I - La Fuga
"Nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel, por su origen o aún por su religión. Para odiar, las personas necesitan aprender, y se pueden aprender a odiar, pueden ser enseñadas a amar."
Nelson Mandela
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Enero de 1946
Después de la segunda guerra mundial, una tempestad de hielo asolaba el norte de Alemania. Aquella noche, Abelard Reines cruzaba la frontera con su esposa y el hijo pre adolescente, Franz. Su intención era dejar a su familia segura. El tiempo corría contra él porque los Aliados estaban buscando a personas que tuvieran conexión con el mal que asoló al mundo.
— ¿Estás seguro, querido, de que es una buena idea salir del país ahora?
— ¿No estás viendo, Heidi, que Alemania está en pedazos? Todo cayó en manos de los Aliados. El sueño acabó... ¡Mi padre está muerto!
— Pero, querido... ¿Cómo alguien imaginó que aquel plan descabellado saldría bien? Las personas son iguales y eso no podría llegar lejos. Los animales cuidan mejor de sus grupos que los seres humanos hicieron aquí en nuestro país. Alguien intervendría, ¡está claro! Cada individuo que nace en este mundo debe ser respetado. Todos tienen familia, sentimientos, trabajo, así como cultura y religión. Nadie tiene el derecho de creerse mejor que el otro.
— Tú con tus ideas de igualdad y libertad – comentó él con desprecio. – Mi padre siempre me enseñó que eso son tonterías.
— Tal vez por eso te abandonó... por las tonterías en las que él creía.
— ¡No quiero oír sobre eso nuevamente! Tú sabes que no tenía tiempo para mí. Y se él te oyera hablar así, mandaría a los soldados fusilarte, tal vez conmigo junto y nuestro hijo.
— Él sería bien capaz de eso mismo, pero ahora está muerto. Se suicidó cobardemente con miedo de enfrentar el juicio de aquellos que lucharon contra las atrocidades que cometió. No me gusta ni acordarme de lo que fue hecho con los niños en los campos de concentración.
Heidi cogió un pañuelo que siempre llevaba en el bolsillo para secarse las lágrimas que resbalaron de sus ojos. Recordó el mal que había sido hecho durante aquel periodo tenebroso que ella intentaba olvidar, pero era imposible. Al pensar en lo que el mundo viviera hasta allí, ella oyó los gritos de terror de las almas que ardían en las llamas o se ahogaban con la falta de aire en las cámaras de gas. Otros inocentes que sentían las perforaciones de balas de fuego ávidas por encontrar su camino en las manos de sus verdugos, el olor metálico de la sangre derramada, y el hambre que exponía los huesos en la falta de ropas de abrigo para calentarse en el frío congelante del invierno.
Franz escuchaba las discusiones constantes de sus padres sobre el asunto controvertido y se quedaba lleno de dudas. Adolescente como era se sentía perdido en cuanto hacia qué lado se decantarían sus elecciones.
— Está bien, Abelard. Somos una familia e incluso no concordando con esas ideas atroces, vamos contigo adonde quiera que sea.
Continuaban la caminata bajo la tempestad llevando algunas ropas y provisiones. En el bolsillo, el dinero que él ganara en la fábrica de lámparas, donde antes era operario. Además de eso, sólo el recelo y la esperanza por los cambios que la humanidad estaba experimentando en aquella época.
La nieve caía mientras huían, en la esperanza de encontrar un refugio para pasar la noche. Los abrigos que el niño y la mujer usaban parecían ser poco frente a los copos de nieve que caían. Con pocos recursos, Abelard vestía un guardapolvo bien forrado... los dedos ya se le habían endurecido, ya que el único par de guantes disponible estaba en las manos del niño.
Necesitaban encontrar un lugar donde estuvieran seguros, ya que, acabada la segunda guerra, Reines y su familia tuvieron que dejar la casa, el empleo, los amigos y todos los sueños en Alemania. Temía que fueran presos por los Aliados.
***
Después de recibir posada en casa de una tía abuela de la esposa, consiguieron llegar a Stuttgart. Allá un amigo fiel les proporcionó documentos falsos para que pudieran cruzar la frontera y llegar a Francia.
— ¿Cuánto tiempo hace que no nos vemos, Abelard? Si no me equivoco, desde la época en que servimos en el ejército – ponían el asunto en día, sentados en la sala, un poco antes de partir.
Las esposas fueron a la cocina, mientras Franz fue a dormir un poco.
— ¡Buenos tiempos aquellos! Una pena que tuve que salir para cuidar a mi familia. A mi padre no le gustó la idea, quería que yo asumiera un cargo de confianza en el partido, pero como sabes, ni siquiera me reconocía como hijo. Fue mi madre quien se interpuso entre nosotros: le pidió que me dejara vivir con mi familia en paz. Y sus pedidos eran como una orden para él, aunque viviera con Eva.
— Ahora todo acabó... — Dijo el hombre, desconsolado. – Resta la reconstrucción del país. Pero tú no puedes quedarte aquí. Tienes que irte antes de que los enemigos sepan que eres un hijo bastardo del Führer.
— Me voy, sí. Llevaré a mi familia lejos de aquí y les daré un hogar decente. No será aquí donde lo conseguiré, porque ni empleo tengo. Si mi parentesco es revelado, todos aquellos que me odian intentarán perjudicarme. Es hasta extraño: aquellos que lucharon contra los prejuicios de mi padre, también pueden convertirse en prejuiciosos. Las ideas parecen contagiosas.
— Pero, tú tienes ideas parecidas a las de tu padre.
— Asumo que si el Eje hubiera vencido, todos estarían bajo nuestros pies.
— El mundo ha cambiado y no hay más sitio para colonización. Son muchos países, culturas, ideas. Creo que ya es hora de respetar a los demás más que dominarles y empezar una era de paz entre los pueblos.
— ¿Te has hecho pastor de alguna iglesia, Gerard? Antiguamente, pensabas de otra manera, bien parecida a la mía – él rio de forma sarcástica.
— Siempre hay tiempo para cambiar. Tú también puedes...
— Te agradezco por el favor que me has hecho, arreglándonos los documentos para viajar, pero por favor, no me vengas con sermones, porque no quiero cambiar. Sólo voy a huir de este lugar lo más rápido posible con mi familia. ¡Quién sabe nos veremos un día!
— ¿Adónde pretendes ir, amigo?
— Estoy pensando en algún país de América Latina, tal vez Brasil.
— Entonces, me resta desearte buen viaje. Ve en paz. Quién sabe allí encontrarás la igualdad de la que te hablé.
— Tú estás de broma. No existe eso en el mundo, hablando de nuevo en ese asunto...
Después de alimentarse y descansar un poco los amigos se despidieron:
— Ve con Dios, Abelard. ¡Buena suerte y que tengas un buen viaje!
— Gracias por los documentos y provisiones. Si un día vas a Brasil, espero que nos visites. Te enviaré una carta así que encuentre un empleo y nos instalemos por allá. ¡Adiós, Gerard!
Las mujeres se despidieron después de conversar bastante sobre los motivos de la fuga. Ellas pensaban de manera parecida y juraron luchar por un mundo mejor y más digno para criar a sus hijos.
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