«Amor nacido del odio»
Me habían enseñado que no había nada que no pudiera tener, que el mundo era mío y que así debía comportarme. Con tan mala crianza, terminé siendo una basura cuando me convertí en un joven. Era un apático imbécil sin empatía.
¿Cómo era mi vida en casa? Una mierda. Un padre ausente mujeriego al que nunca se le acaban las secretarias y una madre ciega por convicción, pero con mucho odio guardado, dispuesta siempre a liberarlo con todos, menos con su esposo.
Así fue, hasta que mamá se cansó de fingir y decidió cambiar de actitud, se decidió a hacerle probar todo lo que le había hecho sufrir. De pronto, la casa se llenó de las fiestas más locas y salvajes. Metía a los amigos de mi padre, a hombres interesados en ella, les daba alcohol, drogas y dejaba que las cosas siguieran su curso natural. Sabía que lo que más le dolía a mi padre era su reputación social, así que se encargó de destruirla ella misma.
Pero su fiesta no duró para siempre. En una de ellas, mientras estaba borracha y Dios sabe qué más, se cayó de las escaleras y nunca más pudo caminar. Terminó guardada en una de las habitaciones de la casa, sin poder moverse, sin poder hablar y vigilada todo el tiempo por un grupo de enfermeras.
Así comenzó mi juventud, con una madre silenciosa, un padre ausente hasta su muerte y una estúpida promesa de fortuna para mí. Hasta que llegó aquella joven que destruyó mi mundo.
Lo recuerdo muy bien. Aquel día estaba contratando más personal de limpieza y me estaba dedicando a evaluarlos para ver si eran aptos para el puesto. Por supuesto, humillándolos y descartándolos al menor error. Acaba de terminar de un entrevista cuando me la encontré husmeando en los libros del salón principal, era una joven más mayor que yo, con buen cuerpo, bronceada, de cabello largo castaño y con unos ojos marrones brillantes y gentiles.
—¿No trajiste uniforme? —pregunté, sorprendiéndola—. Eso ya son tres puntos menos.
—¿Estos son todos los libros? Pensé que su colección sería más interesante, no hay nada aquí que no haya conseguido en la biblioteca pública —comentó sin preocupación alguna y me mantuvo la mirada cada segundo que habló.
—¡¿Disculpa?!
—Tienes razón, ¡qué cosas estoy diciendo! —me miró de arriba abajo—. Se nota a leguas que no le has dado una hojeada a ninguno.
—¡¿Cómo te atreves?! —me acerqué y tomé su brazo con furia.
—¡Oye! —me dio un manotazo y se soltó de mí—. ¡No me toques!
Me puse rojo del coraje.
—¡Estás loca si así crees que vas a conseguir el puesto! —señalé a la puerta—. ¡Lárgate!
Se acercó a mí y me encaró.
—¡Yo no soy tu mascota para que me des órdenes!
—¡Ya estoy harto! —la empujé—. Lárgate de mi casa. Tú no llegas ni al nivel de las mascotas de esta casa —solté con odio.
Trató de abofetearme, pero alcancé a hacerme para atrás, y aun así, terminó cortándome la nariz con una de sus uñas. Comencé a sangrar.
—¡Sangre! —grité con horror.
La tomé con furia y la llevé hasta la pared. Estaba a punto de hacerle algo cuando mi padre entró.
—¡¿Qué demonios crees que haces imbécil?! —mi padre me apartó de ella.
—¿Qué hago? Esta... —las palabras se me trabaron—, esta fodonga, prole desubicada, ¡me atacó!
Me tomó de la camisa con violencia y me arrastró hasta el otro lado del salón.
—Esa, a la que tu llamas fodonga, es mi invitada de honor —explicó con hartazgo y me soltó—. Es la hija de una vieja amiga. Va a comenzar a estudiar en la universidad de la ciudad y yo le prometí a su madre ayudarle, así que se va a estar quedando con nosotros por un largo tiempo, así que, ¡acostúmbrate!
—¿Invitada...? —me quedé estupefacto.
—No quiero enterarme que la trates mal —amenazó y se alejó de mí.
Se reunió con aquella joven. Yo me quedé paralizado de la sorpresa.
—Vera, por favor, perdónalo por ser tan imbécil. Ven, te voy a mostrar tu habitación y la casa. Sígueme.
Comenzaron a subir por la escalera. Vera caminaba detrás de él y no perdió la oportunidad de sacarme la lengua mientras desaparecía por los escalones.
Con Vera ahí, y mi padre pendiente de ella, mi reinado en esa casa estaba terminado.
A partir de ese día, comencé a verla diario, y por desgracia, su presencia no era algo que se pudiera ignorar. La odiaba. Odiaba la forma tan altanera con la que se dirigía hacia mí, la forma en la que me ignoraba y en la que siempre conseguía hacerme enojar.
Yo no le agradaba, y a mí, ella, tampoco. Y fue hasta que terminó su primer año de universidad, durante las vacaciones donde las cosas comenzaron a cambiar.
Recuerdo que hacía un calor infernal y no podía salir de la casa. Papá no estaba, pero ella seguía adueñándose de la casa, para variar. No podía estar en la biblioteca o la sala de televisión porque sabía que me la encontraría ahí, y seguramente buscaría iniciar una pelea conmigo.
Entonces, después de estar dando vueltas por la casa, me encontré frente al cuarto de mamá, desde que la habían encerrado en esa habitación no la había ido a visitar, ni una sola vez. Quería entrar y verla, pero también me daba mucho miedo con lo que me fuera a encontrar. Sin pensarlo, giré el picaporte y entré.
La habitación estaba a oscuras, todas las ventanas estaban tapadas con pesadas cortinas que no dejaban pasar la luz del sol. El olor a medicina y alcohol era penetrante. En el centro de todo, acostada bocarriba, sin sábanas para cubrir su cuerpo, estaba mi madre mirando hacia el techo.
Me acerqué con cautela, conteniendo la respiración. La madre que recordaba ya no estaba, en su lugar, había quedado una mujer arrugada, canosa y sin luz en los ojos. Entonces, mientras la observaba, sus ojos se movieron y se posaron en mí. Era el primer contacto visual que teníamos después de tantos años.
—Mamá, soy yo, Nil, tu hijo —pronuncié con voz temblorosa—. ¿Cómo estás?
No me respondió, pero sus ojos se pusieron en blanco, sus manos se engarrotaron y un sonido gutural salió de su garganta. Los aparatos médicos a su alrededor comenzaron a soltar alarmas y entraron enfermeros corriendo a la habitación.
Antes de ver qué era lo que le pasaba o hablar con sus cuidadores, salí corriendo de la habitación y no me detuve hasta que llegué a la mitad del salón principal. Entonces me derrumbé y comencé a llorar sin poder controlarme.
Estaba ensimismado en mis pensamientos, en los reproches que yo mismo me hacía, cuando su voz me sacó del trance.
—Mi madre murió asesinada... —dijo con voz temblorosa—, y no sabes todo lo que haría por poder pasar solo un minuto más con ella y abrazarla.
Me quité las manos del rostro y la miré a la cara, no estaba queriendo hacerme enojar como siempre, lo pude notar, me estaba hablando desde el corazón.
—No necesito tus consejos —gruñí.
—Tu madre está ahí sola, a solo una puerta de distancia. No la dejes morir sola.
—¡A ti qué te importa! —me levanté furioso y me fui.
Las cosas no cambiaron entre nosotros, yo la seguí evitando hasta que acabaron las vacaciones, pero sus palabras se quedaron conmigo desde entonces, me atormentaban. Sin decírselo, comencé a visitar a mi madre.
Meses después, cuando la navidad se acercaba, planeaba la fiesta de mi cumpleaños. Cada año me iba de fiesta con mis amigos, pero esta vez planeaba hacer la reunión en mi casa para más personas. Planeé todo hasta el mínimo detalle, quería que ese fuera un día inolvidable para mí y mis invitados. Me había encargado de que toda la escuela recibiera una invitación.
Cuando llegó el día, me desperté temprano y repasé que todo estuviera listo, supervisé personalmente que no hubiera nada que no estuviera perfecto. Pasé toda la tarde arreglándome y bajé cuando cayó al sol a esperar la llegada de mis invitados.
Entonces la escuché bajar de las escaleras. Vera bajaba y estaba preciosa, lucía un elegante vestido rojo entallado, su cabello estaba recogido y su maquillaje estaba perfecto. Caminó hacia la salida, pasando de mí como si no existiera.
—¿A dónde vas? —pregunté.
—¿A ti qué te interesa? —dijo sin voltear a verme—. Con permiso de nadie, me voy —anunció y salió.
Y aunque ya era hora de que los invitados llegaran, ninguno de ellos apareció. Vestido con uno de mis mejores trajes, esperé hasta el cansancio para que una maldita alma se presentara, pero nadie lo hizo. Destrozado por la vergüenza, me senté en las escaleras y comencé a beber solo.
¿Qué clase de mierda de persona era para que, ni el alcohol gratis, hubiera atraído a unos cuantos infelices? Estaba solo, no tenía amigos y yo me lo había ganado. Sabía que era un ser despreciable y que debía de morir solo.
Tomé la botella medio vacía y subí tambaleándome por las escaleras hasta mi habitaciones. Entonces me di cuenta de que había un regalo envuelto sobre mi cama. Dejé el alcohol sobre el buró y tomé el presente entre mis manos. Era de Vera. Quité la envoltura con una enorme sonrisa entre mis labios y me di cuenta de que era un libro. Mi único regalo de cumpleaños y había sido de ella. Me senté en la cama y comencé a llorar abrazado de mi regalo.
Me tomé lo que quedaba de la botella, y aún con lágrimas en los ojos, me acosté en la cama y me puse a dormir.
Más noche, en la madrugada, me desperté al escuchar golpes y cosas rompiéndose afuera. Ya menos borracho, bajé a ver qué era lo que estaba pasando.
En el salón principal estaba Vera, lanzándole platos y vasos a un hombre. Estaba furiosa.
—¡¿Por qué me seguiste hasta acá?! ¡Te dije que ya no te quería ver jamás! —gritaba mientras seguía lanzando cosas.
—Quiero explicarte, no es lo que crees —el hombre trataba de explicarse mientras esquivaba sus proyectiles.
Observaba todo desde el barandal de las escaleras en el segundo piso.
—¡No hay nada qué explicar! ¡Yo te vi!
—Por favor, mi vida... —se acercó a ella, pero Vera se alejó—. ¿Qué hay de todos los planes que habíamos soñado juntos?
—Todos y cada uno de ellos, puedes metértelos por el culo.
El hombre exclamó escandalizado.
—¿Así vas a querer que sean las cosas? —dijo enojado y comenzó a caminar hacia ella.
Entonces, antes de que las cosas se hicieran más grandes, tuve que renunciar a mi escondite y bajé para unirme a ellos en el salón.
—¡¿No escuchaste?! —grité mientras bajaba por las escaleras—. Quiere que te vayas.
—¿Y ese quién es? —preguntó en tono de reproche a Vera.
—El dueño de la casa, y quiero que te vayas ya y no la vuelvas a molestar jamás.
El tipo me sostuvo la mirada.
—Es tu última oportunidad, Vera. Me voy a ir y no volveré jamás —dijo orgulloso.
—¡Me importa una mierda! Vete y nunca vuelvas.
Con la cola entre las patas, nos dio la espalda y salió de la casa.
Me acerqué a Vera, una vez que se había ido el fulano, el enojo de su rostro había sido sustituido por tristeza. Se limpió las lágrimas con vergüenza.
—Necesito un trago —fingió una sonrisa y se acercó a la mesa en donde había dispuesto todo para la fiesta.
Me quedé ahí parado, paralizado, sin poder expresarle lo agradecido que estaba con ella, y lo preocupado que me sentía por sus lágrimas. Me daba vergüenza dejar salir mis sentimientos, una parte de mí quería volverlos a enmascarar con hostilidad y desinterés.
La vi tomarse de un trago todo el alcohol y servirse de nuevo.
—¿Quieres? —volteó a verme—. No me gusta tomar sola, no quiero convertirme en una alcohólica.
Asentí. La observé tomar otro vaso y servirme. Junté todo mi valor en la lengua y me preparé para soltarlo al aire.
—Gracias por mi regalo —solté por fin.
Me extendió mi vaso y lo recibí.
—¿Lo encontraste? Pensé que lo perderías entre la montaña de regalos que hoy te dejarían.
—¿Te estás burlando de mí? —solté enojado.
—Para nada. Solo pensé que mi insignificante regalo no sería nada para alguien que ya tiene todo.
Miré con vergüenza mi trago.
—No hay nada con qué compararse... —señalé la mesa—. ¿No te diste cuenta? Todo está igual que cuando te fuiste. No vino nadie... No tengo a nadie...
Chocó su vaso contra el mío y bebimos nuestros tragos hasta el fondo.
—¿No crees que te lo mereces? ¿No te das cuenta cómo tratas a la gente? —dijo ella.
—Lo sé...
Caminó hasta el tocadiscos y puso uno de los discos que siempre escuchaba.
—¿Bailamos? —extendió su mano.
—No sé bailar.
—No importa.
Tomé su mano por primera vez y comencé a moverme con ella. Me sentía más torpe y tieso que un muñeco maniquí. Sus manos eran suaves y frías, sus dedos eran delgados y frágiles, pero su agarré era fuerte.
—No mires mis pies —me ordenó—. Solo sígueme el ritmo y déjate llevar.
Mis manos comenzaron a sudar, no sabía hacia dónde mirar. ¿Hacia la pared? ¿Hacia sus hombros descubiertos? ¿A sus ojos?
—¿Qué fue lo que pasó? Jamás te había visto tan enojada.
—Tenía una cita con él, se suponía que llevábamos meses saliendo —suspiró—, pero hoy lo encontré besándose con otra.
—Tienes buena puntería —bromeé—. Espero nunca hacerte enojar tanto para que me lances cosas así.
Rio.
—Nil.
—¿Qué?
—¿Por qué rehúyes de mi mirada?
—No lo sé, es raro.
Dejó de bailar.
—Mírame.
Sin rechistar, quité mi vista de sus hombros, la deslicé por sus clavículas, la subí por su cuello y la llevé hasta sus labios, para, al fin, posarlos sobre sus ojos marrones. Jamás les había puesto tanta atención.
La vi llevar sus ojos hasta mis labios. Seguía tomándola de la cintura con una mano, permanecía entrelazándola la otra con la suya. Mis manos sudaban y mi corazón quería salir de mi pecho.
Dejé de resistirme y miré de nuevo sus labios.
Entonces, antes de que pudiéramos seguir, por la puerta principal entró mi padre. Nos separamos de inmediato, pero era muy tarde, ya nos había visto. Nos miró con detenimiento mientras caminaba hacia nosotros en silencio.
—Tú —me señaló—. Vamos arriba.
Sin mirarla de nuevo, lo seguí con paso lento hasta su oficina. Cuando entramos, cerró la puerta con seguro.
—¿Qué demonios fue eso? ¿Me puedes explicar lo que encontré al llegar? —me preguntó al sentarse frente a su escritorio.
—Solo estábamos bailando, ya sabes, era mi cumpleaños...
—¡No me quieras ver la cara de estúpido! —golpeó la mesa y se levantó—. No quiero que te involucres de esa manera con nuestra invitada. ¿Oíste?
—Entendido, señor.
Se volvió a sentar
—Ya vete.
A partir de esa noche las cosas cambiaron entre nosotros, las peleas disminuyeron y comenzamos a pasar cada vez más tiempo juntos, dentro de la casa y afuera también. Comenzábamos a abrirnos más hacia el otro.
Entonces, meses más tarde, una noche, mientras la ayudaba a estudiar, la besé por primera vez y ella me correspondió.
Comenzamos una relación de noviazgo secreta, y pronto todo dejó de ser un juego de jóvenes para convertirse en el sueño imposible de dos adultos. Teníamos que ocultarnos de mi padre, pero ya comenzábamos a planear la manera en la que podríamos seguir con nuestra relación aunque él se opusiera.
No pensábamos quedarnos en la casa y mantener todo oculto para siempre, así que pusimos el término de nuestra universidad como fecha límite. Fue en esa época, después de nuestra graduación, cuando Vera resultó embarazada.
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