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«Con cariño, Mia y Martín»

Samuel.

Grité de horror, la fuerza abandonó mis piernas y caí de rodillas al suelo.

Abrumado por la brutalidad de lo que acababa de suceder, por el olor a gasolina y sangre, me quedé paralizado. Escuché gritar a Karen, pero su sonido me parecía tan lejano como el brillo de las estrellas.

Quería levantarme, pero mis piernas no me respondías.

Las personas que había dentro del bar salieron a ver qué era lo que había pasado.

—¡A un lado! Voy a llamar a la ambulancia —gritó uno de los músicos.

Haciendo un gran esfuerzo, me arrastre hasta Mia. Empapando el asfalto de lágrimas, me manché las manos de su sangre.

La miré a la cara. Seguía viva, pero su respiración era entrecortada. Sus piernas y brazos estaban torcidos y un hilo de sangre le salía de la boca.

—Sammy... —balbuceó tosiendo sangre.

Comenzó a cerrar los ojos.

—¡NO, NO, NO, NO! ¡Por favor, no cierres los ojos! —le rogué mientras acariciaba su carita—. No me dejes Mia, por favor no te vayas.

Una lágrima resbaló desde su ojo y me mojó la mano.

Cerró los ojos. El pánico se apoderó de mí. Asustado, tomé su pulso y noté que seguía viva.

Me levanté y corrí hacia Martín. Estaba inconsciente, respiraba, pero su cabeza estaba sangrando a borbotones.

Lleno de ira, me levanté y corrí hacia el auto que los había atropellado. Al llegar, golpeé con el puño la cajuela y comencé a gritar.

—¡Hijo de puta! ¡Ve lo que le hiciste a mis niños! ¡MALDITO! ¡Sal de ahí! —grité, desgarrándome la garganta.

Rodeé el auto y me acerqué al conductor. Un hombre que estaba ahí, me detuvo.

—Ya no tiene caso, está muerto.

Grité de impotencia. Lloré sin saber a quién recriminarle por haberme arrebatado a mis dos amigos.

La ambulancia llegó a la escena haciendo retumbar su sirena, tratando de ahuyentar a la muerte con su sonido. De ella, bajaron un grupo de jóvenes paramédicos que de inmediato comenzaron a subir a los niños.

La policía también llegó.

Con el corazón roto, vi cómo subían a mis niños a la cabina.

—¿Quién es el familiar de estos niños? —preguntó uno de los doctores.

—¡Yo! —contesté apresurado y me acerqué a ellos.

—¡Suba!

Entré a la ambulancia.

Miré cómo trataban de estabilizar a Mia, quien era la que peor estaba de los dos. Los escuché comentar con horror el estado en el que estaban sus huesos y sus heridas.

Mia seguía viva, incluso, por ratos, la veía hacer muecas de dolor cuando los doctores la manipulaban. La agonía la hacía llorar y no había nada que pudiera hacer por ella.

—Es muy grave... —oí susurrar a uno de los paramédicos.

La ambulancia iba lo más rápido que podía, intentando sacudirse la muerte que tanto se aferraba a quedarse con nosotros.

—Sammy... —habló Mia.

Me acerqué a ella, los doctores se hicieron a un lado.

—¿Qué pasa, hermosa? —acaricié su mejilla.

—Gracias... —me veía, pero la sentía irse.

—No me digas eso... No te despidas —mojé su rostro con mis lágrimas—. Vas a estar bien. Vamos a regresar a casa juntos, vas a ver.

—Mentiroso —sonrió y un par de lágrimas me saludaron.

—No me tienes que agradecer nada —le hablaba imaginando que se podría agarrar de mis palabras para no morir.

—Tengo miedo, Sammy. No te vayas —de nuevo, me miró a los ojos—. Me siento segura contigo. Siempre te esfuerzas tanto por hacernos felices. Por eso hoy fuimos por ti al trabajo, te habíamos preparado una sorpresa en casa.

—Mia, me hacen feliz simplemente estando a mi lado. Así que, por favor, te lo ruego, no te vayas...

Volteó el rostro con dificultad y miró a su hermano.

—Cuídalo por favor. Es un poco torpe, muy entrometido y curioso, pero es mi hermanito y es lo que más amo en el mundo. Ahora ya no podré cuidarlo... pero sé que tú lo harás. Aunque a veces no lo parezca, eres su héroe, te admira mucho. Sé que te hará caso.

—¡Mia! ¡Por favor no me dejes! —grité desesperado al verla cerrar los ojos.

—Los amo... —soltó y no volvió a hablar nunca más.

Dejó el plano terrenal con una sonrisa entre sus labios. Sus ojos, que antes me miraban, se habían apagado para llevarse su luz a las estrellas.

Era solo una niña, le faltaban tantas cosas que vivir y el destino, Dios o lo que sea, se lo había arrebatado todo.

Me quebré para jamás volver a componerme.

Uno de los chicos que estaban en la ambulancia comenzó a llorar en silencio.

Más tarde, ya en el hospital, esperando por los informes, no dejaba de ver el accidente pasando una y otra vez en mi cabeza. Me atormentaba pensando en la manera en las que los pude haber salvado.

Alguien tocó mi hombro, sacándome de mi laberinto mental.

—¿Cómo estás? —preguntó Karen.

—Bien...

Se sentó a mi lado y solo me abrazó, y solo eso bastó para que comenzara a llorar como un bebé entre sus brazos.

Horas después, me llamaron a través de las bocinas. Me separé de Karen para ir hacia allá.

—Espera... yo te acompaño —tomó mi mano.

Caminé con la mirada al suelo.

—¿Me llamaron? —le dije a la señora de avanzada edad tras el vidrio.

—Necesito que me indique el nombre de los dos niños, los necesitamos para el expediente.

—La niña se llama Mia Vidal Corelli, el niño, Martín Vidal Corelli.

Me pidió varios datos, me hizo algunas preguntas y entonces se fue del lugar. Llegó un doctor de mediana edad, su semblante era serio. Puso su mano sobre mi hombro y me miró a los ojos.

—Señor Samuel, lamento informarle que Mia Vidal ha ingresado muerta. Aunque intentamos reanimarla, no pudimos hacerlo.

Mi mundo entero se cayó, no había razón alguna para ser feliz de nuevo porque ahora ella ya no estaba en él.

—El otro niño está a salvo, pero está en coma y no despierta. Habrá que estar al pendiente de él. Le sugiero que empiece a buscar un servicio funerario para la niña —tan pronto como terminó se fue.

Se hizo un largo silencio.

—Me tengo que ir —le dije a Karen.

Aunque intentó quedarse conmigo, la aparté y salí del hospital.

—Espera... ¡Samuel! ¿A dónde vas?

—Por mi guitarra.

—¿Para qué quieres tu guitarra? —preguntó extrañada.

No contesté y seguí caminando.

—Iré contigo. No me importa si no lo quieres, iré.

La oscuridad y la miseria de mi corazón contrastaban con las calles llenas de luces de colores.

—¡Feliz navidad! —escuché decir a un hombre.

Llegué a la casa con Karen siguiéndome los pasos. Entramos.

Prendí la luz y caminé hacia la sala.

Había muchos globos de colores pegados al techo, y sobre la mesa, había un pequeño pastel con velas y tres platos listos.

—Hoy era mi cumpleaños... lo había olvidado... —dije y caí de rodillas al suelo en llanto.

Solo lo había mencionado una vez en todo el tiempo que nos llevábamos conociendo, y lo habían recordado.

Miré todos esos adornos llenos de colores y sentí una profunda tristeza.

Karen me ayudó a levantarme y sentarme en una de las sillas. Fue hasta ese momento en el que me di cuenta que había una carta sobre la mesa. Sin valor para abrirla o leerla, la tomé y la guardé en mi bolsillo.

—Samuel, ¿estás bien? —preguntó Karen muy preocupada.

Sabía que tenía buenas intenciones, pero comenzaba a irritarme. Era más que obvio que no estaba bien.

—Debo ir por mi guitarra.

Me levanté y fui a mi cuarto. Tomé mi vieja guitarra acústica, la que ya no llevaba al bar.

—Vámonos —le dije a Karen a salir.

—¿A dónde?

—No tengo tiempo para explicar, ¿vienes?

—Sí.

Caminamos hasta el centro de la ciudad. Entré en una casa de empeño y vendí mi guitarra. Metí el dinero dentro de mi saco y seguí mi camino.

Entramos en una funeraria. El olor a madera recién cortada era intenso. Un hombre anciano nos recibió.

—¿En qué les puedo ayudar? —preguntó amablemente.

—Quisiera contratar un paquete funerario —contesté.

Me comenzó a mostrar varios de los paquetes que incluían: el lugar de entierro, el ataúd y el tratamiento para el cuerpo del difunto.

—Me parece muy bien, pero ¿no se podría negociar el lugar de entierro? —pregunté.

—Claro que sí, ¿en dónde le gustaría que fuera?

Le mencioné el lugar en el que yo creía, Mia querría ser enterrada.

—Está bien. Trato hecho —estiró su mano hacía mí.

La estreché, aceptando el trato.

—Muchas gracias.

Salí de la tienda. Karen caminaba detrás de mí.

—Tengo que ir de regreso al hospital.

Entonces la fuerza de mis piernas desapareció, mi visión se tornó negra. Me apoyé en un poste para no caer.

—¡Samuel! ¿Estás bien? —corrió hacía mí—. Tienes que descansar, este día fue demasiado para ti. Vamos a tu casa.

—Tienes razón —me sostuve con su cuerpo.

Caminamos de regreso a casa.

Al llegar, Karen me llevó a la cama. Una vez ahí, me ayudó a quitarme la ropa, se acostó a mi lado y me consoló hasta que me quedé dormido.

La siguiente mañana, al despertar, rogué al cielo para que todo lo que había pasado hubiera sido solo un sueño, pero mi fantasía de interrumpió cuando salí a la sala y vi los globos y el pastel.

No estaba Karen por ningún lado.

Tomé asiento en la mesa y comencé a comer el pastel, combinando su dulce sabor con lo salado de mis lágrimas.

Después, me cambié de ropa para el funeral. Me puse mu mejor traje y me preparé para salir para allá.

Tocaron la puerta y fui a abrir. Era Karen, quien también se había arreglado para partir.

—Perdón por irme, pero tenía que arreglarme —comentó apenada.

La abracé con fuerza.

—Muchas gracias por estar conmigo ayer.

Tomó mi rostro y me besó.

—De nada, Samuel, quiero estar para ti —con sus manos, limpió mis lágrimas—. Ahora, vámonos —enlazó su brazo con el mío.

Regresé al lugar en donde había estado la cabaña alguna vez. Ahora, en su lugar había una casa en obra negra rodeada por otras más. El pequeño lago había sido limpiado. Todo estaba silencioso y expectante.

—¿Cómo es que conseguiste los permisos para enterrarla aquí? —preguntó Karen.

—Desde hace unas semanas me endeudé de por vida para comprar el terreno de la cabaña —sollocé—. Se supone que sería una sorpresa que les daría después a los niños.

El agujero en el que Mia sería enterrada ya estaba cavado, el personal de la funeraria ya se había encargado.

Me sostuve de Karen para soportar el dolor.

Una carroza se estacionó en la calle y un grupo de personas vestidas de negro se bajaron, abrieron la parte de atrás y sacaron su ataúd. Allí dentro estaba ella.

No lo podía creer, rezaba porque todo esto fuera una horrible pesadilla.

En una marcha lenta y dolorosa la depositaron en el hoyo en donde descansaría eternamente. Miré destrozado cómo la sepultaban en tierra, cómo colocaban su lápida que solo decía «Mia», porque ni siquiera sabía el día en el que había nacido.

Tan pronto como el funeral acabó, el cielo lloró por ella. Karen y yo nos refugiamos bajo el techo de la construcción en donde alguna vez había estado la cabaña.

Karen y yo nos refugiamos en la cabaña, estaba polvorienta y llena de telarañas, pero, aun así, nos sentamos en el suelo

La tormenta afuera había comenzado, truenos y relámpagos sacudían el cielo con odio.

Saqué de mi bolsillo la carta que había encontrado en la mesa, la abrí y la leí.


Para Sammy:

¡Te queremos! Nos alegra muchísimo haberte conocido.

Desde que escapamos del orfanato y llegamos a la ciudad solo nos encontramos con un mundo de indiferencia y tristeza. Estuvimos a punto de rendirnos, pero te encontramos a ti.

Te has convertido en lo mejor de nuestras vidas. Gracias por ser tan trabajador y preocuparte por nosotros.

Con cariño, Mia y Martín.


Lloré y volví a llorar pensando en ella. Karen me sostuvo y jamás lo olvidé.

Al llegar de nuevo a casa, el teléfono no dejaba de sonar. Contesté.

—¿Hablamos con el señor Samuel? —preguntó una señorita del otro lado de la línea.

—Sí, él habla.

—Señor, llevamos una hora tratando de comunicarnos con usted. El paciente Martín, ya despertó.

Colgué el teléfono y me apresuré para salir.

—¿Qué pasó? —preguntó Karen.

—Es Martín, ya despertó. Me tengo que ir.

Salí de la casa corriendo al hospital.

Me alegré de que Martín estuviera vivo.

Apenas me indicaron en donde estaba su habitación corrí hacia él.

Al entrar, lo encontré mirando hacia la calle desde su camilla.

—¡Martín! ¡Qué bueno que estás bien! —corrí a abrazarlo.

Volteó a verme confundido, me apartó de él.

—¿Quién eres? —preguntó.

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