Recuerdos de Vietnam. Parte final.
Simplemente quiero socorrer al que muere pero al mismo tiempo tengo ganas de que me salve a mi porque si no lo hace duele.
~Stuart.
Hace medio año que el cuantioso grupo de pandilleros más peligrosos del Salvador fueron apoyados para escapar de su territorio, gracias a la declaración de guerra que el presidente les había dado. Tanta era la problemática que hasta los más veteranos habían sentido el miedo de ser atrapados por las fuerzas armadas del gobierno, o en el caso relativamente fácil para tener un final menos catastrófico por los crímenes ocasionados; ser ejecutados en una revuelta antes de ir a la prisión que aseguraba ser de las más seguras en América.
Por falta de recursos y cabezas frías para buscar un modo de escapar, no dudaron en recibir el apoyo de un grupo de personas millonarias en Helix que los apoyaron hasta llegar a tierras helixanas.
El trato a cambio de tener días sin tener a la ley por encima era simple: brindar sus servicios a dichoso hombre —Humberto Laporta— con la promesa de tener una parte de territorio en Ishkode para volver a gozar esos días que los llevaron a proclamar una supuesta gloria.
El grupo conformado por casi una docena de hombres procedían a caminar con cuidado en el camino de ramas y hojas secas, para no pisar algún animal venenoso que los arrastrara a una muerte segura como a muchos hombres de los suyos que perdieron la vida en los primeros días viviendo en el peligroso cerro. Ya era costumbre caminar por el mismo lugar, cargando cajas pesadas hasta hacer un espontáneo camino para llegar a las tiendas de acampar que usaban como vivienda.
—Verga, pendejo —comentó uno de los salvadoreños, con las manos ocupadas mientras caminaba cuesta arriba para llegar a lo más alto del cerro—. ¿Qué pasó ahí? —quería buscar una respuesta para el rotundo fracaso que tuvieron en la carretera.
—¡Cállate de una puta vez! —gritó el que ahora comandaba lo que restaba de ellos, delante de todos para tomar la figura que los guiaba a la guarida que tanto querían llegar—. Deja de llorar —con escuchar lo histérica de su voz, permanecieron callados hasta llegar a su destino.
Un angosto espacio de una hectáreas era lo que componía el campamento debajo de árboles, o cubiertos por musgos y plantas invasoras, donde ellos estaban instalados. Vigilado por un hombre armado con armas de mejor calibre en cada esquina, y mantenido por mujeres obligadas a atender a los que quedaba de la mara en Helix.
Gemidos, insultos, gritos, música urbana. Era lo que sonaba en cada tienda a prueba de agua, abordada por un máximo de cinco personas, un par de niños fuera que corrían bajo los tendederos con ropas, atados de una carpa a otra para vigilar a lo desconocido de cada casa que quisiese invadir esa supuesta privacidad.
La intranquilidad de los recién allegados se desplomó por lo inconformes que estaban. Ser ellos quienes habían sufrido las consecuencias del fracaso y pérdida de su líder, mientras que el resto disfrutaba de los beneficios obtenidos por los constantes trabajos realizados. El nuevo líder volteó hacia los enfurecidos compañeros para dar un movimiento de cabeza como medio de afirmar su llegada. Dejando las cajas en la montosa tierra, cerca de los conductores del tráiler que habían tomado como rehenes, empuñaron las metálicas armas que golpearon las rocas cerca de las tiendas dispersas entre gritos, haciendo que los sobrantes del grupo salieran al instante para contar la delicada situación que estaba a punto de agitar a más de uno.
Zinder.
Hacía mucho que Zinder Croda aprendió a rastrear los pasos de alguien, enseñado por los rigurosos entrenamientos de Trinidad Jeager para ser usados en momentos como esos. Si bien, el número de delincuentes era superior a los diez —cosa que facilitaba encontrar el camino que usaron para llegar a su punto de reunión—, evocar dichosas actividades le bajaban los ánimos. Pues, aunque sabía que poner en práctica las cosas que enterró ya no eran una opción para dejar, detestaba sentirse tan familiarizado con saber que más sangre correría por sus manos.
—Estás muy relajado, después de matar a cinco hombres.
Tener a Mao Lee y Leticia Trujillo a trescientos metros de distancia en cada lateral, moviéndose con un camuflaje de hojas secas para informar el movimiento de los alrededores, fué un lujo que Tshilaba aprovechó para tomar la iniciativa de entablar una conversación con el pelinegro que no apartaba la vista ensimismada al frente, esquivando cada árbol o pisada que los guiaba al objetivo.
—Por muy entrenado que estés, la consciencia ya te debería estar diciendo que estuvo mal lo que hiciste.
—Esas mierdas no eran trabajadores honrados que ganaban dos centavos para mantener a cuatro personas —dijo Zinder. Esquivó un par de suelas marcadas en un pedazo de tierra húmeda, yendo sobre los espacios secos o con hierba mala, usando los olores a cannabis quemada en el aire para seguir la pista—. Las tantas familias inocentes que derramaron su sangre entre los dedos de esos miserables deben estar agradecidos por haberlos mandado al infierno para cobrar venganza. No veo por qué debería sentirme culpable.
—Incluso los soldados y agentes capacitados para matar suelen lidiar con ese peso en sus primeras veces —siguió ella, a un lado del chico, pisando con cuidado para no desgastar tan rápido las zapatillas deportivas, y tuviesen la resistencia necesaria a la hora de correr—. Tu calma dice que estás acostumbrado a la sangre. ¿A cuántas personas has asesinado?
Él no quería decir lo que sentía. Pensaba que no era necesario sacar a flote sus verdaderas emociones con una completa desconocida.
—No he solicitado una cita con usted, terapeuta Benedetto —prefirió evadir la pregunta—. Es innecesario que conozcamos de nosotros más de lo que deberíamos saber.
Tshilaba sonrió por lo bajo. Silbó para adornar el atisbo de gracia. No burlesca, pero que llegaba a estar cerca del sarcasmo. Algo parecido a un chiste referente a las desgracias de algún individuo con mala racha.
—Eliminar los nervios es de las primeras cosas que te enseña la F.M.K. al hacer que mates a alguien en tu primer día —siguió con el tema, tocándolo de un modo sutil—. A ellos no les sirve alguien que le tiemble la mano antes y después de jalar el gatillo. Por eso es que muchos desertan, o terminan siendo rechazados mucho antes de empezar el entrenamiento. Desgracia, crueldad, frialdad absoluta. Es la especialidad de un agente —filtró una pequeña burla a la nada, sacando una peculiar monera en alguna parte de su vestimenta para dársela al chico—. Esas cualidades, pequeño conejo, son las que te sobran. ¿Cómo las conseguiste?
—¿Esto sería...? —preguntó a medias, mirando a la gitana con indiferencia cuando atrapó la moneda en el aire.
—Cuando mis hermanos y yo queríamos saber algo muy privado de nosotros, teníamos la costumbre de pagar con una moneda. Es como un cupón que me permite las preguntas que sea, con la garantía de recibir respuestas sinceras.
—¿Es una tradición? —preguntó, curioso.
—Nunca me interesó conocer las costumbres de mi raza —respondió ella—. No podría darte una respuesta. Lo que si sé, es que la moneda que tienes en tus manos es muy sagrada para mí. Fué el primer y último regalo que recibí de papá. Jamás mentiría bajo ese juramento. Lo prometí en su nombre. Después de decirme lo que quiero saber, podrás hacerme cualquier pregunta. La que quieras, y con gusto te responderé. Así que: ¿Cómo fue que perdiste tu humanidad?
Zinder volteaba la moneda con ambas caras de colores distintos —blanco y negro— de un cuervo grabado en cada lado. Volvió la vista al frente para dar el primer paso al cerro cuesta arriba, tras un suspiro que soltaba a la par de concluir que no perdía nada con entrar al juego de Tshilaba.
—Después de tres meses viviendo en la zona muerta. Mamá, no... —vaciló tras digerir la saliva acumulada en la boca que le sabía amarga—. Trinidad me dio nueve polluelos para criarlos. Yo tenía que buscar comida y agua para ellos, protegerlos de los animales en el bosque, en su mayoría lobos hambrientos. Hasta de ellos mismos, porque los muy tontos se podían perder si les quitaba la vista a la hora de sacarlos de la jaula para que comieran hierba. No pasó una semana para que les tomara cariño. ¿Y cómo no hacerlo? Si eran la única compañía que tenía.
Tshilaba escuchaba muy atenta, con un mal presentimiento. Extendió la mano para que el chico la apoyase a subir unas partes muy desniveladas del cerro.
—Pasados los meses, mis pequeños habían crecido muy bien, así como nuestro vínculo —prosiguió Zinder—. Estaban sanos y llenos de vida. Por lo general, esos animalitos escapan hasta de sus propios dueños. Conmigo no. Sabían que a mi lado nada les faltaba, creo que por eso me seguían a todos lados. Eran mis primeras mascotas. Yo... de verdad los quería —dejó de hablar cuando recordó algunas cosas que deseaba olvidar.
—¿Qué pasó después?—insistió Tshilaba.
—Llegó navidad y noche buena. Mamá apareció el día veintitrés con un cuchillo de cocina. El resto se cuenta solo —vaciló—. Me obligó a matar ocho de mis pollos.
—¿Qué pasó con el noveno?
—Ella le sacó las tripas mientras vivía, cuando me negué a dárselos listos para hacer comida. Yo les tuve que cortar el pescuezo, meterlos en agua hirviendo para sacarles las plumas —soltó otro suspiro—. Después, ella me obligó a pasar esas noches junto a sus hijos adoptivos. Tuve que ver a todos reír mientras saboreaban la carne de mis animales. Incluso, Trinidad se dio el lujo de alimentar a cierto grupo de prisioneros de la FMK que se habían infiltrado en la zona muerta.
—Un método muy común, pero eficaz —dijo Tshilaba—. Seguro y Trinidad deseaba que te llenaras de rabia.
—Para su suerte lo consiguió —comentó él—. Ella había dejado a esos agentes encerrados en una celda sin comer, durante una semana entera. Tres días después de todo, ella decidió enviar un mensaje a la organización para la que trabajas. Una muestra de orgullo con decirles de lo que era capaz de hacer.
—¿Hablas de los trece agentes decapitados, cuyos cuerpos fueron encontrados en la entrada de la zona muerta?
—Esa fué mi primera vez matando a un humano —acotó Zinder, a sabiendas de ser escuchado por otro par de agentes que estaban alerta por los micrófonos dentro de las ropas en la pelirroja—. Lo curioso es que me estrené con agentes de la FMK, personas con las que ahora estoy colaborando.
—La vida da tantas vueltas, dulce conejillo —sonrió mientras jugaba con la trenza francesa que caía debajo del espacio sobrante de la máscara—. Uno nunca sabe lo que puede deparar el futuro. No importa si puedes ver lo que pasará el día de mañana, una sola persona, acción o palabra puede cambiar eso. ¿No sentiste remordimiento cuando mataste a esos agentes?
—Ellos hubieran hecho lo mismo conmigo, con tal de hacer que mamá perdiera la estabilidad. Además... —le devolvió el gesto sonriente a Tshilaba, aunque ninguno se viera—. Ella me enseñó las tantas porquerías que hicieron esos trece hombres. Robos, extorsiones, secuestros, violaciones dentro de la zona muerta —la miró delictivo—. Los tuyos no se tocan el corazón, ni siquiera por los niños. ¿Por qué habría de tenerles compasión? Ya había matado animales, y un ser humano no fué tan distinto, sabiendo que sus instintos eran iguales a los de un lobo que actúa por conseguir algo de carne.
—¿Desde ese entonces no has sentido lástima por matar a alguien?
—Pasaron muchas cosas con mamá dentro de ese lugar —detuvo sus pasos para esperar a la gitana que se apoyaba entre los árboles cuando empezó a perder el aire por la subida, casi al final—. Para no hacer el cuento más largo, resumiré esto con decir que las imágenes mostradas por mi madre de tus difuntos compañeros haciendo de las suyas en la "zm" (zona muerta) fué la gota que derramó el vaso. Y más cuando se comieron a mis pequeños polluelos como si no hubiera un mañana.
—Trinidad Castro Jeager. Última hija del supuesto revolucionario más icónico de Cuba —musitó Tshilaba, entre notorias caladas de escaso aire que podía absorber—. Poco se habla de ella dentro de la organización.
—¿Castro? —cuestionó él, interesado en el tema—. Es la segunda vez que escucho ese apellido en mi madre.
—¿Entonces no sabes de dónde vienes? —más que anonadada, la pelirroja había encontrado algo que podía atender más tarde.
—Ella guardaba muchos secretos —siguió caminando cuando Tshilaba lo alcanzó—. Nunca me contó de su pasado, familia, o de dónde venía. Ni antes, ni después de la vendetta. Solo se enfocó en enseñarme a sobrevivir.
—No es para que te sorprendas al saber que tienes "adn" de gente muy particular. Por eso me resulta normal que tu mami te enseñara a usar un arma antes de perder la virginidad —escuchó lo que el par de subordinados le dijeron desde el comunicador colocado en uno de sus oídos, informándole de lo cerca que se encontraban del objetivo.
—¿Qué sabes de mi madre? —caminó con más cautela cuando sintió que estaba cerca del campamento de los salvadoreños.
—Se sabe muy poco de ella. Ella es alguien completamente clasificado, solo personas de rango muy alto conocen de Trinidad. Y con cargos muy alto me refiero a los superiores de mis jefes —dejó de caminar, a la espera de que Zinder hiciese lo mismo—. Aunque, después de exponer a Humberto ante Lucrecia y la FMK, podré pedir un par de favores para conseguir información de tu mami. Pero necesitaré la moneda de regreso. ¿Te gusta la idea?
El pelinegro lo pensó. La idea era tentadora, exelente. Era de las cosas que más quería —saber el pasado de Trinidad para así lograr entender las razones para dejarle con cicatrices difíciles de quitar—. Quizás, solo así podría empatizar con ella, hasta recordar que convivía con un ente que, muy probable le diga detalles de ella a largo plazo.
—Me ahorraría muchos dolores con eso, pero creo que paso —contestó— por ahora tengo cosas más importantes que resolver, que voltear al pasado.
—¿Rechazarás el conocer la vida de tu madre? —Tshilaba no lo creía, aunque su voz no mostrara eso—. ¿Por qué?
—Tendrás que esperar para saberlo —él no lo veía, sin embargo, imaginaba una sonrisa detrás de aquella máscara ensangrentada. Una sonrisa coqueta, igual a la de Lucrecia, distintiva de las mujeres pertenecientes a la familia Benedetto—. Por el momento, me quedaré con tu moneda, hasta que hundamos a la familia Laporta.
La cautela en sus pasos se había incrementado, así como la forma en la que se ocultaban al momento de escuchar bullas de derivadas voces a unos cien metros de distancia. No fue la gran cosa persuadir la deplorable vigilancia de unos hombres de aspecto cansado a la redonda. Aunque las ropas que traían era un evidente contraste con los árboles y el monte, el trabajo que hacían de pasar desapercibidos, el eminente trabajo que hacían mediante pasar entre puntos ciegos era muestra de la experiencia en ambos.
—¿El chino y la chilena ya están listos? —preguntó Zinder, a una buena distancia del grupo reunido en medio del campamento, escuchando a un escuálido sujeto que les decía lo ocurrido en momentos atrás, con vista al frente de todos ellos que le daba un amplio panorama de las cosas que sucedían.
—Mucho antes de acercarnos —Tshilaba hacía el esfuerzo para no vomitar dentro de la máscara por el hedor a heces de gente regada cual cual campo de minas—. Ellos serán nuestro apoyo, pero seremos nosotros quien acabe con la mayoría, por igual. Sean hombres, mujeres o... —vaciló— niños. Tengo veinticuatro balas, cinco granadas, y un c4. ¿Alguna idea para eliminar a un buen número de ignorantes con lo que tenemos?
—¿Trajiste lo que te pedí?
—¿Puedo saber para qué pediste un juguete y una c4? —de la mochila que todo ese tiempo estuvo con ella, sacó un mono de felpa con un platillo metálico en cada mano que le daba la impresión de ser un despertador. Todo hecho sin mover la basura que la escondía en el suelo de donde estaba junto a Zinder, en medio de las dos tiendas relativamente pegadas que estaban cerca de la salida, siendo de las primeras, pero con mejor visión alrededor por el desnivel que los dejaba casi encima del grupo.
Zinder aceptó el simio eléctrico, con una llave detrás que al darle vuelta provocaba que el peluche diese golpes con los platillos.
—Mamá y yo solíamos jugar en medio de una misión, aunque parecía una especie de reto —dijo, mientras que con la navaja en sacada del bolsillo abría uno de los monos para unirlos con el explosivo—. Lo llamábamos juego de armas. Consistía en acabar con un enemigo, tomar su arma y seguir matando hasta acumular el mayor número de bajas. Quien haya matado a más personas con distintas armas, gana. Los métodos en cómo lo hacemos nos dan puntos extras.
—¿Quieres jugar en medio de una misión? —preguntó ella, muy sacada de sí—. Quizá la mierda que te metes te aleje tanto de la realidad, ¿pero eres consciente de que estamos en territorio de unos pandilleros que no dudarán en acabar con nosotros?
—Tal vez, de tanto tiempo pasando con Lucrecia se te olvidó que eres una agente de la FMK —dijo él, habiéndo unido el peluche con el explosivo—. Estás entrenada en todos los aspectos. Apuesto que sabes usar esas manos en otra cosa que no sea masturbar vergas, como tu hermana te enseñó. Quizá no seas tan resistente en una lucha cuerpo a cuerpo, pero me da la sensación de que eres buena con las armas. ¿O acaso te da miedo un grupo de pandilleros?
Tshilaba estaba reacia a caer en las provocaciones. Sin embargo, la propuesta de Zinder le resultaba tentadora. No lo pensó mucho para tener una respuesta clara. En cambio, le era atípico que el propio chico quisiera volver a revivir ciertos traumas del pasado.
—Cuando estuvimos en el coche, te dije que yo haría el primer movimiento. Pero te adelantaste —dijo, para moverse en dirección opuesta a Zinder, con la intención de ir hacia los guardias, aprovechando que la mayoría de personas seguían escuchando a uno de los que estuvieron en la carretera—. Es mi turno de empezar. Pero antes, quisiera agregar algo más. Si yo gano, irás una noche conmigo a una fiesta de orgías para que todos piensen que estás de acuerdo con lo que hago.
—Y si yo gano, no sabré de tu hedionda existencia durante el siguiente mes, para dejar que Isela descanse —agregó también.
—Que comience el juego.
Esa idea tan trivial de jugar con algo tan especial como lo era la vida y la muerte era ajena a su raciocinio. Zinder tenía muy claro que ser el encargado de poner fin a la historia de una persona era lo que menos disfrutaba. Causa que lo sorprendió de tener los atisbos de exitacion, prisa y ansiedad de comenzar la masacre que lo devolvería a tocar ese delgado hilo que lo balanceaba entre la culpa y el placer.
«¿Es necesario que me quieras transmitir tu puta sed de sangre? —preguntó para sí, con la esperanza de recibir una respuesta por parte de Glassialabolas».
—Que te muestre la gran amistad que tengo con la simpática muerte, no significa que también tengas que adorarla —el chico no podía verlo, pero el demonio le respondió de modo que solo él lo pudiese escuchar—. Son tus emociones las que te dicen que lo hagas. Son tus propios pensamientos los que te ordenan explotar a esas personas. Tomar a otras tantas, y volar sus cabezas, reventar a otros, romper cuellos. Eres tú quien lo desea. Está bien que así sea, está en tu sangre ser como un caldero de cartón que se rompe cuando está lleno, y quieras desahogar esa ira en terceros, justificándote con que se lo merecen. Malo es que sigas negando lo que eres; un monstruo que pidió no nacer.
El chico no quiso seguir. Pensó a detalle sobre lo que el perro dijo, verdades irrefutables que siempre estuvieron presentes. Pues Glassialabolas tenía razón, él quería hacer explotar a la mayor cantidad de pandilleros, como desquite de las cosas que había afrontado. Venganza por la familia Laporta al mancillar la imagen que en un inicio tuvo de Yonder Pulicic, drenar la impotencia que le daba estar bajo las órdenes de Lucrecia, o ser usado como medio de impulso para las desconocidas causas que Tshilaba tenía para hacer todo eso. Pero lo que en ese momento rondaba cómo prioridad en su cabeza, era que él no era tan diferente a todos ellos. Pues lo mismo le hacía a la propia Isela, quien de verdad había mostrado que era de las contadas personas que lo aceptaba tal y como era. ¿Y cómo le pagaba? Con vicios e infidelidades justificadas por lo que su tía hacía consu cuerpo, incluso cuando él sospechaba de ello antes de descubrir la identidad de Tshilaba, pero que debajo las cosas así, por pereza y temor a las consecuencias de sus actos.
Sus afinidad por el entrenamiento, y las mejoras otorgadas por el demonio le ayudaron a escuchar el último aliento que los guardias daban al ser sorprendidos por la espalda, taparles la boca al instante de recibir un disparo silencioso que traspasaba sus cabezas, obrado por la gitana que se arrastraba entre los minuciosos espacios de la tierra, cual víbora llendo por su presa. Esa era la señal que usó para girar la pequeña llave detrás del simio, dando un último respiro antes de arrojar el muñeco, después de escuchar el quejido del quinto —y prostero guardia asesinado por la pelirroja—.
«Felicidades, mamá —dijo mentalmente, sinsabor—. He vuelto al ruedo de los homicidas, al igual que tú». No pensó en otra cosa al momento de arrojar el explosivo cuesta abajo, en medio del campamento donde la mayoría estaba.
Al principio todos fueron cautivados por los platillos chocando del mono que se movía sin dirección alguna —en su mayoría dando vueltas en un eje cercano a los salvadoreños—, tanto que un joven menor que Zinder tomó el mono con toda confianza, segundos después, una horda de gritos no se hizo esperar, cuando la mayoría de personas fueron voladas en pedazos, justo antes de que un hombre hubiese captado lo que el juguete era en realidad.
Tantos trozos de carne con sangre esparcidos a la redonda evocaron una extremada alerta en los criminales restantes como para salir despavoridos, cual hormigas al recibir una invasión enemiga en casa. El shock evocado por la potente detonación no los dejaba reaccionar por completo. Pronto, gritos y llantos orquestaron el ambiente, en cuanto unos sobrevivientes se arrastraban por la pérdida de ambas piernas, otros trataban de refugiarse en las tiendas de campar más cercanas, sin un brazo, pie, pierna entera o medio rostro desfigurado, cayendo por el peso engullido. idéntico a una sinfonía de Vivaldi para gusto del chico que, entre la inspiración y el coraje, aprovechó la vacilación de estos para salir con la intención de que los no tan afectados dejasen de disparar a la nada con las pocas armas de balas limitadas y se enfocaran en él.
Calculando la cercanía que un hombre de segunda edad estaba con él, saltó, cayendo sobre su espalda con las rodillas en la parte inferior de la espalda al momento de impactar contra el suelo, con las manos en el cráneo para que su rostro recibiera la fuerza de la caída. Tomó el filoso machete en la mano izquierda del salvadoreño para clavarlo en la nuca de un fuerte tajo. Asimismo, corrió hacia un par de hombres atolondrados, apuntó a amabas cabezas a la par de jalar el gatillo del revolver cuando estuvo cerca de ellos, haciendo lo mismo con otros tres que reaccionaron al ver la caída de sus compañeros, quedando a mitad de esa acción de apuntar cuando cayeron sin vida.
No transcurrió tanto tiempo para que Tshilaba apareciera de un rincón oculto, donde segundos atrás tomó a un par de hombres y jóvenes adultos para absorberles la vitalidad. Después de arrojar todas las granadas que poseía hacia las personas que trataban de escapar. Con la escopeta que robó a una de sus víctimas, voló una cuarta parte de la cabeza de una mujer embarazada que entre lágrimas trató de apuñalarla. Tomó el cuchillo de cocina antes que se desplomara para lanzarlo en dirección al pecho de un hombre que cursaba la mediana edad, el cual iba a la espalda de Zinder.
Cuando el pelinegro se percató con el quejido de la persona, que había retrocedido unos pasos por la fuerza en la que iba el impacto de Tshilaba —con aura rojiza sobre la hoja—, rompió el cuello del chico dos años menor que él, quien tenía de rodillas para tomar el revolver sin balas con fuerza y enterrar el cañón en el ojo del hombre tras dar media vuelta, extraer el punzocortante y arrancar la tráquea del hombre con la parte filosa de un fuerte tirón.
En menos de diez minutos, todos los pandilleros perecieron por obra de un estudiante y tres agentes afiliados a la controversial e incógnita organización FMK.
Cabezas desprendidas, cuerpos partidos por la mitad —con las tripas regadas en el suelo—, pedazos de carne, rostros agónicos, y sobretodo; sangre. Ese líquido que estaba en sus manos con guantes que impedían el contacto directo. De nada servía, puesto sentía que era palpable a su piel, entre los dedos que sostenían lo que había quedado del peluche que dejó un notorio agujero en la tierra, cerca de donde estaba la mercancía que la salvatrucha había tomado.
«Silencio, al fin, algo de paz —pensó, mirando el medio rostro del simio apenas reconocible que acariciaba—. Tal vez no lo merezco, así como las vidas de estos hijos de perra que me estarán esperando en el infierno —sonrió a secas, debajo de la máscara, como medio de expresar el vacío que sentía—. Pero una vida es una vida. O al menos, es lo que tú dirías. ¿No es así, Isela? Me quejo de tu tía y madre por lo que te hicieron, pero yo no soy tan diferente a ellas. De hecho, yo doy más asco»
—¡El diablo! —masculló Tshilaba, sentada encima de una caja de licores, mirando debajo suyo para percatar la presencia de los conductores que intuyó y estaban muertos por el estallido—. Dime qué los empleados de tu suegra estaban en la lista. Porque sino, estaremos en serios problemas. Tengo tanto sueño para escuchar a esa perra. Tú escucharás su sermón por los dos. Oye, ¿un perro te ha comido la lengua? —preguntó Tshilaba al momento de apearse de un salto e ir con Zinder—. Hey, señorito de generación cristal, te estoy hablando —observó el trozo de felpa que lo había dejado vacilante—. ¿Todo bien ahí dentro?
Sin quererlo, el chico había hecho de oídos sordos, ensimismado en el juguete que le traía nostálgicos recuerdos, dándole la espalda a la pelirroja que miraba la camisa bañada en sangre que se pegaba a la piel.
—Por suerte no incendiamos el lugar —dijo tras volver a en sí—, deberíamos volver a la carretera y llamar a Lucrecia para que se encargue del desastre. Lo mismo va para tus amigos, deben irse antes que alguien que nos reconozca los vea.
Ella notó que el pelinegro trataba de persuadir sus pensamientos. Algo que en los últimos días le comenzaba a dar interés por saber de él. Una cosa rara, aunque predecible, después de observar que ponía en marcha la descendencia que cargaba consigo. No lo quería forzar a hablar, no obstante, tampoco se quería quedar con los deseos de alimentar su curiosidad.
—Por las prisas y lo distraída que estaba no lo pregunté —trató de ser menos pesada, sin bajar la guardia—. ¿De dónde aprendiste a modificar los explosivos? Pensé que llamarías la atención de estos tipos para acercarlos a la c4, no que lo llevarías a ellos. Una movida falsa, y nosotros hubiéramos sido los explotados. Lo que hiciste no es poca cosa.
—Cuando había aprendido lo suficiente acerca de armas, mamá me enseñó a implantarles mejoras. Ya sabes, miras, expansión de balas en los cartuchos, y mierdas por el estilo —no sabía el motivo para responder a Tshilaba, a lo mejor era un método que el subconsciente utilizaba para librar un peso mediante el desahogo de una cosa trivial—. Como siempre, no estaba conforme con enseñarme lo básico. Así que llevó sus enseñanzas a otro nivel. ¿Y qué mejor método que obligarme a usar el mono de peluche que Isela me había regalado cuando éramos niños, del cual le tenía mucho aprecio para hacer una bomba improvisada? —vaciló—. Tuve que ver cómo ese simio con platillos que me hacía compañía por las noches era volado en pedazos por ser usado de distracción, todo por el error que uno de sus hijos adoptivos cometió en una misión que tuvimos con ella para agarrar experiencia.
—Bueno, no juzgaré tu masoquismo de autotortura por hacer otro muñeco de esos y recordar tus traumas, cada quien es libre de pelear con sus complejos de la forma que guste —dijo ella, entendiendo un poco acerca de lo que Zinder quería decir—. Aun así, se me hace muy doble cara que actuar como si Isela te importara. ¿En serio tienes el descaro de hacerte alguien que siente algo por la prometida que le has estado mintiendo por capricho de su madre?
—Ya te lo dije la primera vez que hablamos sin máscaras. El cariño que le tengo a Isela es diferente de lo que parece, o va más allá de lo que una cobarde mujer que se oculta en el cuerpo de alguien más pueda entender —apretó el trozo de felpa con ambas manos al compás de encarar a la gitana—. Hacer un explosivo como me enseñó mamá no solo me recordó lo hija de puta que ella fué conmigo, a cambio de salvar a unos niños que no eran su sangre. Esto reforzó mi decisión de hacer que alejes tu pútrida alma de Isela —pasó de largo—, tu sobrina es especial para mí.
Iba a seguir con la caminata, en caso de haber ignorado el sutil lamento de uno de los conductores que, aún con los intestinos explotados y llenos de tierra con polvo y carne ajena, daba unos últimos alientos, cerca de las cajas con los recursos de Lucrecia, cercano a la pelirroja. Bajó la vista, solo para ver a una persona de rasgos claramente distintos a los salvadoreños, pero de procedencia latina, tratando de arrastrarse como último esfuerzo, producto de los delirios antes de fallecer.
—Martha... mi e-es... mi esp... —trataba de articular, apenas entendible por el par que lograba escuchar por las mejoras en sus sentidos—. Debo ir... ella me espera en el, en el... ella y mi ni... mi niñ...
El hombre de apenas treinta años no pudo terminar lo que iba a decir, gracias a la vigorosa patada en la nuca que Zinder le había dado como golpe de gracia.
—No importa lo que tenga que hacer. Si alguien está en mi camino, lo voy a quitar por la fuerza. Ya sean hombres o mujeres. Padres, hijos, familiares, o tías de una chica que aprecio tanto. Todos harían lo mismo conmigo. Así que salga quien me salga yo lo parto por igual.
El camino de regreso a la autopista estuvo, además de silencioso, incómodo. Todo el proceso obtenido en las breves pláticas se había esfumado por evidentes motivos, lo que dejó un atisbo de incertidumbre dentro de ambos, los cuales recordaron que tanto Zinder como Tshilaba tenían una relación que no superaba la enemistad, pero si la de un conocido que les transmitía mala leche.
—Tus amiguísimos del alma ya se fueron —dijo Tshilaba, para romper el silencio una vez llegado al auto que los trajo, acercándose al pelinegro después de haberse despedido de sus compañeros—. Ahora sí, ¿Quién graba, y quién pregunta? —cuestionó, refiriéndose a lo que pasaría con el chófer que dejaron en el vehículo con abolladuras hechas por parte de los salvadoreños.
—Da igual —respondió él, con su típico tono casi inexpresivo ante la gitana.
—Estoy muy cansada —contestó, bajando el costal con gotas de sangre escurrida encima del hombro que tiñó el asfalto en cuanto cayó de golpe—. Recibí algunas heridas de esos latinos bastardos. Incluso, casi me dan un par de tiros. Encárgate de hacer que hable. Yo grabaré.
Cuando el seguro del coche retirado por Tshilaba se escuchó, Zinder abrió la puerta trasera para sacar a Gabriel, quien sorpresivamente estaba despierto. Juntó las reservas de fuerza sobrantes y lo arrastró de las esposas que aprisionaban sus manos hasta quedar a una distancia lejana de la pista, volviendo al interior del cerro, donde lo posó de rodillas en el árbol más resistente del entorno.
Zinder vislumbró el fatídico estado de Gabriel, claramente cansado de lo afrontado a lo largo de un día que estaba lejos de terminar. Entendía ese estado, pues era como se sentía.
—Si de verdad has presenciado tantas situaciones como estas, ya debes saber el protocolo —sacó la navaja que lo acompañó desde un inicio, aquella que le ayudó a tomar muchas vidas, expuso la hoja con menos filo que antes, se paró frente a él y dijo—: no puedes evitar tu final, pero nos harías un favor a ambos si comienzas a escupir lo que sabes ahora, y evitarte mucho dolor —quitó la cinta que tapaba la boca del conductor.
El hombre tosió un poco, miró al chico, después a Tshilaba para reír entre quejidos por saber que aún portaban las máscaras que resguardaban su identidad.
—¿Qué necesidad hay de ocultar sus caras? —preguntó muy burlesco, sin nada que perder por emplear un tono socarrón, tratando de mantener la compostura que usaba para no mostrar lo horrorizado que estaba—. Al final, todos sabrán que ustedes fueron los responsables de...
Gabriel no pudo terminar al sentir como el aire se iba de sí, debido a un puntapié en la boca del estómago, otorgada por el pelinegro que arremetió otro par más. Aprovechando los indefensos brazos que el chófer tenía pegado al inicio de la cintura. Zinder tomó una mano de Gabriel para enterrar la navaja en el antebrazo, enmedio de los huesos que lo conformaban, seguido de mover el punzocortante para profundizar la herida. Miró a Tshilaba, quien había comenzado a grabar desde las primeras palabras de Zinder, y con una mirada le pidió el costal que contenía extremidades arrancadas de los pandilleros, lanzando la bolsa de una patada para que el pelinegro pudiese extraer un brazo que le perteneció a un hombre musculoso y golpear en repetidas ocasiones al conductor que trataba de gritar del dolor, sin poder lograrlo.
—Va de nuevo —insistió Zinder, después del su doceavo golpe, tirar el brazo con el que mancho todo el aspecto de un afectado Gabriel con sangre ajena en todo el cuerpo—. ¿Así está mejor, o lo repetimos? Sino, prometo en nombre de mi madre que cuando termine contigo, iré hasta donde está tu padre para hacerle lo mismo que a ti. Con la diferencia de que usaré tu brazo para golpearlo hasta que me canse, o se él se muera.
El trabajador de Humberto aceptó un poco del agua embotellada que el pelinegro le ofrecía, sacada de la mochila a espaldas de Tshilaba. Respiró con calma hasta recuperar un poco del aliento al tiempo que el chico limpiaba su mugriento rostro. Entendió que estaba acabado, no había salida para librarse de un dueto de asesinos que no dudó en masacrar a un grupo entero de personas. Su miedo incrementó hasta sentir un líquido caliente —orina— correr sobre sus pantalones que se mojaban de los escalofríos que recorrían la piel hasta dejarla eriza.
—Mi nombre es Gabriel Morales de Jesús. Soy trabajador de la familia Laporta desde hace once años, por seguir con el legado de mi padre: Gabriel Morales Hernández, quien empezó a laborar con ellos desde que llegamos a Helix —comenzó a hablar entrecortado, mirando a la cámara del celular de la gitana, gracias a Zinder que lo tomó de los cabellos para que no bajase la mirada, cuando se puso a sus espaldas—. Hace poco que recibí la orden de trabajar temporalmente para Lucrecia Benedetto, socia suya, por orden de mi patrón para decirle lo que pasa dentro de esa casa.
—Perfecto —musitó Zinder— ahora, cuéntanos lo que sabes.
Tal vez y apenas noten el increíble banner que EditorialOasis hizo para mí. Quien thsamemistake. Tomó la responsabilidad de hacer el gráfico que resguarda muchas respuestas para la trama.
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