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Las curiosidades de mamá. Parte 2

—¿Me podrías hacer el favor de sentarte?

Nadie alrededor de Yonder podía creer la cantidad de comida que su estómago podía albergar. La rubia de cabello corto, con el flequillo del costado derecho más largo que el otro, uniformada con guantes de cuero se mantenía serena ante la solicitud de la cliente VIP que se le fué asignada, no sabía que responder, era demasiado madura como para poner una cara estupefacta. La comisura de sus labios seguían intactas. Eso no quitaba el revolver de su estómago, tomó el cuchillo y dejó caer con calma un trozo de picaña sobre el plato de porcelana redondo negro, con forma de estrella invertida de Yonder.

—Me temo que no puedo cumplir su demanda, señorita Pulisic —el aire de sus pulmones salió discretamente de sus narices en señal de su frustración, intentando persuadir el descaro de la morena con diplomacia que no había dejado de pedir cosas fuera de su alcance—. Eso sería mal visto por todos, incluso podría perder mi trabajo.

—Compartimos techo durante más de medio año, cuando estaba comprometida con tu hermano. Deja las formalidades, Peack —la pálida joven miró con desaprobación el plato, negó con la cabeza para volver a la rubia estoica y preguntar con una expresión divertida—: ¿o ya se te olvidó lo bien que la pasábamos juntas? —no esperó una respuesta para que arrebatara de las manos aquella filosa barra de metal que contenía tres trozos de carne con las manos desnudas.

Pieck Tijerina, una de las tantas hijas no reconocidas de Humberto Laporta y sobrina del preso Ted Tijerina. Una joven mujer de tan solo veintisiete años de edad, por encima del promedio, en busca de una vida distinta a la que su madre pudo haberle dado. Por causas de fuerza mayor, pudo toparse con una mujer interesante, que para hado celestial conoció a Margarita Potra, su aparente media naranja. La garante de llevarla a una vida de altibajos sentimientos nuevos y reencontrados, inestables en la intimidad, pero firme en el ojo social. O era lo que aparentaba.

Supo desde un principio que Yonder buscaba algo en cuanto notó su presencia en la entrada del restaurante, no por nada la pusieron a cargo de atenderla, por si fuera menos, la propia Margarita le había dado la orden de hacer lo que ella quisiera, todo por ser alguien importante de su ahijado. Todo el estrés de la semana pasada se había acomu, y los ratos con Margarita no la ayudaban tanto a solucionar sus asuntos mentales. Ajustó sus guantes sin perder el porte y miró con irritación a Yonder, sabiendo lo que pasaría después.

—¿En serio? —bufó con pesadez—. ¿Olvidar a mi muy íntima amiga? —lo último era un sarcástico comentario revestido en su poker face usual.

—Solías ser más divertida —siseó Yonder en cuanto se acercó unos cuantos centímetros al rostro de Pieck—, ahora pareces una deprimente mujer sin gusto por la vida.

Una de las tantas cosas que la limitaban a meditar un momento era que, frente a sus rasgados ojos mezclados de verde, pardo y un tanto grisáceo de Peack habían muchas más razones para no responder de manera tajante, o algo peor que eso. Pero su actitud de malandra estaba tan quebrada por haber derramado tantos dientes y sangre, que pelear era lo que menos necesitaba. Sonrió pasivamente, lejos de tomarse las insinuaciones de Yonder como algo malo, más bien lo consideraba como una broma, a pesar de no coincidir tanto con la pelinegra que seguía juguetona, quien tomó un pan con ajo de la canasta en medio de la mesa, para partirlo por la mitad, llevarlo a los labios, después de guiar la otra mitad a la boca de la rubia, que luego de unos segundos de vacilación, aún dudosa prefirió seguirle la corriente, recibiendo la hogaza de una forma comprometedora al acariciar con sus dedos la mejilla de Yonder.

«No deberías estar aquí, mucho menos con Zinder Croda. Maldita Tshilaba, volvió a dejar que el maldito adicto hiciera de las suyas». Pensó Peack, guiñando un ojo a la morena que devolvió el gesto de manera lujuriosa. Ingirió el alimento, luego de unas masticadas.

—He tenido una semana de mierda, ahora vienes aquí, apareciendo junto al bastardo enano de mierda de Zinder Croda. Aunque no desprecio tu compañía, no lo tomes personal, ¿Tal vez se deba a los morbosos recuerdos que tengo contigo cuando ibas a mi habitación en medio de la noche, para terminar el trabajo que Marco dejó por no seguirte el ritmo en la cama? Pero un pequeño break no estaría mal —para eso la rubia había abandonado toda cordialidad. Llevó sus dedos a la orilla derecha de los labios de Yonder, donde tenía migajas de pan, las cuales quitó con flirteo—. Mucho más si se trata de mi antigua amiga de los afectos. ¿Qué te trae por aquí, enana? —sonrió por unos segundos.

—Nada como revivir aquellos momentos —respondió Yonder.

—Desde que rompiste tu compromiso con mi hermano, la gente de Kande y Lucrecia no tienen permitido pisar este lugar —dijo Peack— no deberías estar aquí. ¿Quieres hacer que la paz en la capital explote?

—Lo sé.

—¿Entonces?

—Entonces... —Yonder se acercó seductoramente al oído de la rubia y susurró—: ven a hacerme compañía, y te diré lo que me tiene en este lugar de mierda.

A ninguna le importó menos que estuvieran jugando entre coqueteos con cosas personales en público, más si lo volvían a hacer después de hace mucho. Total, nadie las podía ver por las oscuras luces que había en la zona privada. Era como si ambas supieran que tipo de humor utilizar entre ellas, no había problema con ser muy hirientes. Estaban de acuerdo con burlarse entre sí por sus desgracias, que no era una sorpresa que se supieran.
Pieck se alejó, relativamente alegre por olvidar los problemas que tenía, al menos por unos momentos para ir a los vestuarios, solicitar más acompañamientos para la carne que iban a cenar.

«Las cosas que me obligas a hacer, Zinder». Pensó Yonder a sus adentros, entre espasmos que contrajeron sus dedos y erizaron su piel, cuando volteó en dirección a Pieck al internarse en el vestuario de mujeres, situada a un lado de la puerta de caballeros, sin percatarse que Margarita Potra había visto todo a lo lejos, en un punto ciego antes de perderse en un rincón, sentada con un vaso de mezcal en mano. «No quiero estar sola, puede que esa putrefacta mujer que tienes como madrina venga a querer algo conmigo, que seguramente hará después de jugar un rato con su juguete de carne y hueso».

—Entonces, ¿qué es lo que la cotizada princesa Pulisic desea de una humilde trabajadora como yo?

Calma relativa en su máxima expresión. Tanto Yonder como su nueva compañera de mesa no podían estilizar la esfera ambiental que habían creado entre comida, risas poco desfiguradas de usanzas para los individuos acostumbrados a ver, y sobre todo; sin la necesidad de pasar un mal rato con alguien que les mirase el trasero. La forma extravagante que la rubia de orbes extraños usó para referirse a la morena hizo que esta última marcara los mofletes, encima de lo gracioso que esto podía llegar a sonar. No sabían cómo, pero la energía y manera de ser que compartían era compacta.

Unos tragos de vino y cerveza fueron suficientes para tener una plática entretenida. A dichas alturas el dueto ya había hablado de sus gustos por saber de las cosas interesantes que suceden al resto de gente que tenían en común, como los embarazos no deseados de ciertas fulanas, infidelidades, estafas, asaltos, uno que otro delito amañado, fraudes al fisco. Cosas de señoritas que hace tiempo no coincidían.

—¿Humilde, tú? —respondió Yonder con una pregunta burlona—. Eso suena muy modesto viniendo de la acompañante favorita de una mujer tan poderosa como lo es la Potra.

—¡Venga! —Pieck esbozó una discreta risa que tapaban sus manos, dando tenuidad al tono chillón que no fué audible por la música bachata de fondo—. Una no puede intentar una relación con otra mujer porque todos se alarman —llevó a la boca con entusiasmo los restos de la tercera cerveza sobrante en su vaso de cristal—: ¿Celosa?

—Un poco, la verdad —la mano de la pelinegra tomó la copa de vino para imitar la acción de Pieck— creí que teníamos algo especial —tronó los labios luego de posar la copa en su lugar muy amena.

—Hablando mas en serio, Yonder —la voz de Pieck pasó de ser relajante, a tajante y directa—. Las personas que llevan tu apellido no son bienvenidas aquí.

—Vaya forma de decirme que tome mis cosas y me large. Ni la Potra se atrevió a despreciar mi presencia.

—Lo digo por tu bien, enana buscapleitos  —espetó la rubia con humor negro— a la Potra le conviene que pises su territorio. Esperará a que bajes la guardia para actuar, porque así podrá hacer lo que quiera contigo a sus anchas, sin que tu padre pueda hacer algo al respecto. Porque así fue como lo pactaron en el tratado de alto al fuego que se firmó después de la última vendetta que hubo entre Lucrecia Benedetto y Trinidad Jeager.

Un toque duditativo entró en Yonder, pues ni ella tenía una respuesta a ese pregunta.

—Conozco el tratado tanto como cada pílar que se gana en los negocios de abajo —fijó su atención en un pedazo de rip eye—. Soy muchas cosas, menos una ignorante para desconocer lo que la Potra puede hacer en su territorio, o el poder que tiene para medirse con gente como la tía Lucrecia o mi padre. Por algo estoy aquí.

—¿Qué es lo que buscas? —la rubia volvió a preguntar.

—Buena pregunta, ¿qué es lo que busco? —la ahora inquisitiva voz de Yonder hizo que Peack volviera a ella con un atisbo de curiosidad que reflejada en su rostro inerte—. Eso se lo deberías preguntar a Zinder. Yo solo estoy haciendo de acompañamiento.

Por un lado Pieck estaba sacada de sí por tal respuesta. Meditó antes de hablar, al mismo tiempo que sacaba otra cerveza de la cubeta metálica con un exceso de hielo desprendiente de una especie de vapor por el frío, abrió la bebida y tragó poco más de la mitad del contenido para refrescar su garganta.

—Es obvio que el otro enano de mierda y tú quieren algo de Margarita  —ladeo la cabeza— esperaba que me dijeras.

—La respuesta la tienes entre tus narices, Peack —afirmó pesadamente— dime: ¿Por qué fue que durante muchas noches dormí en la misma cama que tu hermano?

—Por el compromiso que tenían.

—¿Y quiénes arreglaron ése compromiso que me trajo los peores días de mi vida hasta ahora? —suspiró.

—Adoro las preguntas que ya tienen respuesta —dijo Peack, sarcástica—. Por nuestros pad...

La rubia casi escupe el pedazo de carne que estaba masticando en el momento que vio a Yonder con incredulidad. Se esperaba algo de poca consideración, incluso entre su rango de posibilidades no esperaba algo como lo escuchado, al instante de recibir ese motivo que tenía a su antigua amante en ese lugar como balde helado de agua que le caía en la mañana. Esto le brindó más fuerza a la otra parte que albergaba una emoción contraste a su sorpresa: más curiosidad.

Torció los labios, sabiendo que nada bueno podría salir de ahí, después de una larga semana aburrida y ajetreada de sorpresas no tan convencionales para ella, como la plana que dejó a todos de cabeza: el genocidio del viernes trece, orquestado por Angela Ackerman. Aunque dicho dato no se hizo oficial, todos sabían que era ella, una de las mujeres más poderosas hoy en día estaba detrás de todo eso, donde le dio fin a su padre adoptivo. Esto traía consigo una serie de infortunios porque gracias a tal acto pondría manos a la obra a su actual pareja por interés económico: Margarita Potra, otro eslabón grande de Helix.

—Ahora entiendo —dijo Peack—. Quieres una disputa entre Kande y Margarita —cogió una cuarta cerveza después de tomarse de golpe la que tenía en mano, haciendo que esta comenzara a surgir el alegre efecto que quería—. Enana idiota, ¿tienes idea de las consecuencias que todos pagaremos si se llegara a dar ese enfrentamiento de bandos?

"¿Quién puede hablarme de amor?,
Y defenderlo,
Qué levante la mano por favor".

Por unos segundos Yonder dejó que la música opacara el silencio que había provocado al quedarse callada, para pensar en las palabras que usaría con la rubia, sabiendo que eso que estaba a punto de decir pasaría a bocas de todos los renombrados de Ishkode, y Helix.

"¿Quién puede hablar del dolor?,
Pagar la fianza,
Pa' que salga de mi corazón".

—Claro que lo sé —con pesadez bebió todo el vino de su copa para tomar valor— de ser posible, quiero evitar la pérdida de muchas vidas sin sentido. Digo, no tiene caso que gente desconocida para mí muera por las diferencias que tenemos nosotros los de arriba. Eso es para cobardes.

—Que estés caminando entre la cuerda floja de la paz y la guerra dice lo contrario —comentó Pieck levemente malhumorada.

—Peack: ¿Alguna vez te has preocupado por alguien que no seas tu?

Pieck había vacilado, sin entender lo que la amarga sonrisa de Yonder le quería dictaminar.
—¿Ahora vas a hablar de amor? —abrió los ojos de sorpresa—. Dime que estás bromeando.

—Me refiero a tener ése sentimiento de querer a una persona a pesar de los años que has pasado lejos de ella. Pese a las experiencias que vives junto a personas que encuentras en el camino. Y por más que lo intentes, sigas sintiéndote inconforme. Como si algo le faltara a tu vida —Yonder desechó la posibilidad de ser entendida por la rubia, no sintiéndose muy orgullosa por ello—. Ése algo que sólo consigues con el único terrateniente de tus momentos felices —agarró la botella de vino en la mesa para servir su copa a tope.

—Creí que habías superado a Zinder Croda —dio un silbido cargado de mordacidad—. ¿Recuerdas que me lo dijiste cuando estábamos acostadas en la cama donde dormías con mi hermano, con cigarro en mano?

—¿Es necesario que detalles lo que hacíamos cada vez que recuerdas las cosas que dije? —movió sus manos con aires de insatisfacción—. Comienzas a aburrirme.

—Lo hago porque me parece estúpido que te estés metiendo en un problema muy grande por un tipejo que te ha estado evitando por mucho tiempo. ¿Un sentimiento de insuficiencia? Gracias a los dioses que se burlan de nuestras desgracias puedo confesar que me siento conforme conmigo misma, hasta la fecha no necesito de nadie para tener amor propio. Quizás sea porque no tuve una relación como Zinder y tú desde pequeños, donde ambos crecieron juntos. Incluso en esa vez que estábamos en la cama dijiste que tenían planes de empezar a vivir juntos a inicios de la universidad. ¡Que linda! ¿Ahora tu sueño se hará realidad?

—Estúpido o no, simplemente lo hago y ya está.

—¿A cambio de qué? —farfulló Peack—. Piénsalo Yonder. Si bien la cosa entre mi hermano y tú estaba podrida, tenías todo lo que querías con solo dar un chasquido. Cuando estabas comprometida con él, te cagabas en dinero, hacías lo que querías, con quien querías, a la hora que querías. Viajes, lujos, joyas, todo lo que cualquier chica quería, tú lo tenías —bebió más cerveza—. Quizás y ambos terminaron, okey. Bien, ni modos. Pero incluso después de eso, tu vida seguía rodeada de todo lo material que se necesita para vivir sin preocupaciones. ¿Por qué arriesgar esa zona de confort por un adicto que seguramente te está usando como carnada para un plan que, apuesto, ni te ha contado? ¿Quizás y esa sea la razón por la que no me quieres decir qué hacen aquí? Tendré que preguntarle yo misma. Lo siento, Yonder, pero no voy a permitir que ese mocoso y tú inicien una guerra contra Kande.

—Es cierto que confío ciegamente en Zinder — los ojos celestes de Yonder emanaron una determinación que sólo Pieck podía ser testigo, ante esa malicia pura cuando sostuvo la mano de la rubia para que no se levantase del asiento—. Pero es esa misma confianza la que me dice que las consecuencias de esto va a ser benéfica para muchos, porque quizás y después de la tormenta, vendrá la calma para muchas personas que tanto desean.

—No voy a permitir que Margarita sea la responsable de romper el equilibrio por el que tanto hemos trabajado —Peack agudizó la vista—. Váyanse con su maldita bomba con forma de problemas a otro lado, con alguien que esté dispuesto a cargar con el peso de muchas muertes.

—Nadie habló de iniciar una guerra —minimizó sus dedos con un guiño— solo tomaremos prestado el poder y las influencias de la madrina de mi querido enano.

—¿Para qué?

—Por eso dije que estoy confiando ciegamente en Zinder  —movió sus manos con desdén— supongo que será para dejar de estar bajo el control de Kande y Lucrecia. Yo tampoco quiero una guerra, sabes —escupió, no tan orgullosa de ella—. Ya ha pasado un buen rato desde que Zinder y tú novia se metieron su despacho.

—Te lo advierto, Yonder —dijo Pieck—. Si las cosas se salen de control, juro que te mataré a ti, y al maldito adicto con mis propias manos. La paz y la diplomacia es un gusto que pocos países pueden gozar. Y no voy a dejar que un par de escuincles se la lleven por estar disconformes con sus padres.

Yonder calló por unos segundos, con una seriedad por ser amenazada.
—¿Lo dice quien en su momento abandonó a su familia por capricho propio, haciendo que la madrina de Zinder estuviera a punto de entrar en una disputa entre tu padre y ella? —sonrió, alzando las cejas—. Por cierto, Tshilaba te manda saludos.

Peack había quedado con un aspecto vacilante tras escuchar el nombre de su compañera. Cosa que encendió sus alarmas por el pánico que le daba el simple hecho de pensar que la gitana había sido descubierta. O en el peor de los casos: ser sometida a un tortuoso interrogatorio para exponer a todas las personas pertenecientes a la FMK, junto a los planes que tenían consigo.

—¿Perdón?

La sonrisa de Yonder se ensanchó de lo asertiva, y a su vez sorprendida que fué el comentario lanzado que la ayudó a confirmar que las cosas contadas por Zinder podían ser reales, aunque fuesen sacadas de la lógica.

—Muchas personas llevamos una doble vida, incluso todos los presentes en el restaurante —extendió las manos para ofrecer la tenue vista de las otras mesas con personas sentadas—. Pero ahora me doy cuenta que algunas son más interesantes que otras. Como la tuya, la de Zinder, la de tu padre, incluso la de Isela con su tía. La mía se queda corta con la de todos ustedes. La tía de Isela y tú guardan un gran secreto, Peack. La noche es joven, y Zinder aún no ha llegado. Hablemos otro rato.

—¡Eres una perra, Yonder! —el temblor en el párpado derecho de Pieck incrementó con rabia escondida por escuchar las verdades que se había ganado—: Tan pequeña y con la lengua afilada.

Un silencio tajante deformó ese alegre ambiente, con la música a un volumen modesto. Ambas lo sabían, y ninguna estaba dispuesta a retractarse sabiendo de lo que eso suponía. Solo se observaban con un instinto peligroso que emanaba del par de orbes que cambiaron de color. Con Yonder de carmesí, y Pieck en un dorado intenso.

—Me lo dicen a menudo, querida ex amante mía.

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