El cuentacuentos
Todos se sorprendieron cuando Arvin, quien había decidido cruzar al otro lado del tronco para cenar con los comerciantes, desveló el nombre de su familia. Les Enchasiers. Lorcan quedó boquiabierto por un rato antes de poder pronunciar palabra, pero, lo que dijo, el viento se encargó de ocultarlo. Maddox y Ana reaccionaron de forma similar, se miraron, y se volvieron de nuevo hacia Arvin, quizás esperando una reconfirmación. Cuando el silencio se alargó suficiente, Arvin le quitó importancia con la mano.
- Nada, nada. Al final, seguimos siendo una troupe más. Un grupo de personas que quiere disfrutar lo que tiene. -se encogió de hombros-. Dejemos de hablar de nosotros. ¿Qué me dicen de ustedes? Sois un grupo... Peculiar -cambió de rumbo la conversación.
Ana sonrió y paseó la mirada por el corro que se había formado alrededor del fuego. Ella y su hermano Lorcan, con la misión de continuar el oficio familiar dejado en sus manos a temprana edad. Y Maddox, un desconocido que solicitó viajar con ellos hace ya mucho tiempo.
- ¿Que te puedo decir? -se excusó-. El destino es caprichoso. Yo y mi hermano Lorcan, -lo señaló e hizo el mismo gesto al presentar a Maddox-, y más tarde Maddox, al que ya conoces un poco llevamos varios años comerciando entre los reinos. No es el mejor oficio. Pero es el que tenemos, después de todo, el dinero no se encuentra bajo las piedras.
Arvin asintió y se dispuso a añadir una observación. Pero un hombre se acercó al fuego por su espalda, Arvin se sobresaltó cuando le tocó el hombro, ya era mayor para lo inesperado, no obstante, se alegró cuando vio el rostro del recién llegado.
- ¡Breto! -lo recibió levantándose de su sitio y propinándole una palmada en la espalda. Una con fuerza.
Aquel hombre, Breto, contaba con una alta compostura, lo reflejaba así una postura recta y sus ropas de hilo de seda, vestía un sombrero de ala corta, formal, pero sin excederse. Ojos marrones y pelo otoñal al igual que Maddox, combinación muy común en los Lylenses. Era el tipo de apariencia que no esperarías encontrarte en una troupe circense y aunque Les Enchasiers tuviesen fama de ser el mejor de los circos ambulantes, aquella apariencia tampoco los caracterizaba, demasiado culta, demasiado gris.
Breto no formaba parte del circo.
Con un carraspeó nervioso Arvin se percató de su pequeña falta de educación, recuperando la seriedad, presentó a Breto a los comerciantes y viceversa.
- Os presento a Breto, -Breto saludó con formalidad e incluso hizo una vaga reverencia-, Breto Alejas, es un maestro en movimiento. Enseña conocimientos básicos a nuestros retoños, todos nosotros le estamos muy agradecidos, es como de la familia, pero comúnmente nos olvidamos del "como".
Breto sonrió con disimulo y añadió fingiendo seriedad.
- Es el poder del dinero.-a lo que Arvin respondió.
- Pero no en este caso. -carraspeó, se sentó de nuevo y Breto hizo lo mismo.
La cena transcurrió con normalidad, comieron, bebieron y quizás algunos bebieron de mas. Maddox, aprovechando la ocasión sacó una botella de licor aguardiente de su carromato, la tenía en un mueble pegado al techo, en la esquina. Fuera del alcance de Lorcan y del calor. Maddox no solía beber pero si lo hacía, se pasaba. Y aquella vez, se pasó, no fue el único. Aunque pensándolo mejor, a Arvin no lo incluiría en el mismo saco, con los tres primeros tragos ya estaba viendo mariposas sobre su cabeza. Pudo haber terminado peor si no hubiese estado Breto, quien se terminó su vaso y se lo cambió por agua.
Más tarde, junto a la caída del sol, Maddox decidió contar una historia, la historia de Zelie. O al menos, una parte de ella.
Maddox se sentó junto al fuego, atrajo la atención de los presentes y comenzó a narrar:
- ¡Alborotadores! Cállense todos, me propongo contar una historia que no es de mía invención, más fue mi abuela quien de primeras, a mí me contó. La historia de Zelie, el Soñador. -dijo haciéndose pasar por un gran trovador, moviendo las manos al ritmo de sus palabras y gestualizando emociones con su rostro. No lo hacía mal, lo hizo suficiente bien para atraer la atención de todos. El licor ayudó.
Entonces, desapareció en él todo el rastro de la borrachera. Su mirada se tornó seria, casi gélida.
- La guerra entre Lyl y Swordland se había prolongado. -comenzó a narrar-. Salinas, reina de Lyl, era derrotada una y otra vez pero se negaba a renunciar a Swordland. El reino se encontraba en estado crítico, las exigencias de la reina no habían hecho más que aumentar, así como aumentaban las revueltas, los levantamientos y las víctimas a manos de la Inquisición, que castigaba sin piedad las blasfemias lanzadas contra la reina. Y en medio del caos, un rumor se extendía por los pueblos, como lo harían las hojas secas en manos del viento otoñal. La música cruza los pueblos, calmando a los ciudadanos y derribando a los enviados por la reina Salinas, decían las gentes. La guerra, placada por la simpleza de una melodía. La noticia no tardo en llegar ante las puertas de la reina, quien indignada mando buscar al objeto de los rumores y si era así que existía, lo trajeran ante su majestad. Pasaron los meses el ambiente de guerra se había disipado, ahora sólo quedaba expectación, el rumor se convirtió en certeza. Alguien había detenido una guerra, sin escudo y sin arma. Swordland se había independizado pero la reina no estaba enfadada, había perdido un gran poder pero ahora optaba por conseguir uno aún mayor. Uno misterioso, el poder de calmar legiones y adormecer bestias.
Desde el pasillo, provenía un pautado eco, el metal de una armadura vibraba entre las altas paredes.
Las imperiosas puertas se abrieron y tras ellas, un caballero de plata.
- Mi reina, -hizo una reverencia el caballero-, un joven asegura ser quien buscáis, solicita pasar. -Salinas guardo silencio unos segundos mientras ocultaba su escepticismo. Al fin, aspiró un poco de aire como si temiese aspirar demasiado y dio su respuesta.
- Haz que pase. -el caballero asintió y regresó al pasillo.
Segundos después, un joven traspasaba el portón, portaba en su mano una flauta travesera metálica de cabeza curvada, un instrumento insólito a decir verdad.
La reina lo observó con disimulada decepción, aquella no era la apariencia que esperaba de quién había ocupado sus pensamientos durante tanto tiempo.
- Preséntate -mandó la reina, pero el muchacho no respondió, se limitó a señalar su boca y negar con la cabeza. La reina dio dos palmadas al aire y un servil apareció tras una puerta lateral-. Traiga una pluma, un tintero y un papel. Rápido. - exigió sin perder la compostura. El sirviente ya se había ido para cuando la reina terminó de hablar, parecía ser que el tiempo no era un bien que la reina estuviese dispuesta a perder.
El joven recibió el material de manos del sirviente y con soltura empezó a deslizar la pluma por el papel, dejó a Salinas con las manos levantadas, posiblemente con el objetivo de demandar una mesa. No fue necesario, el joven se desenvolvía en el aire sin problema. Con una mano sujetaba la hoja y el tintero y con la otra mano hacia danzar la pluma con movimientos ágiles y precisos.
La reina se recompuso y preguntó si estaba listo. El joven cambió de mano el tintero y le entrego el escrito.
Una caligrafía casi perfecta, perfecta de no ser por algunos símbolos donde la tinta se había corrido.
La reina sonrió mientras leía en silencio.
" Mi nombre es Zelie. Hijo de Duarte. Me presento ante su majestad para ofrecerle mis servicios a cambio de mi libertad y la de los que me acompañen."
A la reina casi se le escapa la risa, un joven escuálido exigiéndole privilegios. De todas formas, releyó la carta una vez mas.
Con ojos fríos y tono paralizante hizo una pregunta.
- ¿Es Zelie Idem la Voz de las Notas?
El joven Idem asintió. Y la reina se relamió sus labios marrones claros.
- Demostradlo. -exigió Salinas.
Lo que paso después, nadie lo sabe, lo que si sabemos es que la reina le cedió la libertad, y Zelie viajó por todo el reino reuniendo al circo al que nombró por el nombre, "Les Enchasiers". Protegidos en nombre de la monarquía.
Al amanecer del día siguiente, el ambiente estaba más relajado a un lado y al otro del árbol caído. Maddox y Arvin dormían como troncos. Breto parecía ser el más despierto de todos, junto a David, quien no había tomado cartas en el escenario de la pasada noche.
Breto se había encontrado a David esa misma mañana sentado junto al carromato de Ana, leyendo su libro favorito por no decir el único. Le conocía solo de nombre, pero tras estudiar al chico durante unos segundos, Breto se acerco a él.
- David. ¿Cierto? ¿Que libro estas leyendo? -David respondió sin levantar la mirada. Poco interesado en iniciar una conversación.
- Armado y desde la soledad.
- Un buen libro, por la cubierta diría... -se atragantó y trató de afinar la voz- diría que es una de las primeras versiones.
David asintió sin prestar demasiada atención a Breto.
- Es un libro que ha dado lugar a muchos debates. -caviló-. Si yo fuera tú tendría cuidado de mostrárselo a alguien equivocado. Todavía hay gente que piensa que trae consigo a la mismísima muerte. Es más, la Inquisición continúa insistiendo en que deberían quemarse todos los ejemplares.
Por primera vez David levantó la vista de las páginas y suspiró.
— ¿A dónde pretendes llegar?
Breto sonrió, puso sus manos sobre las de David y le cerró el libro.
— Créeme, nadie necesita más enemigos de los que la vida te da por ser quien eres.
David se levantó algo confundido y entró al carromato.
— Por cierto, hoy al mediodía impartiré una clase... Puedes pasarte si quieres. — Agregó Breto antes de que David cerrase la puerta.
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