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VII - El Paso de Lahar (Pt.2)

Los guerreros se quedaron quietos y callados, Insgar y Ereas dejaron de entrenar, Orfen se despertó, los caballos se inquietaron y el mago, que hasta ese entonces había estado algo apartado meditando, se colocó de pie de inmediato. Arriba, en el oscuro firmamento de la noche, algo se dejaba entrever, las espesas nubes se disipaban veloces y el plenilunio alcanzaba su máximo esplendor, iluminando los absortos rostros de los presentes con sus blanquecinos y misteriosos rayos.

—¡Díganme que fue uno de ustedes el que acaba de aullar! —dijo el enano abrazando su hacha con marcada fuerza. Había saltado de su asiento, aterrado.

Nadie respondió, sólo se limitaron a mirarse los rostros unos a otros con preocupación, preocupación que se transformó en alarma cuando escucharon un segundo aullido, profundo y desgarrador que respondía al primero; de seguro era un lobo, pero había algo más en su manera de aullar, algo macabro, oscuro, espeluznante.

—¡Es hora de irnos! —dijo el mago enfático— ¡No podemos pasar la noche aquí!

Los guerreros titubearon un instante, sabían lo que eso significaba, delante de ellos se alzaban las montañas de Anagram, irse en esos momentos no significaba otra cosa más que introducirse en el temido paso de Lahar en medio de la oscuridad. Algo que sin duda podía resultar mucho más peligroso que permanecer ahí.

—¡Insgar! ¡Orfen! ¡Gianelo! ¡Ustedes irán en la retaguardia! ¡Demethir! ¡Teddy! ¡Adelante conmigo! Recuerden proteger al cochero y la carroza por sobre todo ¡Y prepárense que esta noche podría ser nuestra última! —vociferó el mago.

A pesar de la evidente confusión en sus rostros, nadie cuestionó a Eguaz y sin demora corrieron a montar sus caballos, el cochero fue el único que tardó algunos minutos, debía asegurar firmemente a sus caballos y sellar las puertas y ventanas de la carroza, estaba tembloroso, asustado y no dejaba de susurrar repetitivas oraciones a Thal. Sin lugar a dudas algo oscuro y desconocido se aproximaba, algo que los guerreros eran incapaces de dilucidar, pero que el mago ya sabía de antemano y aquello lo tenía sumido en el profundo terror. Ereas también estaba aterrado y no sabía qué hacer, se había quedado prácticamente paralizado con la espada en la mano, fue Eguaz el que lo sacó de su trance.

—¡Ereas! —gritó— ¡Tú vas conmigo! ¡Muévete!

Ereas no tardó en obedecer, en medio de su confusión, seguir órdenes del mago era lo más acertado.

Se pusieron en marcha de inmediato, nadie se atrevió a decir la más mínima palabra, el sentido del peligro, entrenado durante años de desafiar a la muerte, los tenía completamente alertas y vigilantes al más mínimo indicio de amenaza... y algo se olía en el aire nocturno, como si la ahora visible luna llena acabara de desatar a atormentadas criaturas que aguardaban su oportunidad para entregarse a sus más sangrientos y primitivos instintos. Hasta Ereas pudo sentirlo, era un suspenso macabro, un presentimiento enfermizo, la antelación de lo horroroso; algo venía por ellos esa noche... y su presencia no tardó en manifestarse.

Ahí, bajo la luna, al amparo de las sombras y los bosques aledaños, algo se movía. Una manada de organizadas criaturas humanoides se avecinaba a paso veloz; uno de ellos, el alfa, anunciaba con un escalofriante aullido el momento de la caza. Insgar fue el primero en divisarlos.

—¡Licántropos! —gritó aterrado.

Los demás advirtieron el latente peligro de inmediato, preparando sus arcos sumidos en el miedo, aferrados a su instinto de supervivencia. Aquel que se dejase morder por aquellas criaturas estaría condenado. Les esperaba una larga y sangrienta noche de luna llena.

—¡Estén atentos! —advirtió Eguaz desde el frente— ¡Podría ser una emboscada!

...y precisamente así fue.

Cabalgaron veloces y con sus corazones agitados. Las bestias ganaron terreno rápidamente, sus patas impactaban el suelo de manera poderosa, haciendo saltar el pasto allí donde pisaban, su carrera era agresiva, rápida, metódica. Insgar alcanzó a contar a lo menos ocho criaturas; su líder, el alfa, era grande, intimidante, fuerte, de pecho ancho e increíblemente musculoso; su quijada era desproporcionalmente grande y sus dientes afilados, estaban hechos para despedazar; sus ojos amarillo luminosos poseían una endemoniada bestialidad y estaba plagado de espantosas cicatrices que ni el grueso pelaje lograban disimular. Las flechas no se hicieron esperar, Insgar, Orfen y el príncipe Gianelo habían comenzado a contraatacar en un desesperado intento de mantener a los licántropos a raya, sin embargo, ya era imposible. Orfen tenía un manejo del arco un tanto deficiente y sus flechas, incapaces de acertarle a nada que no fuera la noche, se perdieron en la oscuridad. La misma suerte corrieron los tiros de Gianelo, aunque el príncipe tenía una buena destreza, el acelerado ritmo del galope, sumado a su nerviosismo y la distancia que aun los separaba, hizo sus tiros imprecisos y las flechas terminaron desperdiciándose. Por su parte, y para su sorpresa el gran arquero elfo falló por primera vez, Insgar vio con ojos incrédulos como su blanco burlaba su habiloso tiro, no pudo comprender si había sido un error suyo o si el gran lobo alfa era demasiado veloz para su arco, pero el enorme licántropo evadió su flecha de forma burlesca y sin ningún esfuerzo, la que terminó clavándosele a una de las bestias que le seguían, la peluda criatura lanzó un tosco gruñido de animal herido, cayendo al suelo de bruces, giro una vez sobre sí mismo y luego volvió a la cacería con renovada furia.

—¿Creí que nunca fallabas? —le dijo Orfen al aun asombrado elfo.

Sin duda alguna Orfen había descifrado a la perfección el creciente desconcierto de Insgar al ver que su tiro fallaba su real objetivo.

—¡Tuvo suerte! —contestó el elfo recuperando su dolido ego, cargo una nueva flecha con inhumana agilidad y esta vez, se tomó un ligero instante para dispararla con precisión ineludible.

El licántropo no tuvo posibilidad de escape, ni siquiera alcanzó a percibirla, la flecha lo impactó de lleno en su ojo derecho, clavándosele profundo en su interior. El monstruo aulló salvajemente y la sangre corrió por su canino rostro, pero no se detuvo, en tan sólo un segundo se arrancó impávido la flecha con una de sus peludas manos y corrió ardiendo en cólera tras Insgar, su amarillento y endemoniado ojo sano lo miró sentenciándolo de manera aterradora, todavía los separaba un buen trecho, pero si los alcanzaba, Insgar no tendría oportunidad, aquella bestia era demasiado fuerte.

—¡El paso de Lahar! —gritó el mago en ese instante— ¡No se separen o no quedaran ni sus huesos!

Y realmente así era, dejando de lado a los licántropos, todo aquel que conociese aquella tierra lo sabía. Las macabras historias que contaban de aquel paso, mantenían alejados a la mayoría de los hombres y más aún por la noche cuando ni siquiera la intensa luna llena era capaz de iluminarlo.

El paso de Lahar se alzaba majestuoso, intimidante y oscuro como boca de lobo, tenía incontables caminos, muchos de ellos intransitables y la mayoría de ellos finalizaban en desfiladeros y puntos muertos, otros llevaban a horribles y desconocidos destinos. Años atrás se había hecho un particular esfuerzo por mantener señaléticas que marcasen el camino para aquellos que se aventurasen a cruzarlo, sin embargo, aquello no había sido más que una oportunidad para ladrones, asesinos y hombres con oscuros propósitos que habían hecho uso indiscriminado de ellas para guiar a los viajeros a emboscadas y trampas mortales, por lo que finalmente y por la propia seguridad de los viajeros se había optado por sacar todo rastro de ellas, quedando un único grabado en roca en su entrada como debida advertencia.

Usted está abandonando el seguro reino de Tormena

para llegar a la tierra de los elfos.

¡VOLVED SOBRE SUS PASOS Y REGRESAD!

Si continúa... ¡Que El Gran Thal se apiade de su alma!

Sin embargo, nadie leyó aquel grabado esta vez, los caballos y jinetes pasaron veloces a su lado, sin siquiera advertir su existencia... y en todo caso de poco hubiese servido, su suerte ya estaba echada, no había más opción que enfrentar el inminente desenlace.

Los hombres lobo rugieron su victoria, habían caído en la trampa; fueron escasos metros más adentro que Eguaz lo advirtió, el resto de la jauría los había estado esperando pacientes y la treta les había dado frutos, el mago y los demás estaban exactamente donde los querían. La entrada del paso era un camino estrecho, plagado de oscuridad y altas paredes de roca solida con numerosas cuevas y escondrijos en las alturas, por lo que ya no había forma de escapar, sin embargo, ese fue el día en que Ereas y el resto del grupo llegaron a conocer el enorme y asombroso poder que albergaba el mago y al verlo sintieron temor, pero a la misma vez nació un profundo respeto y admiración hacia él.

Sin duda alguna la jauría los había cercado, pero aun así el mago los obligó a continuar incesantes. Los licántropos se habían comenzado a mover agresivamente entre las sombras, frente a ellos y por encima de las paredes. Un grupo de al menos ocho bestias enormes se había asentado en el camino para cortarles el paso, los encabezaba un licántropo igual de fuerte y amenazante que el de las cicatrices. Los caballos, al percibir a las bestias que les bloqueaban el camino, quisieron encabritarse, haciendo que Ereas casi perdiera el equilibrio. Por un instante el gorgo creyó que era el fin y en un intento de hallar algo de seguridad llevó la mano a su espada para asirla con fuerza, sin embargo, aquello perduró tan sólo un segundo... porqué el mago en ese mismo instante alzó su báculo con firmeza. Ereas juró verlo brillar, pero todo sucedió demasiado rápido como para estar seguro.

¡Globusigniss! —gritó a viva voz y una enorme bola de fuego azulado se disparó veloz como flecha, iluminando los oscuros parajes de la montaña como un rayo.

El sorpresivo hechizo les impactó de lleno y de forma atronadora a la apiñada jauría, produciendo una mezcla explosiva de fuego, rocas, polvo y cenizas. Los aullidos de dolor y la sangre inundaron el lugar. Algunos corrieron asustados, otros con menos suerte ardieron. El aire se llenó de un apestoso aroma; una mezcla de sangre, carne y pelo quemado, sin embargo, el camino, que una vez había estado obstruido, yacía libre de toda bestia. Los caballos continuaron su carrera nerviosos, pero a todo galope, dejando de esta manera en unos pocos instantes las aun ardientes llamas y los ahora asustadizos licántropos tras de sí.

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