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«Un ruidoso secreto»

—¿Cómo te sientes? —le pregunté.

—Como si tuviera 18 de nuevo... — contestó mi padre mientras sonreía.

Sentada sobre la cama, a un lado de mi padre, estaba Alicia, quien le estaba tocando una suave melodía en la guitarra. Interrumpió la música y se levantó.

—Ya me tengo que ir —le dio un beso en la mejilla—. Mañana regreso—se despidió.

—Cuídate mucho, hija. Te quiero —le contestó mi padre.

El tiempo no se había detenido y ahora Alicia era un hermosa mujer de diecinueve años.

Se despidió de mí y salió.

Observé a mi padre, su rosto se veía arrugado y cansado. Se recostó en la cama y miró por la ventana hacia la calle.

—A veces, cuando la escucho tocar, me recuerda a ti —comentó nostálgico.

—Es mucho mejor músico de lo que yo era a su edad.

Me atormentaba ver cómo la enfermedad lo deterioraba día con día. Me dolía no poder recordarlo tan enérgico como antes, poco a poco los recuerdos de mi padre siendo un hombre fuerte se volvían borrosos.

Desde que lo habían diagnosticado con cáncer en sus pulmones los días buenos se habían convertido en una rareza.

—¿Cómo está Abril? —preguntó mientras se levantaba con dificultad la cama.

—Está algo frustrada —suspiré—. La editorial le está dando poco tiempo para que le entregue el borrador de su próximo libro. Ella quiere estar aquí, ayudándote y eso la está frustrando demasiado —expliqué.

—Es una buena persona, pero dile que no hace falta.

—Ella te quiere, papá y quiere estar contigo ahora que estás pasando por un mal momento.

—Cuida a tus hijas Martín. Nunca olvides que deben ser tu prioridad.

—¿Por qué me dices eso ahora? —lo cuestioné preocupado.

—No soy estúpido, hijo. Sé que me queda poco tiempo —se acercó a la ventana y miró hacia la calle.

—No digas eso. Vas a estar bien.

—Ahora que veo a muerte tan cerca, me siento con muchos arrepentimientos. He cometido muchos errores, hijo. Quisiera tener más tiempo para corregir todo. Quisiera tener el valor para contarte todo.

—Aún hay tiempo. Estoy aquí.

—Quisiera que todo fuera tan fácil. Hay cosas tan dolorosas que el solo pensar en ellas me parece insoportable —miró sus manos temblorosas.

—Cuando estés listo, escucharé lo que me tengas que decir.

—Te lo agradezco. Gracias... —desvió la mirada.

—¡Abuelito! —entró Alba.

Subió a la cama y llenó de besos con dulce (literalmente) a su abuelito. Tenía cinco años, había sacado los ojos negros de su madre, mi cabello negro lacio, y a comparación de su hermana, era mucho más inquieta.

—¡Alba, bájate de ahí! Vas a lastimar a tu abuelito —entró Abril.

Me levanté y la saludé con un beso en los labios.

—¡Alba! Me alegra mucho verte —acarició su cabeza.

—¡Mira mi ropa nueva! —se levantó y giró para que su abuelito viera su vestido nuevo.

—¿Quieres helado?

—¡Sí! —respondió saltando.

—Hay en el refrigerador.

Alba bajó corriendo a la planta baja.

—Abril, qué gusto verte. Gracias por cuidar de mi muchacho, sé que es un chico muy complicado.

—Lo puede ser a veces —replicó riendo.

Mi padre se recostó de nuevo, quejándose del dolor que le provocaba hacerlo.

—Voy a descansar un rato, no me siento bien —explicó y cerró los ojos.

—Está bien, papá. Te dejamos —salimos de la recámara.

Bajamos al patio y nos sentamos en el césped.

—Hoy te ves preciosa —le dije a Abril después de estarla observando.

Sonrió y me dio un beso. La mujer adulta en la que se había convertido me había hecho amarla aún más.

Sentí un jaloneo en mi playera, Alba me miraba con cara de enojo.

—Tú también estás hermosa, niña celosa —le apreté su cachete de forma cariñosa.

Se sentó a mi lado, sin dejar de comer.

—Te amo —dijo Abril, besándome en la mejilla y recostando su cabeza en mis piernas.

Nos quedamos así durante un tiempo, solo mirando las nubes deslizarse, disfrutando del paso del tiempo y los cambios de color en el cielo.

Alicia regresó de la escuela, veía caminando hacia nosotros, cargando su guitarra y su mochila.

—¡Hermanita! —corrió Alba a abrazarla.

—¡Hola, ratita! ¿Por qué estás toda manchada?

—Abuelito me dio helado.

Rio.

—Hola, papá. Hola, mamá—nos saludó de beso—. Voy adentro con Alba.

Entró a la casa, dejándonos solos.

—¿Qué es lo que te preocupa, amor? —preguntó Abril, después de tanto silencio. Llevábamos tanto tiempo juntos que aún sin decir nada, ella podía escuchar los que mis pensamientos estaban gritando.

Acaricie su mejilla con la yema de mis dedos.

—Hoy recibí una carta —contesté sin parar de acariciarla.

—¿Una carta? —dijo confundida—. ¿Quién mandaría una carta en la actualidad? —preguntó curiosa.

—Estaba a nombre de Karen, de mi madre.

Se levantó de inmediato, miré su cara de preocupación. La saqué de mi bolsillo y se la entregué.

—No la voy a leer —declaré.

—¿Estás seguro?

No contesté.

—No creo que sea algo que sea así de fácil decidir —me la regresó—. Piénsalo más, si decides no hacerlo, yo misma me aseguraré de alejarla de ti para siempre.

Me besó en la mejilla, se sacudió el césped de la ropa y entró a la casa.

Me quedé inmóvil, sin tener el valor de tomar la carta, como si al tocarla me fuera a quemar. Inspiré y la regresé a mi bolsillo con rapidez.

Me levanté y entré para reunirme con mi familia.

Habíamos pasado la noche en la casa de mi padre, y mientras todos dormían, yo seguía despierto. Por más que lo intentaba, no podía apaciguar mis pensamientos y dormir, tenía muchas cosas qué pensar e iba a ser imposible ignorarlas.

Me levanté de la cama con cuidado para no despertar a Abril y bajé a la sala de estar. Me senté en el sofá y vi que Alicia había dejado su guitarra, la tomé y salí al patio. Tomé la guitarra de la sala y bajé al patio. Tal vez tocar guitarra por un rato me despejaría la mente.

El cielo lucía extrañamente misterioso esa noche. Miles de estrellas iluminaban el cielo, pero también pequeñas nubes grises navegaban velozmente.

Empecé a tocar, perdiéndome en mis pensamientos al instante.

—Martín, reconocería esa manera de tocar donde sea —interrumpió mi catarsis.

—¿Qué haces aquí afuera, papá? —lo cuestioné preocupado por su salud.

—Vengo a pensar, como tú. Quería tomar un poco de aire fresco —temblaba del frío—. ¿Qué canción tocabas? —preguntó frotándose las manos por el frío.

—Es nueva, la compuse hace unos días.

—Suena bien —miró al cielo con una expresión nostálgica—. ¿Entramos? Me estoy congelando

—Está bien.

Me levanté y entramos a la casa. Nos sentamos en el sofá.

—Esa carta. ¿Es de ella? —me señaló hacía donde la guardaba.

—Sí, ¿cómo lo sabias? —lo cuestioné.

—Soy tu padre Martín. Te conozco perfectamente —presumió—. Bueno, y tal vez oí tu plática con Abril ¿Por qué no la abres?

—No sé si quiero saber que hay dentro.

Me miró compungido y agachó la cabeza.

—Creo que es hora de que sepas la verdad, no puedo seguir así... —suspiró con pesar.

—¿Qué verdad? ¿De qué hablas papá?

—La verdad sobre todo. Llevo guardando tanto tiempo este secreto y me está comenzando a quemar por dentro, es hora de que los sepas todo.

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