«Caminata bajo la lluvia»
Nos habíamos convertido en parte de la rutina del otro. Yo me despertaba con la idea de volvernos a ver en la biblioteca y ella me esperaba paciente para entrar juntos. Ella escribía y yo leía, y cuando nos cansábamos, salíamos al jardín a platicar. Comer con ella se había vuelto la parte favorita de mi día, a veces yo cocinaba para los dos y otras veces ella lo hacía. Poco a poco, conocía más de ella. Nos sentíamos tan cómodos con la presencia del otro que sabíamos que en cualquier momento podríamos hablar del tema que sea.
Era un viernes cuando me encaminé como todos los días a la biblioteca; ese día estaba muy gris y parecía que iba a llover, por lo que, había tomado mi paraguas antes de salir de casa.
Iba llegando a la biblioteca cuando empezó a llover muy fuerte. Abril no me estaba esperando, así que, entré, dejé mis cosas y caminé hacía la zona en donde siempre estábamos, pero para mi sorpresa, no estaba ahí.
Tomé asiento y saqué el nuevo libro que había comenzado a leer. Tal vez había sucedido algo e iba a tardar en llegar. Decidí que la esperaría ahí.
Pasaba las páginas y ella aún no aparecía. Mis ojos cada vez se sentían más pesados, y las letras cada vez parecían más borrosas, sin sentido, como si el idioma del libro hubiera cambiado de una página a otra. El ruido de la lluvia pegando contra la superficie de las ventanas se me antojaba cada vez más arrullador, y finalmente decidí rendirme ante el sueño.
Me desperté porque alguien me sacudía. Pensé que era Abril, pero era una de las becarias de la biblioteca. Me indicó que iban a cerrar pronto y que tenía que ir saliendo. Tomé mi libro y me preparé para llevármelo a casa.
Procedí a guardar mis cosas y a registrar el libro con mi tarjeta para llevármelo a mi casa.
Las luces cálidas de los estantes estaban encendidas. Algunas partes de la biblioteca estaban en penumbras y la tenue luz de las lámparas daban un aspecto casi mágico.
Iba ya de salida, caminando entre los estantes, cuando escuché un lejano sollozo. Me detuve aterrado, pensando que tal vez era el lamento de un fantasma. Mi curiosidad fue mayor que mi sentido común, y temblando de miedo, me dirigí hacia el origen del sonido. Crucé estantes en penumbras, y casi llegando al fondo de la biblioteca, sentada en el suelo con la espalda contra los estantes, encontré a Abril. Lloraba mientras abrazaba a su mochila.
No la conocía desde hace mucho, pero la conexión que habíamos forjado en estas semanas era suficiente para que no soportara verla llorar así.
—Abril ¿Estás bien? —me arrodillé junto a ella.
—¡Vete! —me empujó—. ¡¿Qué es lo que te importa a ti?!
No me miraba a los ojos.
Me levanté. No le dije nada, no volví a insistir. Di media vuelta y me preparé para salir, no iba a perder mi dignidad de esa manera, permitiéndole que me gritara así.
—¡Espera! Perdóname, por favor... no te vayas —rogó.
Paré. La volteé a ver.
—¿Qué es lo que te pasa Abril? ¿Por qué me gritas de esa manera? ¿Qué es lo que yo te he hecho?
—¿Me podrías ayudar a levantarme? —pidió entre lágrimas.
La ayudé a levantarse, y cuando ella estuvo de pie, al mirarla a los ojos, pude ver un poco esa parte de su alma que tanto me había ocultado.
—Escucha Abril, no sé porque estés llorando, pero no merezco que me trates así de mal y luego me pidas que te ayude.
—Perdóname, de verdad, no quería hacerlo. No volverá a pasar.
Asentí, aceptando su disculpa.
—No soporto verte así, Abril. No me importa cómo suene, me importas —la miré, esperando una reacción negativa—. Quisiera que me dejaras ayudarte.
Secó sus húmedos ojos.
—Te contaré todo después, ahora no creo poder hacerlo.
Las luces de la biblioteca se apagaron, ya era hora de que la cerraran, y nosotros seguíamos adentro. Prendí la linterna de mi teléfono y nos alumbré el camino. Abril caminaba detrás de mí. Tomó mi mano y salimos juntos.
Afuera seguía lloviendo. Saqué mi paraguas y lo abrí.
—¿Vas a tu casa? —le pregunté.
—Sí, está a unas cuadras de aquí.
—¿Quieres que te acompañe?
Asintió y comencé a caminar siguiendo sus instrucciones. Nos refugiábamos bajo mi paraguas. Abril entrelazó su brazo con el mío. Su cuerpo estaba pegado al mío, podía escuchar su respiración.
Andábamos bajo la lluvia sin saber que el hilo rojo del destino ya nos tenía atados.
«Seguramente esta así por ese idiota de Julián», pensé, buscando el motivo por el cuál se había puesto así.
Llegamos a su casa y la acompañé hasta la puerta de su hogar. Abrió la puerta.
—Adiós, Martín. Muchas gracias por acompañarme —se soltó de mí y se dispuso a entrar.
—Abril —la llamé y ella se detuvo—. No entres por favor, tengo que decirte algo —me armé de valor.
—¿Sí? —volteó a verme y me puso atención.
Me quedé callado por un par de segundos, dudando si era correcto lo que iba a hacer, pensando si era el momento correcto. Mi corazón me decía que no había opción, pero mi cerebro me rogaba que saliera de ahí antes de que terminara lastimado.
—Me gustas —solté—. Muchísimo. De verdad. Cuando te veo, siento que no puedo hablar, que olvido como respirar. Desde aquel día que nos encontramos por accidente, no he podido dejar de pensar en ti. Trato todo el tiempo de sacarte de mi mente, pero no puedo—su pupila estaba dilatada y sus mejillas se habían encendido—. Estas semanas que nos hemos estado viendo, me he dado cuenta de que eres la persona más increíble que he conocido. No pudo pensar en otra persona con la que quiera compartir mi tiempo que no sea contigo. Contigo, tengo el valor para lo que sea y la confianza para mostrarme débil —mi sinceridad me sorprendió.
—También me gustas, Martín —confesó en voz baja—. Te veo y siento que llevo conociéndote de toda la vida.
No dudé. Dejé caer mi paraguas y me acerqué a ella. Tomé un mechón de su negro cabello, se lo puse detrás de su oreja, miré sus ojos a través de los cristales de sus lentes y decidí morir en su abismo. Acerqué mis labios a los suyos y la besé. Fue una experiencia casi espiritual.
Me separé de ella. El vaho de nuestros alientos se esfumó en el aire. La miré a los ojos y acaricié su rostro; su piel era tan suave que me sentía culpable tocándola.
—Nos vemos, Martín —entró a su casa y cerró la puerta.
No me importó regresar a casa empapado. Ya estaba, me había ilusionado.
Preparé la cena. Y más tarde, comí junto a mi padre. Estaba tan distraído, sin dejar de pensar en el beso, que no entendí una sola palabra de lo que hablamos esa noche.
Me acosté pensando si sería prudente o no hablar por teléfono con Abril. Decidí que lo haría. No podría dormir hasta escuchar su voz de nuevo. Contestó después de un par de tonos.
—Hola, Abril. Perdón por llamarte tan tarde —quise ser el primero en hablar.
—Hola... —susurró.
—Estaba pensando si mañana, en lugar de ir a la biblioteca podríamos salir a algún otro lado. ¿Qué te parece? —propuse entusiasmado.
La escuché caminar.
—No, Martín... —suplicó—. Lo que hicimos estuvo mal. No deberíamos vernos de nuevo —suspiró con pesar—. Me gustaría que olvidaras lo que pasó hoy, estaba confundida y no sé por qué actué así. Tengo novio...
—No lo quiero olvidar. No lo voy a hacer—declaré—. ¿Estás segura de lo que me estás pidiendo?
—Sí —enmudeció.
—Entonces así será.
Había estado en el cielo y había caído al infierno en el mismo día. Me había roto mi corazón. Lloré de nuevo, lamentándome por ser tan ingenuo y haberme ilusionado tan rápido.
Dormí pensando en lo que pudo ser, y que tal vez nunca sería.
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