Acumulador de favores
El interior del carromato era acogedoramente grande comparándolo con lo visible desde el exterior. La razón. Una increíble distribución del espacio, había un pasillo central suficiente mente ancho para un movimiento fluido de dos gordos o tres flacos. Techo alto con un tragaluz rectangular. A la izquierda, un montón de cajones y armarios empotrados, en medio, la pared se abría descubriendo una pequeña ventana. A David le gustaba ese pequeño espacio, se sentaba bajo la ventana y leía uno de sus libros favoritos "Armado y desde la soledad". Maddox se lo regaló a Ana, y Ana se lo prestó a David, ¿Lorcan? No solía leer, quizás porque no le gustaba atragantarse con las palabras. Al lado derecho, unas literas y un gran baúl chapado de doble cerradura, que, de hecho, provocó mi curiosidad.
Ana se despertó la primera de todos, su hermano dormía a su lado, encima dormía David. Con cuidado, salió de la cama y arropó a Lorcan. No se despertó. Ana lo observó dormir durante unos segundos, con la mirada que solo pueden poner los hermanos mayores y, que recibida de cualquier otro te revolvería el estomago. Miro por la ventana. Aun quedaban unos minutos antes del amanecer.
Como si se encontrara rodeada de bandidos ciegos, salió del carromato con movimientos serpenteantes y silenciosos, nadie se percató. Con el mismo sigilo se introdujo en La Espada, comprobó que Maddox dormía y alzo la vista.
Solo había una ventana lateral, lo suficiente para que algunos rayos de luna penetraran al interior de la estancia, rayando de azul la superficie metálica de una espada oculta en las sombras. Era la espada de Maddox, la tenía expuesta en un tablón colgante, demostrando ser un objeto muy importante para él.
Ana descolgó la espada y la blandió es sus manos. Refulgía en un bello azul celeste a la luz de la luna, había una extraña inscripción rúnica en la hoja. Pero Ana no le dió importancia, el solo hecho de tener la espada en sus manos la hacia sonreír de forma casi siniestra.
Con ella, Ana salió del carromato.
Maddox, con un ojo entrecerrado, la vio marcharse. La veía cada día. Nunca dijo nada, prefería que Ana lo considerase su pequeño secreto. Cuando convives con alguien durante todo el día, todos los días, es complicado tener secretos, todos tienen derecho a tener secretos. Además, Maddox pensaba que los secretos son como el vino, cuanto más tiempo permanecen guardados más buenos se vuelven.
También pensaba que, si Ana descubriese que él sabía su secreto, perdería el interés por las espadas, saber usar una espada es un conocimiento muy útil.
Maddox pensaba mucho.
En el exterior, el amasijo de ramas y hojas creaba una nueva alfombra natural sobre el suelo, un gran vendaval había azotado el bosque en medio de la noche. A Ana no pareció importarle. Adquirió una posición semblante frente al tronco de un viejo roble, adelantó un pie, ladeó el cuerpo y dejo caer la espada celeste por su lado derecho, paralela a su cuerpo. Con torpeza, comenzó a golpear el tronco con giros rápidos e imprecisos. Ana solía perder el equilibrio cuando la espada daba un golpe seco, pero, en contraste con lo referido al control de manos, sus pies parecían danzar por momentos, se movía con tal elegancia que casi parecía ofrecer una actuación coreografiada. Tras la función, el tronco había recibido cortes por todos los flancos y a todas las alturas. Ninguno muy fuerte, ninguno muy hondo, pero algo es seguro, ser cortado duele.
El sol ya estaba por encima de los arboles. Los carromatos rodaban sobre los conglomerados, Lorcan estaba al cargo de las riendas, las herraduras de los caballos componían un ritmo regular. Ya habían avanzado bastante, cuando Lorcan menguó la velocidad.
— ¡Yeeeeh! —tiró hacia atrás de las riendas. Los caballos relincharon en bajo. Tras el, Maddox lo imitó con más suavidad y redujo el trote—. Parece que tenemos un problema. —anunció lo suficiente alto para llegar a oídos de todos.
Ana se asomó por la ventana, un árbol estaba obstaculizando el camino. Tras el, había una troupe circense itinerante. El bullicio se oía débilmente por encima del repiqueteo de las ruedas chocando contra en suelo irregular, pero Ana supuso que estaban asentándose.
Poco tardarían en percatarse de lo poco casual y ordinario que había resultado ese encuentro, pues, se trataba ni más ni menos que de Les Enchassiers, la troupe circense mas reconocida.
Ya hacía unos pies que Lorcan y los demás habían traspasado la frontera entre los reinos vecinos: Lyl y Regis. Se hallaban en el tramo de la Atil del paseo de piedra. "Atil" es una palabra del idioma Carize, significa moneda. La razón de aquel nombre no era muy beneficiosa para comerciantes, ni para escríbanos... Ni para cualquiera que decidiese cruzar, pero, siempre hay excepciones. Incluso los bandidos tienen reglas. Jamás asaltan a los pastormentas, los enviados del rey para limpiar cualquier escombro que pudiese afectar al tránsito. Para resumir, eran tierras de bandidos, la probabilidad de ser asaltado era un cincuenta cincuenta, como tirar una moneda. Cara, bandidos. Cruz, despejado. Aunque juraría, que la moneda que se lanza esta amañada.
La llegada del grupo atrajo por un momento la atención de los artistas, expresando su curiosidad en forma de silencio. Bastaron dos palmadas para que todos ellos volvieran a sus asuntos. Funcionaban como un hormiguero, un hormiguero sin reina. La posición de los carromatos circenses no ayudaba mucho a la visibilidad, pero lo poco que se veía te invitaba a sentarte y disfrutar del espectáculo. Tres equilibristas se movían al son de la canción sobre un triple trapecio, era inquietante como arriesgaban sus vidas a diez metros de altura. Bajo ellas, personajes disfrazados de oscuros demonios se habían hecho con el suelo, sus movimientos inhumanos y sus intentos fallidos por alcanzar a las muchachas te ponían los pelos de punta. En los laterales practicaban malabaristas y acróbatas, preparados para invadir el escenario con deslumbrantes piruetas. Desde una vista aérea, estaba muy claro en qué lado del tronco se encontraba la diversión.
Maddox estaba terminando de asegurar los carromatos, a un lado, junto al árbol caído. Estaban seguros de que pasaría un tiempo antes de reanudar la marcha, Lorcan no se lo tomó muy bien, no era la primera vez que les pasaba, normalmente, los pastormentas tardaban unos días en llegar. En cambio, a Maddox no pareció molestarle y, como de costumbre, decidió ir a conocer a sus vecinos. Pero un anciano al otro lado se le adelanto.
— Hola joven, —saludó con la voz extrañamente fina para alguien de su edad. Tenía el pelo canoso, bien peinado. Y sus ojos marrones se encontraban en calma—, no tendrán por casualidad una rueda de repuesto. —señaló un carromato con su bastón.
Maddox se lo pensó por un momento, haciendo recuento de lo que sí y de lo que no transportaba en el interior de La Espada. Semillas de sandía, setecientos gramos de hierro de Mellou, trescientos de cobre refinado de Verneda. Un hacha desgastada, con más valor emocional que económico, y otras herramientas con la única utilidad de acumular polvo. Maddox pareció disgustado mientras negaba con la cabeza. El anciano suspiro.
— Vaya... Perdón por las molestias. —sonrió, antes de volverse.
Maddox, todavía le estaba dando vueltas al asunto, algo se le olvidaba. Entonces, una sonrisa ocurrente perforó su semblante pensativo.
— ¡Espere! —desbordando juventud, salto por encima del tronco con elegancia. Miró al anciano y asintió, más para sí mismo que para el viejo —. Es cierto que no tengo una rueda, pero creo que podría hacer algo para solucionar vuestro imprevisto. Puedo fabricar una.
— ¿Lo harías? —el viejo contuvo una sonrisa de hiena—. ¿A qué precio?
— Precio... —rebuscó en uno de los bolsillos de su chaqueta y le extendió algo al anciano, dejó caer una moneda de bronce facio. El señor la contempló sin comprender.
— Me das... ¿Una moneda? —la observó con curiosidad mientras pasaba el dedo por las florituras—. ¿Un bhuo? ¿De qué es esta moneda?
Maddox ocultó sus manos en los bolsillos y sonrió con picardía.
— Es un vale por un favor. Aunque, puedes verlo como una condena. Si quieres saldarla, hazle un favor a alguien, es sencillo. —se encogió de hombros—. Tan solo, no olvides darle la moneda a quien ayudes.
El anciano soltó una carcajada como si Maddox acabase de hacer algún chiste. Y adquirió una actitud menos formal, lo cual lo hizo parecer más joven incluso.
— No lo haré. —aseguró. Pasados un silencio, dijo— Ven. Te enseñaré el carro. Necesitarás registrar el tamaño y grosor de las rueda. ¿No?
Maddox asintió y dejaron el lugar. Conversaron más abiertamente durante el corto camino hasta el carro. Curiosamente, ninguno de los dos dijo su nombre, aunque Arvin lo acabaría descubriendo al voltear la moneda y leer la inscripción, unas horas más tarde.
Maddox tenía un buen historial a sus espaldas. Una niña sin nombre a la que llamó Esperanza. Un inquisidor que trató de condenarlo por ladrón. Una dama que, dolida, intentó acabar con su vida. Un anciano de incalculable sabiduría en afán de soledad. Un rey derrotado que acabaría muriendo por propia voluntad al coste de una moneda de bronce. Y su más reciente, un veterano circense motivado por la felicidad.
Cinco monedas estaban rondado por todo el mundo y una nueva iniciaba ahora su viaje y, junto a ellas, Maddox había viajado de mano en mano y de boca en boca. Muchos sabían su nombre, pero pocos lo conocían de verdad.
Aunque debo admitir que la idea original no fue de Maddox. Para conocer a nuestro comerciante de favores, debemos abstraernos en el tiempo unos cientos de años. Antes incluso de que la muerte invocase a sus demonios, cuando nació un hombre destinado a forjar en la historia una leyenda. La suya.
Carlo. Idemus el libertador de Sai Bolttire.
¿Que como lo sé?
Bueno, digamos que una moneda no me deja olvidarlo.
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