«Vendrán días mejores»
—¿Eso es todo? —me levanté del sillón—. ¿Esperas que vaya corriendo hacia tus brazos?
—Solo quería que me escucharas y supieras quién realmente eres.
—¡Tú no tienes una puta idea de quién soy! ¿Crees que me conoces porque me tuviste en brazos un par de veces? Tal vez tus genes están en mí, pero tú no formas parte de mi historia y no eres mi padre.
—Entiendo —se acomodó su saco de vestir—. Entonces me retiro.
—No quiero que me vuelvas a buscar jamás, ¿entiendes?
Se detuvo antes de cruzar la puerta.
—Aunque lo digas, por favor, acepta esto —me extendió un pedazo de papel de cuaderno doblado—. Si algún día necesitas ayuda, no dudes en contactarme.
Sin desdoblarlo lo metí dentro de mi cartera y vi desaparecer a ese hombre por el pasillo del edificio. Estaba temblando, a punto de derrumbarme, pero Abril me sostuvo y me llevó de vuelta a la sala de estar.
—No puedo creerlo... —solté—. No necesitaba oír nada de eso...
Tomó mis manos temblorosas, las besó y las guardó con sus manos, que la mayoría de las veces estaban heladas, pero ahora me parecían muy cálidas.
—Te conozco, Martín, deja de enmascarar tus sentimientos con enojo. No estás solo, déjalo salir.
Después de escuchar sus palabras, mis ojos comenzaron a lagrimear.
—Míranos. Los dos estamos a punto de desmoronarnos, pero de alguna manera u otra, siempre terminamos por sostenernos entre nosotros.
Me rodeó con sus brazos y yo la abracé con fuerza, me aferré a ella. Sin contenerme, lloré todo lo que pude.
Más tarde, mientras estaba recostado en la cama, un terrible dolor de cabeza me atacó. No podía dejar de pensar en lo que había escuchado, en el rostro de ese hombre y en toda mi historia. Me levanté y fui al comedor, en donde estaba Abril.
—Voy a salir —avisé.
Se levantó de prisa y se acercó a mí. Me miraba consternada.
—Te ves terrible, no deberías de salir.
Negué con la cabeza.
—Necesito un poco de aire para despejarme.
—¿Estás seguro? ¿Quieres que vaya contigo?
—Puedo ir solo —sonreí—. No tardaré mucho no te preocupes, solo necesito reordenar mis pensamientos.
Me miró fijamente, se le notaba que no quería dejarme ir, pero al final accedió. Me despidió con un breve beso en los labios.
Al salir de casa, comencé a caminar sin rumbo.
«¿Esa es mi historia? ¿De verdad solo soy eso?».
Sin pensar sobre a dónde mis pies me llevaban, seguí adentrándome en mis pensamientos. Comencé a revivir mi infancia con Mía y nuestra horrible huida.
De pronto, al alzar la vista, sacado del trance por el claxon de un auto, me di cuenta de que había regresado a las calles de mi adolescencia, muy cerca del parque donde solía encontrarme con Daniela. Sonreí al recordar los problemas de mi pasado y lo grandes y complicados que me habían parecido. Una ola de nostalgia llegó a mí y me dejé llevar por ella, así que me encaminé hacia allá.
Me senté en una banca y suspiré de alivio.
Era cierto, mi vida había comenzado mal, desde mi nacimiento estaba condenado a la desgracia, pero por nada del mundo lo cambiaría. No cambiaría una vida normal con mis verdaderos padres por Mía, por mi padre Samuel, por Abril, por Alicia y Alba. Me sentí agradecido por la vida que había construido, por la familia que había formado.
Entonces, una veloz pelota fue a estrellarse con mi cara.
—¡Auch! —me quejé.
Me sobé la cara y abrí los ojos para averiguar quién y qué me había golpeado. Un niño pequeño corrió hacia mí.
—¡Perdón! —dijo preocupado—. Lo siento mucho, señor. ¿Está bien?
—Estoy bien —lo vi a punto de llorar—. No te preocupes. Dolió, pero no me pasó nada. Fue un accidente.
Una mujer se acercó a nosotros.
—¿Está bien? —me preguntó y luego tomó al niño de la mano—. ¿No te he dicho que no patees la pelota hasta que estés en la cancha?
No lo podía creer, aquella mujer era Daniela. Tenía un aspecto mucho más maduro, el cabello mucho más corto y teñido de negro.
—¿Daniela?
Hasta entonces, al escuchar mi voz, vio mi rostro de verdad y me reconoció. Se quedó boquiabierta.
—¡Ha pasado tanto tiempo! —me saludó con un apretón de manos.
—¿Es tu hijo?
—Sí, se llama Fabián.
El niño me sonrió.
Eduardo se acercó al ver que su familia se había quedado parada frente a un extraño. Entonces, cuando estuvo más cerca, me reconoció.
—¡Martín! ¿Qué haces aquí?
Lo saludé de vuelta.
—Estaba dando un paseo —me metí las manos a los bolsillos—. Ha pasado mucho tiempo, ¿verdad?
El niño le jaló el pantalón a su madre.
—Se nos va a hacer tarde para la práctica, mamá.
—¡Es cierto! —me volteó a ver—. Me tengo que ir. Fue un gusto haberte vuelto a ver, Martín. Hasta luego.
Se fue con su hijo y me quedé solo con Eduardo.
—Es una suerte que el niño se parezca a ella y no a ti —bromeé.
Se sentó junto a mí.
—Creí que no me volverías a hablar nunca más.
—Las cosas cambian, las personas también. Ya no somos niños de preparatoria, ahora hay cosas más importantes por las que preocuparse —sonreí con tristeza.
—¿Cómo está tu esposa?
—Mal... —suspiré—. Perdimos a un bebé.
—Lo siento mucho —puso su mano sobre mi hombro.
—Estamos recuperándonos de eso, tratamos de salir de eso juntos —me levanté—. Sé que vendrán días mejores.
—¿Ya te vas?
—Sí, no quiero preocupar a Abril. Además, ya casi es hora de la cena —le extendí mi mano—. Fue un placer habernos encontrado de nuevo.
Se despidió con apretón de manos.
—¿Sigues teniendo el mismo número? —preguntó.
—Sí.
—Te mandaré un mensaje para que guardes mi contacto. Tal vez, algún día, si quieres, podamos juntarnos las dos familias a cenar.
Paré y lo miré con detenimiento.
—No suena mal —dije—. Nos vemos, Eduardo.
Caminé hacia la salida del parque y lo vi irse corriendo hacia las canchas para reunirse con su familia. Mientras andaba por la acera, en los perímetros del parque, dirigiéndome a la avenida, pasé por donde estaban jugando futbol y los vi a los tres. Me sentí viejo al vernos tan adultos.
Paré frente al pase peatonal para cruzar la avenida. Todavía faltaba mucho para que pudiera pasar, así que saqué mi celular pensando en llamar a Abril. Entonces, de nuevo, el dolor de cabeza me volvió a atacar, esta vez, con mucha más intensidad. De un momento a otro, todo a mi alrededor se puso borroso, se me fueron las fuerzas, me costaba respirar y comencé a temblar.
El semáforo se puso en rojo y todos comenzaron a empujarme para pasar, pero yo no me podía mover. Desubicado y confundido todo mi alrededor comenzó a teñirse de negro. Mis piernas cada vez se sentían más débiles.
Entonces mi celular cayó de mis manos, mis piernas se doblaron y caí al suelo.
Lejanamente escuche una voz familiar y el murmullo de muchas personas.
Miré al gris cielo y sentí caer gotas en mi frente.
—Siempre tiene que llover... —dije débilmente.
Perdí la conciencia.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro