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«El sacrificio de un padre»

-¿Martín, estás dormido? -preguntó Abril.

Escuchaba su respiración cerca de mí, pero no la podía ver. Suspiró larga y pesadamente.

-¿Quién eres? -habló desesperada-. ¿Por qué siento que ya nos conocemos?

Percibí el sonido de su esfuerzo para levantarse del suelo.

Desperté. Y así como todas las mañanas, quedó en mi ese profundo sentimiento de soledad y tristeza que me había acompañado desde hace tanto tiempo.

El reloj corría incesantemente, y yo había perdido completamente la noción del tiempo. Me desperté convencido de que tenía examen e iba muy tarde. Me vestí rápido y salí de mi casa corriendo hacia la escuela. Fue hasta que estuve dentro del metro que espabilé y recordé que estaba de vacaciones. Me reí de mi estupidez y me dirigí de nuevo a la biblioteca.

Regresé los libros que había pedido prestados y me aventuré de nuevo en busca de alguna novela. No descansé hasta encontrar el indicado, y cuando lo hice, me fui a sentar y me entretuve entre sus páginas.

Una sensación de cosquilleo en mi nuca me hizo salir de mi concentración. Era Abril, estaba rascándome con sus largas uñas. Me estaba sonriendo. Usaba sus lentes, amaba verla con ellos.

-¡Hola! -me saludó.

-Me asustaste -me paré y la saludé con un beso en la mejilla.

-Compré algunos dulces en el camino, ¿salimos al jardín para comérnoslos? -sugirió.

Acepté de inmediato. Cerré el libro y salí con ella al jardín de la biblioteca. Buscamos una banca vacía y nos sentamos. De su mochila, sacó una bolsa de dulces y me dejó elegir.

Mientras comíamos, ella me hablaba sobre lo que le había pasado en el día. Me dolían las mejillas de tanto reír con sus aventuras.

-Es la última, ¿la quieres? -sacó de la bolsa una paleta en forma de tarro de cerveza.

-No -se borró de mi rostro cualquier rastro de sonrisa.

-¿Pasa algo? -cuestionó intrigada-. ¿Acaso no te gustan?

-No es eso, es solo... que me trajo muy malos recuerdos ver ese dulce -evité su mirada.

-¿Puedo saberlo?

Iba a negarme, decirle que era algo muy personal, pero algo en ella me hacía cómodo y con la disposición de hacerlo. Cosa que jamás me había pasado.

Aclare mi garganta, preparándome para hablar. Miré las flores del jardín y traté de transportarme a aquella época.

-Es una historia un poco larga -traté de dar una excusa.

-Sabes que no me importa eso -sonrió-. Vamos, dime.

-Desde que tengo memoria, mi padre ha sido músico. Trabajaba en las madrugadas tocando su guitarra en un bar -comencé a relatar-. Por su trabajo, no me podía cuidar en las noches, así que me dejaba encargado en la casa de mi tía Teresa

Fueron tiempos difíciles. Mi papá no estaba cuando lo necesitaba y mis tíos no eran una figura de apoyo, por decir poco.

Recuerdo muy bien aquella noche en la que todo se fue al carajo.

Era un viernes, y como todos los viernes, tenía que salir desde la tarde a trabajar. Y no regresaba hasta bien adentrada la madrugada.

Mi tía era mala conmigo, nunca me había gustado quedarme con ella, pero no tenía opción.

Papá me recogió de la escuela y me preparó para ir a casa de mi tía. Caminábamos juntos y yo lo tomaba de la mano, a su lado, sentía que nada malo me podía pasar. Creía que él era el hombre más fuerte del mundo.

-Buenas tardes, hermana. Te dejo a Martín, me tengo que ir a trabajar -la saludó mi padre. Le extendió mi mochila.

Sobre la espalda, yo llevaba colgada una pequeña guitarra que mi papá me había regalado de cumpleaños.

-Necesito que me des la mensualidad para la comida del niño, ya te atrasaste una semana -mi tía no le respondió su saludo.

-Hoy te lo pago. Solo déjame que vaya a tocar para conseguir el dinero, te lo doy cuando regrese.

-Está bien, deja al niño -le arrebató las cosas de la mano y entró a la casa.

Mi papá se fue, no sin antes darme un abrazo de despedida.

Procedí a entrar. Mi tía y su familia estaban comiendo en la mesa. Sentí su desprecio de inmediato. ¿Por qué me odiaban? ¿Qué les había hecho yo? Me senté junto a ellos. Mi tía calentó las sobras del día anterior y me las aventó en un plato.

Antes, era del tipo de persona que trataba de verle el lado positivo a las cosas. Pensaba que eso haría que los problemas fueran más llevaderos. Me doy cuenta de que no. La vida te va a joder, estés con una sonrisa o no.

-Ya llegó el huérfano -se quejó Armando en voz baja con sus hermanos.

Todos lo habían escuchado, pero nadie le decía nada.

Comí junto a ellos deseando estar solo.

Desde la tarde hasta la noche, mis primos salían a jugar futbol a la calle con los vecinos. Por supuesto que no me invitaban. No me gustaba el futbol, pero me hubiera gustado sentirme incluido. Por lo menos, mientras no estaban, podía estar más tranquilo dentro de la casa.

Aprovechaba el tiempo a solas para practicar con la guitarra. Mi papá era mi héroe y yo estaba ansioso por ser igual de bueno que él. Desde entonces, la música ha sido mi escape para poder soportar todo lo malo que me pasa en la vida. Esa tarde, ignorando totalmente a mí alrededor, comencé a practicar los acordes en la guitarra.

Aunque Armando y sus amigos estaban afuera, los podía escuchar cuando hablaban mal de mí.

-Armando, ¿hoy vino tu primo? -preguntó un niño regordete, su playera estaba empapada de sudor.

-Sí, ahí está, dando lástima como siempre -contestó con cara de hartazgo.

-¿Y no le gusta jugar? ¿Por qué no lo invitas? Nos falta una persona -preguntó otro de los niños.

-!¿Cómo crees?! -respondió muriéndose de la risa-. A ese no le gusta el futbol, de seguro porque es marica.

Trataba de ignorar sus comentarios, pero no me dejaban concentrarme. Mis dedos dolían de tanto presionar las cuerdas.

Entonces, vi cómo entraba el balón a la casa desde afuera. Había roto una de las macetas de mi tía. Pensé en llevarles al balón para ver si así me invitarían a jugar con ellos y así lo hice.

-¡Aquí está! -salí y les lancé el balón.

-¡Gracias! -agradeció el niño regordete de mejillas rojas.

Me metí a la casa, dispuesto a seguir practicando. Miré el desastre que había dejado la maceta rota, había un montón de tierra esparcido en el suelo. Mientras observaba, alguien me jaló de la camisa y me tiró al suelo.

-Oye, estúpido. Ponchaste mi balón -Armando me mostró el balón, se estaba desinflando.

-Yo no hice nada -respondí enojado.

Armando me soltó un puñetazo directo a la cara. El golpe fue tan fuerte que no me pude levantar del suelo. Sentí que de mi nariz comenzó a escurrir sangre.

-¿Cuál es tu maldito problema? -lo miré lleno de furia.

-¿Quieres saber cuál es? No soporto a los arrimados huérfanos pobretones como tú. ¡Me das asco! -me gritó en la cara.

Estaba a punto de irse, cuando en un arranque de ira tomé un puñado de tierra y se lo lancé a la espalda. Se detuvo, volteó a verme con odio y caminó hacía mí. Pensé que me iba a volver a pegar y estaba listo para defenderme, pero no lo hizo. Pasó a mi lado, entró a la casa, tomó mi guitarra y la estrelló en el piso hasta que no quedó nada de ella.

Me odié por no poder hacer nada para detenerlo, porque me quedé ahí parado mientras lo veía destruir aquel regalo que tanto le había costado a mi padre comprarme.

Años después mi papá me contaría cómo incluso tuvo que privarse de comer para ahorrar para esa guitarra que tanto le había pedido. Éramos muy pobres, pero él se había esforzado para que no me diera cuenta.

Esa noche lloré lleno de rabia hasta que me quedé dormido.

Como era costumbre, mi tía no le dijo nada a Armando. Si no era de mi agrado, con eso, terminé por odiarla.

Llegó la madrugada. Dormí solo, separado de los demás en otra recámara. Me encerré desde temprano, pero no pude dormir porque ellos acostumbraban a dormir tarde, y con el ruido que hacía, era difícil que pudiera descansar. Tenía hambre, pero no había comido. No quería ni estar cerca de ese bastardo que había roto mi guitarra. Saqué una paleta de tarrito de mi mochila y me la metí a la boca. Estaba saboreándola cuando sonó el teléfono fijo de la sala de estar.

-¿Quién es? -contestó mi tía.

Un largo silencio ocurrió, y entonces me llego el sonido de mi tía corriendo por el pasillo. La escuché despertando a su marido, notaba por su tono de voz que esta nerviosa. Entonces, entró al cuarto en dónde estaba. Por mero reflejo, al oírla acercarse a la puerta, guardé la paleta y me acosté para fingir estar dormido.

-¡Martín despierta! -me sacudió hasta que se aseguro que estaba despierto-. Es tu papá, tuvo un accidente mientras venia para acá. Tenemos que ir al hospital -me informó, sin ningún tipo de tacto.

«Mi papá es inmortal, no puede morir. Así no funcionan las cosas», pensé.

Nos dirigimos al hospital. Imaginaba que al llegar ya no lo encontraría vivo, y como en las películas, tendría que enfrentarme a su cadáver puesto sobre una mesa metálica. Por mi edad, no pude ver a mi padre, así que me tuve que pasar toda la madrugada solo en la sala de espera. Me envolvía un aura de muerte y miseria.

Mientras manejaba, otro auto lo había golpeado. El vidrio del parabrisas había estallado y lo había cortado por todas partes, pero sus manos, su instrumento de trabajo, habían quedado inservibles para la música; con los nervios dañados. No iba a poder tocar su guitarra nunca más.

Solo un músico entendería la tragedia que significa perder la capacidad de tocar su instrumento.

Dejó de tocar, ahora pasábamos más tiempo juntos, pero a qué costo. Hubiera preferido seguir viéndolo feliz aunque hubiera tenido que vivir por siempre con la insufrible familia de mi tía.

-Perdóname, rompí la guitarra que me compraste -le conté, omitiendo la parte en la que Armando la había roto.

Me observó, en ese entonces con su aspecto más joven y delgado. Siempre ha podido ver lo que me pasa con solo verme a los ojos. Lloré entre sus brazos por defraudarlo.

-No te preocupes hijo, estaremos bien -acariciaba mi cabeza-. Aunque no vuelva a poder tocar nunca, encontraremos la forma de salir adelante y te comprare otra guitarra, ya no pienses en eso más. Mientras estemos juntos, vamos a estar bien. Días más felices vendrán, te lo prometo -no había otra cosa que me calmara el alma como las palabras de mi padre.

Después de rememorar ese horrible suceso, mientras comenzaba a oscurecer, recibí por primera vez un abrazo de ella, uno que duró lo necesario para recobrar la compostura.

Caminé a mi casa añorando estar en mi cama y comer algo que no estuviera bañado en grasa para variar. La noche engulló al día y por fin llegué a mi hogar. Mi padre todavía no estaba en casa.

Preparé la cena, y cuando él llegó, comimos juntos. Como siempre, me contó lo que había vivido en su trabajo y yo lo escuché atento.

Si tan solo pudiéramos ver lo bello que se esconde en la monotonía.

Observaba su apariencia. Comenzaba a notarse su edad avanzada, su cabello y barba estaban rebosantes de canas, su cara estaba manchada, su barriga estaba abultada y ahora usaba esos lentes grandes que le hacían ver más intelectual. El tiempo se me escurría como lluvia entre los dedo, y en las gotas, la vida se llevaba a mi padre.

-Martín, no puedes odiar por siempre, algún día tendrás que perdonar para que tú puedas sanar tu alma -me tomó del hombro-. Sé que pasas por momentos difíciles, pero si no hay un poco de oscuridad en tu vida, ¿cómo vas a poder diferenciar la luz de la penumbra?

-Ojalá algunas cosas fueran así de fáciles.

Recogimos la mesa y nos preparamos para dormir.

A veces, cuando no podía dormir, lo podía escuchar llorando amargamente. Aunque se hiciera el fuerte, sé que extrañaba a mamá. Lo escucha intentando tocar su guitarra. El sonido sordo de las cuerdas me hacía llorar en silencio.

Había sacrificado mucho por mí.



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