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«Todos los inicios son en color negro»

Algún día te vas a sentir vacía, mirarás a tu alrededor y en ese momento no encontrarás una razón para tu existencia. Tranquila yo ya he estado ahí, de hecho, ya muchas veces; pero siempre puedes encontrar una luz para alumbrar tu oscuridad. Si la encuentras no la dejes ir, nunca.

CAPITULO I

Mi padre decía que todas las historias comienzan en negro, lo oí repetir ese inicio cada que me contaba una historia. Nunca lo había entendido en toda su profundidad hasta que la conocí esa noche.

Yo creía que era feliz, ¿no es lo que creemos todos? Navegamos en la indiferencia por tanto tiempo que nos llegamos a acostumbrar a ella.

—¡Martín, despierta! —mi amigo Miguel sacudía su mano frente a mi cara.

Parpadeé rápidamente y llevé mi mente de vuelta al plano terrenal. El olor a polvo que traía el escenario de la universidad, junto con el olor a madera que salía de nuestras guitarras era lo más delicioso que podía existir.

—Chicos, después de ella siguen ustedes. ¿Están listos? —preguntó el pelón de nuestro maestro.

—¡Sí! —respondió emocionado mi moreno amigo.

El maestro me volteó a ver esperando mi respuesta. No dije nada. Se retiró de la incómoda escena.

—¿Estás bien Martín? —puso sobre mi hombro su mano.

—Creo que voy a vomitar —dije angustiado.

—¿Es enserio?

—Sí, pero creo que me puedo controlar.

—Si es inevitable, por favor, apunta al lado contrario de dónde esté yo —trató de ayudarme a regresar a la calma inútilmente.

—Sí, tienes razón —fingí tranquilidad.

—Eso es, tú puedes —movió sus manos de arriba y hacia abajo imitando mi respiración.

Hice que mi espina dorsal estuviera lo más derecha que pudiera, fingí estar en buena condición y alcé mi pulgar para indicarle a mi amigo que todo estaba bien.

Apareció el maestro pelón detrás de nosotros.

—Listo chicos, ahora es su turno —comenzó a empujarnos hacia el escenario.

Mi respiración se agitó. Volteé a ver hacia detrás de mí por última vez y pude observar algunos músicos afinando sus instrumentos, algunas bailarinas platicando entre ellas. Miré hacia enfrente y podría jurar a quien me esté leyendo ahora mismo que vi mi vida, estaba allí, frente a mí, en ese escenario esperándome. En el momento en el que coloqué mi pie dentro del lustrado piso de madera del escenario, todo ridículo rastro de miedo desapareció de mi ser. Los sonidos a mi alrededor desaparecieron, no había gente ahí dentro, solo era otra sesión de tarde con mi guitarra en la comodidad de mi cama.

Un hombre me entregó mi guitarra después de que me hubiese acomodado en el banco. Acomodé a mi altura el micrófono y procedí a presentarnos.

—Mi amigo Miguel y yo, Martín, presentaremos para ustedes la siguiente canción que se titula: «Demasiado tarde» —dije mientras acomodaba el talí de mi guitarra.

Busqué con la mirada a mi amigo para saber si estaba listo para iniciar. Asintió con la cabeza para indicarme que comenzara.

Primero comencé con un suave arpegio que abría la canción, la combinación de todas las notas daban un tono melancólico a todo el lugar. Una segunda guitarra apareció detrás, acompañaba con el dulce rasgueo de los acordes. Entonces, me perdí completamente. Canté como si mi vida se me fuera a ir en ello, cada palabra la sentía muy dentro de mi corazón, cada vivencia dolorosa que había inspirado a la letra, todos las tardes y noches que practicaba sin cesar. Todas las veces que lloraba con la guitarra. Cerré mis ojos. La canción tomaba más fuerza conforme se acercaba el final. ¿Eso dentro de mi garganta eran ganas de llorar?

Algo inexplicable me había provocado abrir los ojos. La oscuridad que cubría a los espectadores, lo que hacía de esto algo tan íntimo, había abierto un pequeño espacio. En el fondo del auditorio, una mujer hermosa y de piel pálida miraba atentamente hacia mí, sentía el peso de su mirada. Forzaba la vista, desde ahí me podía dar cuenta de que necesitaba lentes. ¿Por qué no podía dejar de verla? Si en un principio me estaba cantando a mí mismo, a mis recuerdos, ahora no cabía duda, le estaba cantando a ella.

Se acabó la canción y hubo dos segundos de completo silencio, debo decir que, de lo más aterradores. Todo el auditorio completo se puso de pie. La hermosa mujer del fondo se limpiaba las lágrimas con la palma de su mano, se notaba que no eran lágrimas de emoción, era un llanto de dolor. Miguel se colocó a mi lado y me ayudó a convencerme de que esto estaba pasando, me asistió para quitarme la guitarra, y entonces, agradecimos al público.

El presentador nos guio de nuevo hacia la parte trasera del escenario. Mi corazón parecía que fuera a salir de mi pecho. Esperamos juntos mientras los demás pasaban a hacer su presentación. No perdía la oportunidad para asomarme desde una orilla para ver si podía vislumbrar a esa hermosa mujer, pero desde donde estaba no la podía ver de ninguna forma.

—Ahora, después de una decisión unánime del jurado quisiera darle el premio de la mejor presentación de la noche aaaa... —el presentador intentó hacer una pausa dramática—. ¡Martín y Miguel!

—¡Sí! —saltó Miguel de la emoción.

Yo no me lo podía creer. En el fondo, un hombre con un violín en la mano comenzó a maldecir, tiró su instrumento al suelo y se retiró después de soltarme una mirada de odio intenso.

Pasé junto a Miguel a que nos hicieran la entrega del premio, y por supuesto, que nos tomaran la foto que estaría destinada a ser colgada en el auditorio por haber sido ganadores de estas presentaciones anuales.

La gente comenzó a retirarse del lugar y todos los estudiantes nos comenzamos a juntar para decidir en qué lugar sería en donde festejaríamos hasta el amanecer. Docenas de personas comenzaron a juntarse a nuestro alrededor para felicitarnos, yo solo quería buscar a la mujer que se había robado mi mirada, ninguna otra cosa me importaba más.

—Muchas gracias —dije a cada uno por sus felicitaciones.

Terminamos de estrechar manos y quedamos Miguel y yo.

—Vamos al bar, todos los demás van a ir —sugirió Miguel—. Además, hoy me siento con suerte y había unas cuantas chicas de último grado en el grupito.

—Adelántate, tengo que hablar con alguien... —buscaba con la mirada a la chica.

—Está bien. No te tardes mucho, que si no te vas a tener que poner al corriente —me dio una palmada en el hombro y se fue.

Miraba con impotencia como todos salían del auditorio, buscaba desesperadamente a aquella chica que se había robado mi completa atención. No la encontraba por ningún lado. El lugar ya casi se estaba quedando vacío.

El sonido de una puerta azotándose hizo que me sobresaltara. Volteé rápido hacia donde se había generado el estruendo. Solo alcancé a vislumbrar su silueta que apurada buscaba perderse detrás de aquella entrada de metal. Mi cuerpo reaccionó mucho antes que mi mente, comencé a seguirla. Fue hasta que estuve al pie de la escalera que cuestioné si era correcto o no que yo siguiera a esa mujer.

«Por supuesto que no es correcto.» Pensé inmediatamente y me preparé para alcanzar a mi amigo en la fiesta.

—Un momento. La escuela está cerrada, ¿por qué razón se dirigiría ella hacia los pisos superiores? —hablé hacia mis interiores.

Una imagen llegó a mi mente al mismo tiempo que pronunciaba esas palabras: la forma en la que lloraba, esa forma tan amarga en la que trataba de limpiar las lágrimas que caprichosas decidían tocar su rostro.

Sin pensarlo corrí hacia el segundo piso. 

Todas las luces estaban apagadas y el pasillo principal se veía más tenebroso que nunca, por alguna extraña razón sabía que ella no se encontraba ahí, así que repetí el mismo chequeo rápido con los siguientes seis pisos. Entonces, con la respiración más acelerada que nunca, me dirigí hacia la azotea. Empujé la puerta con todas mis fuerzas y lo que sucedió a continuación fueron actos de no más de 10 segundos de duración.

Ella caminaba con paso firme hacia el borde del edificio. Los sonidos urbanos y las luces neón de la ciudad la envolvían en un halo fantasmagórico. Corrí lo más veloz que pude, cada uno de mis músculos agonizaron ante el nulo calentamiento previo. Subió uno de sus pies al barandal, apoyó una mano sobre el mismo y subió el otro. Alzó los brazos al aire y entonces apunto con uno de sus pies al abismo.

La tomé de la cintura y la jalé hacia mí. No había calculado muy bien la fuerza con la que lo había hecho y los dos terminamos en el suelo de la azotea.

—¡Agh! —se quejó ella mientras se sobaba el trasero.

Me levanté en un santiamén y me coloqué junto a ella.

—¿Estás bien? —pregunté preocupado.

Me miró y su barbilla comenzó a moverse de abajo hacia arriba en rápidos movimientos.

—¿Por qué? —comenzó a llorar sin quitarme la mirada de encima. Su hermoso vestido negro comenzaba a mojarse—. ¡¿Por qué?! —me gritó— ¿Qué derecho tienes sobre mi vida para detenerme?

Su grito me había asustado, por lo que había retrocedido dos pasos involuntariamente. Estaba atónito, no sabía qué decirle. Se tapó el rostro con las manos. Traté de esperar a que se calmara para poder hablar con ella, pero pasaban los minutos y ella seguía tratando de ocultarse de mí.

Decidí esperar más tiempo a que decidiera darme la cara, así que me senté en el barandal del edificio. Ahí esperé por lo menos una hora, pero ella no se quitaba la máscara que la protegía.

Decidí hablar.

—Yo también lo intenté una vez —rompí el silencio—. También me detuvieron, y al principio pensé que había sido una molestia. Nadie tenía el derecho sobre mi vida, si yo pensaba que ya no existía razón alguna para seguir viviendo, ¿quién me podría negar el derecho sobre algo que me pertenecía?

Abrió una abertura en sus dedos y dejó a la vista sus ojos. Por fin tenía su atención.

—Con el paso del tiempo encontré una razón para seguir viviendo, al principio fue difícil, pero hubo personas que me ayudaron—me sinceré—. Tal vez parezca que estás sola en el mundo, que nadie te entiende, pero debes de tener a alguien que se preocupa por ti.

Ya había quitado completamente sus manos de su bello rostro. Mantenía en su rostro una expresión de dolor y coraje.

—Y si no la tienes... —bajé un poco la voz—, de ahora en adelante, puedes contar conmigo. Ya no estás sola.

Comenzó a reír.

—Es lo más amable que alguien me ha dicho en meses —sonrió, sus ojos estaban rojos de tanto llorar—. Y me lo ha dicho un extraño.

Siguió riendo, terminé uniéndome a ella.

—Me llamo Martín—interrumpí el momento—. Listo, te dije mi nombre. Ahora ya no soy un extraño.

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