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«El episodio más oscuro»

Samuel.

—¡Conseguí trabajo! —anuncié emocionado al regresar a casa.

Dejé mi guitarra contra la pared. Los niños se acercaron a mí.

—¡Me alegro, Sammy! ¿En dónde? —dijo Mia.

—En un bar. No me pagan mucho, pero con eso nos alcanzará para comer y vivir decentemente.

—¿Y cuando empiezas? —preguntó Martín.

—Esta noche.

—¿Esta noche? ¿Entonces por qué regresaste? Se te va a hacer tarde.

—Porque quería avisarle y porque tenía ganas de cenar con ustedes.

Los dos sonrieron.

Esa misma madrugada, me despedí de mis nuevos amigos y salí con mi guitarra para enfrentarme a una nueva aventura.

Al llegar al bar, subí al escenario y comencé a afinar. Llegaron los demás músicos y me saludaron con amabilidad. Tenía miedo, pero ahora que ya estaba ahí, me sentía seguro de que podría hacerlo bien.

Todo a mi alrededor desapareció y el tiempo se detuvo cuando la vi subir por las escaleras hacia el escenario. Su cabello casi rubo, su cara redonda y sus enormes ojos me parecieron lo más hermoso que jamás había visto. Mi corazón latió por ella al instante.

—Debes de ser el nuevo —se acercó a mí—. Me llamo Karen.

—Ho-ola —aclaré mi garganta para disimular mi tartamudez—. Me llamo Samuel.

Me saludó con apretón de mano y luego me dio la espalda para caminar hacia su micrófono, al frente de todos los músicos y dando la cara a todos los presentes. No pude evitar llevar mi mirada hacia sus caderas.

Derrochando seguridad por todos sus poros, quitó el micrófono de su pedestal y comenzó a ecualizar.

—¿Comenzamos? —giró hacia nosotros.

Asentimos y el baterista marcó el inicio de la primera canción.

Al escucharla cantar, sentí que mi guitarra, que mis dedos habían nacido para acompañarla. La textura y la cadencia de su canto eran impresionantes, no había una sola persona en el público a la que no le hubiera robado toda su atención.

Muy tarde, al terminar nuestro turno, mientras guardábamos los instrumentos, Karen salió del lugar sin despedirse de nadie. Después de haber quedado hechizado con su presencia no podía permitirme no hablar con ella, así que corrí y la alcancé afuera.

—¡Espera! —le grité para detenerla.

Detuvo sus pasos y giró hacia mí. El neón de los anuncios del bar iluminaba los rasgos de su rostro.

—¿Necesitas algo?

—Quería decirte que me encantó la manera en la que cantaste esta noche, creo que jamás había escuchado algo así de increíble en mi vida. Tomaste el escenario y lo hiciste tuyo con micha facilidad.

Esbozo una sonrisa.

—Gracias, Samuel.

De nuevo, comenzó a alejarse de mí.

—¿Te gustaría ir a tomar un café?

Paró en seco.

—¿En este momento? —sonrió—. No creo que a esta hora haya algún café abierto. Tal vez luego...

—¿Estás bien? —pregunté impulsivamente al notar sus ojos llenos de tristeza.

—¿Por qué lo dices? —replicó a la defensiva.

—No lo sé, olvídalo —dije con vergüenza, incapaz de ver lo que me había hecho preguntarle por su estado de ánimo—. Si alguna vez necesitas alguien con quien hablar, si te sientes triste, puedes hablar conmigo, aunque no haya ningún café de por medio.

«¿Qué mierda acabo de decir?», me regañé internamente.

Tras unos segundos sin ninguna reacción, asintió con una sonrisa y se alejó.

Cuando llegué a casa, faltaba poco para que amaneciera. Martín y Mia dormían abrazados. Me recosté en silencio para no despertarlos y dormí con una sonrisa en los labios.

Convertí de esas noches mis rutinas. Decidido a que los niños no se arriesgaran en la calle, salía en las tardes a cantar en las calles y por las noches trabajaba en el bar.

Todas las noches de trabajo fueron iguales hasta que, durante una jornada agitada, Karen no se presentó al trabajo y tuve que tomar su lugar como cantante, aunque, por supuesto, no salió con la misma calidad.

—¿Alguien sabe lo que le pasó a Karen? —pregunté a los demás músicos al acabar nuestro turno.

—¡Quién sabe! —contestó uno de ellos—. Nunca habla nada de su vida con nadie, simplemente llega y hace su trabajo. Aunque eso sí, nunca había faltado.

Preocupado por ella, esperé encontrármela el siguiente día, pero ya no regresó.

Era un viernes en la madrugada, caminaba de regreso a casa, el frío me calaba en los huesos y después de una dura jornada, solo pensaba en llegar a descansar junto a los niños. A lo lejos, en una de las bancas del parque, vi a una mujer sentada bajo una farola. Al acercarme, pude ver que era Karen, quien se estaba congelando por solo usar un vestido corto floreado.

—Karen. ¿Estás bien? —me acerqué.

Puse mis manos en su mejilla y la sentí helada. Al sentir el contacto de mi mano con su piel, me miró confundida, muy aletargada.

—Samuel... —pronunció mi nombre en un suspiro mientras me veía.

—¿Qué te pasó? ¿Estás bien? —me senté a su lado.

Comenzó a sollozar.

—Creo que hoy sí quiero ese café —dejó caer su cuerpo sobre mí.

La ayudé a levantarse y la llevé a un puesto de comida callejera. La senté cerca del calor y le pedí algo caliente. Me quité mi suéter y se lo di.

—¿Qué pasó? —pregunté preocupado.

—Mi padre murió... —dejó salir y volvió a llorar.

Se quebró ante mis ojos.

—Lo siento mucho... —la dejé desahogarse.

Más tarde, cuando se encontró más tranquila, volvió a hablar mientras comíamos.

—Él era todo lo que tenía, y ahora estoy sola... —se limpió las lágrimas y se limpió la nariz—. Muchas gracias por escucharme, Samuel.

—Estaba preocupado por ti desde que dejaste de ir a trabajar —la miré nervioso, tratando de leer su lenguaje corporal—. Pregunté por ti a los demás para buscarte, pero nadie sabía nada de ti. Me alegra haberte encontrado y ayudado.

—A mí también me alegra haberme encontrado contigo —sonrió.

Dio un sorbo al caldo caliente.

—¿Vas a regresar a cantar? Sería una lástima no volverte escuchar cantar.

Rio.

—Sí, volveré.

Mi corazón sonrió. Nos volveríamos a ver.

La acompañé hasta su casa después de comer, nos despedimos con la promesa de volvernos a ver y partí con rumbo a casa.

Al llegar a la cabaña me encontré con Mia despierta. Su rostro estaba lleno de preocupación.

—Te tardaste mucho, estaba muy preocupada —me reclamó.

—Me encontré con una amiga... —interrumpí mi explicación al ver que la preocupación de su cara no se había borrado con mi llegada—. ¿Pasó algo?

Asintió.

—No enteramos en el día que van a venir a limpiar este terreno y lo de alrededor para construir casa. ¿Qué vamos a hacer? ¿En dónde vamos a vivir ahora?

Suspiré con pesar y recargué mis cosas contra la pared.

—No te preocupes, me imaginé que algo así pasaría algún día y he estado ahorrando. Con lo que tengo, podemos empezar a rentar en algún otro lado.

—Hemos vivido aquí desde que llegamos... —miró triste a Martín, quien ahora estaba durmiendo tranquilo—. Siento que este es mi hogar.

—Lo siento mucho, Mia, pero no nos va a quedar de otra.

Al siguiente día, tan pronto como despertamos, partimos con todas nuestras cosas para no volver jamás a la cabaña. Pasamos toda la tarde buscando nueva casa y al fin la encontramos. Hicimos de ese pequeño departamento nuestro nuevo hogar.

—Bueno, ¿qué les parece? —pregunté después de que acomodamos nuestras pocas cosas y terminamos de limpiar el lugar.

—¡No me gusta! —gritó Martín enojado y se fue corriendo hacia la cama.

Me senté en la mesa y suspiré preocupado.

Una taza de café apareció frente a mí.

—Perdónalo. Hemos vivido en la cabaña desde hace mucho, desde... —su voz se quebró.

—No te preocupes —tomé su mano—. Ya se acostumbrará.

—¿Viste? Cuando nos regresamos ya estaba yendo para allá las máquinas para quitar los árboles y destruir la cabaña.

—Sí, lo vi... —dije con tristeza—. Mia, ya no pienses más en eso. Esta será nuestra nueva casa, y nadie nos podrá sacar de aquí, yo me encargaré de eso. Lo prometo. Y yo nunca rompo mis promesas.

Esa noche, cuando llegaba al bar, me sorprendió encontrarme a Karen esperándome para entrar.

—Hola, Samuel —me saludó con un beso en la mejilla—. ¿Entramos?

Asentí y caminé a su lado hasta el escenario.

—¿Cómo estás? —le pregunté.

—Mejor —sonrió.

—Me alegra escucharlo. Si alguna vez necesitas alguien con quien hablar, no dudes en pedírmelo.

Hicimos nuestro turno con normalidad, dando todo de nosotros. Al terminar de trabajar, de nuevo, Karen esperó por mí.

Tomé mi guitarra y la alcancé feliz.

—¿Caminamos juntos? —me ofreció.

—Sería un placer, señorita —fingí quitarme un sombrero.

Comenzamos a caminar hacía Buenavista, punto en donde nuestros caminos se separaría.

—¿Samuel? —preguntó

—¿Sí?

—¿A qué es a lo que más le tienes miedo? —me preguntó.

—A no vivir feliz —respondí sincero—. Desde niño, he visto a los demás conformarse con seguir respirando aunque sean miserables. Yo no quiero eso. Quiero vivir de una manera de la que me sienta orgulloso, en la que la llegada de un día más se sienta como un regalo y no como una carga —la miré—. ¿Por qué la pregunta?

—Desde que mi papá murió... no he podido dejar de pensar en la muerte. Y me aterra —llegamos a la estación—. Hasta luego, Samuel. Siempre es un placer hablar contigo.

Me besó en la mejilla y se alejó.

Hice de sus caminatas y su charla la dicha de mi vida. Verla alimentaba mi alma.

Todo iba bien, en casa, los niños tenían un hogar e incluso comenzaban a pensar en ir a la escuela. Cada vez me iba mejor en el trabajo y mi relación con Karen cada día era más cercana. Hasta que llegó ese maldito viernes.

Esa noche me despedí de los niños y me fui a trabajar como siempre. Recuerdo que el frío me entumecía el cuerpo y que había una espesa niebla cubriendo toda la ciudad.

Karen me esperaba para entrar. Me saludó con un beso en los labios, y tomados de la mano, entramos juntos al bar. En comparación con los otros fines de semana, el lugar estaba casi vacío, pero, aun así, hicimos nuestro trabajo como siempre.

Salí del bar todavía con el olor a cerveza impregnado en mi ropa y con la certeza de que sería una buena noche como cualquier otra.

—¡Sammy! —Martín gritó desde el otro lado de la calle.

Estaban él y Mia saludándome desde lejos. La niebla no me dejaba verlos claramente.

—¡¿Qué hacen aquí?! —pregunté confundido.

—¡No te escucho! —gritó Mia.

Tomó la mano de su hermano y comenzaron a cruzar la calle juntos. Y antes de que pudieran reaccionar ellos o nosotros, un par de faros cruzaron la niebla a toda velocidad. Con los nervios de punta, miré a Mia y quise gritarles para que se movieran, pero fue demasiado tarde.

El cofre del auto impactó con toda su fuerza contra el delgado cuerpo de Mia, quien había reaccionado en el último momento y había protegido a su hermano y lo había lanzado hacia la banqueta.

La vi siendo elevada en el aire y la escuché caer en el frío asfalto.

Siendo afectado por el golpe, el vehículo se estrelló en un poste de luz unos metros más adelante.

Después del chirrido de los frenos y del sonido de los golpes, el silencio que quedó fue aterrador.

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