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I - El Bosque Sombrío

El bosque era espeso, siniestro y húmedo; los árboles crecían imponentes, formando extrañas y desconcertantes figuras; estaban plagados de musgo y unos hongos gigantescos de extraños colores se alzaban en derredor, algunos alcanzaban incluso el tamaño de un niño, con tallos anchos y carcomidos por las criaturas reinantes que, pese a que la mayoría eran venenosos, los tenían como uno de sus platillos favoritos; los rayos del sol eran casi inexistentes y el suelo estaba en su mayoría cubierto por la podredumbre de hojas caducas, troncos viejos y humedad. Era por ello que aquel tenebroso y oscuro bosque lo llamaban el Bosque Sombrío. La espesura de él era legendaria, el más grande y siniestro jamás conocido; abarcaba tal magnitud que sus tierras y pantanos eran el equivalente a tres o cuatro reinos de la Tierra Conocida; nacía al norte, casi a los pies de las montañas de Anagram, allí donde el río Elférico se dividía y daba paso a los apestosos y casi interminables pantanos de Esril, éstos rodeaban por completo su espesura acompañándolo hasta el mismísimo mar.

Nadie se atrevía a adentrarse en aquellos parajes; horribles y espeluznantes historias se contaban de aquel lugar y sus pantanos, sin embargo, ahí, en medio de aquel sombrío lugar, dos almas desesperadas corrían sudorosas, cansadas, su ropa estaba rasgada y sucia, sus rostros reflejaban una evidente expresión de terror. El hombre que lideraba la huida era alto, musculoso, de pelo enmarañado y piel tostada bajo el sol, con una larga cicatriz de guerra en el rostro, la que resaltaba su fiereza; asía firmemente una afilada espada que a pesar de su evidente peso no entorpecía su carrera, se mantenía a paso firme y con ligereza. Tras él, y siguiéndole de cerca, iba un muchachito de ropa fina y bordada en oro; era un ser extraño, atípico y de una belleza andrógina que resultaba hipnotizante, su rostro blanco y terso resultaba angelical, su cabello abundante y negro resplandecía en la oscuridad, sus ojos eran marrón luminoso y sus pestañas naturalmente crespadas, una nariz respingada, de contextura delgada y ligera. Sus labios extrañamente poseían un color negro cristalino, al igual que sus uñas, profundamente negras, lustrosas, como si de una fina pieza de joyería se tratase; sus orejas largas y puntiagudas lo alejaban de toda humanidad, aquel muchacho era algo más, algo digno de alabanza; desde la planta de los pies hasta la coronilla no había defecto.

—No puedo más —articuló con una suave voz.

Tenía la garganta seca y apenas sentía las piernas. Algunas lágrimas se dejaban ver en sus mejillas y sin poder contenerse, se desplomó sobre el lodoso suelo de hojas podridas. Sentía la sangre agolparse en su cabeza y un resto recorrer su cuerpo a una velocidad inhumana. Se quedó con la vista fija en la copa de los árboles, su mente se fue a blanco y su mirada permaneció perdida. Fue incapaz de volver a levantarse.

—¡Vamos muchacho! ¡Aún podemos lograrlo! —dijo el alto y musculoso hombre de la cicatriz volviendo sobre sus pasos, su tono sonaba suplicante, desesperado.

Ereas no respondió, por lo que Taka no atinó a más que levantar el frágil cuerpo del muchacho sobre sus hombros para continuar la carrera, apenas si pesaba. El frío y la humedad le inundaron la piel por un instante, sudaba como animal, aunque a esas alturas ya no sabía si era sudor o la sangre que aún emanaba de sus heridas, no le importó, debía continuar. Ereas, en tanto, comenzó a perder la noción del tiempo, por lo que fue incapaz de saber cuánto más corrió el guerrero; sólo percibió su jadeo, la sombra de los árboles y la oscuridad, todo le daba vueltas, agonizaba de cansancio. Unas múltiples y confusas imágenes asaltaron su cabeza, como si todo lo ocurrido últimamente solo fuese un mal sueño. Pronto despertaría, pensó, sólo debía cerrar sus ojos con fuerza y cuando volviese a abrirlos estaría en su alcoba una vez más; ahí donde todo era hermoso y acogedor...

Pero no fue así, repentinamente Taka se detuvo exhausto, jadeante. Ereas volvió a sentir el frío y húmedo suelo una vez más. Abrió sus ojos y aún estaban perdidos en algún lugar de aquel bosque maldito. Un frío intenso, que pareció emanar desde la médula, recorrió su cuerpo. Las bestias debían estar cerca, las podía sentir. Comenzó a temblar, tenía miedo, mucho miedo.

Taka, en tanto, intentó recuperar el aliento, necesitaba agua de manera urgente, le ardía la garganta. Su desaliñado y sucio aspecto le hacía ver cual pordiosero.

—¡Vamos levántate! —le dijo a Ereas entre jadeos— No podemos rendirnos ahora ¡No vamos a morir aquí! —recalcó— ¡Levántate!

Pero Ereas estaba débil, demasiado, ni siquiera recordaba la última vez que se había llevado algo a la boca, sollozó.

—Ya no puedo —su dulce voz sonó lejana, lastimosa, como si toda esperanza se hubiera desvanecido en la nada.

A Taka le partió el alma escuchar aquello, el amor que sentía por aquel muchacho era tal vez comparable con el hijo que nunca tuvo, tal vez más. Sea como fuere, estaba dispuesto a dar su vida por él y eso era lo que importaba. No podía soportar verlo así, no podía soportar verlo llorar, tal vez si dejasen que se acabara todo se apaciguaría aquel inenarrable dolor que lo atormentaría hasta el final de sus días, tal vez era hora de dejarlo regresar a Thal. Sin embargo, su espíritu de guerrero aun lo dominaba, aquél que lo había hecho luchar hasta el final... que lo había llevado hasta allí... a ese momento... por lo que tratando de pensar en algo terminó por agarrar a Ereas de los brazos para luego alzarlo contra un árbol cual muñeco. La repentina actitud del guerrero asustó al muchacho.

—¡No! —le dijo— ¡Esto no se acabará aquí! ¡Júrame que harás todo para salir de este bosque! —su voz ronca intimidó a Ereas— ¡JÚRALO! —enfatizó, sacudiéndolo.

Por un instante, Ereas no supo que decir.

—Lo juro —dijo finalmente.

Un súbito escalofrió le recorrió en cuanto pronunció las palabras.

—Dame tu ropa —ordenó Taka.

—¿Qué harás? —pregunto Ereas desconcertado.

—Nos siguen por el olor —respondió— No podemos correr para siempre, sería una batalla que no ganaríamos.

Ereas le extendió su elegante abrigo marrón, hacía rato que había perdido su capa de viaje. Su broche dorado con la característica silueta del dragón perdido para siempre en algún lugar de aquel horrible y casi interminable pantano que se habían visto obligados a cruzar.

—Con esto será suficiente —dijo Taka deteniendo a Ereas, quien comenzaba a sacarse el ceñidor.

Aún llevaba su pequeña cantimplora de cuero y la corta espada hecha a su medida, ambos regalos de su padre hacía un par de semanas. Recordó que no había bebido líquido hacía ya bastante, la garganta le ardía. En seguida, recogió con sus manos cuanto barro pudo y lo vertió sobre el muchacho.

—¿Qué haces? —preguntó éste sorprendido. Ahora su cabello y su rostro eran una capa de lodo y mugre maloliente. Sintió ganas de vomitar.

—Dudo que sus narices perciban tu aroma después de esto —le dijo el guerrero.

Ereas se dio cuenta de que tenía razón, por lo que siguiendo a Taka, se agachó a recoger tanto barro como pudo y terminó el trabajo.

—Quiero que te subas a un árbol y te quedes en él hasta que sientas que estás seguro —ordenó el guerrero— ¡Yo me encargaré de alejarlos!

—¿¡QUÉ!? —exclamó Ereas sorprendido— Yo... ¡No me dejes solo! —imploró— Yo no podría...

—¡Lo Juraste! —lo interrumpió firmemente— Es hora de enfrentar las cosas como vengan.

Ereas sintió pánico, había sido tan dependiente hasta ese entonces que la sola idea de quedarse solo en aquel bosque lo aterrorizaba. Su madre lo había criado como un chiquillo mimado, lo sobreprotegía, al punto que había provocado que Ereas, a esas alturas, se sintiera incapaz de realizar un sinnúmero de cosas que la mayoría de los muchachos de su edad ya dominaban con maestría.

—Que el Gran Thal ilumine tus pasos mi amado Ereas —dijo Taka. Supo que era su despedida definitiva, la suerte ya estaba echada. Sintió una profunda pena, una como nunca había experimentado antes, no se atrevió a mirarle a los ojos—. ¡Aún tienes mucho por vivir! —recalcó besándole la enlodada frente.

Ereas quedó sorprendido. En tanto, Taka se giró desapareciendo rápidamente en la oscuridad del lugar.

Tras un momento, el muchacho siguió las instrucciones del guerrero escogiendo un árbol de tronco grueso y retorcido que, a pesar de su agotamiento, no le resultó difícil trepar. Aquello era uno de sus tantos juegos de infancia, por lo que pronto se encontró entre el tupido y espeso follaje. Se acomodó cuidadoso, evitando interrumpir el sepulcral silencio y se quedó allí, quieto y atento. Se aproximaban, podía sentirlo.

A partir de ese momento el tiempo pareció transcurrir mucho más despacio de lo acostumbrado y a pesar de mantenerse estático, se sintió mareado. Apenas se atrevía a respirar, pero aun así, decidió mantener sus ojos bien abiertos. Pronto escuchó los gruñidos... estaban cerca, muy cerca. El miedo le aceleró el corazón, los habían rastreado a la perfección; rezó para que no lo encontraran. Aún mantenía las vívidas imágenes de aquellas espeluznantes criaturas. Veía sangre, mezclada con gritos y aullidos del terror más puro.

Las bestias eran sagaces, se movían con soltura. La aguda visión de Ereas las divisó en la distancia. Su corazón latió aterrorizado, sintiendo el golpeteo hasta en su cabeza, temió que lo escucharan y contuvo el aliento. Apartó su vista y cerró los ojos con fuerza, no pudo soportar volverlas a ver, le parecieron más espantosas esta vez. Eran bestias imposibles. Enormes, desgarbados y amorfos perros de tres cabezas.

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