La fe no mueve montañas
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El joven entró al castillo tras verse abandonado por el zorro, haciéndose pasar por uno más de los visitantes que, asombrados por las paredes doradas de la fortaleza, acudían diariamente a apreciar su encanto. Ahí dentro, el muchacho esperó a que cayera la noche.
Cuando llegó el momento y la princesa de Oro salió de su dormitorio, el príncipe consideró nuevamente sus posibilidades. No le parecía justo robarle un beso a una perfecta desconocida, y mucho menos llevársela con él para luego entregársela a un rey que no la merecía.
Empero, el joven también temía por su vida, y por que todos los que lo perseguían decidieran ir a buscarlo para revocar su perdón, al no haber visto cumplidas sus misiones.
Sin más remedio, el príncipe se resignó a su suerte. Apenas salió la princesa de la casa de los baños, él se lanzó hacia ella y le dio un beso tan corto como le fue posible.
La princesa de Oro miró al desconocido con asombro. ¿Acaso él sabía lo que sucedería si le robaba un beso? ¿Estaría consciente del hechizo que pesaba sobre ella?
De inmediato el joven explicó sus intenciones, admitiendo que temía por su vida y contándole parte de su travesía. La princesa detuvo su perorata cuando comenzó a compadecerse del pobre muchacho.
Con un nudo en el estómago, provocado más por ira que por congoja, la doncella accedió a irse con el príncipe, pero le rogó que este le permitiera despedirse de sus padres. Incapaz de ser todavía más cruel con la princesa de Oro, el joven le dejó hacer lo que necesitara antes de partir, sin importarle la cruda advertencia del zorro. Finalmente, nada podía salir peor.
O al menos eso creía.
Cuando la princesa despertó a sus padres para despedirlos, la reina enfureció, e inmediatamente mandó apresar al muchacho que intentaba llevarse a su hija. Estaba preparada para contrarrestar con una celda el hechizo que una bruja celosa había impuesto sobre su primogénita. La reina ni siquiera aceptó escuchar las explicaciones del príncipe antes de condenarlo a muerte.
A la mañana siguiente, el rey bajó al calabozo para interrogar al desdichado príncipe antes de su ejecución. Antes de anunciarse, empero, le encontró sollozando entre sus finas manos, murmurándose las cosas que le habían pasado por buscar a un desventurado pájaro de oro. Escuchó atento el rey, entonces, para luego dar cuenta de todo a su esposa. Intentó convencerla de que, si soltaba al muchacho, pronto volvería su hija con el pájaro y el caballo de oro.
La reina se resistió a dejar libre al jovenzuelo solo porque murmuraba cosas. Si debía ceder a la princesa para recuperar un ave y un corcel, prefería no ver a estos dos últimos nunca. Ante la insistencia del rey, empero, ella finalmente dio su brazo a torcer, pero estableció una condición para soltar a su cobarde prisionero.
—Joven muchacho —dijo la reina frente a la celda del príncipe—, tu intento de llevarte a la princesa ha sido una total falta de respeto para mí y para mi reino. No obstante, me he visto casi obligada a darte una oportunidad de salvar el pellejo y, para mi disgusto, obtener la mano de mi hija.
El príncipe alzó la mirada, consternado.
—Pero, Majestad —replicó dócilmente—, yo no quiero la mano de...
—¿Ves esa montaña a través de la ventana de tu celda? —interrumpió la reina—. Yo también, todas las mañanas, pues me estorba la vista y además es un horrendo montículo de tierra. Si logras deshacerte de ella en un plazo de ocho días, te daré tu libertad y te dejaré ir junto con la princesa de Oro.
Incapaz de negarse a la propuesta, salió el príncipe del calabozo directo a la montaña, con herramientas para levantar la tierra. Trabajó por siete días, abriendo un gran hueco en la punta de la montaña, pero cuando se acercó al castillo para dar cuenta de su avance, con desilusión notó que este había sido insignificante.
Abatido, se dejó caer el joven sobre el suelo fuera del Castillo de Oro, vislumbrando con pena su fin en el patio militar de aquel dorado edificio. Embargado por la congoja, miró sus manos maltratadas; ya no eran las manos de un artista, y él definitivamente ya no podría serlo. No tenía ninguna posibilidad de volver a casa, ni de presentarle con orgullo el pájaro de oro a su padre, el rey. Había perdido cualquier ápice de esperanza.
Como si fuese un milagro, de pronto el príncipe vio llegar a su querido zorro, quien había ido en su búsqueda deduciendo, por su tardanza, que el humano otra vez había metido la pata. El animal sintió rompérsele el corazón al ver a su amigo sumido en tanta amargura, pero al acercarse a él, recobró ánimos para reprocharle.
—¡No mereces ninguna de mis atenciones! —comenzó—. Déjame adivinar: dejaste que la princesa se despidiera de sus padres.
—¡Tenía que permitirle al menos eso, dada la atrocidad que iba a cometer!
—¡La reina jamás iba a permitir que te llevaras a su hija! Ya perdió a su hijo, perderla a ella seguramente no estaba en sus planes.
—¿Cómo sabes que perdió a su hijo?
Por un momento, el silencio reinó entre los dos amigos.
—Solo lo sé. —El zorro se pavoneó enfrente del príncipe, cola erguida y porte confiado. Cuando creyó que había sido suficiente, se volvió hacia el joven—. ¿Sabías que yo también puedo hacer magia?
El muchacho se sorprendió.
—¿Magia? —preguntó con asombro.
—Sí. Y para demostrarte mi poder, te ayudaré de nuevo. ¿Qué tienes que hacer para ganar tu libertad? Vete a dormir y considéralo hecho.
El zorro se halló al poco tiempo en la penumbra de la noche, dándole la espalda a la estorbosa montaña que el príncipe no había podido eliminar.
Cuando el hada Perla cambió la piel del príncipe de Oro, también le había obsequiado el don de hacer ligera magia feérica. No podía arrasar una montaña, en absoluto, pero había algo que sí podía hacer con poco esfuerzo: mover de sitio las ventanas del Castillo de Oro, construido con la magia de las hadas.
El zorro se concentró, murmuró un par de palabras y se erizó cual gato, parando la cola y apuntando a la fortaleza con su nariz. Los bloques de la pared del castillo temblaron a merced de la magia. De pronto, las ventanas se arrastraron horizontalmente hacia el muro colindante, libre de montañas que cubrieran la vista, y el castillo exhaló una nube dorada.
Satisfecho, el animal contempló su obra por un rato. Siempre había pensado que las ventanas del castillo estaban muy mal colocadas. No cabía duda de que las hadas, acostumbradas a vivir en el bosque, tenían muy mal ojo para la arquitectura.
Amaneció, y al ver el príncipe la montaña en su lugar, le invadió la congoja nuevamente.
Al acudir con la reina para explicar su fracaso, empero, ella estaba complacida. No paraba de preguntarse en voz alta cómo era que el joven había logrado mover las ventanas del castillo.
Sin perder la oportunidad —y agradeciendo por lo bajo al fiel zorro—, el muchacho le recitó a la soberana un capítulo de un libro que hablaba sobre la cualidad inamovible de la naturaleza, para convencerla de que lo mejor no era mover una montaña, sino cambiar al castillo. Al final de su perorata, el príncipe abrumó a la reina con un hechizo de palabras difíciles de pronunciar (que había leído en un libro) para explicarle que todo había sido hecho con magia. Su juicio salió perfecto.
La reina, fiel a su palabra, dejó a regañadientes a su hija con el joven. Entonces, princesa y príncipe emprendieron camino hacia el castillo de rey que descaradamente había solicitado a la doncella.
El zorro pronto salió a su encuentro. Saludó a la princesa con humana caballerosidad antes de hablar con su acompañante.
—Ahora, querido, tenemos que pensar en la manera de evitar que el caprichoso rey se quede con la princesa de Oro —le dijo—. ¿Tienes alguna idea?
El príncipe negó con un suspiro. A la doncella se le iluminaron los ojos.
—¿En serio no me dejarán sola con ese hombre? —preguntó con entusiasmo la princesa.
—¡Lo prometo! —respondió el príncipe—. Sería horrible que lo permitiéramos. El único problema es que el zorro y yo aún no sabemos cómo engañar al rey para que, cuando nos dé el caballo de oro, también podamos llevarte y desaparecer.
La princesa de Oro pensó por un momento. Sonrió al tener una brillante idea.
—¡Dicen que no saben cómo llevarme! ¿Acaso tú, príncipe, jamás te has fugado con una persona en una cita?
Extrañado, el joven negó con la cabeza.
—¿Por qué habría de hacer eso?
—¿Por qué no? —respondió ella—. ¡Es divertidísimo! Ya te cuento cómo se hace y, cuando sea el momento justo, realizarás conmigo aquellos pasos. Así podremos escapar y llevarnos también al caballo.
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