Valhalla: parte 1
La densidad se palpitaba en las cuatro personas frente a la catedral situada en el corazón de Ishkode.
La noche había sido larga. Pese a no dormir, ellos estaban presentes ante el citatorio que hace unas horas les fué enviado, atendiendo al llamado de la reunión a primera alba, exigida por las personas que regían el país entre las sombras.
Tanto el nerviosismo, como las ansias de anhelo porque todo fuese una pesadilla era retratado en sus rostros cancinos.
Sonia fué la que dio el primer paso luego de inspirar hondo. Le siguieron Yonder y Tshilaba.
Zinder esperó unos segundos antes de avanzar sobre las pequeñas escaleras de concreto a las afueras del lugar junto al resto, volteando al inmenso amanecer que yacía desde lo lejos, mirando como el sol se asomaba para dar los buenos días. Volvió la vista al frente, mientras su aliento divisado por las bajas temperaturas del entorno se esparcía con su paso.
El interior semejante a un ambiente de velorio estaba colmado de personas sentadas en los largos bancos acomodados en dos filas. Unos hablaban entre bisbeos, otros hacían caso omiso a la presencia del cuarteto con mirar a sus celulares, ejerciendo una planificación para sus pendientes en el día.
Siguieron su camino hasta llegar a los asientos de segunda fila, puesto que la primera estaba ocupada por Margarita, y otro par. En la otra fila se encontraban Lucrecia y los padres de Zinder y Yonder. Tomaron asiento y esperaron pacientes a la llegada de la persona que dictaría el juicio entre Sonia y el resto. Ninguno reaccionó a las miradas furtivas de Iván, o la impredecible actitud de Lucrecia, incluso al estoicismo de Kande.
Todos los presentes que llenaban la catedral abandonaron lo que estaban haciendo cuando un hombre ocupó la tribuna.
—Buenos días —dijo por costumbre, con los labios cerca del micrófono puesto en el lugar principal de la catedral, listo para tomar la batuta.
El hombre calvo y de tupida barba de candado que rondaba los sesenta años, vestido con un esmoquin de clásicos colores —blanco y negro— muy bien alineado, pulcro y sereno al hablar los miró a todos. Sus ojos no mostraban superioridad ante nadie, caso contrario a los dos guardias de medio metro más alto que cuidaban sus espaldas. Parecía tomarse su tiempo antes de iniciar la reunión que le daba tanta pereza, aunque no mostrase su fastidio.
—Gracias a todos los presentes por asistir. Agradezco el esfuerzo que muchos hicieron para posponer sus deberes solo por cumplir al llamado. Eso muestra la profesionalidad que nos caracteriza. Pero como saben, cuando ocurren este tipo de percances, es mejor tratarlos al instante.
La voz del orador era profunda, seria a primeras apariencias, pero sin llegar a la hostilidad. Volvió a pasar los ojos sobre todos los presentes que apenas se podían ver debido a la tenuidad del lugar, ya que el sol aún no daba por completo a la catedral, pero pudo distinguir todos los rostros.
—Ahora, ¿cuál es el problema? —fijó su atención en las personas en primera fila que, como se lo esperaba, quedaron atónitos con su pregunta—. Señora Benedetto, señor Pulicic: ¿me podrían decir para qué nos han citado a todos a primera hora del día?
Lucrecia se puso de pie, poco después de escuchar su nombre. Por más confundida que se encontraba de lo pedido por la persona con más autoridad en el lugar. Imaginó que lanzó la pregunta para seguir el protocolo.
—Primero que nada, buenos días a todos. —Relamió sus labios, tomó aire y continuó—. La tarde de ayer, la subdirectora del instituto San Bernardo: Andrea Trujillo salió de las instalaciones en compañía de la señora Sonia Bozada, prefecta del colegio, con quien comparte una enemistad debido a asuntos de trabajo. Dos horas después de su partida, justo a las nueve de la noche recibimos una llamada que nos informaba sobre la trágica explosión del coche de la señora Bozada, que arrebató la vida de la subdirectora Trujillo.
El hombre calvo parecía meditar la repentina información que la gitana le había dado. Pasó una mano por la barba teñida de castaño oscuro mientras inspiraba hondo.
—Así que la persona que tomó mi puesto en el instituto ha muerto—dijo, calmadamente—. Entiendo, pero: ¿Quién demonios es Andrea Trujillo, y que tan importante era para nosostros?
Lo dicho por el sujeto no solo había conmocionado a Lucrecia. Todos los presentes lo miraron con incredulidad, ya que el obvio desinterés del orador dejaba entrever un escaso compromiso que, igual a muchos presentes, el anciano no tenía vergüenza de mostrar.
—Andrea era la subdirectora del colegio, señor Zurita —dijo el padre de Yonder, sin abandonar su asiento—. También era la encargada de los asuntos externos, como atender a las familias extranjeras que desean matricular a sus hijos en la escuela. Su puesto era muy importante.
—Un trabajo muy delicado, entiendo —masculló el hombre calvo.
—El trabajo deja de ser delicado cuando tratas de exprimir todo el dinero posible a dichos extranjeros, hasta el punto de hacer que cambien de opinión por el precio que le ponen a las inscripciones —comentó Sonia desde su lugar, llamando la atención del hombre con el micrófono.
—Señora Bozada, ¿cierto? —dijo el pelón— se nota que está al tanto del asunto. Después de todo, esa mujer explotó en su coche.
—Independientemente de cómo la señora Trujillo se despidió de nosotros, conozco su trabajo de primera mano porque soy yo la que se encarga de eso, junto a los deberes del director. En pocas palabras: soy la responsable de impulsar el desarrollo del instituto San Bernardo. Al menos en la mayor parte del tiempo, cuando los directores no se ponían pesados para conseguir plata del presupuesto de la escuela, señor Zurita.
—Tomar las riendas del tercer plantel más prestigioso de América no es poca cosa, señora Bozada —farfulló el calvo, con voz neutra—. ¿Cómo es que usted hace el trabajo más importante del instituto? Quiero decir: ¿una sola persona es capaz de hacer las actividades de muchos?
—Es una muy larga historia —alegó Sonia, con recelo, pero modesta—. No quiero aburrir a todos en la sala con mi trágica y victimizada anécdota. Pero aclararemos algo: mis resultados no serían los menos trágicos posibles gracias a Yonder Pulicic, presidenta del consejo estudiantil. Ella y el resto de su equipo son un gran alivio para la escuela.
—Para nada —insistió el tipo—. Todos aquí —carraspeó— al menos los viejos como yo disfrutamos escuchar los ejemplos de superación que glorifican a las generaciones más jóvenes. Por favor, señora Bozada, ¿Podría pasar al frente y contarnos lo que ha hecho junto a unos estudiantes hasta ahora?
—Señor Zurita, estamos aquí por el incidente de la subdirectora Trujillo. —Lucrecia quiso apelar para que no se desviaran del tema, pero el hombre parecía dispuesto a alargar la reunión, sin importar quien estuviese en desacuerdo.
—Gracias a la apretada agenda que tengo, incluso después de haberme jubilado, me ha resultado difícil mantenerme al día de lo que pasa en el colegio de mis amores —la mano del pelón detuvo a la pelirroja—. Creo que es buen momento para ponerse al día, y que mejor si me actualiza una exalumna que fue la revelación de su generación.
La pregunta del hombre sin cabello era considerada una orden envuelta en una petición que Sonia aceptó sin objeción. Tras insultar internamente de distintos modos con apodos relacionados a la calvicie del anciano, la rubia de corto cabello pasó su mano para que los mechones rebeldes quedasen hacia atrás, se apeó para dar unos pasos y quedó parada en primera fila, cerca de Margarita, teniendo un par de metros a Lucrecia y el resto que la miraban como si su presencia fuera poca cosa.
—Desde que usted y el señor Porfirio Croda que en paz descanse abandonaron el puesto de director y subdirector respectivamente, el camino del colegio tomó un rumbo muy distinto del que se tenía previsto.
Cada palabra articulada por Sonia era como recibir choques eléctricos con el cuerpo mojado para la gitana y los padres de los chicos. No solo ellos, eso incluía a un puñado de personas en la catedral que estaban involucradas en la corrupción del instituto que, incluso si no se esforzaban por ocultar, escuchar lo que hacían les resultaba más que odio e incomodidad, la cual era dirigida a Sonia.
—Escuché acerca de eso. Un par de años atrás, un integrante del plantel publicó una encuesta de forma anónima acerca de la decadencia que el colegio ha tenido respecto a la inscripción de extranjeros en los últimos cinco años. También mencionó la renuncia de profesores importantes, el bajo rendimiento de muchos alumnos que hace tiempo debieron ser expulsados por no mantener el promedio, entre muchas cosas.
—De hecho fuí yo la que se tomó la molestia de publicarla, señor Zurita —la confianza de Sonia hizo que el resto en su contra se enfureciera—. La razón principal se debe al alto costo de inscripción que aumentó alrededor de un setenta y cinco porciento. De hecho, el holocausto empezó desde ahí. Pues, al haber un mayor presupuesto, los profesores que tenían mucho peso en la escuela propusieron un proyecto a largo plazo, donde traería como resultado un mejor rendimiento académico. Casi comparable con el de mi generación, o en el mejor de los casos: la de usted. Sin embargo, ocurrió lo contrario. Todo ese dinero cayó en los bolsillos equivocados. Lo que trajo indignación y provocó la renuncia de una cuarta parte de los maestros que, en lo que a mi respecta, era lo mejor que teníamos antes de la inhabilitación del treinta porciento de las instalaciones.
La gente con el rango de edad compartido con el señor Zurita se sorprendió por lo oído por Sonia. Los susurros no se hicieron esperar, mirando de reojo a Lucrecia e Iván, el actual director. El padre de Zinder no se lo tomo bien, por ende, bajó la mirada de rostro colérico de sentir que lo hacían menos.
—De por si la matrícula es exagerada hasta cierta medida —dijo Zurita—. Pero era justificado por los servicios que se brindaban en aquel entonces. Y acerca de los profesores, muchos eran colegas míos. Quizás y más jóvenes que yo, pero eran honorables en su trabajo como para seguir en un instituto que les estaba dando la espalda. Escuché esa noticia de primera mano.
—Usted lo dijo, en aquel entonces. Para desgracia de ambos, las cosas cambiaron para mal... muy mal diría yo. —La mestiza sonrió cuando volteó a mirar la efusividad de los padres de los tres chicos, devolvió la visión al longevo y dijo con más autoridad que la gitana mayor—: todo comenzó desde que el actual director dejó que sus amigos sin intenciones de mejorar el plantel tomaran puestos importantes. Tal era el caso de la subdirectora Trujillo. ¿Qué hacía una arquitecta ocupando un cargo que no era de su rubro? Alguien sin conocimiento de lo que se necesitaba para el plantel.
—Señor Zurita, si me permite... —el padre de Zinder quiso apelar, poniéndose de pie. No obstante, fue ignorado por todos, como si nadie hubiera notado su presencia.
El hombre de aspecto decrépito había escuchado a Iván, puesto que su voz pudo ser audible para los presentes que siguieron con el enfoque en Sonia y él. Sin embargo, dado a los recuerdos que tenía con su difunto mejor amigo —Porfirio Croda— y excompañero de trabajo; con quien logró establecer prestigio al instituto San Bernardo a base de esfuerzo, fue que prefirió ignorarlo para no desquitar parte de su ira en él. Todo a causa de las malas decisiones que en siete años desmanteló el esfuerzo de poco más de tres décadas.
—Niña Bozada, ¿tienes pruebas que avalen tus acusaciones? —preguntó Zurita.
La rubia afirmó con la cabeza. Alzó el maletín café entre sus manos a la altura de sus no tan grandes pechos —tampoco diminutos— que recargó sobre ellos para sacar un folio color pistache que contenía muchas hojas engargoladas y enmarcadas con separadores negros en las orillas. Fue hasta el hombre adulto y entregó los papeles.
El calvo pudo traspirar el peculiar aroma a tabaco impregnado en el atuendo acoplado a lo casual de Sonia, cuyas prendas seguían siendo las mismas que el día anterior, sin contar el abrigo que dejó en su asiento. La miró de reojo para divisar las remarcadas ojeras en su rostro cansado, antes de que ella volviera a la posición de antaño mientras remangaba su camisa blanca hasta la mitad de los antebrazos, sosteniendo el portafolio en medio de sus apestosas axilas que eran camufladas por el excesivo desodorante roseado antes de salir del edificio donde pasó la noche.
—Me tomé la molestia de enumerar desde el primero hasta el más reciente robo que el director Croda y la difunta subdirectora han hecho —dijo Sonia.
—Que Sonia Bozada hable de robos y rubros que no son de su campo, ¿no es eso contradictorio con lo que sucede con ella? —dijo Lucrecia, todavía de pie—. Piénsenlo, ella también se saltó muchos pasos, al igual que la señora Trujillo para llegar hasta donde está.
—Con la diferencia de que yo si fuí instruida desde mi primer día en el instituto, bajo la tutela del exdirector Porfirio —respondió Sonia al instante, sin tomarse la molestia de voltear a la pelirroja—. Si bien no tengo un documento que respalde mi palabra, mis resultados hablan más que cualquier cosa que puedas decir.
—Tienes el ego tan grande como para juzgar a un muerto, cuando eres igual de lacra que ella, ¿no? ¿Ya se te olvidó que hubieron veces donde también participaste con los directores para tu beneficio?
Sonia soltó una risa irónica antes de dar una segunda pasada a su despeinado cabello corto con la mano, llevándolo hacia atrás.
—¡Es correcta tu apreciación! ¡Claro que lo hice! —de manera lenta dio una vuelta entera para vislumbrar a todos con una sonrisa amena—. ¡Damas y caballeros! Díganme si alguno no ha aceptado toda oportunidad de hacerse con algo de pasta extra, ¡porque esa es la receta para que todo siga su curso! —por fin miró a Lucrecia e Iván con reproche, borrando todo atisbo de cordialidad —. Pero nadie es tan imbécil para dejarse llevar por la ambición y así explotar los recursos de nuestra mina de oro.
El tipo del oratorio carraspeó para avivar la atención en él, lo que evitó una pelea directa entre ambas mujeres; cuyos aliados permanecían inmóviles por creer que el debate se decantaba entre ambas, sin necesidad de entrometerse.
La extensa memoria que le ayudaba a retener demasiada información en tan poco tiempo ya no le funcionaba como en sus mejores años de juventud. Pero todavía conservaba la agilidad de leer con rapidez, incluso con una mejor eficacia que unos cuantos profesionales activos presentes. Por lo que, revisando los temas que más importancia tenían en ese momento, pasó de tema en tema sobre los documentos que Sonia le dio para mirarla tanto a ella como a Lucrecia.
—Si bien no conocí a la señora Trujillo —Zurita mintió— su puesto dejó un aparente vacío.
Sonia dejó escapar otra risotada.
—Señor Zurita: ¿por qué cree que estoy aquí?
El hombre no contestó tras pasar unos segundos.
—¿Quiere tomar el puesto de la señora Trujillo?
Ella negó, aún sonriente.
—Tanto mi ambición como capacidad de llevar las riendas del instituto están muy obesas como para llevar un "sub" en los cargos que ostento. Hasta su pregunta me ofende, eso me me queda muy chico. No, señor Zurita. No quiero ocupar el puesto de Andrea.
El hombre reanudó la meditación tras lo dicho por la mestiza. Cerró los ojos mientras ronroneaba para sí.
—¿Qué es lo que quiere?
Como si Sonia hubiese esperado dichas palabras. Infló el pecho con autoconfianza para agravio de Lucrecia que, en efecto, intuyó lo que la rubia iba a decir, lo que la dejócon los ojos dilatados.
—Primero que nada: mi nombre es Sonia Vianney Bozada de la Cruz. Futura directora del instituto San Bernardo, y la solución de sus problemas.
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