505/11:08 AM
Una vez me asusté. Me asusté de mí mismo, de mi ser frío y calculador, de la indiferencia que era capaz de aparentar ante unos ojos suplicantes.
Ella había venido a mí en uno de sus sueños. Fue aterrador.
Me concedió el don de ser el sabedor de las leyes del universo, de saber cuándo el Sol colapsaría y se estrellaría contra la Tierra. No me atreví a juzgarla, era su sueño. Yo, en cambio, quien nunca le confirió el espacio de una noche, merezco ser juzgado.
Sea como fuere, ella comenzó a buscarme; de alguno modo, ella creyó que el haber estado juntos poco tiempo antes era motivo suficiente como para venir a buscarme de nuevo. Se equivocaba, ya no la quería — ¿la quise?—. Me detuvo implorante, frente a la infraestructura de una institución represiva, demandando una explicación respecto a lo que pasaba, respecto a si era posible que el sol se estrellara contra la tierra. Me reí, me reí de su ingenuidad, de su candidez, y casi creí que solo era una excusa para hablarme, para hacerme volver a caer en lo abrasador de su cuerpo.
Sonriendo y dubitativo, le dije que no, que lo había visto y no era posible. Pero ella se empeñó con el asunto, estaba segura de que el Sol se estrellaría con la Tierra, lo vi en sus ojos, estaban brillantes, inquietos. No había creído mi verdad.
Pero yo estaba cansado, ella me fatigaba. Sabía que mi figura en su sueño no era nada más que un mero capricho, fragmento de superficialidad en su lista de amores rendidos. Yo era todos sus ex novios juntos y el último objeto de deseo de su día. Prefería estar ocupado en cualquier cosa antes que estar escuchándola, porque escucharla era como estar leyendo un libro de Murakami y amarla había sido convertirme en un lastimero personaje de Tokio Blues. Quise vomitar.
Así que le di lo que sus ojos me pedían. La besé y la recosté sobre la hierba, frente a la infraestructura de la institución represiva y todavía con el halo del choque solar en su mente. La rodeé con mis manos y acaricié su cintura hasta que me apartó y me dijo que era tarde, que debíamos "entrar". Eran las 11 horas con 8 minutos de la mañana. Sí, debíamos entrar. No me opuse, poco me importaba si seguíamos o no.
Me paré rápidamente y caminé delante de ella, sin voltearme. Entré al edificio y subí por el ascensor; de pronto el aire se tornó frío y grisáceo. Ella había quedado atrás y en su mente el Sol ya había colisionado con la Tierra: no la volvería a ver nunca más.
Una liviandad indescriptible se apoderó de mi cuerpo, sentí que volvía a respirar: me había liberado de ella y de su necesidad de amor. Me había liberado de mí mismo.
Canción: 505 de Arctic Monkeys
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro