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III - Aceite Perfumado

Perturbadoras imágenes rondaron la mente de Ereas, parecía tener los mismos sueños oscuros una y otra vez, reviviendo dolorosos momentos que le corroían el alma, como si fueran un parásito adherido a su cuerpo, alimentándose de él, de su debilidad. Supo que jamás volvería a ser el mismo, jamás olvidaría. El dolor parecía haber llegado a ser parte de su esencia... aun veía a su madre, a Ougín, a Didi, a Momo, a Abel... el pobre Abel, sus chillidos se le repetían hasta llevarlo a la locura. En sus sueños corría a salvarlos, pero la distancia que los separaba parecía transformarse repentinamente en metros, millas, alejándolo... Taka también lo visitó. Lo veía caminar, pero sus pasos ya no eran los de un hombre, arrastraba los pies hipnotizado, magullado, como cadáver, con ojos vacíos y piel putrefacta; se movía más no había vida en su cuerpo, no había alma. Solo era el despojo de una vil criatura poseída por algo que buscaba alimentarse con avidez, buscaba sangre... y carne... carne cruda. Venía por él. Lo vio cruzar el pantano y llegar hasta su lecho, le hundía los dientes, le arañaba la piel, le arrancaba la carne con avidez. La sangre corría. Agonizaba, pero por alguna razón su cuerpo se negaba a morir, había algo inacabado.

Tras la eterna agonía, aquella abominación, la que una vez fue Taka, acababa con el vientre hinchado de él, de su carne. Entonces algo comenzaba a moverse en su interior, quería salir. Taka, o lo que una vez había sido él, gemía. Intentaba decir algo, pero a Ereas le resultaba ininteligible.

Entonces vio con espanto sus huesos roídos, su carne desmembrada, no era más que un deshecho de lo que había sido. Quiso morir, quiso escapar, pero había algo que lo retenía, lo ataba a la vida con libidinoso placer, se embriagaba en un éxtasis desenfrenado con su dolor. Aquel ente extraño lo observaba, todo el tiempo lo observaba, y quería verlo arrastrarse en el sufrimiento, enloquecerlo de dolor, quería verlo suplicar por un poco de misericordia hasta alcanzar el clímax. A veces sentía que lograba levantarse de su lecho, las entrañas le colgaban, saltaba al piso y sus piernas se hundían en el fango, pero a pesar de todos aquellos delirios seguía atado a la cama, inmovilizado, no se había movido ni un centímetro. Taka lo miraba con ojos inyectados en sangre, su hinchado estomago seguía creciendo hasta el punto de amenazar con reventar, liberando aquello que llevaba en su interior. Era algo maligno, ponzoñoso. El retorcido ente, en tanto, aquel que lo observaba, reía a carcajadas. Hasta que Taka colapsó, reventando en sangre negra y coagulada, salpicó hacia todos lados. Ereas por fin pudo moverse, al menos la punta de sus dedos, pero sintió que era suficiente, gritó con todas sus fuerzas más no escuchó su voz. Una criatura pequeña, viscosa y tentaculada nació del escabroso parto, se movía de manera descontrolada, no había orden aparente...

Era la criatura del pantano.

El malvado ente observador sonreía. Ereas no podía verlo, en ningún momento podía verlo, pero sabía que sonreía con satisfacción... porque las cosas iban exactamente como las quería. Tras un momento que pareció eterno finalmente se acercó a su lecho dándole la vana esperanza de descubrir a aquel, o aquello, que se alimentaba de su desdicha, pero antes de que siquiera pudiera ver un atisbo de su existencia, el poderoso ente se subió a la cama aplastándole la cabeza de un pisotón, su cráneo reventó en mil pedazos... "¡OH Thal!" "¡Pobre Didi!" "¡Pobre Abel!" "Hubiese sido mejor que jamás hubieras nacido"... aquellas palabras retumbaron en su conciencia. Todo se fue a negro, pero Ereas se sintió aliviado, las visiones por fin se esfumaron.

Seguía vivo, agonizando, pero vivo.

...Escuchó voces, no pudo entenderlas ¿Era su madre? Vagas siluetas se movían sobre él, lo observaban con preocupación, ¿Ougín? ¿Dalerí? Algo cálido y agradable llegó a su boca haciéndole cambiar de parecer, era dulce, le reconfortó. Volvió a cerrar sus ojos. Las vagas sombras de su familia se esfumaron lentamente.

Cuando despertó desconoció totalmente el lugar en el que se encontraba. Era un cuarto pequeño y amontonado, hecho en base a madera rustica y techo de paja; las ventanas eran pequeñas, cerradas y estaban cubiertas con tela encerada; había algunas repisas con enseres de la casa; no tenía puerta, una larga y vieja tela reemplazaba su lugar; el piso era de tierra y sólo contaba con dos camas, una grande, amplia y la suya, más pequeña. Ereas se encontraba cubierto de mantas de lana vieja y roída. El colchón sobre el que descansaba era de paja y con innumerables parches, algo lejos de los cómodos y gruesos colchones de pluma a los que estaba acostumbrado, sin embargo, tras todos los horrores padecidos, en esos momentos, le pareció lo más confortable que pudiese existir.

De pronto un niño entró en la habitación, debía ser tan solo unos cuantos años menor que él, moreno, descalzo y algo desnutrido; vestía ropa sucia y desgastada, enmendada a más no poder. "El hijo de algún campesino" pensó. Ereas había jugado alguna vez con ese tipo de niños, niños alegres, sencillos, que olían a tierra y comida rancia, recordaba. Sin embargo, su madre, al enterarse, se lo había prohibido tajante; a él y a su hermana. Los llamó "gente inmunda", "tosca" y "sin educación". Su padre, en cambio, discrepó, sin embargo, le aconsejó mantenerse alejados de ellos como su madre había exigido. A Ereas le habían parecido agradables.

—Hola —articuló Ereas vagamente.

Le pareció haber roto un silencio de mil años. El niño lo miró con asombro y espontánea felicidad, volvió sobre sus pasos y sin demora corrió hacia afuera gritando.

—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Ha despertado! —se escuchó. Unas cuantas voces comenzaron a cuchichear.

Dos personas entraron a la habitación. Una mujer de estatura baja y pelo corto, rubia, robusta, de mirada tímida y amable, le faltaban algunos dientes. La otra persona era el niño, que lo observaba con una cálida y amplia sonrisa. Le recordó a sus hermanos. Eran gente humilde y de esfuerzo, Ereas pudo notarlo. Lo miraron curiosos, fascinados y con algo de temor.

—Hola ¿Qué ha pasado? ¿Dónde estoy? —preguntó Ereas desconcertado.

Su mente estaba hecha un lío, le dolía la cabeza, dificultándole rearmar aquellos traumáticos eventos de los últimos días. Sin olvidar las visiones, que a ratos le hacían dudar si aquello era real. Intentó incorporarse, pero su cuerpo protestó.

—Tranquilo —le dijo la mujer acercándole un paño húmedo. Se lo puso a Ereas en la frente. Estaba frío—. Adam te ha encontrado a orillas del pantano —le acercó un pequeño vaso lleno de un líquido espeso. Ereas dudó al contemplarlo.

—Agua con miel —aclaró la mujer— Te hará sentir mejor.

Ereas se la llevó lentamente a los labios, una vez que sintió el gusto, se la bebió toda de un sorbo. Le supo exquisito. Se reconfortó de inmediato.

—¿Dónde estoy? —insistió Ereas.

—Tranquilo muchachito —contestó la mujer— debes recuperarte primero ¡Ya hablaremos!

—Pero necesito...

—¡Necesitas una buena comida! —lo interrumpió— ¡Has estado delirando tres días! Y lo único que hemos podido darte es esta agua ¡Es hora de llenar ese estomago! —le dijo como si fuese su madre.

Ereas se quedó absorto, no creía haber dormido tanto. La mujer abandonó la habitación junto al niño que no le despegaba la vista de encima, parecía fascinado con su presencia.

Por algunos instantes el gorgo se quedó solo en la habitación. El niño en tanto se mantuvo observándolo tímidamente desde detrás de la tela que hacía de puerta. Si hubiese sido otro momento o lugar de seguro lo hubiera incomodado, sin embargo, su cabeza aun le daba vueltas y tal como había dicho aquella mujer, necesitaba una buena comida, su barriga protestaba. La mujer regresó en pocos minutos, el olor a comida le activó las papilas gustativas de inmediato, salivó, tenía un hambre feroz. Le había llevado un caldo a base de legumbres con unos pocos trozos de carne y verduras. Ereas se lo devoró todo, no había probado bocado hacía días, a lo que la mujer le sirvió gustosa un segundo plato. El niño, en tanto, se había sentado a los pies de la cama y continuaba observando a Ereas con evidente fascinación. Parecía apreciar y memorizar cada uno de los movimientos que éste hacía.

—Soy Ereas —le dijo, una vez que la mujer le retiró el plato.

El niño lo miró sorprendido y de forma tímida respondió:

—Me llamo Adam.

Su voz era suave, un poco apagada, pero cálida y agradable al oído. Se quedó algo pensativo un instante como si dudara en lo que debía decir. Finalmente preguntó:

—¿Eres... eres el hijo de un hada?

Ereas se quedó sorprendido. Había escuchado una variedad de cosas debido a su andrógina apariencia, pero nunca le habían preguntado algo así. Aguardó un segundo y contestó.

—No, no lo soy —el niño lo miró desilusionado— ¿Por qué lo preguntas? —añadió.

—Pensé que tal vez podrías... de alguna forma... —titubeó— ¡Concedernos un deseo! —bajó su cabeza avergonzado, algo triste, como si Ereas acabase de matarle cierto tipo de esperanza.

—Bueno... este... la verdad es que no sé cumplir deseos... ojala pudiera y tampoco conozco a nadie capaz de hacerlo. Aunque si tenemos suerte, puede que encontremos a alguien uno de estos días —dijo Ereas tratando de tranquilizarlo, aunque el mismo dudaba que existiera alguien así, y si es que lo había, también estaría deseoso de conocerlo—. ¿Qué deseas pedirle? —preguntó.

—Que vuelva mi hermanita —respondió el muchacho cabizbajo.

—¿Dónde está ella? —preguntó Ereas intrigado.

—El pantano se la llevo —contestó el niño.

Ereas se quedó en silencio, no supo que decir. Comprendía perfectamente lo que era perder a un ser amado, los recuerdos no dejaban de atormentarlo. Evitó preguntar cómo había sucedido.

Durante los días siguientes Ereas se recuperó, sus heridas y contusiones desaparecieron de manera sorprendente y veloz. Había estado en cama tres días seguidos debatiéndose entre la vida y la muerte, entre la inconsciencia y el delirio. Las espeluznantes visiones lo habían mantenido sudando y gritando frases ininteligibles cargadas de terror, algunas veces se mezclaban con los nombres de su familia, otras veces con el de Taka que regresaba transformado para devorarlo, lo que le dejó un constante sentimiento de intranquilidad. Le costaba olvidar las imágenes durante el día y al igual que en sus pesadillas se sentía constantemente observado por algo que estaba más allá de su entendimiento. Había vencido al pantano, sin duda, pero a cambio pagaba el precio con cada instante de lucidez, aun así y para su sorpresa, descubrió que se hallaba en el reino de Tormena, la prospera tierra del rey Sentos. No pudo creerlo cuando se lo dijeron, había cruzado el Bosque Sombrío de lado a lado. Una hazaña que ningún mortal había logrado jamás. Sin embargo, estaba lejos de sentirse orgulloso, seguía pensando en el inmenso dolor que le había significado todo aquello. ¿Realmente valía la pena seguir viviendo? una tortuosa pregunta a la que temía enfrentarse cada vez que ahondaba en su cabeza.

Sus rescatadores eran campesinos pobres y humildes en extremo, tenían una pequeña y destartalada granja en un pedazo de tierra limitante al pantano, la única en un par de millas. Aquel lugar era una especie de península, campo abierto limitado por el bosque y la temida ciénaga; nadie se atrevía a vivir en aquel lugar, lo veían como un lugar maldito, poco fértil y pestilente. Las frutas y verduras se daban escasas y los animales terminaban en su mayoría perdidos; seguramente devorados por las indescriptibles criaturas del pantano, más aquella familia no tenía opción, eran demasiado pobres para siquiera soñar en comprarse o buscar una tierra mejor, por lo que Dionisio, un hombre ya viejo y cansado por el duro trabajo, hacía lo mejor que podía para sacarle a la tierra el poco provecho que le daba. Había vivido allí toda su vida junto a Berta, su esposa, y habían engendrado varios hijos, los que por algún motivo siempre nacían muertos. Habían intentado innumerables formas para curarse de lo que ellos consideraban un mal, pero siempre fracasaban. Vez tras vez se habían visto forzados a enterrar a un nuevo y esperado bebé que los ayudaría en sus labores, les alegraría la existencia y los cuidaría en su vejez, no obstante, pasaron los años y su sueño nunca se realizó, hasta que Berta en su desesperación acudió al mismísimo templo de Tormena junto a su marido a encomendarse al dios Thal. Ya le había rezado innumerables veces, solo para ser ignorada y ya se habían dado por vencidos cuando Berta llamó a aquello su último intento. Si no funcionaba juró por su vida lanzarse a la mismísima ciénaga que los rodeaba. Dionisio la llamo loca, pero la amaba y al igual que ella, sus deseos de paternidad le habían comenzado a ser una tortura, por lo que aunque sabía que sería una pérdida de tiempo, amorosamente la apoyó. Vendieron la mayoría de sus posesiones, compraron el aceite perfumado más fino, caro y exclusivo que pudieron pagar y viajaron diligentes al templo de Tormena por primera vez en sus vidas.

Fueron tres meses después que Berta volvió a quedar encinta. Dionisio temió el mismo viejo desenlace, pero Berta estaba optimista, convencida de que esa vez sería diferente, él no se atrevió a contrariarla. Tuvo un parto difícil, pero exitoso y para su alegría dio a luz a mellizos, Adam y Thiare; las oraciones finalmente habían sido escuchadas. Su felicidad fue mayúscula por lo que dichosos viajaron ese mismo año de regreso al templo junto a sus dos retoños a entregar una nueva dádiva de agradecimiento, no obstante, las cosas no salieron como esperaban.

Ese año los sacerdotes del templo habían comenzado a hacer un sorpresivo cobro por el uso del gran santuario; impuesto a la fe indebido que había obligado al rey Sentos a intervenir llevando al reino de Tormena a una severa crisis política y religiosa de la que aún no se terminaba de recuperar. Dionisio y su familia fueron incapaces de pagarlo, por lo que prometieron regresar el próximo año. No obstante los nuevos integrantes de la familia significaron un gasto mucho mayor de lo esperado. Dionisio trabajó duro, pero lo poco que podía sacarle a la tierra no fue suficiente para ese año, ni tampoco para el próximo, ni el siguiente, ni el que vino después... y así paso el tiempo y aquel viaje nunca se hizo. La fina dadiva se quedó guardando polvo en el fondo de una repisa, mientras los niños crecían y alegraban sus vidas. Adam era serio y retraído, Thiare alegre y conversadora; él, moreno como su padre y ella rubia como su madre. Eran polos opuestos que habían compartido un mismo vientre. Thiare se transformó en la favorita de Berta, cantaban, reían, compartían las tareas de la casa, le alegraba el corazón; Adam ayudaba a su padre. Hasta que aquel invierno todo cambió, Thiare había ido a buscar agua del pozo, sencilla tarea que ya había realizado cientos de veces, su madre preparaba la comida. Nunca regresó.

Ereas permaneció dos días más con Dionisio y su familia antes de partir. Cuando supo que se encontraba en Tormena dedujo inmediatamente lo que debía hacer. Sentos era conocido por ser un rey justo que tras la guerra en contra del extinto imperio Azario se había hecho amigo de su padre, sería incapaz de desamparar al amado hijo del rey Edón, pues sabía que pese a la distancia que separaba a Tormena de Drogón, ambos reyes habían mantenido una muy buena relación. Por lo demás, era el deber de un rey proteger a sus aliados y él necesitaba ayuda desesperadamente. Aparte de su ceñidor y su espada no tenía nada, Berta había quemado sus inservibles harapos y ahora vestía ropas de Dionisio que la mujer había ajustado hábil a su talla. Lo miraban con adoración y una fascinación indescriptible, lo colmaron de atenciones y estuvieron pendiente de él en todo momento; y aunque Ereas, en su posición, siempre estuvo acostumbrado a que lo complacieran, aquella familia lo hacía sentir extraño, pues insistían en creer que era una especie de ser mágico o un ángel caído del cielo, una especie de respuesta a sus lastimosas y vehementes suplicas a Thal. "El pantano sólo lleva, no devuelve" había dicho obstinadamente la mujer cuando Ereas trató de explicarle de donde venía, por lo que pese a todos sus esfuerzos se negaron a creer tan solo una palabra de lo que dijo, empecinados en convencerse que todo aquello seguía siendo parte del delirio causado por los días de inconsciencia, pronto se le pasaría. Ereas era su milagro, la esperada respuesta del gran dios Thal a las plegarias por su hija.

Cuando Ereas les hizo saber lo que pretendía hacer, Dionisio y su familia se pusieron muy tristes. Todo ocurrió durante la cena, Berta fue la que peor se lo tomó, para ella fue algo casi calamitoso. En aquel escaso tiempo se había encariñado a tal punto que sus ojos estuvieron llorosos.

—¿Acabas de llegar a nuestras vidas y ya te vas? —protestó Berta desconsolada.

Ereas quedó perplejo ante la reacción de la mujer, no se lo esperaba. Hasta ese entonces la había visto animada y sonriente, cosa que no ocurría desde la desaparición de su hija, y aunque aquel dato el muchacho no lo sabía, no pudo evitar sentirse un tanto culpable, permaneció un momento en incomodo silencio sin saber que decir.

—Es lo que debo hacer —dijo finalmente.

—¡Lo que debes hacer! —exclamó Berta— ¿Qué sentido tiene viajar hasta Tormena? El camino está lleno de ladrones, asesinos y violadores... Y aquella ciudad ¡Oh Thal! Es tan grande que te perderías. Si vas, de seguro terminaras muerto antes de siquiera divisar a nuestro rey ¡Aquí estas seguro!... ¿O es por qué no podemos darte las comodidades que necesitas? ¿¡Eso es!? —preguntó— ¡Pues somos pobres, pero hacemos lo que podemos!

—Lo sé... pero no es eso —respondió tímidamente.

No lograba encontrar las palabras adecuadas para explicar que ahí no estaba seguro, no se sentía seguro. Después de todo lo que había visto, aquel lugar le aterraba, de sólo pensar en el escabroso pantano o en el bosque le recorría un escalofrío incontrolable. Estaba dispuesto a arriesgarse y enfrentar los peligros del camino, o la ciudad, o lo que fuera. Algo menor comparado con lo que ya había pasado, se decía. Debía llegar a la corte del rey Sentos, tenía la firme convicción de que era lo que debía hacer.

—¿Entonces qué es? —preguntó Berta mientras se limpiaba las lágrimas con un viejo pañuelo.

—Es sólo que... —Intentó explicar Ereas, pero se sintió confundido, de cierta forma se sentía comprometido con aquella familia, después de todo le habían salvado la vida, lo habían cuidado y alimentado durante todos esos días, no podía irse así nada más. Un incómodo silencio reinó sobre la mesa. Berta parecía sollozar, Dionisio la abrazó, Adam sólo se limitó a observar sin decir palabra.

—Prometo volver a visitaros —dijo finalmente— Les estoy y estaré eternamente agradecido por todo lo que han hecho por mí y la verdad es que no sé cómo demostrarles mi aprecio ¡Os aseguro que una vez que logre hablar con vuestro rey, volveré aquí cuanto antes! ¡Pero esta vez no con las manos vacías! Sentos estará feliz de saber que me han ayudado y estoy seguro que los recompensará... y si no es así, yo mismo me encargaré de que esto ocurra, aunque deba vender lo poco que aún me queda ¡Juro por el nombre de mi padre que saldaré mi deuda para con ustedes!

Esto pareció contener un tanto a Berta, pero Ereas sintió que aún faltaba añadir algo más, algo que la convenciera al cien por cien, algo que no le dejara duda de que su partida era lo correcto, pero no sabía que más decir. Estaba dispuesto a cumplir su juramento, cualquiera que hiciese, debía hacerlo, "¿Qué es del hombre sin el honor?" le había dicho su padre una vez, sin embargo, en ese instante no sabía que más ofrecer. Dionisio fue el que habló esta vez.

—Creo que el muchacho tiene razón Berta —le dijo tiernamente— Él debe tener sus razones para hacer lo que está haciendo ¡No podemos entrometernos! Y de verdad nuestro señor el rey lo acogería mejor que nosotros ¡Si apenas nos alcanza para comer! —se lamentó.

Berta se quedó pensando un momento, finalmente preguntó:

—¿Y conoces a nuestro señor el rey? ¿Lo has visto antes?

—¡Una vez! —respondió Ereas— Aunque no lo recuerdo muy bien. Fue hace mucho, pero él conocía a mi padre ¡Eran amigos! No dudará en ayudarme, además es muy importante darle a conocer lo sucedido en Drogón ¡Antes de que sea demasiado tarde! —recalcó.

Aunque eso último era sólo una verdad a medias, pues en el fondo sabía que lo más probable era que a esas alturas el rey de Tormena ya debía estar al tanto de lo sucedido. Días antes del fatídico desenlace en la capital de Drogón se habían enviado cuervos hacia los demás reinos informando de la situación, a esas alturas debían estar preparándose para la inminente guerra, si es que aún no habían caído por supuesto.

—¿Y sabes cómo llegar? ¿Conoces el camino? —preguntó Berta.

Ereas se avergonzó un poco, no había visto aquella tierra más que en mapas. Llegar a la ciudad de Tormena supondría un verdadero desafío, necesitaba a alguien que lo guiase o de seguro terminaría muerto o perdido, tal y como le había advertido Berta anteriormente.

—La verdad es que no —contestó sonrojado— ¡Pero encontraré la manera! —aseguró.

El terror al pantano era más poderoso, deseaba estar lejos de ahí de manera desesperada y no regresar jamás. Tenía el profundo temor de que las monstruosas criaturas, o algo peor, saldría por las noches y lo arrastraría de vuelta. Y podía sonar trágico, o incluso drástico, pero prefería morir asesinado, decapitado o de muchas otras formas posibles, pero no en aquel lugar.

—¿¡Encontraras la manera!? —preguntó Berta algo irónica— Viajar solo es lo peor y más aún para un ser como tú ¡No tienes agua! ¡No tienes comida! ¡Ni transporte! ¡Ni guía! ¡No puedo permitir que te marches así nada más! —dijo marcando la voz, pareció pensar un instante— Te acompañaremos —agregó decidida.

—Señora... yo... —titubeo Ereas confuso, pero fue interrumpido bruscamente por Berta, quien habló de manera tajante.

—¡No se hable más! ¡Mañana mismo partiremos!

Dionisio y Adam la miraron incrédulos.

—¡Mi señora! —reprochó Dionisio— ¿Crees prudente dejar todas nuestras cosas así como así? ¿Quién alimentara a Sansón? –un perro que Adam había nombrado así- ¿Quién cuidará de nuestras gallinas?... Sin contar que no tenemos dinero y queda mucho por hacer en nuestro campo ¡Creo que deberíamos esperar un par de semanas primero, querida! Dejar todo en orden, vender algunas cosas y conseguir dinero ¡Viajaríamos más seguros!

—¡No has escuchado que es urgente! —dijo Berta tajante— Si el gran dios Thal nos bendijo enviándonos a este muchacho debe ser por algo ¡Es nuestro deber acompañarlo!

Dionisio se quedó pensativo, fuera de sí por un instante, parecía sopesar seriamente las palabras de su esposa. Ereas se limitó a mirarlos en silencio, le costaba creer lo que estaba sucediendo, se sentía incómodo. Tal vez en otro tiempo no hubiera puesto reparos. "El sabio y grandioso Thal, creador del firmamento, conocedor de todos los caminos y cada una de las cosas..." una frase bastante conocida y que era a lo que aparentemente apelaba Berta, sin embargo, a Ereas, después de todo lo que le había sucedido, le comenzaba a parecer más bien un consuelo de tontos.

—Realmente no es necesario que hagan esto por mí —dijo un conmovido Ereas.

Aún le costaba creer lo que estaban pensando, era una verdadera locura. Dionisio y su familia eran gente humilde y necesitada que sobrevivían a duras penas con lo poco que les proveía su tierra. Si lo acompañaban era evidente que tendrían que deshacerse de sus posesiones y abandonarlo todo por quizá cuánto. No era justo entrometerlos en aquel asunto, él era el que ya no tenía nada que perder, no aquella humilde y acogedora familia.

—¡No! —dijo Dionisio finalmente— Berta tiene razón. Es hora de realizar aquel viaje que nunca hicimos.

Y pudo haber sido solo la impresión de Ereas, pero tras aquellas palabras pudo jurar que un frio soplo de aire nocturno golpeó la mesa de manera estremecedora. 

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