Prólogo: Mi mundo revés.
Zinder Croda, 10 años.
En medio de los pocos restos del imponente Castillo hecho añicos por los tormentosos exterminios, provocados por una guerra que años atrás hombres y mujeres se alzaron para defender lo último que les quedaba: sus vidas.
Era como si esa irónica tarde quisiera rememorar alguna fragancia de lo que una vez se inundó de un aroma a miedo, crueldad, tristeza y peligro.
—Es hora de que aprendas a defenderte por tu cuenta —dijo la mujer que le ocultaba el atardecer al niño con su cuerpo, frente a el infante que la miraba con ojo curioso, y rastros de todo menos maldal—. No soy eterna, algún día vas a estar por tu cuenta.
—Defenderme del resto implica usar los puños —dijo sin intenciones de parecer replicar, estando sentado sobre un escombro como asiento improvisado.
—Escucha, Zinder —la fría mirada de Trinidad Jeager no disminuía en intensidad por observar los cristalinos ojos de su hijo—. Afuera hay personas que te quieren hacer mucho daño. Por suerte, para bien de ambos pude conseguir algo de tiempo al escapar de tu padre y la tía Lucrecia, pero no faltará mucho para que nos encuentren, recuerda que nos enfrentamos contra un grupo grande de personas que no son buenas. Y por desgracia —apretó el agarre del arma oculta tras el bolsillo de su chaqueta de cuero oscuro—, yo no tengo la garantía de que pueda librarnos de esto. Por eso te enseñaré a sobrevivir como yo, en un mundo de bastardos que dejaron el rumbo devastado.
—Pero yo no quiero pelear —bajó la mirada para que la mujer no viera sus lágrimas cayendo al seco suelo que absorbía ese líquido salado-. Quiero volver a casa, seguir yendo a la escuela, conseguir amigos y... —trató de pronunciar entre hipeos—. Estar con Yonder la mayor parte del tiempo.
—Pides imposibles —con el suave tacto que podía, entre sus dedos, alzó el rostro de los ojos en Zinder que proyectaban su viva imagen en masculino—. A veces la vida no nos da lo que queremos, mucho menos lo que necesitamos para salir de donde no deseamos estar. Solo podemos resignarnos a aceptar esa realidad, o enfrentar aquello para conseguir nuestros deseos por la fuerza. Pues el mundo es de los vivos, no de los que están m*ertos en voluntad.
—Yo no le he hecho nada a nadie, solo soy alguien que va a la escuela, regresa a casa con la esperanza de ver a papá y a ti sin discutir, cenar como una familia normal y estar con quienes quiero. ¿Por qué tengo que pelear con personas que no conozco y seguramente me odian?
—Porque la gente es horrible, pequeño. Nadie que es un niño pide esta vida que te tocó —de su otro bolso extrajo una pequeña navaja para dejarla caer a los pies de él—. Si quieres volver a casa, tienes que superarte. Hacerte más fuerte, inteligente, perspicaz, rápido y maduro, sin titubeos a la hora de acabar con quien se te ponga en el camino. Un cazador, el líder nato que es...
—Igual a ti... —terminó para recibir esa amarga aceptación y decepción de su madre.
—Por desgracia, si. —Volvió la mirada a sus espaldas, denotando la llegada de 2 perros rabiosos, entre gruñidos que se acercaban a cada rama seca destruida por sus patas—. Y yo te voy a enseñar a ser "él" cazador, no uno. Y el primer paso es acabar con aquello que te quiere hacer daño -señaló a los animales-, esta pequeño. -se hizo a un lado para abrir paso a los caninos-. Es la primera lección de todas.
Sonia Bozada e Irina Pulicic.
El gélido viento que se negaba a ir de la mano cual hermoso céfiro que le daría acogida a la primavera se sentía incierto en la colina más alta para vislumbrar la zona norte de la capital. Con el cielo empañado de un rojizo que impedía la luz de la luna llena, el camino a las estrellas concordaban con evitarles un nuevo saludo de las 2 mujeres debajo del gigantesco árbol con hojas similares al tono lila, sentadas en 2 de los 3 columpios, dejando el de en medio vacío como respeto ante la tercera mujer que faltaba. Aquella por la que se lamentaban.
Tanto Sonia Bozada e Irina Pulicic se conocían de toda la vida. Ambas habían cruzado el colegio juntas, experimentaron lo que era la traición que dejaba un corazón roto. Así como las 2 conocieron a la persona que, con los ojos vendados, le juraron amor eterno. Aún cuando habían hecho su vida junto a un hombre, o si la relación de ellas junto a otras mujeres más estaba prohibida, lo aceptaban, y se sentían bien con eso.
—Entonces, al final no resultó como esperábamos —comentó la mujer rubia, alzando la mirada en una triste amargura apegada a sus sentimientos—. Trinidad, no... —los orbes oro miel que desbordaba arroyos salados, los cuales deberían ser de felicidad voltearon hacia la mujer pelinegra que estaba en casi las misma situación que ella, aunque más reservada—. Nuestra Trinidad ha caído. Lucrecia y el resto de perros que estaban en contra ganaron. Es oficial, ya no hay nada que podamos hacer. Es muy, muy... —trató de hablar con claridad, dejando de lado su tono entrecortado—, frustrante saber que por unos cuantos papeles, dos de las mujeres que más aprecio les tenía se hicieron tanto daño hasta que una quedase en pie. Sin importar que nos dejarían un vacío que nadie podrá llenar.
Contrario a la matrona que ante sus ojos se deterioraba lentamente, aquella pelinegra no se sentía con los ánimos para dar unas palabras de consuelo que, ella también necesitaba para que siguiese en el estado temple que le permitía contener el dolor en su corazón. Su largo cabello azabache cubría el ángulo que proyectaba la mitad del rostro que le ofrecía a la rubia, no conforme, bajó la mirada celeste en sus ojos para buscar algo de serenidad en el rocoso suelo que solía pisar junto a la mujer que añoraba, y ahora le rendía luto.
—Nosotras somos las que menos dolor sienten, y sentiremos después de que Lucrecia vuelva a ésta ciudad de mierda —sus palabras captaron a una Sonia que estaba a la espera de un abrazo que no llegaba, con el maquillaje escurriendo por debajo de sus párpados—. No olvides que detrás del poder y dinero está el motivo principal de ésta vendetta. El niño que cargará con el pecado de su madre, nuestra hermosa Trini. Zinder, el pobre conejo lleva con la dicha de poseer su sangre. El inocente pequeño que vivió la crueldad del ser humano en su máxima expresión. Quien va a pagar por las cosas que su madre hizo por nosotras.
—El niño —dijo Sonia Bozada, tallando sus mejillas al compás de llevar los flecos dorados de su corta cabellera hacia atrás—. Ése mocoso. Si tan solo él no hubiera existido... Si Trinidad lo hubiera abandonado en ese entonces... Si no lo hubiera aceptado, todo podría seguir como antes.
—Al igual que tú, entiendo que quieras desahogarte con lo primero que consideres responsable. —Irina Pulicic tampoco estaba con la moral para decir esas palabras, puesto que una parte de ella también culpaba al primogénito de su amada—. Incluso si ésa criatura fue el responsable de todo, él no pidió conocer la peor parte del mundo, aún cuando dentro de su corazón tenía tanto que ofrecer. O dime: ¿Acaso tu hija adoptiva tiene la culpa de que tú matrimonio no esté funcionando? ¿Acaso Trinidad pensará igual que tú? ¿O qué crees que diría si te escuchara expresarte del pequeño por el que se sacrificó?
—Una parte de mí lo odia como no tienes idea —reparó Sonia entre hipeos—. Otra me replanta las palabras que me dices. Ambas están en un lío. Quiero ahorcar a ése bastardo —miró sus manos temblorosas—. Aunque, otra parte quieren verlo para darle un abrazo. Ya que... —más lágrimas descendieron hasta su barbilla mientras arrugaba su expresión para concordar con sus sollozos—. Estoy segura de que Lucrecia cumplió la promesa que le hizo a Trinidad, acabar con su vida frente al pequeño. ¿Qué se supone que deba hacer? ¿A quién le debo hacer caso? ¿¡Qué coño es todo ésto!? —expresó mientras sus muñecas apretaban las cuerdas del balancín, mientras se mecía para divisar el límite de la colina, dónde debajo no se encontraba otra cosa que no fuera una considerable distancia, la cual sería difícil de sobrevivir ante una caída—. Yo... quiero estar con ella. La quiero alcanzar.
La pelinegra entendía la inestabilidad de aquella mujer que la había acompañado durante su juventud en un sinfín de aventuras, pues sus emociones no estaban tan alejadas a las de ella. También quería llorar, gritar, desquitarse con alguien. Ambas estaban en un duero del que nadie podía salvarlas. Irina había captado las intenciones de Sonia, con mirar sus ojos enfocados en el precipicio, producto de los impulsos que cedían ante la locura que llamaba amor.
—Por desgracia nuestro dolor no nos traerá a Trini —se apió para dar unos pasos y quedar frente a la rubia. Alzó su rostro mientras secaba sus lágrimas con el pañuelo blanco que acordaba con su vestido de una pieza, sintiendo más que lástima, dolor—. No sabes las ganas que también tengo de hacer lo que piensas. Morir aquí mismo, no sentir nada y estar con ella en la otra vida. Si decido alcanzarla ahora, sé que no me perdonaría. Dejar a mi hija en manos de su padre, escapar de mi rutina, ¿qué crees que nos dirá si le ponemos fin a nuestras vidas? —rodeó el cuello de la rubia para engullirla en un abrazo, mientras el rostro de la mujer rubia se hundía en su pequeño pecho.
—Primero mi madre, después mi hija, y ahora Trinidad —terminó de romper en llanto, mientras se aferraba al caluroso abrazo de Irina Pulicic—. ¿Por qué tengo que ser yo la que despide a sus seres más amados?
—¿Y qué hay de mi? —de algún modo su pacífico tono de hablar servían de consuelo para la otra mujer, que para ese entonces ya había ensuciado el pulcro vestido de Irina con el excesivo maquillaje escurría del rostro de Sonia, simulando un rostro deforme en éste como huella—. ¿Acaso yo no soy importante para ti? —cuestionó de igual modo, pasando sus dedos sobre la larga cabellera enredada de Sonia—. No tenemos otra opción mas que avanzar sin mirar atrás. Fue lo que ella nos enseñó, y es lo que debemos hacer. Por tu bien, el mío, el de nuestras hijas, y sobretodo; por la pequeña e indefensa criatura que está por volver al asqueroso lugar que lo vio nacer. Está claro que Lucrecia y su padre no lo van a soltar. Él será quien más sufra, a nosotros nos queda ser su analgésico para que pueda soportar lo que se viene. Es lo mínimo que podemos hacer por la memoria de Trinidad —alzó el rostro de Sonia mientras se acercaba a ella de a poco—. Aún tienes a tu hija Eunice, al niño que se aproxima... Y a mí. No todo está perdido —concluyó, culminando sus palabras con un beso que sellaba una promesa sin ser contada.
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