«Un grito desgarrador»
Odiaba que me pidiera que olvidara todo, como si fuera tan fácil borrar su beso de mi corazón. No quería que las cosas siguieran igual, pero tampoco quería perderla y pasar a ser desconocidos.
No había vuelto a aparecerme en la biblioteca, si la veía, no soportaría el no poderle hablar o que me tratara indiferente. Era mejor estar así, en casa, con mi guitarra y nadie más. No había de otra, no tenía a nadie más con quién salir, mi amigo Miguel seguro que ya estaría de vuelta a su pueblo.
Pasaron los días y no pude soportar más. No podía seguir huyendo de ella para siempre. No podía dejar las cosas así, tenía que hablar con ella, aunque fuera una última vez.
Salí de mi casa decidido a verla. Volví a navegar entre las transitadas calles de la ciudad acompañado de mis audífonos y mi música. Veía a las demás personas, lo que hacían, cómo se comportaban y trataba de imaginar sus historias, de dónde venían, quiénes eran. Dejaba volar mi mente y no temía quedarme a la deriva.
Entré a la biblioteca, dejé mi mochila y la busqué por todas las secciones, pero no la veía por ningún lado. No me rendí y después de terminar un recorrido completo, volví a empezar desde el primer piso. Debía de estar aquí, ella valoraba su rutina de escritura más que otra cosa.
No estaba aquí, entonces solo me quedaba otra opción: buscarla en su casa. Dudé si sería correcto hacerlo, ir a pararme a su hogar era cruzar una línea muy delgada. Con coraje, decidí que mi búsqueda no sería en vano y me encaminé hacia allá.
Después de unos minutos, pude ver la casa de Abril a la distancia. Caminé hacia ella y una vez que estuve al frente, tomé un par de segundos para arreglar mi largo cabello en el reflejo de uno de los vidrios.
Toqué la puerta esperando que ella me recibiera, pero no lo hizo. Lo volví a hacer repetidas veces, pero en ninguna obtuve respuesta.
Intuí que no había nadie y procedí a alejarme de la casa; resignado.
—¡Ayuda! —escuché un grito desgarrados de dentro de la casa.
Era Abril, estaba gritando, pidiendo ayuda. Tiré mi mochila al suelo. Intenté abrir la puerta, pero era imposible hacerlo; estaba cerrada con llave. Traté de entrar por una ventana, pero todas estaban bloqueadas. Desesperado, busqué alguna piedra en la calle para romper una ventana. Encontré un ladrillo que estaba tirado cerca de la banqueta, lo tomé y lo lancé a la ventana más grande. Mi primer intento solo cuarteó el vidrio, pero no me rendí y lo volví a lanzar; esta vez con más fuerza. La ventana por fin se rompió.
—¡Por favor, que alguien me ayude! —volvió a gritar.
Entré a la casa y comencé a buscarla, basándome en el sonido.
La casa era bonita, un tanto lujosa, pero estaba desordenada. Había objetos tirados por todas partes, la mayoría rotos. Aquí había sucedido una pelea.
Subí al segundo piso y oí sus jadeos más cerca.
—¡Deja de pelear! —gruño Julián y lo alcancé a escuchar—. ¿No lo entiendes? ¡Me perteneces!
La sangre me hirvió al instante y me llené de odio. Tomé el ladrillo con el que había roto la ventana. Sabía dónde estaba él, así que tomé impulso y corrí hacia allá, hacia la puerta del fondo. La puerta estaba entreabierta, y con mi impulso, la abrí. Tomándolo por sorpresa.
Abril estaba acostada en el piso, con el rostro moreteado, su blusa hecha jirones, su pantalón y ropa interior estaban deslizados hasta la planta de sus pies. El maldito de Julián estaba encima de ella, jadeando, preparándose para bajarse el pantalón.
No pensé nada, solo actué. Tomé impulso y le pegué en la cabeza con el ladrillo, haciéndolo caer desmayado de inmediato. No le había dado en el cráneo de lleno, el golpe le había dado en un costado y la mayoría de la fuerza terminó en una de sus orejas. Un charco de sangre emanó de sus heridas.
—¡Oh, dios mío! —Abril me miraba con los ojos abiertos de par en par.
Se levantó de inmediato y se subió los pantalones. La tomé de la mano y salimos del cuarto. Bajamos a la sala de estar.
—¡Maté a alguien! —me desgañité—. Voy a ir a la cárcel.
—No está muerto, no mataste a nadie —estaba temblando.
—¿Qué vamos a hacer? —pregunté ahogándome en mi preocupación.
—Llama a la policía —ordenó, sus dientes chocaban al abrir la boca.
—¿Y si me llevan?
—Yo les explicaré lo que pasó.
Tomé mi celular y marqué a la policía. Estaba aterrado.
Mientras me atendía, caminé hacia el cuarto donde estaba Julián, tenía vigilar que no fuera a despertar.
—Número de emergencias. ¿En qué le puedo ayudar? —dijeron del otro lado de la línea.
—Hola, me llamo Martín...
Procedí a contarle la historia de lo que había pasado, me dijeron que enviarían una patrulla y una ambulancia de inmediato. Me indicaron que esperáramos a que llegaran.
—Ya vienen para acá —le expliqué a Abril y me senté a su lado.
Abril seguía temblando. Estaba conmocionada. Enterraba sus dedos entre sus cabellos. Coloqué mi mano en su hombro.
—Todo va a estar bien, Abril —intenté calmarla—. Estoy aquí.
—Si no hubieras entrado... —su voz se quebró.
—Está bien, si no quieres hablar, no lo hagas.
—Intenté terminar con él. Le dije que no lo amaba, que quería que se fuera de mi casa —comenzó a explicar entre lágrimas—. Siempre había sido agresivo conmigo, pero no pensé que me fuera a hacer esto.
Tomé su mano temblorosa y la sostuve entre mis palmas.
—Me golpeó, me quitó mi celular, y cuando descubrió las llamadas contigo, perdió la cabeza. Se abalanzó sobre mí y... —sus propio llanto le impedía seguir hablando—. Si no hubieras llegado...
No pudo seguir contando y rompió en llanto. La tomé entre mis brazos y la dejé llorar, la sentía temblar. Decidí que dedicaría mi vida entera en hacerla feliz, para nunca verla así de nuevo.
—Abril, tú no tuviste la culpa de todo esto —traté de calmarla.
Nos quedamos así, hasta que la policía y la ambulancia llegaron. Entraron por la puerta principal y les mostré el camino.
La ambulancia se llevó a Julián al hospital. En el fondo, en un pensamiento fugaz, lamenté no haberle dado con ese ladrillo con más impacto, y llevarme su vida en el acto.
Los oficiales de policía nos pidieron ir con ellos hasta la estación.
—¿Y sus padres? Tal vez sería prudente que les informara sobre esto —preguntó el oficial.
—No hay nadie. Hace años que estoy sola —respondió.
Subimos a la patrulla y partimos a la estación.
El infierno de la burocracia nos tragó enseguida y tuvieron que pasar muchas horas hasta que nuestras declaraciones fueran tomadas y las denuncias correspondientes estuvieran hechas. Nos dejaron ir luego de que un abogado de oficio intercediera por nosotros.
Trasladaron a Abril al hospital en donde la analizaron profundamente. Tenía la muñeca del brazo izquierda rota.
Era la mañana cuando salimos del nosocomio. Buscábamos un taxi para partir.
—Jamás voy a poder pagarte todo lo que hiciste por mí —me dijo Abril.
—No creo que sea seguro que vayas a tu casa, recuerda que rompí las ventanas. Es muy peligroso —expuse con preocupación.
—De todos modos, no quiero ir ahí. Tengo mucho miedo.
—¿Quieres ir conmigo? Estoy seguro que mi papá estaría encantado de recibirte y me sentiría más tranquilo teniéndote cerca por si necesitas algo.
—Sí, por favor. Me aterra estar sola en esa casa.
Arribó el taxi, y nos llevó a su casa.
No recordaba el desastre que había dejado en la entrada, cuando rompí la ventana.
—Oye, Abril, no te puedes quedar en casa. Es un peligro que estés así, con esa ventana rota—le dije mientras observaba la casa preocupado.
—Lo sé, tengo miedo de estar ahí.
Entonces me percaté de lo tarde que era. Mi papá no sabía de mí y debía de estar preocupado, y enojado.
Subimos al taxi y partimos con destino a mi casa. Al llegar, tuve que despertar a Abril porque se había quedado dormida. Pagué y bajamos.
Hacía frío, la calle estaba desierta y los pajarillos cantaban.
Abril se sujetó de mi hombro y comenzamos a caminar hacia la casa. Saqué mis llaves y abrí la puerta.
Entramos en completo silencio. Al pasar por la sala de estar, nos encontramos con mi padre durmiendo en el sofá, la televisión estaba prendida. Llevé a Abril a mi habitación y le pedí que se acomodara.
—Voy a despertar a mi padre para avisarle que ya estoy aquí. Tengo que contarle lo que pasó —le expliqué en voz baja—. No quiero que se lleve una sorpresa cuando te encuentre aquí. Aunque creo que se pondría algo contento al saber que traje a una mujer tan hermosa a casa. Creo que está a punto de ponerme en rifa.
Logré sacarle una sonrisa.
—Espero no causarte problemas —miró hacia el suelo.
—Por supuesto que no.
Salí de mi cuarto y fui hasta la sala de estar. Me acercaba hacia él para despertarlo cuando mi papá abrió los ojos; había sentido mi presencia.
—Martín, ¿en dónde estabas? Me tenías muy preocupado —me regañó.
Suspiré.
—Fue un día muy largo... —le conté la historia completa.
Mi padre escucho muy atento.
—¡Dios mío!, pobre chica —se lamentó.
—No tiene a nadie con quién ir, su casa no era segura y está limitada por su brazo fracturada, así que le ofrecí que se quedara en la casa hasta que ella quisiera.
Expectante, esperé su respuesta.
—Claro que se puede quedar —declaró—. ¿Está allá arriba?
—Sí. Ven, te la voy a presentar
Toqué la puerta del cuarto y salió Abril.
—Papá, te presento a Abril.
—Mucho gusto, señor. Perdone por las molestias, pero no tenía a dónde ir —apenas sonrió, su rostro estaba muy lastimado para hacerlo bien.
—No va a ser ninguna molestia, Abril. Será un gusto tenerte aquí con nosotros —la tranquilizó—. Pasaste por muchas cosas, deja de preocuparte y descansa. Estás en tu casa.
Dejó de poner su atención en Abril y me miró.
—Martín, ven a mi recamara. Quiero hablar contigo —ordenó y señaló hacia su cuarto.
Lo seguí y entramos.
—Martín ¿En dónde vas a dormir? —me interrogó.
—Pues, en mi cama —declaré sin pensar.
—¡¿Qué?! No, dormirás en el sillón —ordenó tajantemente.
—Está bien papá, lo haré. Descansa —prometí y salí de ahí
Entré a mi cuarto con Abril. Saqué algunas cobijas de mi closet y me dispuse a ir a la sala.
—¿A dónde vas? —Abril me preguntó nerviosa. Estaba acostada en mi cama, acurrucada entre mis cobijas.
—Me voy a dormir al sillón. Mi papá me prohibió dormir aquí.
—¡No! —gritó, dejándose llevar por sus emociones—. Por favor... no me dejes sola —susurró—. Tengo mucho miedo.
—Está bien. Ya mañana tendré que ser regañado. No me iré —tiré las cobijas al suelo.
Apagué la luz. Acomodé una cobija en el suelo, cerca de la cama y me acosté. Abril se acercó a la orilla de la cama.
—Perdóname —me susurró.
—¿Por qué tendría qué perdonarte? No has hecho nada malo.
—Por lo que te dije esa vez, sé que te lastimó —confesó—. Y por meterte en problemas con mis caprichos.
—Ya no te preocupes por eso.
Nos quedamos en silencio. Abril se acostó bocarriba .
—No tienes por qué fingir conmigo, Abril—hablé.
—¿De qué hablas?
—Cuando estás conmigo puedes mostrar tus verdaderos sentimientos. No tienes por qué fingir que todo está bien, que no pasó nada. Está bien si estás rota, está bien si lloras y solo quieres gritar hasta desaparecer
No pudo resistir más y empezó a llorar. Dejó caer su mano derecha por la orilla de la cama y yo se la tomé. La sostuve hasta que terminó de desahogarse
Nos quedamos en silencio.
—Me gusta tu habitación. Veo que tienes muchos libros ¿Me dejas leerlos? —pidió.
—Todos tuyos.
Y en menos de cinco minutos, se quedó dormida.
Su cara había quedado volteando hacia la mía. Me daba tanta tristeza ver su carita golpeada. Escuchar la manera en la que suspiraba dormida me rompía el corazón.
Después de repasar en mi mente lo que había pasado ese día, me quedé dormido profundamente.
Tuve un sueño muy extraño. En él veía una hermosa mujer que cantaba mi canción, la que canté el día que conocí a Abril. La forma en la que la interpretaba me hacía llorar.
El viento comenzó a soplar.
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