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«El orfanato»

Había abierto mi corazón y ella me había escuchado sin juzgarme.

Afuera, comenzó a llover y una ligera capa de neblina nos rodeó. Prendí los faros del auto.

—Me cuesta pensar que alguien como Eduardo, que en aquella época era tan importante para mí, ahora se convirtió en un desconocido más —suspiré con pesar—. Supongo que eso termina pasando con todos con el tiempo. En algún momento cambiamos y cada quién sigue un camino diferente.

—No pasará eso con nosotros.

Le sonreí rogándole a Dios jamás separarme de ella.

—Ahora lo sabes. Conozco tus oscuros secretos y tú los míos.

Volteó a ver el paisaje sonriendo.

—Me alegra haberte conocido, Martín.

Mi corazón latió con fuerza.

Tras kilómetros de autopista llenos de risas y música, llegamos al pueblo, lo cual comprobamos porque un letrero desvencijado con letras despintadas lo anunció así. Paré en una estación de gasolina.

Un anciano se acercó al auto.

—¡Buenas tardes! ¿Cuánto va a querer?

—El tanque lleno, por favor.

Comenzó a despachar la gasolina. De nuevo, se acercó a nosotros.

—¿De dónde vienen? —preguntó—. Su acento es raro.

—De la capital —contestó Abril.

—Ah, de la capital —repitió con decepción.

—¿Sabe cómo puedo llegar al orfanato? —fui al grano.

Quitó la manguera, cerró el tapón del carro y volvió con nosotros.

—Por supuesto que sé cómo llegar, yo crecí ahí. ¿Para qué quieres saber?

—Queremos adoptar —contestó Abril.

El hombre de blancas canas no pudo contener la sorpresa.

—¡Felicidades! —a través de las ventanas estrechó nuestras manos—. Las personas que me adoptaron eran las dueñas de esta gasolinero. Ellos ya no están... pero jamás voy a olvidar todo lo que hicieron por mí.

—Oiga, ¿usted conoce al tal alcalde? —pregunté.

—Ese hijo de perra de Javier también viene del orfanato. Lo conozco desde entonces —escupió al suelo—. Una familia rica lo adoptó y de alguna forma logró hacerse con el control del pueblo. Desde siempre ha sido igual de sombrío y retorcido. No sé por qué me preguntas por él, pero deben tener cuidado, es una persona mala y muy peligrosa.

—Lo tendremos —dije.

Se aclaró la garganta.

—Para llegar allá tienen que volver a la carretera, pasar el pueblo y seguir un par de kilómetros más, entonces lo verán a su derecha, es bastante grande, así que no podrán equivocarse.

—Gracias —encendí el auto.

—Las adopciones son raras, me alegra mucho que lo hagan. Cuando eres grande y sigues ahí... pasan cosas muy malas.

Dejamos la gasolinera y seguimos las instrucciones. Al cruzar por el pueblo, atrajimos las miradas de la gente local, que nos identificó como forasteros en seguida.

Faltaba poco para el atardecer, el cielo tenía un tono rosado muy curioso. Abril no podía dejar de observar los inmensos campos de maíz por los que pasábamos, sobre todo a los horribles espantapájaros que sobresalían entre las plantas.

Entonces vimos el orfanato a lo lejos. Era un cuadrado infértil de concreto tan soso que parecía no pertenecer a un lado de los coloridos campos. Verlo ahí me produjo una intensa sensación de nostalgia.

Giré a la derecha y me adentré en su terreno.

Me estacioné frente al edificio. Respiré hondo.

—¿Estás listo? —preguntó Abril nerviosa.

—Sí, vamos.

Caminamos hacia la entrada. Nos detuvimos frente a las puertas de madera, tomamos fuerza y entramos.

De inmediato, un grupo de monjas se percató de nuestra presencia y nos recibieron.

—¡Bienvenidos! ¿En qué les podemos ayudar? —nos saludó una de ellas.

—Venimos a adoptar a una niña.

Su cara se llenó de felicidad al escuchar esas palabras. Aplaudieron.

—Oh, ¡eso es maravilloso! ¿Tienen alguna edad en mente? ¿Alguna característica en especial? —preguntó emocionada.

—En realidad, ya sabemos a quién adoptaremos. Sabemos su nombre —la interrumpió Abril, molesta por escucharla hablar de los niños como si fueran una mercancía.

—Acompáñenme a la sala de expedientes a revisar.

Atravesamos con ella todo el lugar. Observábamos a los niños que nos encontrábamos imaginando a Alicia como uno de ellos.

El lugar estaba descuidado y lo pudimos notar en seguida. Las paredes estaban manchadas por humedad, atravesadas por peligrosas grietas.

Cruzamos una puerta de vidrio ahumado y entramos al almacén. Nos hizo sentarnos frente a su escritorio.

—¿Cómo se llama la niña? —preguntó.

—Se llama Alicia, tiene 12 años —respondí de inmediato.

Se quedó paralizada, comenzó a sudar.

—La niña que dicen está desaparecida. ¿Cómo es que la conocen?

—Resulta que la encontramos a punto de ser atropellada en la ciudad, en un estado de salud deplorable y prácticamente comiendo de la basura —expliqué sintiendo hervir mi sangre—. ¡No es que estuviera desaparecida, ustedes no le dejaron otra opción más que huir!

—Yo... yo... puedo explicarlo... —tartamudeó.

—¡Sabemos lo que les hacen a los niños al venderlos como servidumbre! —reclamó Abril.

—¿En dónde está Alicia? —preguntó.

—No se lo diremos jamás. Lo único que usted va a saber, es que esa niña no tendrá que sufrir de nuevo con ustedes, porque nosotros nos encargaremos de darle un nuevo hogar —me levanté—. Y si no nos da sus papeles ahora mismo, entonces nos encargaremos de que todos sepan lo que pasa aquí dentro. Y no pararemos hasta ver este maldito lugar en cenizas.

La monja cerró los ojos y respiró profundo.

—Sé muy bien sobre las atrocidades que pasan dentro de este lugar. Ustedes solo ven una parte muy superficial del problema, todo esto tiene unas raíces muy profundas que involucran a gente con mucho poder. Así que por mucho que yo quiera, no puedo hacer nada contra lo que pasa aquí —se limpió el sudor de la frente—. Pero no puedo dejar aquí, sea lo que sea, sigue siendo la única casa para todos estos niños. Si quieren ayudarla y darle una vida feliz, los ayudaré. Alicia no es la primera ni la última que escapa, si por lo menos pueden darle la familia que nunca tuvo, estaré satisfecha.

La monja se levantó y se perdió entre las hileras de archiveros por un par de horas. Al regresar, nos entregó los formularios y los papeles necesarios para adoptar a Alicia.

—Solo firmen —nos entregó una pluma.

Mientras leíamos y firmábamos, la mujer no dejó de mirar nerviosa hacia la puerta.

—Estaban a punto de desaparecer sus papeles, por eso fue tan fácil saltarme todos los procesos —su rostro estaba contraído de vergüenza—. Es lo que hacen cuando uno de los niños desaparece.

El estómago se me revolvió. Quería terminar con esto rápido y salir de ese lugar.

Al terminar de firmar, se quedó con un par de papeles y nos entregó los demás.

—Felicidades, ahora son padres de Alicia Vidal Romero —declaró.

—¿Eso es todo? —pregunté.

—Sí —se levantó—. Y es mejor que salgamos rápido antes de que alguien más se comience a hacer preguntas.

Tal como llegamos, salimos apresurados del orfanato. Una vez afuera, nos acompañó hasta nuestro auto.

—Por favor, nunca más vuelvan y protejan a esa niña con sus vidas —dijo la monja.

—No dejaremos que nada más le pase a Alicia.

—Les deseo la mejor de las suertes —se despidió y entró de nuevo al lugar.

Encendí el auto y cuando estábamos a punto de irnos, llegó un lujoso auto para taparnos el camino. Del auto bajó un hombre delgado. Al verlo acercándose a nosotros bajé del auto para enfrentarlo.

—¡¿Creían que no me daría cuenta que vinieron para llevarse a mi sirvienta?! —nos señaló mientas gritaba.

—¡Alicia no es sirvienta de nadie! —lo empujé—. No eres nadie para darnos órdenes. Así que quítate del camino o yo me encargaré de quitarte.

Comenzó a reír como lunático. Lo ignoramos

—La encontraré, sin importar en dónde la oculten. ¡Cuando lo haga la traeré a rastras para que entienda que nadie se mete conmigo!

—Es mejor que nos vayamos, creo que puedo esquivar su auto —le dije a Abril—. Si no, no creo soportar e iré a darle los golpes que se merece.

—¡Esa mocosa zorra entenderá que nadie me toma a juego! —gritó el anciano.

Aunque ya había encendido el auto, Abril bajó y caminó hasta el alcalde. Estaba furiosa.

Lo encaró.

—No vuelvas a hablar así de mi hija, jamás la vuelva a buscar en su asquerosa vida. No le pertenece, es una niña libre —declaró firme.

El tipo se quedó perplejo.

Abril comenzó a caminar de nuevo hacía el auto.

—Maldita zorra entrometida —escupió—. ¿Quién te dio permiso de hablarme así? Mujer tenías que ser —espetó.

Sin pensarlo dos veces, Abril regresó en sus pasos y le soltó un puñetazo al alcalde, dejándolo en el suelo.

«Esa es mi chica», pensé orgulloso.

Abril regresó al auto sonriendo, con una cara llena de satisfacción que no se le quitó en varias horas. Esquivé el auto y salimos de la carretera listos para jamás regresar a aquel lugar tan lejano de Dios. Sin esperarme el caos que nos quedaba por cruzar antes de irnos.

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