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«La promesa sin cumplir»

—¡Corre! —escuché gritar a Mia con desesperación.

—¡Ya no puedo! —grité entre lamentos, mis pies se enredaron y caí.

A lo lejos, a través de las extensas hectáreas de trigo que nos rodeaban, escuchamos a nuestros persecutores acercarse.

—Sube a mi espalda —ordenó al regresar por mí—. ¡Rápido! —dijo mientras miraba hacia el campo, temiendo que en cualquier momento nos alcanzaran y fuéramos obligados a regresar.

Subí y reanudamos la huida de inmediato.

Mientras abrazaba su cuerpo con fuerza, alcancé a admirar el cielo, aquella noche estaba hermoso; tan despejado que se podían ver más estrellas que de costumbre.

Mia corría tanto como podía, pero, al llevarme, comenzaba a agotarse con rapidez.

Los gritos del personal del orfanato se escuchaban más cerca, podíamos notar el resplandor de sus lámparas traspasando el plantío y llegando hacia nosotros.

—¡No lo lograremos! —pronosticó con horror.

Antes de que pudiera decirle cualquier cosa para animarla, caímos debido al cansancio de Mia. Nuestra piel se llenó de raspones y nuestras rodillas comenzaron a sangrar.

Se acercaban.

De pronto, mientras nos levantábamos la cara de Mia se iluminó de esperanza.

—¡Mira! ¡Ahí! —señaló sonriendo—. ¡Es un agujero! ¡Entra!

Sin rechistar, nos arrastramos como gusanos y nos metimos al agujero.

Sosteniendo la respiración, sin mover un solo músculo, esperamos hasta que escuchamos pasar a la gente del orfanato. Hasta que intuimos que estuvieron lejos, suspiramos llenos de alivio.

Hasta entonces, nos hicimos conscientes del lugar en donde estábamos.

—¡Huele horrible! —me quejé.

—¡Shhh! —me silenció nerviosa—. No hagas mucho ruido.

—¿Ya podemos salir?

—No —respondió tajante—. Nos quedaremos aquí hasta el amanecer para estar seguros.

Después de un rato de aterrador silencio, sentí la mano de Mia buscándome.

—¿Estás bien? —preguntó mucho más calmada—. Nos lastimamos mucho con esa caída. Duele, pero no puedo ver qué tan mal estamos.

—Me duele mucho —contesté mientras me tocaba la rodilla.

—¿Qué tienes? —preguntó, intuyendo de inmediato qué algo más que el dolor del golpe me atormentaba.

—Tengo mucho miedo... —confesé al borde de las lágrimas.

En la absoluta oscuridad, la escuché arrastrarse hacia mí, buscar mi cuerpo, para luego sentirla abrazándome.

—Tranquilo... —acarició mi cabello—. Todo esto terminará pronto. Saldremos de aquí y todo se pondrá mejor.

Tranquilizado por sus caricias, cerré los ojos y me concentré en el contacto de su mano con mi cabeza.

Olía a tierra y sangre, escuchaba nuestra respiración agitada, pero también percibía el espantoso aullido del viento soplando a través del campo.

Abrí los ojos y tensé mi cuerpo por el miedo.

—Mia... —la llamé con voz temblorosa— ¿Estás viendo lo mismo?

—Sí... —contestó en un susurro.

Al fondo del agujero, mirándonos fijamente, había dos ojos, encendidos y llenos de furia. Comenzamos a temblar.

—¡Vámonos! —le pedí desesperado.

Quise salir corriendo de aquel agujero, pero Mia me tomó del brazo.

—No podemos salir, nos encontrarán y nos harán regresar ahí de nuevo. Yo... no podría aguantarlo de nuevo —puso su cuerpo frente al mío—. Yo te protegeré.

Aquellos ojos se acercaban cada vez más, y justo antes de que llegaran hacia nosotros, vimos a cientos de estos encenderse dentro del agujero. No había ningún animal salvaje o monstruo esperando para devorarnos, eran luciérnagas, alumbrándonos esa triste noche. Suspiramos con alivio.

—Tengo hambre —me quejé.

—Tengo comida, pero hay que guardar para el resto del camino.

Sacó pan de la bolsa de tela que llevaba colgando de la cintura y partió un pedazo para mí.

—¿No vas a comer? —pregunté mientras devoraba.

—No tengo hambre —mintió.

Esperó hasta que me quedara dormido, y hasta entonces, pudo cerrar los ojos y descansar.

Al siguiente día, despertados por los rayos de sol filtrándose por el agujero, salimos con cautela y continuamos nuestro escape. Anduvimos sin parar, escondiéndonos en los bordes de la carretera, hasta que logramos salir del pueblo.

Fueron días duros en los que caminamos largos y pesados kilómetros siguiendo la carretera. Cada vez que nos encontrábamos con algún pueblo, aprovechábamos para pedir limosna. Ahí fue en donde aprendimos sobre la miseria, la lástima y la indiferencia humana.

Pensamos que al llegar a la ciudad todo cambiaría, que todo sería más fácil, que rápido encontraríamos alguien que nos ayudara, pero no fue así. Desde que pusimos un pie en ella, todo fue de mal en peor. Estábamos sucios, famélicos, arrastrábamos el desprecio que los demás depositaban en nosotros con su mirada.

Éramos solo unos niños, pero en nuestros ojos ya no había inocencia.

Hartos de andar con miedo por las calles de la ciudad en la noche, nos acercamos de nuevo a la carretera por la que habíamos llegado. Arrastrábamos los pies producto de nuestro cansancio y llorábamos con desesperación porque se nos había acabado la esperanza. Estábamos dispuestos a volver al infierno del que habíamos escapado. Era eso o morir ahí mismo sobre el asfalto.

—No hay de otra... —comentó Mia en voz baja para sí misma.

Seguí llorando.

—Este día nos ha salido todo mal —se quejó Mia en voz alta—. ¿Qué cosa podría salir pe...?

Antes de que pudiera terminar de formular su queja, Mia se resbaló de la orilla de la carretera y desapareció entre la maleza del barranco. Preocupado por su repentina desaparición, corrí hacia allá.

—¡Mia! —la llamé al asomarme por donde había caído.

Al no recibir respuesta, moví las plantas y descubrí que estaban ocultando un camino de piedra húmedo y resbaloso. Con miedo, bajé por ellas y me encontré a Mia sobándose del golpe que se había dado.

—¿Estás bien? —pregunté aliviado.

—No —se siguió sobando—. Me duelen hasta los dientes.

Después del susto, vi lo cómico en la situación y sonreí.

—¿Te ayudo a levantarte?

—No, yo puedo sola —se levantó.

Juntos, miramos a nuestro alrededor y nos adentramos al terreno.

Pasando las plantas y las hiervas crecidas, nos vimos inmersos en un pequeño valle, con una laguna y una vieja cabaña. El campo estaba lleno de césped crecido y flores amarillas, de esas que se usaban para el altar de muertos. Al igual que aquella noche, como si nos dieran la bienvenida, se encendieron las luces de miles de luciérnagas.

Con la boca abierta, nos volteamos a ver, pensando lo mismo.

—¿Y si nos quedamos aquí esta noche? —los dos sugerimos al unísono.

Con cautela, atravesamos el campo hasta que llegamos a la cabaña. Todo olía tan bien, se sentía tan acogedor, que supimos de inmediato que habíamos llegado a casa.

Para abrir la puerta principal, tuvimos que llenarnos las manos de tierra y madera vieja, porque la tuvimos que empujar con todas nuestras fuerzas para que se moviera. Adentro, estaba sucio y descuidado, pero eso no fue lo que vimos. En aquellas telarañas, maderas vencidas y capas de polvo, vimos un refugio, un hogar y un sitio seguro en el cual podríamos refugiarnos.

Esa misma noche, ayudándonos de hojas y ramas, limpiamos como pudimos, y aunque gastamos la poca energía que nos quedaba, descansamos satisfechos en el viejo piso de la cabaña.

—Mia... —susurré, quebrando el silencio.

—¿Qué pasa?

—Te quiero.

—Yo también te quiero.

Aunque volteó su cuerpo para que no la viera, la pude escuchar sollozar.

—¿Mia? —la volví a llamar.

—¿Sí? —respondió con la voz quebrada.

—Vamos a estar bien.

Dejó de contenerse y se echó a llorar sin tapujos.

—Vas a ver que todo mejorará —seguí—. Esta será nuestra casa, la arreglaremos y de alguna forma, seguiremos, juntos.

Y sin esperarlo, el tiempo avanzó y logramos vivir día a día. Nos quedamos en la cabaña, la arreglamos poco y la hicimos nuestro hogar.

Tiempo después, conocimos a Samuel y lo llevamos a la cabaña. Y aunque no pudimos quedarnos ahí para siempre, el calor de nuestra familia siempre nos protegió de todo.

Hasta que llegó ese día.

Desde que ya no teníamos que mendigar para comer y Sammy nos daba todo, teníamos todo el día libre para nosotros. Aunque nos pedía que lo esperáramos en casa, siempre terminábamos en la calle.

Le habíamos tomado cariño a la biblioteca, desde que habíamos abierto una cuenta ahí, no había día en el que no estuviéramos buscando un nuevo libro qué leer. Nos quedábamos ahí por horas, inmersos entre las páginas.

Ese día, como todos los anteriores, llevaba conmigo un oso de peluche. Lo había encontrado abandonado en la biblioteca, y como nadie lo había reclamado, me lo había terminado quedando.

En la tarde, salimos de la biblioteca, tomados de la mano y con una gran sonrisa sobre nuestros rostros.

—¿A dónde vamos ahora? —le pregunté a Mia.

—Voy a ir con Doña Ignacia.

—¿Otra vez? —pregunté extrañado—. ¿Por qué sigues yendo a trabajar con ella? ¿No nos había dicho Samuel que no quería que trabajáramos?

—Sí, pero... me gusta ganar dinero que sea de nosotros —explicó mientras caminábamos—. Además, la señora ya es una anciana, no puede hacer todo sola, confía en mí y la paga es buena. ¡¿De qué te quejas de todos modos?! ¿No te la pasas muy divertido con la niña de los vecinos?

—Sí, me gusta jugar con ella —contesté sonriendo.

—Pues ponte a jugar en lo que yo trabajo —caminó más deprisa—. Hoy es el cumpleaños de Sammy y quiero comprarle un pastel con lo que gane.

Caminamos por un par de cuadras y llegamos a la calle.

Mia entró a la casa de la anciana a comenzar a trabajar y yo me quedé afuera. Me acerqué a la casa de mi amiga y me asomé por la barda. De inmediato apareció frente a mí su rostro, asomándose desde dentro. Usaba un vestido color rojo brillante, su cabello estaba suelto y seguía usando esos lentes demasiado grandes para su rostro.

—Te escuché llegar con tu hermana —comentó sonriente, asomando su rostro por el barandal, teniendo que ponerse de puntitas para alcanzar—. ¿Por qué no habías venido?

—Solo lo hacemos cuando la señora de al lado le paga a mi hermana por ayudarle.

—¿Jugamos? —preguntó emocionada.

—¿No vas a salir?

Miró preocupada hacia el interior.

—Mi mamá me regañó porque nos vio jugar en la calle la vez pasada —explicó desanimada.

—¿Y cómo vamos a jugar así? —pregunté molesto.

—Pues así... tú desde ese lado, y yo acá adentro.

Negué con la cabeza.

—Tengo una mejor idea —declaré.

Aventé mi peluche hacia dentro de la casa, tomé vuelo y escalé la barda hasta estar dentro junto a ella. Comenzó a saltar de la emoción.

—¡Qué buena idea! —levantó el oso de peluche y me lo entregó—. ¡Vamos a mi cuarto a jugar!

Me tomó de la mano y me arrastró hasta su habitación. La casa era pequeña y simple, pero su habitación era el sueño de cualquier niño: lleno de juguetes y colores. No pude evitar suspirar de la emoción.

—¿Y tu mamá?

—No está —contestó despreocupada mientras buscaba algún juguete en uno de sus cajones—. Ella y papá tienen que trabajar y llegan hasta la noche.

—¿Y todo el día te la pasas tú sola? ¿No te aburres?

Alzó los hombros.

—No hay de otra.

Me entregó un grupo de dinosaurios de peluche.

—¿No tienes amigos con quién jugar?

—¿Aparte de ti? No... —bajó la mirada—. Los otros niños se ríen de mí por mis lentes. Tú eres mi único amigo.

Pensé enojado en los niños que la molestaban.

—¡No les hagas caso! A mí me parece que tes preciosa con esos lentes —le dije desde el corazón y la hice sonreír—. ¿Y qué has estado haciendo todos estos días que no he venido?

—Esperándote —me dio la espalda y comenzó a buscar más juguetes—. Me quedó ahí en la barda jugando, tratando de escuchar si vienes con tu hermana.

—Trataré de venir más seguido, lo prometo —dije mientras le sonreía—. A mí también me gusta jugar contigo.

Me sonrió de vuelta, mostrándome que le faltaba un diente.

—¡Vamos a jugar!

Por un par de horas, mientras mi hermana limpiaba la casa de la anciana, jugué hasta el cansancio con mi amiga. Estando ahí, rodeado de todos esos bonitos juguetes, divirtiéndome como un niño, casi pude olvidar que hasta hace unos semanas era un vagabundo moribundo sin esperanza.

Con el grito de mi hermana buscándome en la puerta de la casa se perdió la magia. Era tarde y el sol estaba comenzando a encogerse.

En silencio, mi amiga me acompañó hasta la entrada y abrió la puerta. Reí.

—¿Estaba abierta la puerta? —pregunté divertido.

—¡Sí, pero saltaste y no me dijiste lo que querías hacer!

Reímos juntos hasta que el silencio retomó su reinado entre nosotros.

—Nos tenemos que ir —le dije—. Hoy vamos a celebrar un cumpleaños y tenemos que comprar un pastel.

—¿Un cumpleaños? —repitió y sus ojos brillaron.

—¿Quieres venir? —ofrecí despreocupado.

—No puedo... tengo que esperar a mis papás —miró hacia el interior de su casa, que ahora que estaba atardeciendo, lucía mucho más oscura y solitaria que nunca—. ¿Vas a venir mañana?

Miré a Mia, quien negó con la cabeza.

—¿Podemos venir aunque no tengas que trabajar? Esta sola todo el día, quiero jugar con ella y hacerle compañía ¡Ándale! —rogué—. Aunque sea un ratito.

—Está bien —dijo Mia.

Ella y yo celebramos en conjunto.

—Entonces... —me interrumpí, tratando de recordar su nombre—, amiga, nos vemos mañana.

Mia tronó la lengua.

—Has estado jugando con ella muchas veces, ¿y no sabes su nombre?

Reí nervioso.

—Me llamo Martín.

—Yo me llamo Abril —pronunció sonriéndome.

—Entonces mañana nos vemos, Abril.

—¿Lo prometes? —preguntó angustiada—. Eres mi único amigo.

Le extendí mi oso de peluche.

—Tómalo y guárdamelo para mañana.

—¿Estás seguro?

—Sí.

Lo agarró y lo abrazó.

Mientras le dábamos la espalda y nos alejábamos, Mia no me quitaba la mirada de encima.

—¿Te divertiste mucho? —preguntó.

—Sí.

—¿Por qué le dejaste tu muñeco? Nunca te separas de él ni para dormir.

—No lo sé, quería hacerlo. Ella lo va a guardar bien.

—¿Te agrada mucho?

—Sí. Cuando estoy con ella, siento más calor aquí —señalé mi pecho—. Soy más feliz, no sé, me gusta mucho estar con ella.

Rio estruendosamente.

—¿Qué? —pregunté enojado—. ¿Por qué te ríes de mí?

—Nada, nada.

Fuimos a comprar un pastel y regresamos a casa.

Más tarde, en la madrugada, salimos de nuevo, esperando encontrarnos con Samuel al salir de su trabajo para festejar su cumpleaños, pero jamás pasó esa fiesta. Esa misma noche, frente al bar, perdería a mi hermana, mis recuerdos y la promesa que tenía pendiente.

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