Capítulo 9
Escuché el auto aparcarse cuando mis amigos volvieron. Yo me había hecho un ovillo en una esquina de la cocina y aún aferraba con fuerza el teléfono de Harvey con la mano derecha. Mi respiración no se había normalizado en ningún momento, aunque no podía tranquilizarme por más que lo intentara. No con Jennie enviando mensajes de texto para Harvey cada cinco minutos, exigiendo que le explicara por qué tenía yo su teléfono. En tres ocasiones quise devolverle la llamada a mi hermana para insultarla como nunca se lo habría esperado, pero no me atreví por miedo a saber la verdad. ¿Acaso Jennie y Harvey se veían a escondidas desde que yo salía con ella?
Los celos me hicieron sentir estúpido.
Harvey no me importaba en lo más mínimo, ni siquiera podía decir que estuviera enamorado de ella, pero, ¿tan mal pareja había sido que ella terminó inclinándose por Jennie? ¿Qué había de especial en esa pequeña prostituta?
Sonreí ante la idea de que Harvey la prefería porque Jennie no necesitaba embriagarse para tener sexo con ella. Quizá era eso. Mi jodida hermana debió darle sexo oral en la primera cita.
Las estridentes risas de Jimin se apagaron cuando se encontraban tras la puerta de entrada.
Me mantuve alerta.
Escuchaba los susurros de un hombre de edad avanzada que identifiqué como el vecino del departamento que teníamos a la derecha. Era un sujeto regordete y de cabello canoso, vivía solo y en ocasiones nos daba comida gratis que era demasiada para él. Al parecer, su familia lo había olvidado. En varias ocasiones lo había escuchado gritarle a una persona desde su departamento, reclamaba que se sentía muy sólo y luego lanzaba contra la pared un pequeño proyectil que debía ser un teléfono.
Jimin y los otros estaban conversando con él acerca de lo acontecido con la vecina entrometida.
—Pagaré por los gastos médicos. —aseguró Jimin en voz alta.
Escuché los pasos del anciano que se dirigía a su propio departamento.
Se hizo el silencio por dos minutos hasta que al fin abrieron la puerta y entraron a nuestro departamento. Me mantuve quieto en mi lugar mientras Taehyung, Jungkook y Harvey entraban dando grandes zancadas hasta el fondo de la habitación donde habían dejado su equipaje. Jimin les suplicaba que no se fueran, decía que todo era un malentendido, un accidente.
—¡Sólo hemos venido a verte a ti, Jimin! —exclamó Jungkook enfurecido— ¡Yoongi está demente! ¡No vamos a pasar ni un minuto más bajo el mismo techo!
Sonreí.
Jungkook no tenía idea de lo demente que podía ser.
Escuché la voz quebradiza de Jimin. Estaba llorando.
—¡Por favor, esperen un momento! —él decía— ¡Puedo controlar a Yoongi! ¡Él no es un peligro para nosotros!
¿Un peligro?
Escuchar aquello me hizo sentir extraño.
Ellos me consideraban un monstruo. Seguramente nunca les había agradado del todo y el pequeño incidente que les comentó el anciano sólo había terminado de detonar el hecho de que pensaran cosas tan terribles y extremistas. Sentí el impulso de tomar un cuchillo y salir a paso lento de la cocina, dirigirme a ellos con el cuchillo en alto y fingir que los asesinaría.
Aquello sin duda calificaría como ser un peligro.
—Nos vamos, Jimin. —dijo Harvey decidida.
Escuché que movía desesperadamente los cojines del sofá en busca de su móvil. Se lo lancé desde la cocina y el artefacto tuvo la suerte de caer sobre uno de los cojines. Hubiera preferido que la pantalla se quebrara. Ella lo tomó, y a juzgar por su mirada angustiada supe que le preocupaba que yo hubiera descubierto su tórrido amorío con mi hermana, guardó el móvil en sus pantalones y la vi desaparecer junto con Jungkook y Taehyung por la puerta de entrada.
Salí para mirarlos y despedirlos a mi manera.
Arrastraban sus maletas, todas aún abiertas. Un par de boxers de Jungkook cayeron por la cremallera abierta de una bolsa de color marrón y Taehyung tuvo que recogerlos al pasar para no tener que volver cuando se hubieran alejado. Bajaron al aparcamiento y subieron a su auto. Jimin los perseguía y suplicaba a gritos que me dieran una oportunidad. Ellos encendieron el auto y nuestras miradas se cruzaron por un segundo.
Desde el balcón de nuestro departamento me despedí de ellos con una sacudida de la mano derecha, teniendo cuidado de que notaran perfectamente las cicatrices de mis muñecas.
Les dediqué una sonrisa que debió perturbarlos pues se fueron a toda velocidad.
Me giré cuando vi a Jimin subir de vuelta a nuestro departamento, me dirigí hacia el sofá que Harvey había desordenado y tomé asiento. Pretendí que nada había pasado. Incluso encendí el televisor.
Transmitían el noticiero nocturno.
Me sentía lleno de júbilo. Me había librado finalmente de ellos tres y ya nada podía interferir entre Jimin y yo. Más tarde, cuando Jimin estuviera dormida, me encargaría de llamar a Jennie para exigir una explicación y todo se resolvería. Todo seguiría igual.
Jimin entró en el departamento y azotó con fuerza la puerta detrás de él. Vi las lágrimas en sus ojos, jamás lo había notado tan furioso, respiraba agitadamente y tenía los puños tan fuertemente cerrados que sus nudillos se habían puesto blancos. Se acercó a mí y me arrebató el mando del televisor para pulsar el botón de apagado. La habitación se sumió en un sepulcral silencio que se rompió cuando Jimin lanzó el mando contra una pared, haciéndolo añicos. Pensé que al día siguiente iríamos de compras a buscar uno nuevo. Me puse de pie cuando él se quedó inmóvil y Jimin avanzó velozmente hacia mí para darme una fuerte bofetada.
El golpe resonó en mis oídos, mi mejilla comenzó a arder. El impacto fue tan fuerte que me vi obligado a doblar el rostro en la dirección del golpe. Llevé una mano a la mejilla herida, mi tacto provocó una leve punzada de dolor. Lo fulminé con la mirada sin mediar palabra alguna, Jimin me dio la espalda y la escuché soltar un par de improperios en voz baja. Esperaba que me pidiera disculpas, pero tal cosa no ocurrió.
—¿Por qué?
Fue lo único que preguntó. No quería mirarme. Y, a decir verdad, yo tampoco quería.
No le respondí.
Eché a caminar hacia nuestra habitación y le susurré que iría a dormir, inmediatamente Jimin me sujetó por la mano derecha y me obligó a mirarlo directamente a los ojos. Vi en sus ojos la furia. La tristeza. La desesperación. La angustia.
Me sentí increíblemente orgulloso de mí mismo por haber provocado en él todas esas sensaciones.
Me sujetaba con tal fuerza que me habría sido imposible soltarme.
No hice el esfuerzo de liberarme para escapar de Jimin.
—¡Te defendí de ellos y quiero que me respondas!
Recordé aquella ocasión en la que mi padre le obsequió a Jennie un cachorro por su cumpleaños número seis. Detestaba a ese animal tanto que un día dejé la puerta abierta para que escapara y un auto le pasó por encima. Cuando mis padres supieron de mi deliberado descuido, mi madre me sujetó de la misma forma que Jimin me tenía en ese momento. Con mi madre sollocé y pataleé para que me dejara tranquilo, pero con Jimin ni siquiera me molesté en hacerlo. Le sostuve la mirada hasta que él me soltó y se alejó de mí.
—Estás enfermo. —me dijo con tono hiriente.
—Y también soy un peligro. ¿No es eso lo que decías?
—¡Es lo que ellos piensan de ti! ¡Le has destrozado la mano a esa mujer! ¡Y mira todo esto! ¿Hiciste una rabieta porque queríamos pasar tiempo de calidad entre nosotros cuatro? ¿Acaso tienes cinco años?
—¡No me mientas!
Me desconocí totalmente. Nunca fui tan demostrativo con mis emociones. Aquel grito parecía salido de la garganta de un monstruo. Era como si liberara todo el enojo contra mi familia y contra mi vida misma, ese enojo que me había guardado durante tantos años.
—¡No pensaban incluirme! ¡Te has olvidado de mí desde que Taehyung pasó por esa puerta!
Jimin parecía desesperado. —¡Taehyung ha sido mi mejor amigo desde siempre! ¡Si tuviera que elegir entre ustedes dos, lo elegiría a él mil veces antes que a ti!
La noticia cayó sobre mi espalda como un balde de agua helada.
Todos los planes que tenía para que sólo quedáramos él y yo... Todo había servido para nada. Taehyung le importaba más. Recordé que la única razón por la que me había pedido que lo acompañara en ese viaje absurdo a Santa Barbara era porque Taehyung no tenía la oportunidad de abandonar Georgia. Sentí un tremendo impulso de golpear al chico que tenía enfrente. Toda su actitud gentil, todas sus atenciones, incluso aquellos besos que me provocaban mariposas en el estómago... Todo aquello...
¿Qué era?
¿Lástima?
¿Jimin sentía lástima por mí?
Me encaminé hacia nuestra habitación sin mediar palabra.
Jimin no tenía idea de lo bien que yo lo conocía.
Gritarle y discutir con él terminaría en uno de esos estúpidos besos con los que me silenciaría y fingiríamos que nada había ocurrido. Pero yo estaba realmente ofendido y Jimin debía saberlo. Si me iba y simplemente dejaba de hablar con él, lo entendería. Sabría cuánto me había herido y se disculparía. De Taehyung me encargaría luego de arreglar aquél pequeño bache que se interpuso entre Jimin y yo.
—Yoongi…
Lo escuché decir con voz suplicante y sonreí para mis adentros cuando me di cuenta de que había logrado mi cometido.
Me estaba suplicando que le diera la cara. Él también estaba dolido por lo ocurrido.
Algo salió mal a pesar de todo.
Jimin pareció darse cuenta de que estaba cayendo en mi trampa pues lo escuché caminar hacia la puerta de entrada.
—¡Me largo, iré a despejarme! ¡No salgas de aquí! ¡Esta conversación aún no ha terminado!
Me encerré en nuestra habitación al mismo tiempo que él cerraba de un portazo la puerta de entrada. Escuché el rechinido de los neumáticos de su auto y por un segundo me imaginé que sería un perfecto final para aquella noche que él se estrellara y se partiera el cuello en un choque.
Un choque como el que me había convertido en un monstruo.
Dirigí una mirada hacia mis muñecas y acaricié las cicatrices que las rodeaban con la punta de mis dedos. Estaba recuperando la movilidad de una forma tan lenta que supuse que un caracol podría darle tres vueltas al país antes de que yo estuviera totalmente recuperado.
Probablemente lo que sentía en ese momento tenía mucho que ver con esas malditas cicatrices.
Hacía ya bastante tiempo que no escuchaba a Jimin tocar el cello. Él guardaba su instrumento en una caja de madera debajo de su cama.
No lo comprendía.
Él podría tocar el cello o mi violín sin problemas. ¿Por qué había renunciado de esa forma?
Me agaché para sacar el cello de su escondite. Acaricié las cuerdas con delicadeza mientras me imaginaba lo feliz que ambos seríamos si pudiéramos seguir haciendo lo que amábamos. Seguro que embriagarse y fornicar no era para él tan divertido como hacer música. Aunque quizá él preferiría haberlo hecho estando con Taehyung en Georgia.
La furia contra Kim Taehyung me invadió. La sentí crecer en mí como una serpiente irguiéndose antes de atacar a su enemigo.
¿Qué tenía Taehyung que no tuviera yo?
¿Qué tenía Jennie que no tuviera yo?
¿Qué tenía cualquier otra persona para ser más interesante, más hermosa, más valiosa para otros, que yo?
No. Estaba equivocado. Todas esas personas no valían nada. No eran más que insectos que merecían ser aplastados.
Taehyung. Jennie. Incluso ese anciano o la mujer a la que había herido horas antes.
Incluso Jimin.
¿Por qué todas esas personas merecían ser felices si yo no podía serlo?
¿Por qué habrían de poder mover sus manos con normalidad mientras yo sufría cada vez que sujetaba un maldito tenedor?
Toda mi vida estuve presenciando cómo Jennie se robaba el amor de mis padres, mientras yo era la oveja negra de la familia que quería estudiar en Juilliard. E incluso viviendo con la única persona que, de no ser por Taehyung, me habría amado, volvía a sentirme miserable. Detestaba esa sensación, era como situarme a mitad de un espacio concurrido y comenzar a gritar y a llorar con todas mis fuerzas mientras las otras personas vivían sus vidas tranquilamente y ni siquiera me miraban. Nadie nunca me prestaba atención porque siempre debía ser la invisible oveja negra. Lo único que despertaba en las personas era lástima.
Pero ya no más.
Aquel día debía terminar todo aquello.
Sin darme cuenta había arrancado las cuerdas del cello de Jimin y las sujetaba con tal fuerza que comenzaban a cortar la piel de mis manos. Las dejé caer en el suelo y miré las sangrantes heridas que me provocaron. El dolor era lo único que me hacía sentir mejor, aunque el alivio sólo duraba unos segundos hasta que mi vida volvía a ser miserable.
Escuché un maullido a mis espaldas.
Me giré y vi que la puerta que conducía a la terraza estaba abierta de par en par.
¿Cuánto tiempo llevaba así?
¿Yo la había abierto?
El gato que nos visitaba, el mismo que me había herido cuando tan amablemente le ofrecí las sobras del pollo frito, me miraba fijamente. Parecía que me comprendía. Nuestras miradas se sostuvieron una a la otra por cinco largos minutos y yo sólo podía pensar: ¿qué encontraba tan interesante ese gato en mí como para mirarme con tanta insistencia?
Le sonreí.
Su compañía me hizo sentirme un poco mejor. Quizá necesitaba una mascota, podía conseguir un par de peces cuando fuéramos de nuevo a Loreto Plaza.
Me acerqué lentamente al gato para acariciar su cabeza, pero él soltó un maullido y volvió a arañar mi mano. El rasguño comenzó a sangrar. Me enfurecí de golpe con ese animal que en ese momento parecía ser el único culpable de mis desdichas. En un segundo lo tenía ya sujeto por el cuello y lo estrellaba con fuerza contra el suelo, al principio chilló, pero luego se apagó cualquier sonido diferente al de su pequeño cráneo rompiéndose al estrellarse contra el suelo. La sangre brotaba y yo seguía golpeándolo.
Cuando lo liberé, me di cuenta de que su cuello se había adaptado a la forma de mis manos cerradas contra su pequeña tráquea. Me costó casi quince minutos devolver mis dedos a su posición original pues se habían agarrotado. Me levanté, parecía una estatua que se movía por primera vez luego de estar en la misma posición durante siglos. El gato lucía muerto a mis pies, su cabeza estaba casi irreconocible, ¿tan fuerte lo había golpeado? ¿Y qué era esa placentera sensación?
El éxtasis invadió cada poro de mi cuerpo, era excitación pura. Me sentía liberado, como si nada pudiera herirme. Arrebatarle la vida a ese gato me provocó una sensación de alivio tal que jamás había experimentado cosa parecida. Ese gato, que fue el blanco de mi furia durante los últimos instantes de su vida, me había ayudado a comprenderlo.
Debía asesinarlos.
A todos.
Sólo así mi conciencia estaría tranquila.
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