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Líos mentales.

"Sos francotirador pero no sos franco con vos mismo".

~Replik.

Yonder y Lucrecia.

—Gambito.

—¿Perdón?

—Sacrificar una pieza para garantizar una posición favorable al inicio de una partida y obtener futuras ventajas.

—No entiendo.

—El día de hoy se rompieron los pocos lazos entre tu padre y tú gracias a que acudiste a mi para vengarte de él, llevándote a Iván en el proceso sin importarte nada.

—Disculpe, sigo sin entender...

—Sacrificaste al amigo de tu padre, lo que equivalía a un aliado tuyo y a su vez un enemigo personal para tener una ventaja en tus futuras acciones. No cabe duda, eres un gambito.

—¿Gambito? De verdad que sigo sin entender.

—No te hagas la estúpida Yonder, sé muy bien lo que hiciste. Acudir a mis brazos como toda damicela indefensa, venderme tu papel de mártir para que sintiera lástima por ti y así garantizar tu integridad mientras tomaba represalias contra Iván, el único talón de aquiles de tu padre, teniendo en cuenta que ese hombre es mi mascota. Todo para cumplir tus deseos de patear su entrepierna y escupirle mierda a la cara. Lo sé todo querida, porque es algo que yo misma hubiera hecho si me encontrara en tu lugar. Si de ahora vas a estar conmigo debes saber algo muy importante: "no le mientas a una mentirosa".

—Lo que usted diga.

—Prepara tus cosas. Freddie te llevará a tu nueva casa, donde vivirás junto a Zinder e Isela. Y por favor recuerda: estarás ahí para controlar la calentura de Zinder. Tu trabajo es hacer que solo se meta con ustedes, no más putas para él, solo ustedes dos.

Yonder.

«Un pequeño empujón... ¿Quién diría que era lo único que me faltaba para darle solución a mis problemas?»

Su mirada hacia el tejado liso color blanco que ofrecía el lugar la hacía sentir incierta, sabiendo que muchas cosas de su vida ya no serán iguales. Uno de los principales cambios no rutinarios era escuchar el motor de las máquinas en la construcción de a lado, o el claxon de los transportes públicos en pésimo estado que iban y venían de las calles, sumado al constante movimiento de las personas, hablando en un tono elevado que se adentraba entre bisbeos a la habitación mediante la ventana que anoche Yonder no cerró para que el viento entrara a orear el bochornoso cuarto vacío.

Un hilo de sudor pasó desde su garganta hasta bajar a su clavícula cuando dispuso a sentarse sobre la colchoneta donde durmió, para que la gota seguiera su camino hasta perderse en los demás hilos que brotaban por las líneas de su plano pero ejercitado abdomen.

Una de sus manos pasaron por su cabeza con intentos de ahuyentar el dolor que le provocaba el ruido del exterior, fracasando en el intento solo para sentir una molestia que no dejaba de revolver su estómago, al mimo tiempo que sus expresiones se arrugaban por el estrés que empezaba a tener en las primeras horas del día.

No sabía si faltar por un buen tiempo a clases era algo bueno para ella, con excepción del día lunes por atender un favor que había apalabrado, o que su nueva "jefa" le diera varios días libres para adaptarse a su nueva residencia.

Con movimientos lentos apartó la delgada sábana color arena que cubría sus piernas para enrollar su cuerpo desnudo con esta, abandonar la colchoneta y quedar parada, estirarse por unos segundos seguido de dar un gran bostezo que hizo llevar una mano a su boca y cerrar levemente sus ojos.
Sus pequeños pies se contrajeron con el sentir de los granos de arena cuando sus pasos se dirigieron a la ventana de persianas blancas del cuarto que daba vista a las afueras del descuidado edificio.

Sus instintos invocaron una despreciable mirada que le regaló a todas personas que estaban a cinco plantas debajo de ella, pasando de aquí para allá.
Algunas familias de clase media que se adentraban al mercado de frente para desayunar con entusiasmo, algunas parejas empalagosas sentadas en los banquillos de la esquina para cubrirse del sol, abuelas con sus nietos comprando verduras en los puestos de mesa situados en las banquetas en fila fuera del mercado principal.

Su coraje no se debía por haber pasado su segunda noche dentro del cuarto pintado de un blanco mugriento y desgastado lleno de sangre seca, con eses de rata y cucaracha por todo el suelo, o el polvo en el aire junto a las telerañas en las esquinas de las cuatro paredes que irritaban su nariz.
Tampoco era por ver a las personas que llevaban una calidad de vida totalmente lejana a la suya, pues más que eso, ella de algún modo los envidiaba a todos ellos por un simple motivo.
Todos, tanto trabajadores de vestimentas desgastadas como la mayoría de compradores con sandalias tenían algo que la pelinegra carecía: una sonrisa sincera acompañada de alegría, abrazos y besos.

«Pobre pero feliz.» Pensó, antes de voltear a su costado izquierdo para observar la ventana que daba reberveración, pero a su vez le otorgaba una ligera vista a medio rostro, de pero resaltaba la luz del día. «Tener plata... a cambio de estar podrida.»

Zinder.

Los sucesos posteriores entre el hijo de Trinidad Jeager y la hermana menor de Lucrecia Benedetto fueron un respiro para amabas partes. Solo eran un par de completos mentirosos que jugaban a las apariencias, así era como se sentían en ese momento, desde hace días, cuando tuvieron el encuentro que llevaría sus verdaderas intenciones a flote.

El cansancio provocado por las extensas cosas hechas por persuadir al par de agentes que los vigilaban los habían dejado tan debilitados como para no querer dar otro paso y cruzar la puerta principal de la mansión Benedetto. Entendían que, cruzando de la gigantesca puerta detrás de ellos, todo tendría que volver a la normalidad. Tshilaba dejaría de ser un agente para ser una simulación de Isela hasta que el tiempo estipulado de tener el control de ese cuerpo terminara. En cambio, Zinder seguiría siendo el mismo adolescente de siempre, tan vago, despreocupado y zángano de siempre.

—¿Quién diría que nuestro amor hizo que nos quedáramos en la cabaña hasta hoy miércoles? —las palabras de la Tshilaba llegaron después de bostezar, exagerando esas manías que le daban un afín de niña mimada—. Fué un increíble fin de semana, y todo gracias a tí... —estrechó la mirada con malicia, apuntando a Zinder—. Mi estrambótico conejillo.

Zinder se quedó mirándola, impasible de recibir una que otra caricia sobre el rostro con delicadeza por parte de la pelirroja que, en efecto, hacía tales actos para molestar.

—Me das mucho crédito, cariño —para sorpresa de Tshilaba, este respondió del mismo estilo, frotando el maquillado moflete de la gitana en cuanto pasaba la otra mano en la nuca para llevarla hasta su oído y susurrarle—: si no fuera porque tienes el cuerpo de Isela, tu vida habría acabado en la cabaña junto a tus compañeros.

—¿De verdad? —preguntó ella, vacilante, tras pasar un breve tiempo donde recordó el acuerdo que tenían—. ¡Oh, cierto! Isela.

—Ella deberá volver a tener el control mucho antes de las seis —afirmó Zinder, con la cara hundida en el hombro de la chica, con la intención de aparentar una calurosa despedida de novios—. Y por favor, ahórrate la molestia de hacer trampa. Me daré cuenta si hablaré con la verdadera Isela, la próxima vez que nos veamos.

—¿Estás seguro de querer a la nena devuelta? —cuestionó entre risillas.

—Ella es la razón principal que me hace ayudarte —respondió él, en un susurro—. Recuérdalo.

—Sé sincero por una vez en tu vida, querido —siseó, acariciando un mechón de Zinder—. Todos los que vivimos en este país somos una completa mierda. No hay nada de malo en eso, al menos ante nuestros ojos. De hecho, es lo que nos caracteriza como excelentes inquilinos de América. El problema viene cuando alguien trata de obrar con un egoísmo oculto en una buena acción. Como en tu caso al ayudar a la prometida que hace mucho descuidaste, y seguramente hubiera seguido así, si yo no me hubiera metido en tu camino.

—¿Desde cuándo una súcubo puede juzgar los pecados de un duende? —a Zinder se le hacía más interesante hacer otra cosa en vez estar con la pelirroja, pero sabía que ignorarla no era una opción, por consiguiente creyó que era el momento ideal pa a aclarar ciertos puntos—. Nuestra relación sigue siendo la misma. Tú por tu lado, y yo por el mío. Mantén la línea en mis cosas, eso incluye las intenciones que tenga. Será lo mejor.

—Cierto. —dijo Tshilaba, luego de quitarse los lentes de sol para mirar a Zinder de una forma mejor con hacer que ambos tomasen distancia—. Gracias a ese detalle pudimos tener la privacidad que necesitamos. Por eso me sorprende que quieras romper esa rutina con incluir a Isela. Al fin y al cabo sigues siendo el que pierda más con esto que yo. Por si no lo sabes, gracias a lo que dijiste, he tomado distancia de lo que haces cuando no estamos juntos, limitándome a confirmar que pasas el rato con una que otra señorita —sus delgados brazos apresaron el cuello del pelinegro, seguido de acercar su rostro al de él, de modo que sintieran la fricción de sus labios—. Si Isela toma el mando de su cuerpo puede arruinarte la diversión. ¿De verdad quieres eso? No lo he dicho, pero después de estos últimos días, Isela ha vuelto a confía en tí. Aún sigue con esa idea de creer que esto puede quedar en el pasado. Tiene la esperanza de hacer que esto sea un mal sueño entre ustedes, saliendo de esto para volver a estar juntos. La cuestión es: ¿eso deseas?

Él mas que nadie sabía de las cosas que ocultaba. Infidelidades excusadas con lo que, supuestamente, Isela también hacía. Sobornos, extorsión, manipulación, entre muchas cosas que podían deshacer la honrada apariencia del chico. Aunque por fuera dijera que la opinión de aquella chica incauta no significaría nada, era una completa mentira. Él la apreciaba, de eso no había duda. Era común que sintiera ese miedo, cual niño a punto de ser acusado por una travesura que implicaba más que un regaño. Una cobardía dispuesta a afrontar, y hablar con franqueza, cara a cara con su pareja, y muy probable expareja. Era el primer paso que deseaba para traer un incierto cambio en él.

De cierta guisa, el abrasador alientos a cereza de la pelirroja que ascendía sobre sus narices lo sofocaba, como la brisa de una tarde en el desierto. Aunque el chico seguía con una mirada inerte, fehaciente al objetivo de planear un atentado contra Lucrecia con plan que tomaba forma. En parte por sus beneficios, llevando de la mano los de Isela.

—Eso es algo que discutiré con mi prometida —dijo, aún con la mirada inerte, pero metiendo atisbos de sinceridad para evadir más preguntas en un futuro cercano.

—¿Por qué no se lo dices ahora? —tentó Tshilaba—. Puedes hacerlo si quieres, ahora mismo. Ella te escuchará porque está junto a nosotros, atenta a lo que hablamos. No seas cobarde, Zinder. Vamos, ¿qué harás una vez que Isela recupere el control total de su cuerpo?

Antes de volver a hablar, el par escuchó el sonido seco generado de la puerta de madera que se abría con lentitud, acto que captó la mirada de ellos, denotando la aparición de mujer que relacionaba al par de chicos.

—Lamento interrumpir su privacidad de tortolitos, pero como dueña y madre de ambos, exijo mi derecho de hacerlo sin pena de recibir un berrinche por meterme antes de que se volvieran a comer a besos, si no es que otra cosa más —dijo Lucrecia Benedetto, recargada sobre el borde de la entrada, sonriente y picarona—. ¿Qué tanto hablan para no invitarme?

—Lo dices como si en tu época no hubieras hecho lo mismo con papá —dijo Tshilaba, besando la mano de Lucrecia cuando esta la elevó hasta la altura de su rostro, como señal de respeto y lealtad absoluta.

—Lo mismo le decía a tu abuela, que en paz descanse. Tampoco entendía lo divertido que le era hacer lo mismo, hasta ahora. Seguro que cuando ambos tengan a mis futuros nietos lo entenderán —llevó la muñeca hasta Zinder para repetir lo mismo y recibir una reverencia más pronunciada por mero orgullo, sabiendo que el chico detestaba hacer eso—. Bueno, mis pequeños desgraciados. ¿Hicieron lo que les pedí?

—La carretera de la zona sur que conecta con las tres ciudades principales para circular la mercancía vuelve a estar segura —dijo Zinder, entregando una carpeta con fotografías que avalaban las acciones que había hecho antes de pisar Ishkode—. No más retrasos.

La sonrisa de Lucrecia se reflejaba en una exageración de placer conforme pasaba de imagen grotesca, del final de cada servidor público relacionado con las pérdidas que ella y sus asociados habían tenido. Algo que dejaban pasar con la finalidad de aparentar inocencia, aunque la culpa era una obviedad.

—Antes de llegar, pasamos a darle una visita al tío Humberto —agregó Zinder, mostrando la mochila de blanca tela gruesa que tenía en la espalda, empapada de un rojizo líquido viscoso por debajo.

—¿Eso es...? —preguntó la patrona Benedetto, curiosa cual niña que recibe regalos en su cumpleaños, aunque atenta, más no sorprendida de lo que podía contener, apostando a que era la cabeza de alguien importante como premio de otra victoria agregada al historial que tenía.

—Es una sorpresa muy agridulce —volvió el macuto a la espalda—. Será mejor que entremos porque tenemos mucho de que hablar

—Descuida, pequeño —dijo Lucrecia—. Que Isela me cuente los detalles. Tengo un encargo para ti. Estoy segura de que te va a gustar.

—¿Algo? —preguntó Zinder, confundido.

—Zinder —lo miró con detenimiento—. ¿Eres leal a mí?

Él no respondió.

—Tienes a mi hija como muestra del aprecio que te tengo —masculló—. Quiero saber cuál es tu compromiso conmigo.

—Acabo de exterminar a una banda de criminales en su nombre. Aseguré la ruta de su mercancía y le dejé un mensaje al tío Humberto para que vuelva a pensárselo dos veces si quiere meter infiltrados en su casa —siseó—. ¿Qué otra prueba necesita?

La mujer sonrió con picardía. De un chasquido hizo que un empleado llegase a donde estaba, con una maleta que ella misma abrió cuando el mayordomo la puso frente a ella para extraer un fajo de billetes que ofreció a Zinder.

—Ese es mi niño —lo tomó para darle un beso en la frente—. Tengo un regalo para ti. Está en la zona sur, entre el territorio de Humberto y tu madrina. Hazles saber que ella está bajo mi protección, cualquier intento de hacerle algo será tomado como una provocación.

—¿Quién es?

—Pronto lo sabrás. Solo debes saber que ella será el relevo de Isela, cuando mi hija no tenga ganas de sacarte toda la leche. Pero te advierto —lo tomó de ambas mejillas, sonando amenazante—. Después de ella, no quiero a más mujeres cerca de ti. Eso incluye a la sirvienta de Kande y a la perra de Sonia. ¿Quedó claro?

Yonder

Su lúgubre y decadente soledad frente a la barra de un puesto de comida dentro del mercado Laporta le era más que suficiente para fundirse en sus pensamientos e intentar ordenar cada una de sus actuales ideas y planes a corto plazo. Su mirada se posó en la joven de piel morena con mandil floreado que puso sobre sus narices algo de beber, estirando sus labios en una sonrisa, para luego recibir el mismo gesto por parte de Yonder, antes que la servidora de cabello recogido en una red fuera a atender al resto de la clientela en las pequeñas mesas detrás suyo con devoción.

A Yonder no le costaba partir de la zona sur hasta la zona norte para ir a un restaurante de su calaña, pero lo que más quería era alejarse de todo lo que le recordaba a su padre, era por eso que prefirió tomarse alrededor de una hora dentro de la abandonada bañera para darse el lujo de tallar cada parte de su cuerpo, no sin antes darle limpieza profunda a todo el baño, agregando media hora más para vestirse con la ropa que trajo de su antigua casa, adentrarse al mercado y empezar el día con un desayuno fuera de lo común.
Esa curiosidad de probar algo diferente le hacía reconsiderar si su día sería algo menos que una cárcel clandestina amordasada por el exceso de trabajo.

Su mirada volvió a la barra hecha a base de azulejo marrón, adentrando la pequeña cuchara de aluminio desgastado en el café de hoya vertido en una taza de barro con grabados artesanales.
El alto asiento de metal pintado de un desgastado gris que daba ciertas aberturas oxidadas a las cuatro patas le era demasiado cómodo, cuando este debía ser una tortura para sus pálidos glúteos que estaban acostumbrados a reposar sobre lo más acogedor.

De vez en cuando, con discreción observaba con el rabillo del ojo a una infiltrada Leticia Trujillo que parecía rondar su misma edad. Su apariencia en comparación a la de Yonder —pese a seguir con múltiples hematomas— parecía más descuidada, como la piel seca, específicamente en sus delgados brazos velludos, lo grasosa de su nariz chata, las ojeras que acompañaban sus ojos café oscuro, o su blusa roja con pantalón de mezclilla llegado a las pantorrillas y sus sandalias negras, todas descoloridas por el constante uso. Una chica promedio de clase baja, o eso era lo que Leticia aparentaba para pasar desapercibida por el bien de la nueva misión encomendada por Tshilaba Benedetto.

«Hay una diferencia abismal entre tú y yo» Las palabras que Yonder había vomitado para sí misma la hicieron mirar de forma despectiva a Leticia antes de bajar sus ojos para enfocarse en el overol negro ajustado que terminaba a mitad de sus muslos. «No importa si nuestras apariencias son muy distintas, aún si la ropa que llevo ahora vale más que todo lo material que tienes, o la ansiedad que me causa verte...» Una amarga sonrisa de celos y alerta se figuró en sus húmedos y carnosos labios rojos —maquillados para cubrir las heridas que seguían por la pelea con su padre—, denotando lo asqueada que sentía de su persona. «Pero esa tranquilidad que llevas es algo que ni el dinero, ni el prestigio podrán conseguir». Era una reacción normal, pues inconscientemente los sentidos de la pelinegra de piel pálida sentía el peligro de estar cerca de Leticia.

Yonder jamás pensó que tendría un lado tan hediondo como lo era la elocuencia de endulzar los oídos de las personas para llevarlas a una isla de mentiras, donde terminaban como marionetas de sacrificio para ser usadas con descaro, sin empatia ni interés de lo que sus acciones puedan provocar mas allá de ejecutar un objetivo propio, tal y como su padre. ¿Estaba sorprendida? Más que eso, asustada, decepcionada y un poco afligida por imaginar lo que su madre hubiera pensado si la viera entre lágrimas de cocodrilo con una sonrisa de oreja a oreja.

Sus ojos mostraban el leve rencor que tenía sobre la morena de la que no sabía de su existencia apenas hace cinco minutos, donde pisó el comedor de doña Toña. La joven agente solamente iba de mesa en mesa, atendiendo a todos con un actuado júbilo.

Sin darse cuenta, su mirada se había perdido en la humilde pero enérgica servidora que recogía unos platos de la contraesquina de la barra que había dejado un hombre calvo. Su atención se enfocaba cada vez con más celos y admiración, conforme los segundos transcurrían, hasta que la morena sintió que era momento de acercarse a ella.

—¿Se te ofrece algo más? —la amabilidad impregnada en la entonada voz que desprendió Leticia la sacó de sus pensamientos, para que Yonder parpadeara por un momento antes de espabilarse—. En unos momentos estará tu orden.

«diablos» Pensó. «Me perdí mientras la veía.» Hizo una mueca, devolviendo la cordialidad mientras seguía buscando las palabras correctas para dirigirse a la agente. «Aunque esté así de jodida, algo me dice que hay algo en ti que no me deja buena espina. ¿Será solo envidia lo que tengo sobre ti?».

—Muchas gracias —respondió Yonder.

La repentina confianza de la mesera había hecho que la pelinegra ladeara la cabeza, también por su habla hispana de acento chileno que dejó pasar por no prestar mucha atención en el momento que esta le llevó el café.

—Avísame si necesitas algo, ¿va? —cuando la oji azul había reaccionado, la agente ya había dado media vuelta para atender a la nueva persona que había entrado en la pequeña entrada que tapaba el lugar con una delgada tela blanca.

—¿Puedo saber lo que haces aquí?

Los sentidos de Yonder se alertaron al tiempo que sus ojos se crisparon en cuanto escuchó esa ronca y sarcástica voz que le resultaba familiar... demasiado para ser específicos.
No pudo mirar en dirección a esta, ya que se encontraba a sus espaldas junto a la mesera para confirmar que en efecto: era Zinder Croda quien había llegado al local.

«Por favor dime que no es quien creo que es».

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