡Pero rompiste las reglas! ¡Y ahora por tu culpa debo romperlas yo al encubrirte!

—Iida, ya basta —lo cortó Ochaco—. Izuku hizo una acción muy noble; algo que le falta a mucha gente, y ni qué decir de algunos niños...

Su amiga se veía adorable cuándo se molestaba.

—¿Una noche difícil? —inquirió hacia ella.

—Me ha tocado un pequeño torbellino asesino llamado Bakugo Katsuki —suspiró ella, con las mejillas infladas por el enojo— ¡El niño pidió todo tipo de armas para jugar a la guerra con sus amigos! Así que hice lo más sensato y le dejé un peluche.

—¿Un peluche? —tanto Iida como Izuku contuvieron la risa al imaginar a un niño de ese tipo recibiendo un adorable animalito de peluche.

—Sí, le dejé un adorable corgi para que lo abrace en las noches y se le quite lo violento.

Uraraka podía ser malvada y adorable a su manera.

Al regresar al taller, se prepararon para la segunda tanda de regalos que debían repartir —les tocaba visitar Brasil en un par de horas— e Izuku ignoró a sus superiores todo lo que pudo.

Él no se arrepentía de lo que hizo, pero en el fondo seguía sabiendo que había roto las reglas.

—Midoriya, te veo un poco nervioso —le dijo Mirio, apareciéndose de repente— ¿Ha ido todo bien en Japón?

Izuku dio un salto al verlo aparecer tan de repente, pero Mirio no pensó que aquello era extraño. Le ponía un poco mal mentirle a ese gigante tan sonriente y que era un sol entre todos los elfos.

—Todo excelente —respondió temblando—. Me pongo nervioso por ser la primera vez y eso, ya sabes...

—¡Yo creo que lo estás haciendo excelente! —le dio una fuerte palmada que casi lo hizo salir volando—. Deberías haber visto a Tamaki en su primera salida: se desmayó antes de entrar a la primera.

Mirio contaba aquello con chiste y gracia, pero Midoriya dudaba que Tamaki lo hubiese visto así en su momento —y tampoco debía verlo divertido en el presente. Pero se rió junto a Mirio, ya que era la única forma de tapar sus nervios y su mente que no dejaba de escaparse a otros lados.

Izuku no podía dejar de pensar en el pequeño Shouto, herido y sin espíritu navideño en su casa, congelándose hasta los huesos y sin un solo regalo en su lista.

Se preguntó si podría verlo el siguiente año.

Y su deseo se cumplió al siguiente año, se dio cuenta con una creciente emoción en su pecho.

Mirio había quedado encantado con el trabajo de ellos tres en Musutafu y decidió enviarlos otra vez al mismo lugar. No era extraño que un elfo tuviese ciudades fijas para repartir regalos, y a Izuku le llenaba de alivio saber que podría visitar aquella calle polvorienta en Musutafu otra vez.

Le emocionaba aún más ver que el nombre de Shouto Todoroki seguía apareciendo en las listas.

—Y este año no pierdas la chaqueta —lo regañó Tamaki, aunque por su suave tono de voz parecía más un consejo que una advertencia—. Te vas a resfriar.

Sí, mamá, se contuvo Izuku de responder.

Él, Iida y Uraraka volvieron a lanzarse los tres juntos a la aventura navideña. Decidieron cubrir el primer tramo de casas los tres juntos, porque tal vez se divertirían más —y podrían controlar a Midoriya, según Iida.

La primera casa era la de Bakugo Katsuki, que una vez más pedía alguna pistola o al menos una espada a Santa Claus. O más bien amenazaba ya que usó al final de su carta un muy sutil "te prenderé fuego el trasero y la barba si no lo haces".

—Qué niño más adorable —acotó Uraraka—. Me pregunto qué cosas ven en la televisión para ser tan así.

—Solo déjala una pistola de agua y ya —rodó los ojos Iida— ¡Estamos apurados!

Uraraka hizo lo suyo con su saco mientras Izuku husmeaba en las fotos colgadas arriba de la chimenea. Divisó al pequeño Katsuki porque era el único niño de las fotos, además que en una de ellas aparecía durmiendo abrazado a un peluche de corgi. Eso le hizo sonreír un poco.

—Ya está —dijo ella, sacudiéndose las manos y tomando su lista, mientras empezaba a recitar—. Este año le tocará una bolsa de carbón porque empujó al pequeño Kirishima al menos diez veces y le provocó una cicatriz arriba del ojo. Y no se disculpó.

—¿Kirishima? —inquirió Izuku, confundido.

—Ah, es otro niño que me tocó visitar el año pasado. Vive en la casa de al lado y es un terrón de azúcar.

Uraraka no se equivocaba cuándo dijo que ese niño era una cosa adorable.

La casa estaba llena de fotos de él y su radiante sonrisa, que le recordaba un poco a la de Mirio, solo que la tenía un poco más afilada. Incluso sus regalos eran adorables, porque aunque pedía muchas cosas, la mayoría de ellas eran para sus amigos Kaminari, Sero, Mina y, sorpresivamente, para Katsuki.

—Este niño es masoquista —declaró Iida.

—Es adorable. Y le daremos lo que pide —sentenciaron Izuku y Uraraka.

La noche siguió igual por el resto de casas, con niños que pedían cosas extrañas —como una tal Jirou que pedía unos auriculares último modelo pese a tener siete años— o algunos que pedían más difíciles —como Koda, que quería un cachorro y un gatito; Izuku se sorprendió al ver que Iida sacaba dos de su bolsa y los depositaba bajo el árbol.

—Dime que no hay un taller de duendes que fabrique perritos.

—Claro que no —Iida se acomodó los lentes—. Cuando un niño quiere animales, hay un sector de elfos que se disfrazan de humanos para ir a los centros de rescate y adopción.

Tal vez Izuku era un poco influenciable, pero ahora quería trabajar en ese sector y no el aburrido de juguetes de madera. Tal vez así podría conseguirle un gatito a Shouto, para que le hiciese compañía.

Deja de pensar en ese niño, se regañó mentalmente. Pero era inevitable considerando que estaba a punto de separarse de Iida y Uraraka, lo que significaba que muy pronto le tocaría visitar la residencia Todoroki.

Se sentía más ansioso que Tamaki en uno de sus días malos.

La casa seguía igual de gris y triste, aunque ese año parecían haber puesto unas nueves luces de reemplazo. Le daba un aspecto menos tétrico, pero no quitaba que estuviese más fría que un témpano y tan oscura como una cueva.

¿Cómo podía vivir un niño allí?

Midoriya se preparó para tomar el regalo, pero se dio con que ese año tampoco había uno. Le sorprendió bastante ¿por qué no había nada en lista? ¿Acaso Shouto no deseaba nada?

Nada tenía sentido cada vez que entraba en esa casa.

La luz del pasillo volvía a estar encendida, solo que ahora podía escuchar más ruidos que provenían de allí. Tal vez Shouto estuviera despierto esa noche.

Debía huir lo más pronto posible. Mirio no iba a perdonarle que quebrantase las reglas de esa forma. Podría dejar pasar lo del año anterior, pero eso era demasiado.

Izuku se apresuró otra vez a la ventana, sintiéndose mal por no poder dejar un regalo, pero no pudo continuar con su huida porque una voz lo interrumpió:

—¿Eres Santa Claus?

Giró la cabeza con terror, solo para encontrarse con el pequeño Shouto, con su cabello bicolor despeinado y mirándolo con la cabeza ladeada. Su ojo ya no estaba vendado, pero allí donde lo estuvo se divisaba una punzante cicatriz de quemadura que enmarcaba su único ojo celeste.

—S-soy un la-ladrón —se apresuró a decir Midoriya, temblando— ¡Así que v-ve a dormir antes de que te haga algo malo, muy m-malo!

—No pareces malo —declaró Shouto, analizándolo con ojos entrecerrados.

—Bueno, pequeño —Midoriya se rascó el cuello. Parecía haber olvidado que estaba casi colgando de la ventana—. Las apariencias engañan.

—Tienes pecas —dijo, como si acabase de descubrirlo—. Nadie que tenga pecas puede ser malo.

¿De dónde sacaban los niños esa lógica?

Izuku suspiró. Shouto no parecía dispuesto a huir por su vida, o dejar que Midoriya lo hiciese. Aunque lo de huir podría reservarlo para cuando Mirio e Iida lo persiguiesen a través de todo el Polo Norte por incumplir las reglas.

—Si no eres Santa y claramente no eres un ladrón... ¿qué eres? —volvió a preguntar, con una curiosidad aterradora que se parecía a la de Iida cada vez que quería comprender cosas de los humanos.

Midoriya carraspeó.

—Soy el fantasma de las navidades pasadas.

—Eso no es verdad.

—¿Soy Pepe Grillo?

—Ya tengo siete años, no soy estúpido...

—Un ángel, entonces.

—Pareces uno, pero te faltan alas —siguió diciendo Shouto.

Izuku suspiró con resignación, agachando el mentón para sostenerse la cabeza. No se dio cuenta que el sombrero se deslizó de su cabeza hasta que escuchó un jadeo de sorpresa por parte del pequeño Shouto.

—¡Eres un elfo!

Ese fue el momento de entrar en pánico.

—¡Por supuesto que no! ¡Te dije que soy un ladrón! ¡Y... y el fantasma de las navidades futuras!

Shouto se cruzó de brazos.

—Habías dicho pasadas.

—Bien, me atrapaste —Izuku se resignó a su destino—. Soy un elfo, pero nadie puede saberlo o me van a castigar.

Aquella palabra hizo temblar a Shouto. Izuku no pudo evitar notarlo, y se sintió bastante culpable de evocar recuerdos no placenteros en el niño.

—No me gustan los castigos —declaró.

—A mí nunca me han castigado, así que deduzco que no serán muy bonitos —Izuku pasó sus piernas a través de la ventana, otra vez entrando a la casa—. No tenemos muchas reglas, pero las que hay son muy importantes.

—¿Qué reglas?

—No interactuar con humanos, por ejemplo.

—Pero si el año pasado viniste a mi cuarto —dijo Shouto, como si fuera algo de conocimiento público—. Y me tapaste y me dejaste una figura de acción de All Might.

—¿C-cómo sabes que era yo? —preguntó Izuku con un chillido.

—Porque vi tu cabello mientras te ibas. Pensé que había sido solo un sueño, pero no pude evitar quedarme despierto para ver si eras de verdad.

Shouto dio unos cuantos pasos hacia Izuku. Era tan pequeño a comparación suya, y rebosaba inocencia y dureza al mismo tiempo. No era como las fotos del pequeño Katsuki o el adorable Kirishima.

Sintió que su manita se cerraba alrededor de la suya, inspeccionado uno por uno sus dedos y su piel con extremo cuidado, como si tuviese miedo de que desapareciese. Él quería levantarlo del suelo y abrazarlo.

—Y sí eres de verdad —dijo Shouto, suspirando con alivio—. Lo eres.

Pero antes de soltar la última palabra, rompió a llorar. Izuku lo tomó en sus brazos, y lo refugió contra su pecho hasta que se quedó dormido y su hora de regresar al Polo Norte llegó.

Izuku lo volvió una pequeña tradición entre ellos dos con el correr de los años.

Cada Navidad, Midoriya visitaba Musutafu y dejaba la casa Todoroki para el final, en donde se encontraba con el pequeño Shouto, y se acurrucaba a su lado en el sofá del salón, para darle un poco de calor y hablar de todo y de nada a la vez.

—¿Y mis padres no nos escucharán? —preguntó una Navidad con curiosidad.

—No, es el encanto de los elfos. Cuando aparecemos, es como si el lugar entrase en una burbuja de silencio y nada que pudiese delatarnos se escuchará. Eso te incluye a ti —Izuku lo apretó más fuerte—. Nosotros no somos invisibles, y si te escuchasen hablando, entonces vendrían a vernos.

—Ser elfo suena genial.

—No tanto —Midoriya rió—. Lo único que hacemos es trabajar, y solamente en Navidad tenemos algo de diversión.

—Igual —Shouto se encogió de hombros—. Cualquier cosa suena más genial que vivir en mi casa.

—¿Y eso por qué? —preguntó Izuku con un nudo en la garganta.

—Porque mi papá me ve como un juguete. Y mi mamá ya no está aquí.

Eso le había hundido el corazón como si de una piedra se tratase. Shouto lo contaba con liviandad; el niño debía haber endurecido su alma para que doliese solo un poco menos aquel infierno que tenía en su casa.

Izuku intentaba hacer valer el par de horas que tenían al lado del otro. A veces podía colar galletas, pero su bolsa nunca ofrecía regalos cada vez que decía en voz alta el nombre de Todoroki Shouto.

—Mirio —lo llamó con algo de nerviosismo luego de un par de navidades igual—. Me ha pasado que dije el nombre de un niño y no me salió ningún regalo ¿podría ser un error?

Tamaki, que estaba trabajando al lado de Mirio, alzó la mirada con curiosidad. Se veía tan o más confundido que Izuku, y más aun al ver que Mirio no dejaba de sonreír como si eso fuese algo impensable.

—Tonterías, Midoriya —le dio una de sus brutales palmadas en la espalda—. Los elfos no cometemos errores.

Pero sí lo hacen, quiso replicar pero terminaría delatándose. No es posible que Shouto no tenga regalos disponibles.

Eso no evitaba que dejase de aparecer en su lista, lo que le permitía visitarlo todos los años. Izuku veía crecer al pequeño Shouto, estirarse de a poco y lucir cada vez más y más maduro, mientras él seguía con sus adorables pecas, sus graciosas orejas en punta y su juvenil rostro.

—Al menos nunca te quedarás calvo —dijo Shouto con su voz monótona, pero Izuku sabía que había tratado de hacer una broma.

—Bueno, para las navidades futuras te regalaré una peluca.

Shouto esbozó una triste sonrisa.

—¿Seguirás visitándome en las navidades futuras? —preguntó— ¿Incluso cuando yo ya no sea un niño?

Midoriya sabía muy bien a lo que se refería. Shouto ya tenía casi trece años, casi en el límite de edad en que los niños dejaban de ser visitados por los elfos.

Los años se habían sentido como un suspiro para él, pero pensó que eso era normal para un ser inmortal.

—Siempre voy a estar a tu lado. En todas las navidades —dijo Izuku, posando una mano sobre su hombro. Shouto se recargó contra ella—. Cada vez que te sientas solo, yo voy a estar contigo. Nunca más lo pasarás en soledad.

Shouto asintió, con los ojos anegados en lágrimas. Izuku le dio un fuerte abrazo, deseando que ese momento se prolongase para siempre.

—Al final sí se cumplió mi deseo de Navidad —sonrió Shouto contra su hombro—. Los elfos no me fallaron; me enviaron a un guardián para que cuide de mí.

Izuku sonrió, conmovido por la sensibilidad humana. No se había imaginado que sería lo último que escucharía decir de Shouto Todoroki.

Al año siguiente, Midoriya ya no fue enviado a Musutafu. Ni él, ni ninguno de sus dos amigos.

—¡¿Cómo que no?! —escuchó chillar a Uraraka— ¡Tengo que dejar más carbón a Katsuki! ¡Y dejarle regalos a mi pequeño Kirishima!

—Bueno, Uraraka —dijo Mirio en ese tono que usaban los mayores cuando iban a dar una mala noticia—. Están por ser reasignados ya que sus niños están demasiado grandes para recibir regalo de los elfos.

Ella negó, con los ojos llenos de lágrimas.

—Nunca serán demasiado grandes para mí.

—Lo siento —musitó Mirio—. Pero a todos nos ha tocado soltarles la mano a nuestros niños por primera vez. Ellos deben seguir su camino como adultos, y nosotros tenemos nuevos niños a los cuales brindar felicidad.

Era triste, pero las palabras de Mirio no podían ser más verdaderas. Los niños crecían. La magia se acababa. Ellos eran elfos que creaban juguetes, y los juguetes se quedaban siempre a mitad de camino en la vida de una persona.

Sin proponérselo, Izuku también se puso a llorar, pero más por tristeza que otra cosa. Porque quizás —lo más probable— es que nunca volvería a ver a Shouto ni escuchar sus desvaríos demasiado adultos para su edad. Ya no lo acurrucaría contra él por el frío, ni lo escucharía descargarse contra su familia.

La magia de los elfos ya no tenía efecto sobre él.

—Al menos nos tenemos los unos a los otros —se encogió de hombros Uraraka, secándose las lágrimas—. No importa cuántos niños debamos despedir, los tres juntos estaremos para siempre.

Midoriya asintió con un nudo en la garganta. Para siempre se oía como demasiado tiempo. Ya no le veía el chiste a ser un elfo que vivía eternamente. Por un momento, se encontró envidiando lo efímero de la vida de los humanos.

¿Así se sintió cuándo estaba vivo?

Él no podía recordar lo que su vida había sido, ni cómo o cuándo murió. La única vida que recordaba era la de elfo, y para muchos allí eso sonaba bastante bien.

Pero Izuku solo quería ser un niño más de la tierra, para crecer, y vivir toda una vida junto a otras personas que pasarían por lo mismo.

Los años pasaban, y el trabajo en el taller de madera mermaba al punto que, Iida, Izuku y Uraraka fueron derivados a otros sectores. A medida que la humanidad evolucionaba también lo hacían sus juguetes, y cada vez debían ampliar los sectores de trabajo mientras que otros, más obsoletos, quedaban en el olvido.

—Extraño tallar madera —suspiró Uraraka—. El sector de armas no está nada mal, puedo crear divertidas balas que cuando impactan con el cuerpo se vuelven polvo de colores, pero...

Se quedó callada, con Iida e Izuku expectantes a lo próximo que diría.

—Me recuerda un poco a Katsuki —removió la comida, desganada—. Y me siento mal por no haberle dado lo que él esperaba durante todas esas navidades. No me sorprendería si se vuelve un amargado.

—Bueno, Uraraka, tú velaste por su seguridad y la de otros infantes, que es algo bastante admirable —acotó Iida.

—Además, se lo veía feliz en esas fotos con el peluche que le dejaste. Recuerda que nosotros sabemos lo que ellos desean en lo más hondo de sus corazones.

Eso le llevó irremediablemente a pensar en un niño lloroso en su cama, de cabello y ojos bicolores, que lo miraba como si fuese el más grande héroe de todos los tiempos.

De alguna manera, Izuku había sido el héroe del pequeño Shouto. Un elfo patoso y que no sabía seguir las reglas. Pero es que eran reglas estúpidas, y él no podía dejar a un niño desamparado en la noche más hermosa del año.

Ese era su consuelo. Ni siquiera tenía algo por lo cual preocuparse; Mirio y Tamaki ni siquiera se percataron de la infinidad de reglas que rompió. Ambos estaban demasiado ocupados escabulléndose a los talleres cuando los elfos salían a repartir regalos y ya nadie quedaba en la sede.

Izuku supuso que sería lo ideal encontrar alguna compañía en aquel lugar donde el paso del tiempo no les afectaba. Según tenía entendido, ellos no envejecían mientras vivieran en el taller; y la única noche en que tenían permitido salir era en Navidad, por lo que tampoco hacía la diferencia.

—¿Cuántos años tendrán ya? —volvió a hablar Uraraka—. Digo... Katsuki y Kirishima, y todos los niños que alguna vez acompañamos.

—Si mis cálculos no fallan, deberían estar terminando ya la escuela —respondió Iida, haciendo sumatorias dramáticamente con los dedos—. Unos dieciocho años.

—¡Wow! ¡Ya tienen nuestra edad! O eso creo —habló ella con el ceño fruncido.

Izuku no sabía su edad. Se veía demasiado joven como para comenzar lo que los humanos llamaban universidad pero sus ojos se veían muy adultos por todos los años vividos. Estaban en ese limbo que solo una persona inmortal podría aspirar.

Cuando terminaron de comer y partieron a sus sectores —Izuku estaba en el de figuras de acción, pero ya ni eso le emocionaba—, se quedó pensando en muchas cosas. Su mente siempre se iba a Shouto, y en dónde o qué estaría haciendo. Si le dolería la cicatriz, si sentiría solo o si le guardaba rencor por no haber regresado en la siguiente Navidad. Si ya estaba adulto, o si se había enamorado, o si planeaba tener hijos a los cuáles contarle el cuento de los elfos trabajadores que construían sonrisas con sus propias manos.

Pero sus pensamientos nunca llegaban a nada.

—Dieciocho años —suspiró, con una triste sonrisa—. Sí, cómo pasa el tiempo.

Meses después, o tal vez fueron años —Izuku ya no llevaba la cuenta del paso del tiempo, simplemente dejaba que fluyese—, sintió mucha curiosidad al recibir su lista de ciudades.

—Debe ser un error —le dijo a Mirio, que no dejaba de sonreír.

—Yo ya te dije que los elfos nunca nos equivocamos —le tocó la punta de la nariz con el dedo—. Ve a prepararte, y por cierto ¿No has visto a Tamaki?

Izuku negó con la cabeza, pero era más para sí mismo que una respuesta para Mirio, quien la tomó como tal y partió en busca del otro elfo.

Debía haber pasado al menos una década, o tal vez más, desde que visitó aquella polvorienta y nevada ciudad japonesa: Musutafu.

O podía ser solamente una cruel broma del destino. Él quería llorar por los recuerdos, pero no podía permitírselo luego de tanto.

—Midoriya, ¿ya estás listo? —le preguntó Iida, que llegó con Uraraka y los sacos para partir una Navidad más hacia aquella ciudad.

—Supongo —se encogió de hombros.

—¡Qué emoción! —Uraraka se veía más animada que de costumbre—. Me encanta Musutafu. Está tan llena de niños con muchas ilusiones... ¡Ya quiero llegar!

Izuku no supo qué contestar. Por un lado tenía razón, pero en Musutafu no todo era color de rosas, muy a su pesar. También había familias viles y niños que lo pasaban solos.

Se preguntó, una vez más, qué estaría haciendo Shouto en esa Navidad.

Pero no podía perderse en fantasmas del pasado; no era justo para él ni ninguno de los niños, el ver en sus rostros el fantasma de aquel atormentado chico de ojos de diferente color.

Esperaba, al menos, que ya no estuviese solo. Le dolía no haber cumplido con su promesa de una forma literal, pero él esperaba que Shouto siempre supiese que lo acompañaría en espíritu, al menos.

—Hoy disfrutaremos, por las viejas épocas —le sonrió Uraraka, tomándolo del brazo.

Le respondió una sonrisa sincera.

Conocieron nuevos niños, cada uno más distinto y particular que el anterior. Por suerte, esa noche no tuvieron que dejar ningún pedazo de carbón, pero Uraraka insistía en que quería visitar la vieja casa de Katsuki para dejarle al menos uno solo, para que recordase su infancia.

Eso le hizo pensar a Izuku en muchas cosas, y más porque terminaron separándose o nunca acabarían con la densa populación de Musutafu.

No le sorprendió volver a encontrarse con la residencia Todoroki, pero la casa estaba aun peor de lo que la recordaba: las ventanas estaban rotas y nada quedaba de aquella luz del cuarto de Shouto que iluminaba la casa.

Estaba completamente abandonada.

Trató de evitar pensar en el pinchazo que sentía en su alma. Esa era la confirmación que necesitaba para volver a la realidad de que nunca más vería al adorable niño —aunque incluso ya no lo fuese.

Caminó entre lo que quedaba del viejo cuarto, de la cama donde había dejado su chaqueta para dar cobijo al niño desamparado. Las polillas y las ratas habían mordisqueado el colchón, y el olor a polvo y moho era insoportable.

Todos los recuerdos se volvían cenizas mientras salía de la residencia. Tenía los ojos bañados en lágrimas y las letras de la lista de niños se veían borrosas ante su visión.

Captó uno de los nombres, y que no le quedaba a demasiadas calles de distancia: Yaoyorozu Kaito.

La residencia donde ese niño vivía se veía grande y acogedora, como un hogar de verdad. Estaba lleno de luces e incluso había dos muñecos de nieve en el jardín delantero, uno grande y otro pequeño; ambos con ojos de botones de diferente color. Se veían bastante curiosos.

Gracias a Santa Claus tenían chimenea —y las brasas estaban apagadas— por lo que no estuvo difícil deslizarse, pero su ropa sí que terminó llena de hollín. Nejire lo regañaría otra vez por arruinar otro uniforme.

Observó lo bonito del salón comedor, con un inmenso árbol colorido y guirnaldas por todas partes. Las paredes estaban pintarrajeadas por los garabatos de un niño pequeño, y sus padres no parecían haberse molestado en taparlos así como tampoco acomodar la pila de juguetes desperdigados por todos lados. De la cocina emanaba un fuerte olor a chocolate caliente, pavo asado y confituras, entremezclándose de una manera que a él se le hacía deliciosa.

En la mesa también una carta, así como un vaso de leche y un plato enorme de galletas de jengibre. Su corazón se ensanchó ante el gesto; muy pocos niños lo hacían últimamente.

Izuku se bebió el vaso de un trago y saboreó una de las galletas, dejando que el picor durmiese ligeramente su lengua. Era demasiado placentero, y mucho mejor de lo que les daban en el taller.

Se sacudió las manos y tomó su saco. Era la hora de la verdad. Le daba algo de curiosidad ver qué es lo que Kaito había pedido para Navidad —y si coincidía con lo que los elfos habían fabricado para él—, por lo que dijo con la voz más clara que tenía:

—Yaoyorozu Kaito.

Sus dedos adentro de la bolsa se cerraron alrededor de algo suave, hecho de tela y con un relleno esponjoso. Si no se equivocaba, eso debía ser un muñeco de felpa. Sonrió al preguntarse qué animal sería, pero lo que encontró en su saco no era para nada lo que estaba esperándose.

Era un peluche de un elfo.

Y no era cualquier elfo, se dio cuenta con el corazón comenzando a latirle desbocado. Su mente estuvo confusa durante algunos segundos, pero estaba demasiado claro todo: ese elfo era él. Tenía el cabello verde, las pecas y las orejas puntiagudas, el traje verde y las botas rojas para la nieve que todos llevaban.

—Esto no puede ser —murmuró en un susurro para sí mismo.

De forma instintiva, inspeccionó el salón con sus ojos zumbando de aquí para allá. Una idea comenzaba a formarse en su mente, pero eso era imposible.

Se detuvo en la pila de juguetes que descansaba en el sofá, pero solo uno de ellos llamaba su atención: la figura de acción del superhéroe All Might.

Izuku se apresuró a tomarla entre sus dedos, pasando la mano por los gastados trazos del juguete. Estaba quemado, sucio y le faltaba una pierna, pero no había duda que ese era un trabajo hecho a mano por Mirio, que le encantaba pasar el rato en el taller de las figuras de acción.

¿Cómo es que ese juguete había ido a parar allí?

—¿Eres real?

Se sobresaltó al escuchar una voz grave y adulta decir a sus espaldas, tan de repente. Izuku tenía miedo de girar, pero lo hizo, con el elfo en una mano y All Might en la otra.

Las penumbras eran densas en el salón, pero habría reconocido su cabello bicolor en cualquier parte, al igual que la quemadura que le atravesaba el lado izquierdo de su rostro. Estaba más alto, mucho más alto que él y también más adulto ¿veinte y tantos años, tal vez?

Ya no podía verlo porque estaba llorando mares.

—¿Eres real?

Shouto dio unos pasos hacia él con sus largas piernas, estirando su mano hacia la de Izuku, la que sostenía el elfo de peluche de sí mismo. Sus fríos dedos encontraron los cálidos suyos, como aquella Navidad hacía más de diez años atrás.

El otro le sonrió.

—Creo que ambos somos reales.

Izuku estaba estático, sosteniendo los dos juguetes con fuerzas mientras se esforzaba en no lanzarse en abrazar al pequeño Shouto, que ya nada de pequeño tenía. Era un adulto, y vivía en una hermosa casa llena de felicidad y calidez.

Era más de lo que él podía soñar.

—Creí que mi padre lo había quemado luego de que lo descubrió en mi cuarto —dijo, señalando con su mirada al muñeco de All Might—. Tenía miedo de decírtelo.

—Podría haberte conseguido otro —dijo Izuku con la voz temblorosa—. Te lo dejé porque no quería que estuvieses solo.

Shouto asintió con una sonrisa nostálgica.

—Los del manicomio me lo dieron hacer un par de años cuando me llegó la noticia de que mi madre falleció de una neumonía. Esto estaba entre sus pertenencias.

Midoriya apretó al muñeco de All Might contra su pecho, quería reír y llorar al mismo tiempo.

—Y decidiste conservarlo desde entonces.

—Y decidí conservarlo —coincidió Shouto.

Ambos quedaron en silencio un par de segundos que se sintieron como años, todos esos años que habían pasado juntos hasta que la vida —nadie más y nadie menos— los había alejado del otro.

—Me sentí tan solo cuando no regresaste. Por muchísimos años —empezó a hablar Shouto—. Apenas de grande entendí tus palabras.

—Lo siento —susurró Izuku—. Quise volver, pero no había manera. Y tú ya serías grande y en tu vida no había lugar para un elfo mágico que ni siquiera te traía regalos.

Shouto volvió a tomar su mano, sujetando entre ambas palmas el peluche del elfo, sonriéndole como si fuese algo más que solo un juguete.

—No pude evitar contarle a Kaito historias sobre los elfos en el taller de juguetes. Nada de Santa Claus en esta casa. A él le encantan, y fue nuestro soporte luego de que su madre y mi mejor amiga, muriese al darle a luz. Puede que no nos una la sangre, pero tenemos muchas cosas en común.

—Estoy seguro que es un niño adorable. Tal como tú lo fuiste hace muchos años.

Shouto se acercó a él, para que pudiese mirarlo a los ojos por un segundo. Allí, en la oscuridad, Izuku se dejó perder en la calidez y cariño que esa mirada desprendía. Estaba nervioso, o emocionado o muerto de miedo o todo a la vez.

—Los elfos cumplieron mi deseo por segunda vez —dijo Shouto, acariciando la mejilla pecosa de Izuku, que quería seguir cerciorándose de que fuese real.

—¿P-por segunda vez? —curioseó, dudoso.

Shouto ladeó la cabeza, como si no entendiese que Izuku no supiera a qué se refería. Para él debía ser algo muy obvio, pero Izuku no recordaba ni una sola Navidad en la que su saco le devolviese un regalo para Shouto Todoroki.

—Sí, ellos ya me habían dado un regalo. No lo supe hasta que Kaito llegó a mi vida y pensé que la soledad se acabaría; solo para darme cuenta que yo nunca había estado solo desde que me dejaste a All Might y tu chaqueta verde.

Izuku tragó saliva. Definitivamente estaba muerto de miedo, pero no había espacio para arrepentimientos.

—¿Qué fue lo que le pediste a los elfos, Shouto?

Él esbozó una sonrisa.

—Les pedí alguien que me amase incondicionalmente, y que nunca me dejase solo.

Pasaron un par de segundos de silencio hasta que de la boca de Izuku brotó una carcajada. Shouto primero lo miró confundido, pero luego comprendió que no estaba burlándose de su desesperado pedido de cariño si no que se reía porque la vida era tan, tan extraña y curiosa que a veces no te quedaba más que reírte de ella.

La realización golpeó a Izuku, mientras recordaba las palabras del líder de los elfos, aquel año en que dejó de ver a Shouto. Mirio había sonreído como siempre, pero apenas ahora se daba cuenta de que quizás él sabía muy bien de qué estaba hablando y su mensaje no había sido al azar.

Izuku lloró otra vez, pero porque la Navidad y el amor, en todas sus formas, eran hermosos. Quizás había sido el destino el que terminó uniendo a ese torpe elfo y a ese niño con pasado solitario.

O tal vez es que ambos habían aparecido en el momento justo en la vida del otro. Tampoco es que quería buscarle una respuesta; por esa única vez, se dejaría creer que había sido la magia de los elfos, como si fuese un niño humano que busca lo maravilloso a su alrededor.

Y por supuesto que aquello lo era.

—Mirio tenía razón —dijo Izuku finalmente, dejando ambos juguetes sobre el sofá.

Su mano se cerró alrededor de la de Shouto, y la del joven hombre envolvió la suya. En ese momento no eran elfo y humano, mortal e inmortal, joven y adulto.

Solo eran Izuku y Shouto, dos seres vivos que se habían conocido gracias a la magia navideña.

—Los elfos nunca se equivocan.

¡Cuarto y último OS de Navidad! Pero todavía quedan los de Año Nuevo, que los estaré subiendo esta próxima semanita c:

Este último va dedicado a mi amiguita y compatriota Fiore ♥️ quedó con algo de angst y más largo de lo que pensaba, pero espero que igual te guste c: sabes que me encanta hablar con vos, y más porque por algo terminamos enloqueciendo (?)

Y no me quiero ir sin hacerle una mini dedicatoria a mi squad ( PortgasDRaven , ziall-x-phan y corgi-makaroni ) porque amamos el TodoDeku (o es DekuTodo?) y el angst (ligero). Las amo bbs (y para Susy, un poquito de MiriTama)

Muchísimas gracias a quienes lean, voten y comenten, espero hayan disfrutado de este fic como lo hice yo al escribirlo. Puede que tenga algunos dedazos pero es que lo subo a las apuradas :c

Ahora si, que tengan una muy feliz navidad junto a las personas que más quieren ♥️

¡Besitos!

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