VIII - Antímez (Pt.2)
Aquel día fue un gran día para Ereas, uno como aquellos que había tenido hacía mucho. Para empezar, el príncipe Solari le había hecho llevar un exquisito desayuno en base a yogurt, frutos secos y una mezcla de berries con galletas de avena de muy buen sabor. Ereas consideró el desayuno un tanto ligero, pero los elfos no estaban acostumbrados a la glotonería ni al desperdicio y de cierta forma esperaban que sus invitados se comportasen como ellos, por lo que prefirió no quejarse. Después del desayuno partieron.
Y así fue como Ereas, príncipe de Drogón, llegó a conocer a Solari, príncipe de Antímez, un muchacho que siempre tenía una palabra amable en la boca, que siempre veía lo bueno de las cosas y que a pesar de su alta alcurnia era humilde y sencillo, amante de la vida y la alegría, además de conocedor de las más bellas canciones y poseedor de una fe admirable, una que Ereas difícilmente volvió a hallar, sintió al elfo como un oasis en medio del desierto, un oasis rebosante de agua viva.
Al primer lugar donde acudieron después de dejar del palacio fue al Gran templo de adoración al Dios Thal, o como comúnmente lo llamaban "el templo de las nubes", debido a que llegaba tan alto que superaba al mismo palacio y parecía perderse en la inmensidad del cielo, aquel templo era maravilloso, mucho más pequeño que el de Tormena, pero inmensamente más hermoso, eficientemente construido y plagado de prolijos e incontables detalles que ningún otro templo poseía. Contaba con tres fachadas, que al igual que las puertas de Antímez evocaban a los astros, la fachada del sol, la fachada de la luna y la fachada de las estrellas. Dentro del templo habían cinco estructuras principales, la cabecera del templo, situada en la parte alta y apuntando al este, la cual era de forma semicircular y con dos amplias escaleras de caracol a ambos lados que conducían directo al altar, el cual estaba a cielo raso para poder apreciar la belleza del sol por las mañanas y las estrellas y la luna por la noche -los elfos, así como los humanos y enanos, no adoraban imágenes. Thal era un dios espiritual y omnipresente, y como tal dirigían sus plegarias al cielo-. Después y conectándose directamente con el altar a través de las escaleras de caracol, se encontraba una nave transversal, la cual poseía hermosas imágenes de oro, plata y piedras preciosas sobre sus paredes, las cuales representaban todos aquellos atributos divinos que el dios Thal les comunicaba; como principal se encontraba el amor, representado en un bello corazón iluminado y envuelto en un aura angelical; luego se encontraba el conocimiento, representado en una especie de libro milenario; le seguía la bondad, una afable mano extendida; la justicia, una balanza; la verdad, un luminoso espejo; la soberanía, una corona; la voluntad, un haz de luz; y la santidad, una radiante y blanca paloma. Al lado de la nave transversal, estaba la nave principal que conectaba directamente con la fachada del sol, y ambas sostenían siete torres circulares, las más altas de toda Antímez. Cada torre estaba provista de un sinnúmero de trabajados detalles y cada una poseía su propio nombre, estaba Dasai, Onfelimid, Fintuvid, Dubasilud, Anfontibá, Omniprosivá y Fiscinsibá. Las cuales traducidas a lenguaje humano resultaban ser aseidad, inmutabilidad, infinitud, simplicidad, omnipotencia, omnipresencia y omnisciencia respectivamente. Todas cualidades divinas exclusivas del dios Thal y que lo separaban de cualquier mortal. Finalmente y alrededor de las naves se hallaban las últimas dos estructuras restantes, una compuesta por varios salones y otra por pasillos de comunicación entre las fachadas, los salones y el altar.
Cuando Ereas llegó al templo quedó anonadado por la belleza de este, el príncipe Solari lo había conducido a través de un portal, pero aun así tuvo la oportunidad de contemplar brevemente sus fachadas. Una vez adentro el príncipe elfo lo condujo a través de un pasillo directo al altar. En el ambiente reinaba una enorme paz y tranquilidad que a Ereas le produjeron una agradable sensación de seguridad y bienestar, y aunque la gran mayoría de los elfos acostumbraba a hacer sus plegarias a primera hora de la mañana, aun había algunos pocos rezagados entrando y saliendo del templo.
Dentro de la sociedad de los elfos era muy importante la adoración y el cumplimiento de las directrices de Thal, así como la búsqueda de la armonía y el conocimiento de sus caminos y su creación. Éstos adoraban a un solo dios y era algo que aprendían desde su más tierna infancia, por lo que dados a su rectitud y tendencia natural a la bondad eran pocos los que se salían del camino. Debido a esto, y a la gran importancia que la cultura élfica le atribuía a Thal, muchos de los elfos habían decidido dedicarse a su exclusiva adoración, asunto que podía ser parcial o permanente, según ellos decidiesen. Esto era un asunto de orgullo y gran estima dentro de la sociedad, por lo que siempre solían haber innumerables voluntarios para ocupar dichas vacantes, muchos ávidos de aprender e interiorizarse en los caminos de sus dios, otros motivados por el gran interés que suponía el aprender a hacer uso de la magia, enseñanzas reservadas exclusivamente para los puros y rectos de corazón que decidieran dedicarle el resto de su vida a Thal como uno de sus sacerdotes en el templo, prestigiosos y respetados puestos que suponía el sacrificio de una vida entera de entrega. Camino que uno de los hijos de Volundir, el príncipe Asael, el mellizo, había decidido tomar hacía ya varios años atrás, perdiendo de esta forma su elevada posición de príncipe y sus privilegios como tal, para llegar a ser un simple aprendiz de sacerdote, asunto que le había sido complejo, pero que le había dado el respeto y la admiración de su padre, de sus hermanos y de los demás elfos de Antímez.
Cuando llegaron al altar principal ya no había nadie, estaba completamente solitario y pudieron apreciar la magnificencia de la tierra de Antímez, el cielo estaba completamente despejado y radiante, ni una nube empañaba su esplendor. Allá lejos se veían las montañas de Éferon, cuna de los enanos y también las torres altas de Cor, ciudad de los elfos del norte, característicos por su cabello plateado; también estaba el rio Elférico que se perdía por los bosques mágicos de Valahall en su largo camino hasta la ciudad de Elférica. Ereas aún no daba crédito a sus ojos, a ratos aquello le parecía tan sólo un mero acto de ilusionismo.
Mientras Ereas contemplaba la maravillosa tierra desde la parte alta del templo, Solari llevó una de sus rodillas al suelo y bajando la vista en señal de sumisión recitó en voz baja sus primeras plegarias de la mañana. Ereas se sintió un poco incómodo, pero diligente hizo el mismo ademán de Solari en señal de respeto, sin embargo, sus labios quedaron sellados, no pronunció ninguna plegaria.
—¿No oras? —preguntó Solari extrañado una vez que finalizó sus propias oraciones.
—No... eeeeh... ¡Digo sí! —se corrigió Ereas algo confuso— ¡Es sólo que no creo que ahora sea el momento! —respondió fríamente.
—¿Por qué no? —preguntó Solari curioso— Acabas de realizar un arriesgado y difícil viaje hasta nosotros ¿Qué mejor que encomendarte al infinito amor de nuestro Dios para que guíe tus pasos durante tu regreso?
Ereas intentó dilucidar por un momento si le estaba diciendo aquello como reprimenda o una simple sugerencia, sin embargo, le costó comprender el propósito de sus palabras, el mago le había hablado de la gran importancia que le atribuían los elfos a Thal, por lo que no le pareció nada sensato intentar explicarle los motivos de porque prefería ahorrarse oraciones, después de todo ni él los comprendía del todo.
—Es sólo que... —dijo Ereas dejando la frase en el aire incapaz de hallar la forma adecuada de expresarse, sentía que Solari era alguien en quien podía confiar, pero aun así no encontró palabras que no ofendieran o que evitasen parecer un ataque sin sentido a las arraigadas creencias del elfo. El príncipe pareció leerle la mente.
—No te preocupes —le dijo esbozando una amorosa sonrisa— Puedes confiar en mí ¡No me corresponde juzgar tus palabras!
Ereas dudó un instante pensativo, pero había una profunda honestidad en las palabras de Solari, una honestidad difícil de hallar.
—Hace tiempo que no oro —dijo finalmente cabizbajo, se sintió avergonzado y de cierta manera culpable.
Solari continuo impertérrito y al contrario de lo que había pensado Ereas pareció no ver ninguna gravedad en ello.
—A todos nos ha llegado a pasar alguna vez —dijo sin dejar de sonreírle— ¡No es algo de lo que tengas que avergonzarte! Si no deseas orar por ahora ¡No lo hagas simplemente! No puedes obligarte a hacer algo que no quieres ¡A Thal eso no le gusta! ¡Sólo recuerda que él es paciente y que siempre estará ahí cuando lo necesites! .—Sin embargo, ese era el problema, Ereas sentía que Thal, aquel dios que le habían enseñado a adorar desde su más tierna infancia, le había fallado. Como explicar el profundo dolor que le había significado ver a su familia asesinada frente a sus ojos, como explicar que lo había perdido todo, sus terribles días en el pantano o las espantosas pesadillas que lo acechaban cada noche "¿Dónde estaba Thal? -se preguntaba- ¿en algún lugar del firmamento ignorando sus desgracias? ¿limitándose a ser un mero espectador de sus miserias?" No lo sabía, pero estaba cansado de preguntárselo, de rogarle por ayuda que no llegaba, de rogarle que calmara un dolor que no cesaba. Ereas estaba furioso, esa era la verdad, furioso y cansado de ser ignorado por aquel dios, pero a la vez aquello le causaba tristeza, una tristeza indescriptible que le había abierto una herida tan profunda que parecía que jamás sanaría, "¿Cómo explicarle todo aquello a Solari? ¿Cómo?"
De pronto una pequeña chispa de luz voló veloz a través del altar encendiendo sorpresivamente las antorchas, sacando a Ereas de aquellos incómodos pensamientos. El gorgo y el elfo giraron sus cabezas sorprendidos.
—¡Asael! —exclamó Solari alegremente— ¿Cómo estas hermano? ¡Vas a tener que enseñarme a hacer eso algún día!
—¿Da divis bu'ny e-vilin vackhaller? —preguntó Asael con extrañeza, vestía una especie de túnica gris, bastante similar a la del mago, que le cubría hasta los pies. Estaba hablando idioma élfico, Ereas fue incapaz de entender una palabra.
— ¡Estamos con un invitado! —le dijo Solari— ¡Guarda nuestro idioma para otra ocasión!
—Disculpa mi imprudencia, hermano —dijo Asael con simpatía— Tenía entendido que los gorgos eran capaces de hablar cualquier idioma ¡Incluso el de los animales! ¿O me equivoco? —preguntó a Ereas, quien se sorprendió tanto como Solari de oír aquello.
—La verdad es que yo noooo... —respondió Ereas pensativo. Que él supiese no sabía hablar otro idioma que no se el Antiguo y tampoco se veía hablando con animales como algún vagabundo loco de por ahí.
—¡Vaya! —exclamó Asael pensativo— Probablemente los viejos anales estén equivocados respecto a ello, en fin... encantado de conocerte Ereas. Últimamente se ha hablado bastante de ti ¡Es un verdadero placer conocer al último miembro de una raza tan prodigiosa como la tuya! —dijo haciendo una elegante reverencia, la que acompañó de una afable sonrisa. Ereas se sorprendió ante su tan halagadora amabilidad— ¡Soy Asael! —añadió— Devoto servidor de nuestro Valuni Valunyir, aprendiz de sacerdote, hijo de Volundir y lamentablemente... —dijo cambiando repentinamente su serio discurso— ...hermano de ésto que tenemos aquí al lado .—señaló risueñamente a Solari, él que lo miró estupefacto.
—Ja ja ja —rió Solari— ¡Creo que él que debería lamentarse aquí soy yo! —dijo entre risas.
Naturalmente lo último que había dicho Asael era una simple broma, el cariño y confianza que se tenían ambos hermanos era tan grande que rompía toda barrera del buen comportamiento. Ereas no pudo evitar reír con ellos, los dos príncipes hacían un dúo bastante agradable.
Cuando se marcharon del templo, lo hicieron a través de la fachada de la Luna. Asael los acompaño todo el camino con alegres conversaciones, despidiendo a ambos con un cálido y afectuoso abrazo. A pesar de tenerse un inmenso cariño y vivir relativamente cerca, Asael y Solari no solían verse muy a menudo, pues por lo general Asael, como aprendiz de sacerdote, se veía bastante atareado en las labores e instrucciones que su maestro solía asignarle, por lo que tenía escaso tiempo para otras actividades. Solari por su parte, pasaba la mayor parte de sus días en el palacio, recibiendo la estricta y obligatoria educación establecida por la cultura élfica, así como compartiendo juegos y aventuras con sus amigos, por lo que aquel encuentro había sido bastante sorpresivo y reconfortante para ambos.
Afuera del templo y frente a la fachada de la Luna, Solari había quedado en reunirse con Evitha, una joven y simpática elfa plebeya de su misma edad, la cual los había estado esperando ansiosamente para conocer a Ereas y acompañarlos a recorrer la ciudad. Solari por su parte, estaba ansioso por presentársela al gorgo, a quien le aseguró que se llevarían muy bien, por lo que cuando Ereas por fin la conoció no pudo evitar sentir una gran simpatía por ella. Evitha era precisamente como se la había descrito el príncipe, una elfa agradable, alegre, generosa, complaciente y enormemente simpática, sin embargo, aunque tenía los rasgos típicos de su raza no era tan agraciada físicamente como el común. Provenía de una de las familias más sencillas de Antímez, cosa que naturalmente a Solari lo tenía sin cuidado. Para Ereas fueron tan evidentes los sentimientos de la chica hacia Solari que aquella tarde llegó a sentirse muchas veces incomodo junto a ellos.
El príncipe Solari era extremadamente sociable, conocía a muchos elfos y casi todos lo consideraban su mejor amigo, sin embargo, para él sólo existía una mejor amiga y esa era Evitha, juntos habían compartido todas sus aventuras y andanzas, una vez incluso habían intentado viajar a la ciudad de Cor por cuenta propia y sin dar aviso alguno a sus padres, lo que les había significado una fuerte reprimenda a Evitha y un duro castigo a Solari. El rey Volundir tenía una extraña manera de querer a Solari y era algo de lo que muchos se daban cuenta. El joven príncipe era el menor de sus hijos, el último en nacer de su esposa Gadiela antes de su muerte, por lo que la razón de su extraña y ausente relación con el más pequeño de sus hijos era una historia que se remontaba muchos años atrás y era la respuesta a muchas interrogantes para aquellos que no conocían realmente al rey elfo.
Todo había comenzado en la juventud de Volundir, hacía ya cientos de años. Cuando Volundir había ascendido al poder necesitó una reina con quien gobernar y aquella reina había sido Gadiela, hermosa elfa de cabellos dorados, nativa de la ciudad de Cor. Volundir la había amado desde el primer momento en que la había visto y aquel amor le fue correspondido. Ambos vivieron siglos de prospera felicidad en los cuales Gadiela había dado a luz a la reconocida descendencia del rey; estaba Siniestro, el primogénito, heredero del trono y el hijo más amado de Volundir; después estaba Gabriel, el agradable elfo de cabello dorado que había recibido a Eguaz y los suyos frente a las puertas de Antímez; luego había nacido Thara y Asael, los mellizos. Thara había sido dada en matrimonio a Sibaris, elfo gobernante de Elférica, y Asael se había dedicado al sacerdocio; luego estaba Othila, el ocioso; Mina, su segunda hija y Raziel, quienes extrañamente habían nacido no muchos años después de los mellizos, lo que había significado un inusual desgaste en la salud de la reina y que más tarde, al quedar encinta una vez más le había significado la muerte en medio del parto, dejando tan sólo su recuerdo, al recién nacido Solari y a un desconsolado y resentido Volundir, quien en su angustia había rasgado su ropaje desesperado, privándose de alimento por semanas, le había guardado luto por casi diez años y más tarde cuando por fin tubo la fuerza para ver al muchachito no lo soportó, su carita risueña, así como su largo y dorado cabello le recordaron demasiado a su amada y ya habiendo desarrollado de antemano un fuerte desapego hacia él, lo apartó de su vista encargándoselo al viejo maestro User para sus cuidados y educación, de cierta forma veía al muchacho como el culpable de la muerte de Gadiela y esa idea no la pudo soportar.
Dentro de la sociedad de los elfos Gadiela había sido una rara excepción, pues aunque los elfos vivían más de seiscientos años, sus ciclos de fertilidad eran reducidos y las gestaciones muy largas, debido a esto la gran mayoría de los elfos solía tener de tres a cinco hijos a lo largo de su vida como máximo, sin embargo, Gadiela había tenido ocho, por lo que había padecido algo que ellos llamaban "síndrome de los Dayuni", o síndrome de los humanos, debido al gran número de hijos que esta especie, pese a su baja esperanza de vida, solía tener.
Cuando Solari creció, Volundir quiso instruirlo en el uso de las armas y la guerra, pues deseó que el niño se convirtiera en un comandante militar para honrar de alguna forma la memoria de su esposa y a la vez, hacer algo con aquellos complejos sentimientos que le impedían amarlo como debía, sin embargo, Solari nunca había aprendido realmente y el mismo maestro User, en su sabiduría, le recomendó que no lo forzara, el niño no había nacido para la guerra. Volundir, aun cegado por su dolor, se había negado a escucharlo, quería borrar para siempre aquella imagen de Gadiela que el muchacho tenía y que tanto le hacía sufrir, pero no pudo, Solari al igual que su madre había desarrollado un gran interés y talento hacia la música, el baile, la poesía y la literatura, interés que Volundir fue incapaz de eliminar, lo que lo molestó tremendamente. No obstante, al final debió resignarse y cediendo a la constante petición del maestro User lo devolvió a sus manos. Fue entonces cuando se terminó olvidando casi por completo de su existencia, su hijo le era un completo extraño y para Solari su padre le era un extraño también, lo quería y respetaba profundamente, pero nunca había logrado explicarse la tan evidente distancia que le profesaba, y la verdad era que con el tiempo había dejado de pensar en ello. Su apego era escaso, después de todo no había sido Volundir quien se había preocupado de criarlo, quererlo y salvarlo de sus pesadillas de infancia durante las noches, y aunque Solari sabía que aquello debía haber sido quizá de otra forma, ya se había criado así... y así era feliz.
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