El mediodía. El mediodía siempre parecía esconder algo, algún secreto solo perteneciente a cierto tipo de naturaleza sensible—sí, porque no toda naturaleza es sensible—. Lograba percibirse allí donde sea que fuese, siempre velado, siempre silenciado, a veces por el ruido implacable de la ciudad, a veces por el silencio ensordecedor de los más invisibles pueblos.

Pero el medio día acaeciendo a la orilla de la playa era distinto, había algo en el movimiento de las olas, en la iridiscencia del sol acariciando el verde del océano que, reclamando atención, permitía entrever en sus matices musicales parte sustancial de aquel inefable secreto. Allí, en los confines del mundo, se manifestaba la verdadera esencia de la vida: lo eterno.

Que era mejor ir a cortar las hojas de hierba al medio día, le habían dicho alguna vez. Y entonces todo pareció cobrar sentido. Cortar las hojas del cedrón al mediodía para infusionarlo con sus propiedades en el acmé de su función —qué palabra más fría, función. Es culpa de las matemáticas, pensó—.

Pero ahora estaba contemplando el océano, y sus rizos se le movían calmos, mientras el sol —el sol del mediodía en la playa— le besaba sus pequitas, le acariciaba sus ojos expresivos. El mar parecía hablarle, siempre. Siempre parecía hablarle del secreto de lo eterno, parecía prometerle el infinito en sus vaivenes, el impulso eterno, el constante anhelo y deseo, aunque ni siquiera conociese el objeto de su pasión. Era simplemente indecible, y si osaba la menor elucidación, entonces sería insincero, insincero con él mismo, con el océano, con el mundo, como tantas otras veces lo había sido.

Pero allí, bajo el sol —el sol del mediodía en la playa—, el mundo no parecía el mundo. No. Porque si fuese el mundo, entonces aquel ancho mar sería parte de él, y aquel ancho mar, espléndido, intrépido, pasional, sereno, amoroso —con su paradoja soñante—, no cabía en lo que se decía del mundo, en lo que se vive del mundo, en lo que se obtiene de él, en su definición desinteresada y determinista.

Y entonces, ni siquiera la insinceridad pareció tener sentido. Nada tenía sentido y a la vez, cada granito de arena, cada ráfaga de aire, cada envite flameante cargaba con una suerte de belleza etérea que lo llenaba todo, que refrescaba el espíritu y lo plegaba. Y así, sin más, ya nada más existía, y con el sol ardiendo en el mediodía —de la playa, y siempre de la playa—era suficiente para quedarse por un tiempo más. Un tiempo más. Aunque ocurriese que vuelta la mirada, su nariz rasgada fuese golpeada por la bajeza del mundo.

canción: high for weeks de Emmett Kai