VIII - Antímez (Pt.1)
Sobre las tierras de Antímez corría un viento helado, tal vez era que se estaban acercando cada vez más a las tierras del norte o quizá era sólo la noche que dejaba caer su frió manto para desaparecer una vez llegase el alba... y aquella noche se prolongó demasiado, el cálido sudor que les recorría el cuerpo terminaba enfriándose de forma rápida, sin embargo, aquello a Ereas le pareció agradable, sus entrañas se mantenían activas y calientes con el constante galopar del animal, pero su piel estaba fría, casi congelada y esto lo relajó, liberándolo del miedo. Era como si en ese momento sólo existiese aquella extraña sensación, nada más, y eso le ayudó a desviar sus pensamientos de la demoledora jornada. Habían cabalgado a todo galope y sin descanso, como si el mago planease alcanzar la ciudad de los elfos esa misma noche. Algo completamente imposible, pero Ereas no podía decir nada, después de todo él jamás había realizado semejante travesía.
Gracias al mago habían logrado sortear el paso de Lahar con éxito, Ereas apenas había podido reparar en el trayecto, pues moría de sueño, y aunque su sentido del peligro continuaba alerta, habían sido tantos los caminos y vueltas que habían dado que le era imposible recordarlo, por lo demás todo le había parecido similar... rocas, acantilados, cavernas y oscuros parajes. No pudo entender como el mago lograba ubicarse tan eficazmente en medio de la oscuridad, era como si tuviese un detallado mapa mental en su cabeza con brújula incorporada. Sea como fuere, los había conducido de manera excelente y poco antes del alba divisaron por fin la salida; algo que hasta los más avezados viajeros consideraban imposible, cruzar aquel paso requería prácticamente dos días. La carroza había sido la que había dado mayores dificultades, no obstante, Rusandín, el criado, conocía bien a sus caballos, así como sus capacidades, por lo que los había maniobrado eficazmente, logrando seguir el acelerado paso que mantuvo el mago y evitando incontables volcamientos y accidentes que fácilmente hubieran ocurrido si las riendas hubiesen estado en otras manos, aun así el miedo y las constantes plegarias a Thal que pronunció esa noche, que lo mantuvieron despierto y alerta, no le ayudaron a calmar los temblores, sus manos tiritaban y estaba frío como roca y él sabía que no era precisamente por la temperatura de la noche. Sin lugar a dudas era el terror, aquel terror a lo desconocido, el terror a aquellas peludas bestias salidas de algún cuento tenebroso, algo a lo que él, ya viejo y débil, jamás se había preparado o pensado siquiera que podría enfrentar, los días lo hacían sentir cansado y aunque estaba rodeado de famosos guerreros endurecidos por la batalla, temió por su vida.
Cuando el sol comenzaba a ponerse en lo alto todavía se encontraban cabalgando, habían dejado el Paso de Lahar hacía algunas horas y se encontraban cruzando las pampas de Antímez, una vasta llanura con escasa vegetación arbórea, pero con verdes y hermosos prados. El avance fue rápido, pero agotador, Ereas tenía la esperanza de que se detuvieran, tenía hambre, estaba molido y el sueño lo consumía, el mayor dolor seguía concentrándose en sus muslos y verijas, el galope de Arrow se mantenía golpeándole constantemente esa zona y el ya no tenía fuerzas para mantenerse fijo a la montura, por otra parte, sus brazos y espalda lo torturaban a tal nivel que ya casi estaba al límite de no poder sostener las riendas, sin duda alguna no estaba acostumbrado a tales travesías. Ereas comenzó a preguntarse cuánto más podrían aguantar los caballos antes de morir de cansancio y si los demás estarían sufriendo sus mismos problemas, pero ni siquiera se atrevió a girar la cabeza para echarles una mirada, intentó concentrarse en cualquier otra cosa menos en el constante dolor que iba sintiendo, una vez que se bajase del animal de seguro sería incapaz de volver a subir, pensó.
Fueron dos días de tortuosa cabalgata, durmieron de día y viajaron de noche, no hubo lecciones ni entrenamiento y apenas si comían y descansaban un poco para volver a partir, tampoco hubo canciones, apenas si les quedaba energía para hablar. Finalmente fue al inicio del tercer día que el mago por fin ordenó que se detuvieran junto a un lugar sombreado, se bajó del caballo y ordenó un merecido y prolongado descanso, para Ereas fue uno de los momentos más reconfortantes de su vida, nadie dijo una sola palabra, pero a Ereas no le importó, se echó a la boca algo de comida y sin más, se rindió al sueño de forma involuntaria, para cuando despertó los guerreros ya lucían de mejor humor, se encontraban listos para partir, Insgar lo mecía suavemente.
—¡Levántate! —le dijo con expresión amorosa— Esta noche cubriremos lo que nos falta
Ereas se despertó asustado, ni siquiera el cansancio extremo lo había liberado de sus pesadillas.
—¿Dónde estamos? —preguntó confuso.
—¡Ja! —rió Insgar— Falta poco —lo consoló. El cansancio de Ereas era tan evidente que Insgar no pudo menos que compadecerse, Inmediatamente lo ayudó a incorporarse.
Cuando se levantó descubrió inmediatamente que el sol ya estaba descendiendo y el ocaso estaba pronto a llegar, debía de haber dormido por lo menos cuatro o cinco horas bajo el intenso calor, tal vez más. Los guerreros se veían en forma y los caballos un poquito más recuperados. El mago mantenía una actitud seria y pensativa, tampoco hubo lecciones ni entrenamiento, al parecer el asunto de los licántropos lo tenía demasiado ocupado.
Una vez que Ereas logró subirse a duras penas sobre Arrow partieron, el aire estaba fresco, pero Ereas se vio obligado a luchar contra el dolor y el agotamiento esta vez. Tenía la esperanza de que volvieran a detenerse aunque sea cinco minutos para recuperar el aliento, pero no fue así, el mago los llevó al límite una vez más y para su sorpresa nadie chistó, ni siquiera la princesa y su criada, aunque de seguro debían ir mucho más cómodas en la carroza, pensó Ereas.
Cabalgaron toda esa noche, aunque para su fortuna fue una noche clara, iluminada por la luz de luna, por lo que lo hicieron sin mayores impedimentos. Debían evitar a toda costa un nuevo encuentro con los licántropos y esa era la razón por la que el mago había decidió continuar la travesía durante la oscuridad. Los hombres lobo detestaban la luz del sol para sus cacerías, y algunos necesitaban forzosamente de la luz de la luna para desatar sus sanguinarios instintos, por lo que si aquellas bestias habían pensado en seguirlos de seguro atacarían bajo el amparo de la noche. Debían evitar a toda costa acampar durante esas horas.
A la mañana siguiente, cuando el sol mostró sus primeros indicios, Ereas comenzó a sentir que se caería inevitablemente del caballo, aun no llegaban a Antímez y al parecer no faltaba tan poco como le había dicho Insgar, sus parpados parecían haber adquirido voluntad propia y a cada instante amenazaban con cerrarse para no abrirse más, sus sentidos apenas respondían a las órdenes de su cerebro y su vejiga reclamaba una pronta evacuación; estaba llegando al colapso.
—¡¡Antímez!! —gritó sorpresivamente el mago en ese instante— Lo has hecho bien Ereas ¡Sólo un poco más y descansaremos! —añadió de forma amorosa.
El gorgo abrió sus ojos ansioso, incrédulo y con un sentimiento de alivio casi tan grande como cuando había logrado escapar del pantano.
Entonces la vio, allá en la distancia, sobre un imponente y magnifico cerro isla cargado de vegetación, se alzaban las altas torres doradas y blancas del palacio y el templo de la ciudad. Irradiaban el brillo más hermoso y majestuoso que hasta ese entonces había visto, pero que sin embargo, en esos instantes, en sus circunstancias, le significó más bien una señal de que por fin terminaría su maratónica y tortuosa travesía, no obstante, la distancia calculada fue engañosa, como un espejismo la ciudad resultó estar mucho más lejos de lo que lo que el gorgo había pensado en un principio. Fueron varias horas más de cabalgata antes de divisar sus murallas. Ereas comenzó a dormirse intermitentemente sobre su montura, presionaba firmemente el esfínter para no dejar escapar aquel torrente que amenazaba con desbordarse a cada paso, cada vez que cerraba sus ojos soñaba con un baño o al menos una parada para poder dar rienda suelta a su desesperada vejiga, sintió que iba reventar. Nunca antes se había sentido así, podía irse todo al carajo; la misión, el mago, los elfos, Antímez, incluso aquel ardiente y maravilloso sentimiento que días atrás había experimentado al ver a Sophía, "pero por favor –rogaba a Thal- haz que el mago se detenga..." aunque en seguida recapacitaba y se arrepentía de tan drásticos pensamientos, si de algo estaba seguro era de que aquel sentimiento por la princesa no lo cambiaría por nada, era algo demasiado bueno para dejarlo ir, no quería dejarlo ir, podían quitarle todo si quisieran, pero jamás aquello, después de todo él sentía que era lo único realmente bueno que le había sucedido después de tanto dolor... y a pesar de todo lo que estaba padeciendo en ese instante, sus intensos dolores musculares, su vacío estomacal, su agónico cansancio y su tortuoso dolor de vejiga, no dijo nada. Era demasiado tímido y estaba demasiado asustado para siquiera pronunciar una palabra, por lo que continuó como muerto en vida padeciendo sus penosas circunstancias, atado a su cohibida personalidad, incapaz de hacer el más mínimo esfuerzo para cambiar su lamentable situación.
Se aferró a lo único que le pareció real y verdadero, aquello que había agitado su maltratado corazón. Inevitablemente pensaba en Sophía, ni siquiera la había conocido bien, pero recordaba su mirada amenazante y curiosa de aquella vez, sus manitas que buscaron su rostro después de bajar la espada... había pasado tanto tiempo ¿aún lo recordaría? ¿sería capaz de reconocerlo si reunía el suficiente valor para acercarse a ella? Eran tan pequeños. Le pareció una buena idea aferrarse a la idea de que ella también lo pensaba, después de todo sentía que Thal jamás había contestado sus plegarias, era lo único que le quedaba.
Para cuando el suplicio del gorgo terminó ya se encontraba en la cima de la hermosa ciudad de Antímez, allí donde se alzaba el grandioso templo de adoración al Dios Thal junto a la fortaleza del rey Volundir, ambas maravillas de arquitectura y diseño élfico. Una portentosa e improvisada comitiva había salido a su encuentro a las puertas de la ciudad, los centinelas del portón de los astros los habían divisado desde la distancia por lo que la ciudad entera había entrado en gran revuelo y festejo frente a su llegada. La atenta comitiva estaba encabezada por Gabriel, uno de los hijos de Volundir, el primero después del primogénito y algunos otros elfos de renombre, montaban los caballos más hermosos y dignos de admiración que el gorgo había visto. Estaban felices de recibirlos.
—¡No lo esperábamos tan pronto Valani Agsonur! —los recibió el rubio y gallardo príncipe una vez que estuvo frente al mago, iba vestido con una armadura de cuero blanca y una especie de collar con perlas preciosas adornaba su frente como si fuese una corona.
—¡Tuvimos algunos inconvenientes! —contestó el mago— No vimos obligamos a acelerar la marcha.
—¿Estáis todos bien? —preguntó el elfo alarmado, echando una rápida mirada a los abatidos guerreros con sus ojos azul cielo. Ereas era sin duda era el que lucía peor, Gabriel llegó a pensar incluso que estaba enfermo y moribundo.
—Ya hablaremos de ello! —contestó el mago suspirando— Por ahora necesitamos comida y un buen descanso.
— ¡Por supuesto! —contestó el elfo sonriente— ¡Mi padre estará feliz de verlos! ¡Seguidme, por favor!
...y aquello fue lo último que el gorgo recordó con claridad. El resto le fue borroso e irreal, casi un sueño, un buen y confuso sueño. Gabriel y la comitiva de elfos los guiaron a través de la muralla, acompañándolos hasta la cima. Durante el camino el príncipe y el mago intercambiaron varias palabras, pero Ereas fue incapaz de prestar atención a tan sólo una de ellas, tampoco se percató de los hospitalarios elfos que se amontonaron por las calles para recibirlos con bellos cantos de bienvenida, tampoco vio la sin igual belleza de su gente, la bella arquitectura de la ciudad ni escuchó el singular idioma en el que entonaban sus canciones. Estaba tan agotado y sentía tanto dolor y deseos de descansar que su vista se nubló y sus oídos zumbaron. "Sólo un poco más y por fin podré bajarme de esta tortuosa montura -pensó- ¡sólo un poco más y por fin podré descansar!"
Si aquello hubiese ocurrido en un momento y circunstancias distintas, de seguro Ereas, como el resto de los guerreros que no habían estado allí antes se habrían llevado la más amena y maravillosa de las visiones, pues acababan de llegar a la más hermosa y fascinante de todas las ciudades de la Tierra Conocida. Una ciudad que resultaba un verdadero espectáculo de armonía y majestuosidad, una ciudad de poesía pura; desde la base de sus murallas hasta la más alta de las torres era una obra maestra de arte y diseño que avergonzaría a cualquier otra ciudad que intentase autoproclamarse hermosa. Irradiaba paz, equilibrio, seguridad y encanto infinito, muchos incluso se atrevían a asegurar que si el mismísimo Thal forjase un paraíso sería de seguro similar a Antimez y que aquel que no llegase a amarla debía ser ciego, sordo y desprovisto de cualquier otro sentido que le impidiera percibir tan sólo un poco de su desmesurada opulencia. En ese momento se podía comprender perfectamente al poeta que tan enamorado e inspirado había dicho.
Antímez, ciudad de mi destino,
Un dulce néctar a mi alma, un placer a mis sentidos.
Fuente de agua viva, verde oasis en desérticos caminos.
Que siempre viva tu perfume a esa brisa a primavera,
Que sea eterna aquella magia, que arda intensa como hoguera.
Rebosante de vida eres ¡Dulce Antímez! ¡Que tu encanto nunca muera!
Haz que se pierdan mis sentidos, allá, en tu dulce armonía
Entre tus rosas, afluentes y tus hermosas melodías.
Por ti canta mi alma venturosa, estalla en álgida alegría
Mi corazón se agita en regocijo y alabanzas día a día.
Que la vida no me aleje de tus plazas y rincones,
De tus jardines que florecen, de tus calles y balcones.
Ciudad bella, Ciudad mía, de exquisita fantasía,
Que tu llama no se apague, que arda intensa noche y día.
La ciudad de Antímez era una ciudad en verdad magnifica, de tamaño menor a Tormena y con un número de habitantes que superaba apenas una cuarta parte de lo que componía la capital de Sentos. La muralla consistía en un enorme cinturón defensivo de siete metros de anchura y quince de altura con varias torres sobre ella, convirtiéndola de este modo en la más grande jamás construida, contaba con tan sólo tres puertas, cada una con su respectivo nombre y decoración. La principal era la Puerta del Sol, un camino largo y finamente trazado conducía hasta ella, el cual estaba adornado con enormes estatuas de mármol blanco a través del camino, era el lugar por donde el príncipe Gabriel había conducido al mago y los demás invitados. También estaba la Puerta de la Luna y la Puerta de los Astros, cada una con su propia y particular decoración forjada en oro, plata y otros metales adornados con piedras preciosas -en la sociedad élfica, y por increíble que pareciese, aquellos metales y piedras altamente codiciadas por los humanos eran algo común y con escaso valor, pues hasta la familia más humilde estaba familiarizada con ellas y prácticamente cada ínfimo e inservible trasto estaba hecho en base a oro o plata-. Por sobre las imponentes murallas se alzaba la ciudad, construida perspicazmente sobre una enorme y empinada colina, lo que sólo hacía resaltar aún más su magnífica opulencia, pues si se miraba desde su base daba la impresión de que sus torres más altas llegaban al mismo cielo, allí en la cima se encontraba el dorado palacio del rey, un castillo enorme, lujoso y tan, o más hermoso que el resto de la ciudad, sin embargo y sin lugar a dudas, los más llamativo era el Templo de Adoración al Gran Dios Thal, situado junto al castillo, dicho templo era una construcción edificada con inigualable precisión, y a la cual se le había perfeccionado hasta el más mínimo detalle; los elfos le habían puesto especial cuidado y dedicación por sobre todo lo demás, pues su vida entera y su sociedad giraba en la adoración a Thal –o como ellos lo llamaban, la adoración de su "Valuni Valunyir", su Gran Padre-. Lo más utilizado en su arquitectura era el mármol, acompañado de finas decoraciones en oro, plata y piedras preciosas. Por otra parte, las calles, a diferencia de las de Tormena, eran todas amplias, espaciosas, perfectamente trazadas y con calzadas uniformes. En tanto las casas, que por lo general eran de dos o tres plantas, contaban con vastos patios interiores que sus habitantes colmaban de árboles, plantas y flores... dando paso así a otra de las cosas más hermosas y llamativas de aquella ciudad; los jardines élficos, o como solían llamarlos aquellos afortunados que habían tenido la oportunidad de verlos a la distancia, los jardines flotantes. Antímez, al estar construida sobre un empinado cerro isla, había sido dividida en varias plantas y secciones, las cuales iniciaban desde la base de sus murallas hasta la cima, allá donde estaba el templo y el palacio. En cada planta había una exuberante y variada vegetación que componían dichos jardines, estos eran espaciosos y diversos, construidos durante siglos de dedicación. También, de la cima de la ciudad emanaba un fresco manantial que surgía de las entrañas de la tierra, el cual estaba perfectamente encausado a través de canales y arroyos que recorrían toda Antimez, alimentando y proveyendo de agua limpia y fresca a los cuidados jardines, y a la vez, proveía a los mismos elfos que se ocupaban de mantener los causes libres de suciedad y en el más perfecto estado. Además del agua del manantial los elfos también hacían abundante uso del río Elférico, el cual, al igual que el cauce proveniente de la colina, había sido encausado cuidadosamente en pequeños arroyos, canales y cascadas a través de la ciudad. El río entraba por el noreste de Antímez, a través de una enrejada y protegida sección de la muralla y salía por el suroeste, sin antes por supuesto haber formado una bella y apacible laguna a un costado de la ciudad, en donde también había un pequeño y frondoso bosque multicolor donde los elfos solían celebrar sus fiestas y alguno que otro evento masivo en la seguridad de sus murallas. Era el paraíso.
Los guerreros tuvieron un largo y prolongado descanso a partir de ese momento, sin antes por supuesto haber comido una apetitosa y suculenta merienda. El mismo príncipe Gabriel fue el anfitrión, él que junto a otros elfos los atendió y se preocupó de que nada les faltara.
El príncipe Gabriel era amable, atento e irradiaba un aura angelical y varonil a la misma vez, como todo elfo tenía una apariencia hermosa y armónica, poseía un largo y trenzado cabello rubio, unos profundos ojos azules y una tez tersa y blanquecina con un pequeño y característico lunar en su mejilla izquierda que no hacía más que resaltar su atractivo. A Ereas le pareció un ser amable, así como el resto de los guerreros que se mostraron enormemente complacidos con su recibimiento, no obstante, aquel que realmente conociese a Gabriel podría ver lo que realmente ocultaba tras su encantadora personalidad. Gabriel era un elfo privilegiado, plagado de buenas cualidades y grandes habilidades, sin embargo, había sido condenado a vivir a la sombra de su hermano Siniestro, el primogénito y favorito del rey Volundir, cuya preferencia jamás se había molestado en ocultar, Siniestro era su orgullo y sus ojos... y Siniestro lo sabía y se encargaba de no defraudarlo. Si las habilidades de Gabriel eran buenas, las de Siniestro eran mejores. Era más alto, más fuerte, más listo, más rápido e inclusive más hermoso, manejaba el arco y la espada mejor que él, tenía un carácter más dominante y seguro, y por sobre todo, poseía una extraña y útil habilidad de manejar a aquellos que lo rodeaban a su antojo, muchas veces para beneficio propio y sin que estos se dieran cuenta; a Gabriel esto le parecía algo malvado, pero aun así lo admiraba, lo admiraba más que a nada, toda su vida Gabriel había querido ser como Siniestro, quería ser Siniestro y era algo con lo que había tenido que lidiar desde su nacimiento, no importaba lo que hiciese, ni cuanto se esforzase, Siniestro siempre parecía estar un paso adelante y siempre era el que terminaba llevándose los elogios, además del amor y el favor de su padre. Algo que a Gabriel lo hería en lo más profundo y a veces incluso no lo dejaba dormir por las noches, era un sentimiento un tanto oscuro, receloso y que a veces opacaba su gallardo semblante en su intento de disimularlo. "Tal vez algún día" pensaba, pero los años pasaban y con ellos la grandeza de Siniestro -así como la admiración del pueblo y el suspiro de las elfas- no hacían más que aumentar. Ni todo su esfuerzo por superarse ni las plegarias a Thal lo ayudaban, era como si este lo ignorase adrede, mofándose de él al obsequiarle, a sus ojos, una desmerecida gloria a su hermano. Esto lo llevaba a hacerlo sentir como si apenas existiera para su padre, y a veces incluso para los demás.
Tras una tarde completa de profundo y reparador sueño, Ereas volvió a despertarse por la noche envuelto en pesadillas, cada vez parecían menos recurrentes, pero ahí estaban, esperando a que cerrase los ojos para cobrar vida de nuevas y retorcidas maneras. El gorgo se sentó en la cama agitado y sudando como de costumbre, se llevó las manos a la cabeza como tratando de disipar las mórbidas imágenes y sintió deseos de llorar, pero no lo hizo, se contuvo a hacerlo esa vez, quería ser fuerte, quería olvidar, aunque aquello le llevase una vida. Había descubierto que no tenía opción ¿Que más podía hacer? tal y como le había dicho Eguaz, "tarde o temprano aquello lo destruiría de forma irremediable" y aquel día parecía cercano, tan cercano que lo asustaba.
Dejó la tibia cama y se levantó, el ambiente de la habitación le mantenía cálido, aunque sabía que afuera corría una brisa helada, podía sentirla y aquella agradable sensación de estar tan cerca y lejos a la vez del inclemente frío lo reconfortaba, le producía un sentimiento de seguridad. Se dejó llevar por ello un instante y pareció dejar los tortuosos sueños de lado, sus compañeros debían dormir plácidamente, no podía imaginarse a alguno de ellos todavía en vela, pensó. Los gruesos ronquidos del enano en la habitación de al lado se podían escuchar por toda la planta, las puntiagudas orejas de Ereas se movieron al unísono un instante, el gorgo sonrió, no sabía porqué, pero Demethir, a pesar de su feroz y peludo aspecto le hacía cierta gracia, le agradaba.
Recorrió con su mirada la decorada habitación un instante y casi como por instinto abrió la puerta del balcón. Una ráfaga de viento helado lo asaltó, pero Ereas no le dio importancia y sin siquiera tomar una manta se avecinó al borde del balcón para contemplar la ciudad, su mente se había despejado por fin y por primera vez, a pesar de la oscuridad, pudo contemplar la maravillosa magnificencia de Antímez con calma. Allá lejos estaban las murallas, la laguna, el bosque, además había hermosas cascadas, canales y jardines de exuberantes colores que algunas antorchas iluminaban cual luciérnagas. Ereas sonrió alegremente mientras tomaba una bocanada de aire fresco, sentía sus miembros congelados, pero lo ignoró, quería quedarse allí para siempre, fundirse a los mismos cimientos de la ciudad y hacerse eterno, fluir como el río y desvanecerse en el silencio de la noche, jamás se había sentido tan bien consigo mismo como en aquel instante, le pareció que podía traspasar toda barrera física y volar, volar en un mar de encanto y felicidad junto a las sensaciones más agradables y verdaderas, sin embargo, algo lo sacó de sus pensamientos de manera súbita y repentina. De pronto su agudo oído percibió un ruido leve, un tanto lejano... era tan sólo un movimiento, suave y delicado como la vida misma, pero no provenía de la ciudad, buscó su procedencia y en ese instante la vio una vez más y todo lo anterior le pareció una mera distracción, algo insignificante en comparación a lo que hasta ahora veía; allí en la lejanía y suspirando soñadoramente hacia las estrellas desde su balcón estaba ella, la princesa Sophía, la mujer que le había robado el aliento y le había estrujado el corazón en un segundo. Ella, al igual que la vez anterior, ni siquiera advirtió al gorgo, estaba demasiado lejos para que pudiera verlo, pero Ereas si la vio y una vez más volvió a sentirse inevitablemente hipnotizado. Abrazó el helado pie de mármol de la estatua élfica que se alzaba desde su balcón y la observó detenidamente, la halló tan deseable y naturalmente hermosa que sintió que un intenso calor derretía sus entrañas. Estaba sola y parecía rezar. A Ereas le pareció lo más bello que jamás le había visto hacer a un ser humano... no era que jamás hubiese visto a alguien rezando, si no que era la forma, aquella suave y delicada forma, que a la misma vez denotaba una fervorosa y devota plegaria. Sólo había podido soñarla hasta ese momento y esa fue la primera vez que pudo observarla con detenimiento, pues al llegar a Antímez había estado tan ensimismado en su propio calvario que ni siquiera había alcanzado a ver hacia donde se la habían llevado, pero ahí estaba, hermosa y fulgurante, rezando solitaria bajo las estrellas y con el viento jugueteando en su rojiza cabellera.
Fueron más que unos pocos instantes antes de que la muchacha volviera a su alcoba y desapareciera de la ansiosa mirada del gorgo, pero a Ereas le pareció tan corto que quiso ir por ella, llegar hasta ella y no sabía porqué, pero un ardiente deseo lo consumía, uno desconocido e inexplicable. No supo cuánto tiempo más permaneció en aquel balcón con la esperanza de que regresara, pero nunca había dormido tan plácidamente como el resto de aquella noche.
—¿Ereas? ¿Ereas el gorgo? —dijo una dulce y armoniosa vocecita.
Entraban los primeros rayos de la mañana a través de la ventana y el gorgo se sintió repentinamente enceguecido por la cálida y brillante luz. Mientras trataba de abrir los parpados, dormitando y aun con evidente somnolencia, se restregó los ojos colocando una de sus manecitas sobre su cabeza para protegerse de la sonrosada aurora. Frente a él y cruzado de piernas al final de la cama había un rubio y más que atractivo elfo de ojos encantadores, apenas lucía un poco más adulto que él.
—¿Q-quien? —articuló Ereas vagamente, su cuerpo aun le pedía reposo.
—¡Soy el príncipe Solari! —respondió el jovencísimo elfo con una amistosa sonrisa— ¡No nos conocemos! Pero yo me encargare de mostrarte las maravillas de la ciudad de Antímez ¡tienes suerte! —agregó entusiasta— ¡Yo conozco esta ciudad mejor que todos!
—¿Ahora? —preguntó Ereas tratando de incorporarse. Se sintió repentinamente abrumado por la forma de hablar de aquel muchacho, desprendía algo en su forma de hablar, en su forma de mirar, de moverse, algo de lo que Ereas carecía y que jamás podría poseer. En ese momento no lo comprendió, pues ni siquiera tuvo tiempo de analizarlo, pero más tarde cuando el silencio de la noche lo hizo sentirse sólo y el recuerdo de Solari vino a su memoria pudo comprenderlo, aquel muchacho esparcía vida.
—¡Pues claro! —dijo el muchacho animadamente— ¡Levántate! ¡La ciudad nos espera!
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