Recuerdos de Vietnam. Parte dos.
Tres movimientos. Tan certeros, precisos y coordinamos a la improvisación de hacer el arma de Gabriel a un lado, clavar la navaja en la parte inicial de la muñeca para seguir con una serie de golpes en el mentón hasta dejarlo desorientado, antes que pudiese accionar el gatillo.
—No hemos terminado —dio un par de bofetadas al chófer, incorporarlo hasta la puerta trasera del coche que abrió y meterlo, dejándolo a cuidado de Tshilaba—. No soy tan mierda. Por darme algunos detalles entre la relación de Yonder y el hijo de tu patrón, te dejaré descansar un rato. Pero está prohibido dormir, mantente despierto.
—¿Si sabes que lo necesitamos consciente? —recalcó la pelirroja al sostener el hombro de un perdido Gabriel para que no cayera.
—No hablará a primeras —contestó Zinder, ocupando el asiento faltante de la parte trasera, tomando el par de esposas que le ofrecía la gitana, poniendo cada una en las manos y pies del hombre.
—Dijiste que no te excederías —reclamó Tshilaba, sacudiendo el mentón del chófer que estaba a nada de perder la consciencia.
—Entonces, ¿quieres manejar? —ignoró lo que decía la chica, mirándola a los ojos—. Falta poco para que la carga pase por aquí. Uno de los dos tendrá que seguir el tráiler. Te lo pregunto para que veas que soy considerado contigo. ¿Quieres manejar, o te quedas aquí para cuidar a uno de tus tantos amantes?
Ella no se sentía con la paciencia ni el tiempo de discutir. Con la misma cara cansada, reviró los ojos antes de pasar al volante tras un portazo y encender el motor, cinco minutos antes de ver el transporte azul con llamas color rojo sobre el cofre que pasaba, avanzando detrás de este.
—¿Encontraste algo importante? —preguntó la gitana, abriendo la ventanilla.
—Algo así —respondió Zinder, luego de esculcar las pertenencias sea Gabriel, encontrando la billetera con poco efectivo, unos cupones de descuento en el supermercado. Lo más relevante fue el celular con numerosas llamadas al mismo número—. No hace falta ser un genio para saber que este es el número del tío Humberto.
—A ver —la gitana extendió la mano para alcanzar el teléfono, revisar la serie de números y sonreír al tiempo que devolvía el móvil y hacía los cambios de velocidad—. No hay duda. Es el mismo que ocupa Humberto.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Zinder, curioso.
—¿Seguimos trabajando sin problemas, o te digo por qué me escapaba los miércoles por las noches? —pese a no tener una relación de amantes, o cercana con el líder de los Laporta, reconocía el número debido a los tantos encuentros y llamadas que este tenía con su hija: Peack Tijerina. Solo buscaba molestar al chico.
—Cambiando de tema: ¿le informaste a tus perros de lo que vamos hacer? —preguntó el chico, refiriéndose a los agentes bajo el cargo de la pelirroja.
—Según ese par de mediocres, nos estarán cuidando las espaldas. Nos siguen desde lo lejos.
Después de medio kilómetro recorrido, con la suficiente distancia para hacer que el montacarga no se hiciera falsas ideas de sus intenciones; hasta el repentino derrape del tráiler. Al comienzo, Zinder y Tshilaba creyeron que era a causa de uno de los tantos baches no vistos con antelación, hasta el surgimiento de un grupo formado por hombres de diversas edades. En su mayoría tatuados hasta el rostro, con las distintivas letras "m" y "s" en el pecho. Personas que, con ver las distintivas apariencias fueron reconocidas por la gitana, gracias al vasto conocimiento que tenía sobre los tipos de criminales en el mundo.
—La mara salvatrucha, puta madre... La peor mierda que El Salvador pudo crear —siseó Tshilaba. Chistó ante al inoportuna aparición de la banda criminal que arremetía el transporte con salvajismo—. Entonces, ese maldito viejo tiene contacto con ellos. Y pensar que Ishkode está dominado por el cartel. ¿Cómo mierda llegó la jodida salvatrucha hasta aquí? A Humberto le gusta jugar con fuego —soltó una risa pesada para acoplar el mal humor que le generaba la pandilla que aún no se había percatado de ellos—. Por algo es el padre de Peack.
—Gabriel —llamó Zinder al hombre apenas despierto, golpeteando su mejilla—. ¿Tú sabías de esto? —cada segundo tardío sin recibir respuesta lo alteraba, pues, aunque fuese reservado con sus emociones, también sentía ese pánico inundando sus entrañas. Sacó la navaja en la muñeca del chófer, haciendo que dejase escapar un quejido plagado de mucho dolor—. Si no hablarás por las buenas, lo harás a la mala.
Con eficacia, el pelinegro arrancó tres uñas del hombre, aprovechando que el ruido interno del coche no se podía filtrar, queriendo ir por la cuarta, pero se detuvo cuando Gabriel intentaba decir algo mediante estornudos. Bajó las ensangrentadas manos cubiertas por guantes de cuero negro hasta que su raptado hablara.
—Desde que el gobierno del Salvador le declaró la guerra a los salvatrucha, muchos delincuentes decidieron migrar a otros países, por el miedo de ser arrestados y pasar mucho tiempo en las inhumanas condiciones de la cárcel —tosió, escupiendo saliva que se pegaba a la afeitada mandíbula antes de seguir—. Así como muchos fueron detenidos, otros asesinados, un gran número logró escapar, refugiándose en fundaciones que amparaban ciertos derechos por pisar Helix, todo patrocinado por el señor Laporta, madam Benedetto, y otros socios de ellos.
Debido a lo oscuro de los cristales, los hombres de fuera que habían sacado al par de conductores mientras apuntaban con las tres pistolas que portaban no lograron ver que el trío estaba dentro. No obstante, ellos miraban con claridad a los cinco delincuentes de ropas holgadas y sin camisa que se acercaban muy eufóricos con bates, machetes y navajas, puesto que carecían de armamento de fuego. En lo que el resto saqueara el cargamento para adentrarlo al bosque.
—Si buscan el momento para dar la vuelta y escapar con mamá, es ahora —susurró Gabriel, al percatarse de lo cerca que estaban los salvadoreños.
—¿Hace cuánto que ellos trabajan para Humberto y compañía? —Tshilaba ignoró la sugerencia de Gabriel.
—¿No piensan escapar? —insistió, sorprendido—. Están delante de los criminales más peligrosos de un país, ¿y siguen insistiendo con hacer algo? Que tengan a una persona con poder de su lado, no quita el hecho de que uno termine muerto, y la otra abusada por cada uno de ellos.
—Yo no veo a un salvatrucha siendo más peligroso que un narco —remarcó Zinder—. Mucho menos al nivel de un yakusa o un mafioso. Y qué decir de un soldado capacitado para ir a la guerra —miró a Tshilaba—: yo estoy bien, ¿tú sientes miedo?
—Nunca he follado con un hombre tatuado hasta los huesos —volteó al frente para denotar los golpes que un par de ellos le daba a la caja del motor en el auto con un machete—. Su energía eleva mis expectativas —ella sonó con sarcasmo—, si así de salvajes son a la hora de buscar problemas, no me quiero imaginar cómo serán en la cama.
—Ambos estamos bien con esto —miró fijamente a Gabriel, colocando la navaja en la uña índice de este—. Lo preguntaré una vez más: ¿hace cuánto que ellos trabajan para Humberto Laporta?
—Hace medio año que el señor Laporta, madam Benedetto y el resto de sus socios se aliaron con esos pandilleros. Ellos los ayudarían a salir de su país para entrar a Helix, a cambio de trabajar para ellos.
—Lo que dices no tiene sentido —irrumpió la gitana—. Si es verdad, entonces, estos idiotas sabrían que están asaltando una de las personas que les ha salvado la vida.
—No exactamente, esto es más complicado de lo que parece. Ellos no solo le dieron apoyo a los criminales. La ayuda también recayó a niños de la calle, madres solteras, mujeres embarazadas, y cualquier clase de hombres y mujeres dispuestas a todo para abandonar El Salvador —siguió Gabriel—. Cada socio tiene bajo su cuidado a cierta categoría de salvadoreños, según el rubro que tengan. En el caso del señor Laporta, se encarga de los salvatrucha. La señora Benedetto se quedó con las madres solteras para usarlas de meseras para su restaurante, o de sirvientas para dar mantenimiento a las propiedades que tiene por todo Helix. Y así sucesivamente.
—Vuelvo a interrumpir —dijo la pelirroja, ciertamente intrigada—. Acabas de mencionar niños. ¿Qué es lo que hacen con ellos?
—Como dije, cada persona tiene a personas diferentes —carraspeó para tragar el gargajo en la garganta—. Desconozco quién está a cargo de los niños que vienen sin familia.
—¿Quién te dijo de los salvatrucha y las madres solteras? —cuestionó Zinder.
—El señor Laporta lo confirmó —respondió el chófer—. También... —tomó aire antes de continuar— cuando conduzco para madam Benedetto, he visto que separa a las madres de sus hijos que no pasan de los doce años. Según ella, lo hace para que las mujeres se concentren en el trabajo.
—¿Qué hace con ellos? —preguntó Tshilaba—. ¿Los lleva a una guardería? ¿A la escuela?
—Es muy ingenua, señorita Benedetto. Si llevarlos a uno de los almacenes para separar las frutas y verduras dañadas de las sanas es darles educación, entonces si.
La pesadumbre en aquella mirada que se dirigían era justa para saber lo que el conductor quería decir. Si bien, Zinder y Tshilaba compartían puntos de vista distintos, no eran lo suficiente sanguinarios para llegar a los extremos de aprovecharse de las personas más necesitadas para beneficio propio, dentro de lo que cabía.
—¿Me van a decir que no sabían de esto? —ahora era Gabriel quien había preguntado, recibiendo un silencio incómodo como respuesta—. Increíble —rió.
—¿Qué procede en estos casos? —comentó Zinder, sereno ante la brusquedad con la que los pandilleros abordaban el auto, golpeando los cristales para que salieran, aunque quedaban inmunes por lo resistentes que eran—, acepto lluvia de ideas.
Tshilaba no tenía problemas con mostrar el disgusto de la situación. Independientemente de sentirse abrumada por lo ocurrido, la imagen proyectada de los infantes era algo complicado de quitarse de la mente. Un inconveniente que no la dejaría dormir tranquila a menos que hiciera algo. Lejos de buscar desquite con los criminales, su gracia deseaba recaer en Lucrecia y Humberto, los responsables de la situación.
—¿Qué procede? —alcanzó la mochila que había dejado en el asiento de copiloto para tomar un arma de once balas—. El plan sigue siendo el mismo. Masacramos a estas escorias, ubicamos el punto donde se reúnen, y recuperamos la carga —agarró una segunda arma para dársela al chico, con otro tanto de balas sueltas que pasó sobre la ventanilla—. ¿Sabes usar una de estas? ¿O esperas en el auto?
—Suena fácil cuando lo dices —dijo Zinder— pero hacerlo es diferente, y más cuando dejas que tus emociones te dominen —aceptó el arma, analizar cada parte de ella con indiferencia hasta dejarla sobre sus piernas—. No compliques las cosas por un momento de furia. ¿Tienes las máscaras y los explosivos?
Ella sacó de la mochila un par de máscaras con la forma de un adorable conejo rosado y azul respectivamente. Ofreció la azul al chico.
—Es ridículo tapar nuestros rostros. Total, todos van a saber que fuimos nosotros quienes los van a matar.
—Exacto, lo sabrán los de arriba —Zinder se colocó la máscara, seguido de verificar las seis balas del revolver y llevar las otras balas extras al bolsillo—. Aunque estemos en una de las peores zonas en la autopista, y Lucrecia haya movido los hilos para tapar la carretera, este lugar no deja de ser parte del continente americano. Nunca falta el bastardo que le importe una mierda si el lugar está cerrado. Puede que algún carro con civiles pueda pasar y vernos, y por desgracia; tenemos que cuidar la reputación tu mami.
—Mami, mami, mami. Nuestro mundo gira alrededor de mami Lucrecia —tronó los labios al tiempo de imitar las acciones de Zinder—. Que va —quitó el seguro del arma al apuntar sobre el sujeto que se había subido encima del auto, golpeando la parte donde se podía abrir—. ¿Puedo dar el primer tiro?
Sin decir una palabra, el chico afirmó lo que Tshilaba quería. Inspiró un par de veces mientras cerraba los ojos. Trataba de recordar lo que era sentir la adrenalina de arriesgar su vida, tener la poca seguridad de salir ileso en un lío, y sobretodo; volver a mancharse las manos de sangre. Estaba claro que no era la emoción que más degustaba, pero no se sentía tan inconforme con ello. De hecho, era un buen remedio para desahogarse por los infortunios que otros le hacían pasar.
—Te quedarás aquí hasta nuevo aviso —dijo el chico, mirando a Gabriel que al voltear había recibido un cachazo.
—Antes de salir, quisiera preguntarte una cosa —agregó Tshilaba, conteniendo su efusividad, con el teléfono en mano que sonaba por una llamada entrante—: ¿son ciertos los rumores que rondan sobre ti? Esos que pocos criminales y hombres de la ley sobrevivientes a la vendetta entre tu madre y Lucrecia esparcieron en su momento. ¿De verdad acabaste con la vida de tres cabos, cuatro reclutas de la FMK, un grupo de narcos, un par de mafiosos y yakusas antes de la captura de Trinidad Jeager?
El simple comentario de la pelirroja había rememorado las cicatrices del chico que yacía un tiempo enterró, junto a una venganza que juraba aplazar. Una que estaba a la vuelta de la esquina. Aquella frente a sus ojos que, sin pensarlo a detenimiento, se había postrado con dar el primer paso, el cual sería estar de cara con el lema de: matar o morir.
Su corazón se agitaba, el aire trataba de volverse escaso para sus pulmones. Pero se estabilizó de inmediato.
—Abre el techo del auto —señaló la parte de cristal que podía quitarse de la parte superior del carro que el salvadoreño arremetía con un pedazo de metal, sin éxito al querer romperlo.
Ella oprimió el botón para que lentamente se abriera el compartimiento que estaba en el lado de Zinder, sorprendiendo al hombre joven que había vacilado, antes de reponerse y volver a sostener el arma en manos.
—Pendejo hijuepu...
El criminal no pudo concretar el insulto al quedar a medias de un siguiente golpe al coche, después de recibir una bala en el cráneo, otorgada por un Zinder que había aprovechado la abertura suficiente para apuntar hacia arriba con el arma, sin la completa reacción del salvatrucha. Acto que había descolocado a Tshilaba y al resto de pandilleros.
—¿Qué tan ciertos son esos rumores? —no se molestó en regresar la vista con poco brillo en su mirada con sangre salpicada en el rostro a una Tshilaba que no esperaba esa reacción—. No lo sé. Hazme la misma pregunta después de que acabemos con esto.
Sin saberlo, ya se había acostumbrado a la visión mejorada, cortesía de Glassialabolas. Todo lo podía ver más lento que el resto. Empujó el cadáver para dejarlo caer al asfalto y exponer la parte superior del cuerpo, apuntar a los primeros dos delincuentes en el flanco derecho y dar otros tiros en el pecho y garganta respectivamente. Ir al siguiente costado y terminar las últimas tres balas en otro par, acertando en el corazón y cabeza, con una bala perdida para volver a bajar con la intención de recargar.
—Es hora del pastel —le dijo a Tshilaba en el momento de poner la última bala, indicándole que quitase el seguro de las puertas, aprovechando el retroceso de los pandilleros por no poder contrarrestar los balazos—. Terminemos esta mierda.
—Podemos salir —confirmó Tshilaba, luego de cortar la llamada en el celular, del que no había dicho palabra, más, escuchó lo que uno de sus agentes dijeron—. Esos dos van a cubrirnos la espalda. Es hora, enano pálido.
Ambos salieron del auto en costados opuestos, extendiendo la puerta hasta tope para usar como barrera contra las balas en su dirección, que rebotaban ante el blindaje del vehículo. Los tres hombres con pistolas siguieron accionando el gatillo hasta gastar los cartuchos como un medio de ganar tiempo para que el resto de los suyos se pusiera a cubierto, sobre el camión, donde también tomaron a los conductores como rehenes.
—¡Al cerro, pendejos! —ordenó el que parecía liderar el grupo—. Lleven tod... —dijo a medias, segundos antes de recibir un tiro limpio que atravesó su cabeza, desde la lejanía.
—¡Mierda! —gritó un joven que rondaba la edad de Zinder, corriendo hasta el arma del caído en cuanto los dos restantes alado del líder corrían hasta el bosque para escapar con el resto, siendo interceptados por otra tanda de disparos que los hicieron caer—. ¡Malparido hijueputas!
Notando la retirada de los que aun seguían vivos, con toda la mercancía que pudieron tomar del tráiler de cofre abierto para irse, fué Tshilaba quien decidió tomar la iniciativa de salir para anticiparse al malandro que trataba de hacerles frente, con acertar tres tiros sobre el brazo e inutilizar dicha extremidad que estaba a centímetros de tomar el arma del líder, caminando hacia él, apuntándole a la cabeza, y con la mano que cargaba la no tan pesada mochila alzada, indicando un alto al fuego tanto a Zinder, como al dueto de agentes que la cubrían con rifles de precisión, a muchos metros de ella.
—Bien, pequeña cucaracha barata —pronunció Tshilaba en un español aceptable, colérica—. ¿Por qué huyes? Si la diversión acaba de empezar —dio un balazo a quemarropa detrás de la rodilla del joven al arrastrarse entre la sangre de su compañero, como instinto de supervivencia para escapar de ambos chicos.
Los agudos gritos del salvadoreño se podían escuchar hasta metros a la redonda, seguramente hasta donde sus demás compañeros escapaban. La pelirroja le dio media vuelta, sin importar que el chico se retorcía del ardor combinado con el dolor de tener una bala entre los huesos.
—Que gracioso ver la estúpida idea de hacerte el valiente con arriesgar tu vida para que el resto de ratas escaparan —se sentó en el estómago del maliante manchado con la sangre el cuerpo sin vida de su compañero que había quedado alado—. ¡Ridículo! ¿Creíste que podías lograr la hazaña de vengar a tu líder? ¿Te querías sentir un héroe? —comenzó a reír en la cara del chico, teniendo la extraña acción de manchar sus manos de sangre para untarlas sobre el rostro del delincuente—. ¡No me hagas reír! ¿Qué clase de broma es ver a un pedazo de mugre preocuparse por más mugre?
El pandillero no podía ver el rostro de la gitana. No obstante, imaginaba a la perfección de cómo minimizaba su última voluntad. Sentía miedo, rencor, impotencia. Simultáneas emociones que lo llevaron a escupirle en la máscara que contenía la euforia de las risas en Tshilaba. Sus ojos estaban hinchados por las lágrimas que soltaba, y los dientes podridos estaban tan expuestos por las grandes cantidades de aire ingeridas por la boca.
—Está bien. Dejaré pasar eso. Total, no eres, ni serás el primer hombre que me escupa en la cara mientras me trata como puta —pasó su mano por la parte donde la saliva con flemas le cayó, manchando la mitad de la máscara con ese rojizo líquido viscoso—. Los sujetos a quienes le conseguiste tiempo no sé acordarán de tí. Tampoco se molestarán en poner una tumba en tu nombre, y eso es porque no les importas. Ahora, vas a ser un buen cachorro y me dirás a dónde se dirigen. Si cooperas, haré de tu muerte menos dolorosa.
—¡A la mierda, malparida! —articuló en un grito tembloroso—. ¡No te diré una verga!
—¡Gracias! —exclamó Tshilaba—. Enserio, ¡como esperaba esa respuesta! —sus manos fueron engullidas por el aura carmesí, en cuanto hundió ambos pulgares en los ojos del pandillero—. ¡Grita! ¡Más! ¡Más! ¡Más!
Los pavorosos gritos del chico que se debilitaba a cada segundo se volvían más profundos, a su vez atenuados por la energía vital que le era drenada, hasta dejarlo con la apariencia de un anciano que superaba los cien años de edad. Siendo la magia de Tshilaba la causante. Para beneficio de ella, los años del pandillero estaban pasando a ella. Un ritual de herencia que la ha ayudado a existir por más tiempo de lo que las secuelas dejadas por las extremas condiciones de sus acciones le permitían. Aunque en los últimos años se había manifestado en el cuerpo de Isela que, por no tener la resistencia que el alma de Tshilaba requería, lentamente carcomían años en la pelirroja más joven.
Ella retiró los dedos del malhechor para dejar una par de cuencas vacías que hacían juego con la boca abierta del salvadoreño.
—Lo necesitábamos con vida —dijo Zinder, acercándose a la chica que balbuceaba con hilaridad. Permaneció con la distancia por la intranquilidad que le transmitía la mujer—. Será un dolor de huevos rastrearlos. ¿No que también querías hacer las cosas rápido?
—Consumir años es como meterse litros de alcohol para ti. Vamos, dame un tiempo para disfrutar un poco más —dijo Tshilaba, más tranquila, respirando con disfrute al son de mirar el cielo con el sol dándole de lleno—. En el norte, casi a dos kilómetros tienen la madriguera donde se esconden.
—¿Cómo lo sabes?
—No solo le quité los pocos años de vida que le quedaban —se levantó para mirar la dirección en dónde los criminales se fueron—. Vayamos por ellos, ahora que tengo la energía que ese pequeño infeliz tenía, junto a todos sus recuerdos, y lo que necesitamos saber para joder a Humberto Laporta.
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