Segunda Venida
— ¿¡David!? —gritó una voz en la lejanía, y su voz formó eco entre los arboles de aquel bosque de dimensiones agigantadas. El aleteo de una bandada de pájaros se elevó por encima de los robles y la fragilidad del silencio se quebró en forma de gritos ahogados. En aquel momento, el joven que hasta hace unos segundos gritaba con fiereza, calló y miró a su compañero perplejo.
— ¿Que... Que ha sido eso? — Tartamudeó bajando la voz al mínimo.
No respondió, se llevó el dedo índice a los labios y le pidió silencio. Todo ello mirándole a los ojos. Compartían el miedo, pero el temple de uno era mayor que el del otro.
Los gritos agónicos venidos del corazón del bosque cesaron. Solo entonces, procurando no hacer vibrar al aire, el mayor de los dos habló:
— Lorcan, vuelve al carromato. -le ordenó con un deje de incertidumbre en su voz.
— No, me quedo. Sea quien sea quien le haya puesto un dedo encima a David, —flexionó el puño donde Maddox pudiese verlo-, le haré tragar puño.
Sus palabras eran valientes, pero Maddox no era del tipo de gente que cree en palabras vacías, él tenía un don interesante, el don de conocer a las personas. Le bastaba con mirar a los ojos para saber lo que sentía la persona que tuviese en frente.
— No, no lo harás. —suspiró—. Si te pasara algo sería mi responsabilidad. Como crees que se sentirá tu hermana si le pasa algo a su hermanito. —apeló a su sensibilidad.
Lorcan vaciló unos instantes. Miró más allá de Maddox, hacia el interior del bosque, y de nuevo, a los ojos de su compañero.
— Bien, iré con ella. Pero para asegurarme de que se encuentra a salvo. —masculló por lo bajo.
Maddox observó cómo Lorcan se alejaba a paso lento, sin volver la vista atrás y, cuando ya estuvo lo suficiente alejado, emprendió una marcha más veloz hacia el Paso de Piedra.
Para Maddox, ocultar el miedo a los amigos era de estúpidos, y cobardes, ocultar el miedo a los desconocidos era de sabios. Por ello, más de una vez se preguntó si Lorcan era un estúpido o para Lorcan, él era un desconocido.
Solo, continuó atravesando la espesura, las ramas de los pinos se arrimaban a sus hombros rasgándole su vestimenta.
Su cara se contrajo del asco cuando un hedor a sangre inundó sus fosas nasales. Su cuerpo le negó avanzar, y a pesar de ser un hombre de razón, se obligó a ignorar la advertencia.
Asomó la cabeza por un último muro de matorrales y se quedó perplejo por lo que veían sus ojos.
Un claro, cadáveres y fuego negro.
Seres corruptos, nacidos del miedo.
Maddox vaciló, había oído hablar de aquellas bestias negras, de echo, las conocía mejor que la mayoría de los habitantes de Rampage, de ello se había ocupado bien su padre y en menor medida, su abuela, aunque ella prefería evitar aquellos temas, el tiempo le enseñó a callar. Pero la edad la hizo hablar sin saber de qué estaba hablando.
Maddox se golpeó las mejillas, aspiró hondo y cerró los ojos, cuando los abrió, era una persona nueva, en sus ojos no había rastro del miedo que hasta hace unos segundos, rebosaba en sus pupilas. Se indujo a un estado de calma. Bloqueó el miedo. El como controlaba su mente era aterrador y, al mismo tiempo increíble.
—¿David? —llamó en alto. ¿No era consciente de la situación? No, no era eso. La entendía perfectamente, y es por eso que desechó la idea del sigilo. Los demonios eran seres siniestros, desconocidos, la gente teme lo desconocido, esta en su naturaleza. Pero aunque supiesen, que es el miedo lo que atrae a las bestias negras, ¿Dejarían de temerlas por ello? No... Maddox lo sabía, al igual que su padre, que con la intención de defenderlo, le dio el mayor escudo.
«David» gritó una vez mas.
No reparó en ninguno de los cuerpos esparcidos por el suelo, llevaban túnicas negras, y sus caras se ocultaban a la sombra de sus capuchas. Maddox dobló los escombros de lo que pareció ser un altar en el centro del claro, y el color amarillo ambarino de una camisa atrajo toda su atención. Cayó sobre sus rodillas con suavidad y se relajó al comprobar que todavía respiraba, como una madre haría con su hijo, le apartó un mechón anaranjado de la frente.
— Eres un chico afortunado. —lo tomó en brazos, se levantó y se volvió por donde había llegado. — «Los inconscientes no temen a nada.» —sonrió.
No podía ver nada, solo una oscuridad ocasionalmente salpicada por tonos más blanquecinos. Los párpados le pesaban demasiado como para poder levantárlos. Contornos ligeramente más oscuros se mecían delante suyo.
Estaban hablando, pero el sonido de sus voces se oía a lo lejos, distantes y distorsionadas. Con tiempo, logró distinguir partes de la conversación.
— Entiendo. —afirmó Ana comprensiva—. Pero... No me gusta cuando desaparecéis sin avisar. Si... Si...
Calló. Pasados unos segundos un hombre tomó el relevo.
— No ha pasado nada, y el chico está bien. ¿Hubieses preferido que no hubiese hecho nada?
La oscuridad se volvió total, así como el silencio. El sueño lo tenía en sus manos de nuevo, posiblemente, en ningún momento lo dejó escapar, las palabras que oyó, como suele pasar, no las recordaría al despertar.
Su nombre pasó estridente a través de sus oídos. David se despertó sobresaltado.
— ¿Has dormido bien, chico? —preguntó Maddox animado.
David se sentó en el borde de la cama y se palpó la cabeza, notó un bulto en la nuca. Le dolía.
— ¿Que ha pasado? —miró a Maddox confundido y dolorido.
— No estoy del todo seguro, te encontré desmayado, fuera del carromato. Posiblemente te golpeaste la cabeza con algo. — Maddox no mentía, pero tampoco contaba toda la verdad. Había pasado poco tiempo desde su encuentro demoníaco sin rastro de los demonios, y por el momento, prefería mantenerlo así, sin rastro.
—De todas formas, —se levantó—, no le des muchas vueltas al tema.
Maddox caminó con júbilo hacia la puerta trasera del carromato. Una luz cegadora inundó la estancia cuando abrió la puerta. Rodeado de luz, inspiró fuerte.
— Si necesitas cualquier cosa, estoy fuera. ¿Sabés?—sonrió con una mano a la espalda— huele a hambre.
Maddox se entregó a la luz del exterior. Las tripas de David rugieron con timidez. Y supo que aquel día, preparaba Ana la comida.
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