Fragmentos de niñez
—Tendré que soportarlo —dijo Daniel—, tendré que soportarlo y resignarme a una noche atormentada por sus voces, por sus murmullos burlescos y frívolos, atiborrados de indolencia. Llorar, deseo llorar y desleír con el paso de la madrugada la impotencia cuajada en mi garganta. Mis pequeños brazos se cruzan en mi regazo mientras miro a mi madre preparándolo todo. Odio cuando tira mi cabeza hacia atrás. Es la fuerza de su mano en el cepillo. Odio —aunque solo en noches como ésta— el cítrico perfume que sale de su pecho y el ácido aroma de su labial fucsia que desprendido se adhiere a mi mejilla una vez que me besa a modo de despedida, porque no me verá más durante toda la velada; regalará sus sonrisas a los invitados y andará de aquí para allá saludando a este y a aquél y cuando pase a mi lado no me notará. No me notará. No, le teme a mi mirada porque sabe que esta noche la odio más que nunca por obligarme a compartir la pieza con mis primos. Porque por su culpa no dormiré y mi soledad se empañará de sucios comentarios y de la repugnancia de aquellas presencias que nunca he comprendido. Esta noche, airado y sometido, les odio a todos.
—Si viviese aquí —dijo Verónica— sería feliz. Sería más feliz que cualquiera de ustedes. Más feliz que Daniel, sentado allí con hombros tensos y rostro fúnebre; más feliz que Felipe, temiéndole inclusive a la mosca más sonsa. Así que aprovecho la velada y la teatral simpatía de mis progenitores y me escabullo fuera. Me sumerjo en el murmullo nocturno y cristalino de las aguas bajo la hondonada. Respiro el aire fresco e impregnado del aroma de los humedecidos juncos. Es dulce la melodía de los grillos y el fibroso latir de los pastizales gobernados por la brisa. Las estrellas bosquejan sus luces en mi piel y su resplandor se aúna al de la gran casa frente a mis ojos. ¡Qué fascinante!, ¡qué maravilla ser testigo del bullicio del mundo condensado allí adentro sobre esas angulosas gentes!, ¡qué maravilla poder observarlo todo sin ser parte de ello!, sentirme subsumida ante la oscuridad, ajena, yaciendo plácidamente sobre el sabor de la tierra y bajo ese velo azulino de la medianoche que, terso y límpido, me ha revelado el misterio de la existencia desde su anonimato.
—Están diciendo que debes entrar —dijo Felipe—. Verónica, intentan deshilachar tu cuerpo, petrificar el movimiento de tus piernas y brazos, arrebatarte el alma limpiando tu vestido teñido de barro, opacar el brillo que el cielo cierne sobre tus ojos. ¿De dónde habrás sacado, Verónica, esa galla ardiente que impide la quietud en la planta de tus pies? Te admiro por tu naturaleza vívida, valiente, soñadora. Te envidio por tu inteligencia silenciosa. Pero van a venir por nosotros si no nos damos prisa. No te importa, si sé. Pero Verónica, escucho el crujido lacerante de los botines de mi tío cerca. No quiero su grito atravesándome, atravesándonos. Movámonos. Huyamos antes de que sea tarde. Tengo miedo. ¿No temes a tu padre? Su bramido me hiela la sangre y mi cuerpo siente su resonancia hasta que me voy a la cama y noto que continúo temblando. No, no podemos quedarnos. Miraremos las estrellas desde el balcón de Daniel; en tanto, él fingirá hospitalidad y ocultará su odio por nosotros, luego señalará que está demasiado cansado y que, solo si no nos molesta, ocupará la cama más grande. Pero eso causará menos miedo en mí que la aguda presencia de tu padre, Verónica. ¡Ahí viene!, ¡corre! Sí, eso es, subamos a la habitación de Daniel. Ya estamos aquí. Sí, ya estamos a salvo.
Esta prosa está inspirada en la novela Las olas de Virginia Woolf. Fue una tarea para la universidad de un ramo de literatura en donde debía "imitar" el estilo woolfiniano de esta obra. Solo para aclarar, son las experiencias de la niñez las que contadas desde la perspectiva de tres niñes toman protagonismo aquí<3
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