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«La niña que conoció a la muerte»

Abril.

Mi familia era normal. Mi padre tenía un buen puesto como oficinista dentro de una empresa reconocida, así que nunca tuvimos contacto con la carencia. Mi madre se quedaba en casa, cuidándonos y educándonos a mis dos hermanos y a mí.

En aquel entonces tenía trece años y mis hermanos diez. Su cumpleaños se acercaba, junto a mi madre planeábamos hacerle la mejor fiesta de sus vidas. Esperábamos que mi padre pudiera acompañarnos ese día y no tuviera que cumplir con algún compromiso laboral.

Llegó el día se su cumpleaños y mis hermanos saltaban de la emoción por ello. Nos habíamos encargado de invitar a sus compañeros del colegio a la fiesta, y yo, junto a mi madre, nos habíamos dedicado a decorar y preparar todo para que solo se divirtieran. Estaba todo preparado para que empezara la celebración.

Mi infancia fue perfecta, tuve todas las cosas que pude pedir y crecí rodeada de amor.

Mi papá me recogió de la escuela, había hecho el esfuerzo de salir temprano del trabajo y podernos acompañar. Si me concentró demasiado, puedo oler la mezcla entre cigarro y perfume de la que siempre estaba impregnado el auto, escuchar la voz de mi padre, cantando a todo pulmón sus canciones de rock. Mi voz siempre ha sido horrible, pero no me importaba y me encantaba acompañarlo.

Llegamos a casa y nos recibió de inmediato el aroma de la deliciosa comida preparada por mi madre. Los invitados habían llegado y se encontraban corriendo y gritando a lo largo del patio. Mis hermanos, al ver que mi papá había llegado, corrieron a abrazarlo. Ella y él eran gemelos, los dos de piel pálida, ojos grises y cabello castaño rizado. Habían estado compitiendo por quién llegaba primero con papá.

—¡Sí viniste! —lo llenaron de besos.

—¿Pensaron que no? 

—¡Nunca cumples tus promesas! —acusó Mariana.

—¡Por supuesto que iba a estar! No me perdería por nada el cumpleaños de mis tesoros.

Después de un par de apapachos más, los dos se alejaron sonrientes a seguir jugando con sus amigos.

—Vamos a ver a tu mamá —sugirió mi padre mientras acomodaba su traje para ella.

Nos dirigimos a la cocina y saludamos a mamá, quien al verlo, no pudo evitar besarlo en los labios.

—¿Tienen hambre? Siéntense, les sirvo.

Mamá lucía radiante, su risa era tan brillante que juraba que iluminaba la casa entera. Siempre era así, pero cuando estaba con papá resplandecía.

Disfrutaba estar con ellos, oírlos conversar. Los problemas de los que hablaban me parecían tan lejanos.

Dieron las siete de la noche, y mi mamá habló a todos los niños de la fiesta para que entraran a la casa a comer pastel. Mi papá se acercó a mí.

—Acompáñame arriba, vamos por los regalos de tus hermanos —me susurró al oído.

—¡Vamos! —contesté y sonreí con complicidad.

Subíamos las escaleras, cuando de un momento a otro, mi papá cayó en el suelo. Pensando que me estaba jugando alguna broma comencé a reír. Regañándolo para que terminara de jugar, me di cuenta que no se levantaba ni me respondía. Lo sacudí y al ver que no reaccionaba me llené de pánico y comencé a gritar.

Mi madre apareció seguida por los demás adultos. Al igual que yo, intentó hacerlo reaccionar, pero no tuvo éxito. Pidió a gritos que llamaran a emergencias.

Me quedé estupefacta, nos supe cómo reaccionar, y solo lloré sin parar, viendo como la ambulancia se lo llevaba. Los invitados salieron. Mi mamá me pidió cuidar a mis hermanos y se fue con él.

Esperé despierta toda la madrugada esperando noticias. Con horror vi regresar a mi madre sola.

—¡Mamá! ¡¿En dónde está papá?! —le pregunté apenas entró a la casa.

—Ya está en un cuarto descansando, al parecer fue por exceso de trabajo, pero para asegurarse, le van a hacer una serie de estudios, y por eso se va a quedar unos días más—notó mi pálido semblante de preocupación—pero si quieres, mañana lo podemos ir a visitar.

Me dio un beso en la frente, y me acompañó a la cama para asegurarse que durmiera. Entramos al cuarto que compartía con mis hermanos, y traté de acomodarme sin despertarlos. Mi madre apagó la lámpara y se despidió de mí.

Al siguiente día me desperté con la idea de que iría a visitar a mi papá. Desayuné sola y me arreglé para estar lista. 

Viajamos al hospital.

Al arribar, pasamos a la recepción, y una enfermera nos guio al cuarto de papá.

Entramos, y mi padre estaba despierto leyendo algún libro.

—¡Papá! —mis hermanos y yo corrimos a abrazarlo.

—¿Ya te encuentras mejor? —le pregunté entre lágrimas.

—¡Estoy como nuevo! Pronto estaremos en casa, lo prometo.

Un doctor de mediana edad entró a la habitación, al ver que estábamos dentro de la habitación, se acercó a mi madre y indicó algo en voz baja. Mi madre asintió.

—Abril, por favor, lleva afuera a tus hermanos —ordenó.

Miré a mi papá, ¿por qué no podía escuchar lo que le iban a decir? Me sonrió para tranquilizarme

—Vamos afuera, ya escucharon —tomé a mis hermanos de la mano y salimos.

Caminamos hacia la sala de espera y ahí nos sentamos. 

Miraba preocupada hacía el pasillo, pensando en lo que pudiera estar pasando en la habitación.

—Esperen aquí chicos, voy al baño —mentí.

Me levanté y caminé hacia el cuarto. Asegurándome de que nadie me viera, acerqué mi oído a la puerta entreabierta.

—¿Cómo se encuentra? —preguntó el doctor.

—Un poco mareado. ¿Cuándo voy a salir? Estoy comenzando a desesperarme de estar encerrado —preguntó.

Se veía muy serio, jamás lo había visto así.

—Llegaron los resultados de los estudios de que le hicimos por la noche —comenzó a hablar sin contestar la pregunta. Se aclaró la garganta—. Lamento informarle que tiene cáncer. Leucemia —comunicó sin complicarse.

Papá miraba a mi madre y al doctor sin poder dar crédito a lo que escuchaba.

—¡¿Qué?! ¡Eso no es posible! —reclamó mi madre—. Él siempre ha sido una persona muy saludable, nunca ha tomado ni fumado en su vida. Esa enfermedad solo le da a los viejos, ¡EXPLÍQUEME CÓMO PUDO PASAR ESTO! —se quebró en llanto.

Mi padre miraba las palmas de sus manos en silencio.

—¿Qué es lo que sigue, y cuánto tiempo tengo? —preguntó calmado al doctor.

—Está muy avanzado. Con tratamiento podrá obtener tiempo, pero es muy difícil. No le queda mucho. Lo siento.

—¿Cuándo empezamos con el tratamiento?

—¡¿Qué dices Dan?! Vamos a otro hospital, tenemos que tener una segunda opinión. No nos podemos quedar así —mamá entró en la etapa de negación.

—No. Estamos en uno de los mejores hospitales del país, deja de negar la realidad Sofía. Te necesito para pasar por esto, hoy más que nunca —pidió.

Escuché al doctor caminar hacia la puerta, así que salí corriendo hacia el baño. Una vez ahí dentro, me encerré en cubículo y lloré ruidosa y desconsoladamente. No era tonta, sabía lo que era el cáncer y lo que significaba. Jamás había consiente de mi propia mortalidad, y menos aún de la de mi padre. 

Al día siguiente papá salió del hospital y durante el camino de regreso habló con nosotros.

Mi papá salió al siguiente día, y pasamos a recogerlo al hospital. Mientras íbamos en el auto, mamá se orilló a mitad de camino.

—Papá está muy enfermo —volteó a vernos en la parte trasera del carro.

—¿Vas a curarte pronto? —preguntó Mariana.

—No —sonrió, pero no había felicidad en él—. Va a ser un proceso muy largo en el que voy a tener que venir al hospital, así que voy a necesitar su ayuda, ¿sí?

—¿Es muy malo? —preguntó mi hermano, estaba a punto de llorar.

—Sí, es malo —suspiró con pesar—. Pero la buena noticia es que estaré más en casa, tendré unas largas vacaciones del trabajo y quiero salir con ustedes. ¿No crees que eso está bien, Abril? —me preguntó sabiendo que era la única de los tres que no había hablado y que no podía verlo a los ojos.

—No lo sé... —seguí mirando hacia la calle, si lo veía, me pondría a llorar.

Durante los siguientes cuatro cortos meses, estuvimos de vacaciones perpetuas, de un lado a otro solo disfrutando de la familia. Trataba de divertirme, de fingir que nada estaba pasando, pero conocía la verdad y podía escuchar cada pesado grano de arena que caía del reloj, cada segundo más cerca de quedar vacío.

Entonces todo paró, fue imposible seguir fuera de casa. Papá dejó de conducir y mamá tuvo que fungir como su chofer para todo. Cada día estaba más pálido y sin fuerzas. La vida se le escapaba y no había forma de detener la fuga.

Estábamos en septiembre, dentro de una semana sería mi cumpleaños. Había regresado de la escuela y ahora me encontraba dibujando en el patio, tratando de plasmar un rosal en el papel. Mi papá salió de la casa, caminó con trabajo hacia el jardín y se sentó en la banca de metal, muy cerca de mí.

—¡Muy bonito! —exclamó al ver mi dibujo.

—A mí no me gusta.

—Sí, eres difícil de complacer —rio—. Te tengo una sorpresa —susurró—, ¿me acompañas a mi estudio?

Asentí. Me levanté y lo tomé de la mano. Juntos caminamos hasta el estudio.

Ahí dentro, se acercó al escritorio y sacó una caja. Me la entregó.

—Sé que aún no es tu cumpleaños, pero te lo quería dar antes.

—¿La puedo abrir?

—¡Por supuesto!

Abrí la caja, y en ella se encontraban tres libros de pasta dura: «El viaje al mundo en 80 días», «Romeo y Julieta», y mi favorito desde ese momento, «El moderno Prometeo».

—Gracias papá, te amo —le di un beso.

—¿Estás bien? —me preguntó mientras acariciaba mi cabeza—. Te he notado muy callada.

—Yo lo sé... —dije y comencé a llorar.

—¿Qué es lo que sabes hija? —preguntó con una de sus sonrisas.

—Que vas a morir.

La sonrisa se desdibujó de su rostro, se agachó hasta estar a mi altura y me abrazó muy fuerte. No me mintió y me dijo que se iba a curar, no me dio falsas esperanzas, solo me consoló para lo inevitable.

—¿Sabes que te amo con todo mi corazón?

Asentí sin dejar de llorar.

—Sin importar lo que me pase, nunca olvides que estuve aquí, que te abracé y que te amé más que a mi vida —me llenó las mejillas de besos.

Esa misma noche comencé a leer los libros. Recuerdo no poder dormir porque me costaba dejar de pasar página y parar. Era un sentimiento nuevo que nunca quería que terminara. Como lector, nunca se olvida la primera vez que un libro te toca el alma.

Antes de dormir, como todas las noches, me despedí de papá. Le agradecí por mi regalo.

—¿Estás bien, papá? —le pregunté, su semblante estaba más demacrado de lo normal.

—¿No ha llegado tu mamá?

—No.

—No te preocupes. Ya vete a dormir, yo la esperaré —sonrió, su cabello estaba lleno de canas—. Descansa hija, te amo. Nunca lo olvides, siempre estarás aquí, en mi corazón—señaló su pecho.

Seguía leyendo cuando escuché que llegó mi mamá. Apagué la luz para que no me regañara por seguir despierta. La oí entrar a su cuarto y hablar con mi padre.

Leí hasta que caí dormida.

La siguiente mañana, cuando apenas el sol acariciaba los tejados de las casas, el cansancio fue demasiado para soportar y el corazón de mi padre se detuvo. Se había ido muy lejos, donde ya no podría alcanzarlo, a donde los problemas no existen, y las calles no tienen nombre.

Él lo sabía, la noche anterior se había despedido de mí.

Entonces lo supe, todo cambiaría. Mamá no volvió a ser la misma, mis hermanos tuvieron que enfrentarse a la realidad antes de lo esperado. La relación con mi familia se alteraría hasta un punto irreparable y mi camino hasta aquella azotea se trazaría piedra por piedra.


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