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La razón por la que conservo mi humanidad: parte uno

La sala de reuniones de la mansión Benedetto era como todos los miércoles por la tarde para Lucrecia, quien se mantenía sentada en una silla de madera pintada de negro, al costado de una Isela que miraba con desdén el apagado candelabro del techo de la umbría habitación.

—¿Me vas a decir que Zinder y tú se cargaron a toda una pandilla de salvadoreños sin ayuda de nadie? —la quisquillosa voz de Lucrecia denotaba un orgullo que trataba de mantener, pese a la deplorable situación que afrontaba—. Ustedes tienen una gran imaginación.

—Es la verdad —la característica tranquilidad y confianza a la hora de hablar que Isela usaba estaba muy bien imitada por Tshilaba—. No gano nada con mentirte. Zinder y yo los matamos. Bueno —puso una cara dubitativa— en realidad fué Zinder quien voló a la mayoría con un mono explosivo.

Para mantener la compostura, Lucrecia decidió alejarse de su asiento para acercarse a la ventana que daba vista a unos rascacielos de la zona norte por estar en un quinto piso de altura (sin mencionar que su residencia estaba en la cima de una colina), todo con la finalidad de mantener sus pensamientos dentro de la lógica.
—¿Estamos hablando de Zinder? ¿Nuestro Zinder? ¿Tu prometido? —soltó sin despegar la mirada del paisaje regalado.

Tshilaba tenía en cuenta que debía actuar como Isela. Por lo que meditó sus palabras de forma que sonase idéntica a su sobrina para mirar a Lucrecia y decir:
—Es el único Zinder que conocemos, capaz de hacer lo que pocos de su edad pueden —bebió del vaso con lima y agua carbonatada frente a ella antes de seguir—, como dijimos antes: no quedó ningún pandillero vivo.

Un silbido se escapó de los labios pintados de rojo en Lucrecia para evocar unas abanicadas con las manos por el calor interno que sentía.
—Esto será un golpe muy duro para Humberto —sonrió— excelente, el niño que fué entrenado por Trinidad por fin ha despertado, y en el mejor momento. Cuando el cabrón de Humberto se entere de que el responsable de esto es Zinder, no tardará en hacer que todo se vaya al carajo —dejó que unas discretas risas salieran de ella—. Esta racha no puede ser mejor. Primero Yonder viene a mí para dejar a su padre, ahora Zinder empieza hacer las cosas bien. Me alegra saber que ya no le teme a seguir matando, eso me sirve de mucho.

—El tío Humberto te robaba demasiado. No teníamos más opción que matar a sus ladrones. Pero no te acostumbres, a mi fantasmin no le gusta hacer eso —dijo Tshilaba de la nada, sin quitar esa actuada falta de interés en el asunto—. Esta vez hicimos una excepción porque queríamos tener un par de días extra para nosostros.

Lucrecia tomó en cuenta lo dicho por la pelirroja mas joven, al momento de sentir que se le escapaba decir algo, provocando que no pudiera apartar la vista sobre su hija al momento de volver a la mesa, cerca de una silla sin tomar asiento, apoyándose sobre el respaldo.

—Cierto, aún no me lo han dicho  —dijo la mujer mayor—: ¿por qué hicieron todo esto? Todo fue muy repentino. Y no digas que querían ayudarme, porque no te voy a creer. Ustedes dos no hacen las cosas porque sí. Zinder ni en mis mejores sueños me ayudaría sin ganar algo a cambio, y tú eres demasiado perezosa y desinteresada para estar aquí, a no ser que yo o el mismo Zinder te lo hubiéramos pedido, aunque estoy dudando si hubieras aceptado esa petición de Zinder. Eso de querer días extra me lo hubieran pedido, y yo con gusto los dejo estar más tiempo en la cabaña.

La perspicacia fusionada con el orgullo de Lucrecia no cedía ante la cautela impuesta por Tshilaba, aunque esta última poco a poco empezaba a perder terreno por verse arrinconada. Sabía que a la larga su hermana mayor tomaría la delantera, y eso estaba dentro de sus planes para sacar todos los recursos posibles antes de verse en verdaderos aprietos.

—Sabes... —el repentino cambio de tono de hablar en Lucrecia confundió a Tshilaba que se mantuvo callada—. En los últimos meses has estado muy activa, como irreconocible con las cosas que haces por las noches que no pasas con Zinder. No lo digo porque en parte trato de respetar tu privacidad, pero también he querido hablar de esto en privado, y ya que el tema que va de la mano con lo que ahora está pasando, es un buen momento para preguntar. Lo que también se me hace muy extraño creer que hagas esto por el chico. Cualquiera pensaría que es una mentira al saber que le has sido infiel con quién sabe cuánta gente.

Tshilaba sintió aquel sentimiento que todas las personas tenían al estar en ese asiento con Lucrecia de pie, inclinada para quedar a centímetros de su rostro cuando la pelirroja mayor se acercó a ella: una rotunda impotencia porque una persona le escupa sus verdades con diversión, sin poder hacer algo al respecto para mantener la fachada, ya que ella sentía que no era el momento de mostrar quién era en realidad.

—Dime, hija mía: ¿de qué me perdí? —Lucrecia entrecerró sus ojos agudos y ensanchó su sonrisa gracias a lo satisfactorio que le era ver que el rostro de Tshilaba estaba al borde del desespero, aunque hacía un buen trabajo con ocultarlo.

—Es verdad que no soy la mejor prometida del mundo. Pero no me puedes culpar por querer experimentar un poco antes del matrimonio. Quiero decir: todo este asunto del compromiso entre Zinder y yo lo hiciste a nuestras espaldas, sin consultármelo —dijo la pelirroja más joven, al mismo tiempo que jugaba con el abalorio que colgaba de su cuello para dejarlo caer sobre su blusa de rayas blancas con rojas.

—Tienes un punto, no pedí la opinión de ninguno de los dos acerca de eso, aunque no la hubiera necesitado porque ambos me pertenecen —dijo Lucrecia, haciendo que Tshilaba tuviera un gesto de inconformidad—. Pero lo del compromiso pasó un año después de que ambos empezaran a salir, contigo diciendo que querías ver hasta dónde podrían llegar, después de haber terminado con la última decepción amorosa que tuviste antes de Zinder.

—Simplemente pasó, mamá —dijo de la manera más controlada que podía, suprimiendo lo patética que se sentía al decir eso, acerca de un tema que estaba lejos de querer tocar e ir alo principal—. Como ya te dije, solo quiero disfrutar otro poco antes de arreglar mi vida para placer tuyo y llenar ese vacío que no pudo llenar papá. Y respecto al por qué acabamos con los criminales que te robaban mercancía...

Para persuadir la conversación a su conveniencia, Tshilaba mostró el vídeo que había grabado con Zinder, que tenía a Gabriel como protagonista a la par de subir la cabeza que tenía sobre los pies, dejándola rodar, dejando un camino de sangre sobre la mesa, con el fin de mostrar el rostro de sufrimiento que tuvo el conductor antes de ser decapitado para llevárselo a Lucrecia, quien había borrado toda expresión en sí.

—Hablemos de lo importante —cedió el celular a Lucrecia que tomó asiento para ver las confesiones del chófer—. De los negocios, del por qué Zinder y yo te estamos ayudando. Tienes tantas influencias dentro de un país con muchos habitantes que necesitan empleos, ¿por qué usar mujeres inmigrantes, con el riesgo de ser descubierta por la ley?

Cuando Lucrecia deleitó cada detalle que los chicos hicieron, tras haber pensado que solo habían acabado con los salvadoreños que ya la tenía atónita; ver el tortuoso proceso que tuvieron con Gabriel antes de ser asesinado la dejaba más incrédula, a la vez que satisfecha y exaltada de ver que Zinder Croda estaba muy capacitado para matar. Acciones que tan explícitas que nunca demostró al estar a su cuidado, solamente dentro de la zona muerta.

—Entonces, el motivo que te trajo aquí han sido nuestras empleadas inmigrantes —dijo Lucrecia, luego de estar poco más de media hora observando la pantalla telefónica que reproducía el vídeo mostrado por Tshilaba—. Antes de seguir, quiero saber algo —miró a la pelirroja menor.

—Soy toda oídos.

—No pareces sorprendida de tener la cabeza decapitada del empleado de Humberto, a punto de apestar. De verdad —reclinó su cuerpo para recargarse de la mesa que la dejaba frente a frente de su supuesta hija—: ¿qué te ha pasado? Que hayas visto cosas como estas de lejos es una cosa, pero tener una cabeza tus manos, ya es otro nivel.

—He visto muchas cosas a tu lado —dijo la menor—. ¿Por qué te sorprende que haya aprendido de tus ejemplos para alcanzar mis objetivos? Provengo de una familia con sangre gitana, y duermo al lado de un asesino que puede matar a alguien con sus propias manos.

Lucrecia prefirió callar y dejar que Tshilaba se expresara, puesto que sentía la ironía de verse reflejada en ella cuando apenas iniciaba en los negocios que estaba, inducida por su difunta madre, así como la pelirroja menor estaba. Volvió a la sonrisa que acostumbraba a tener, aún sin decir nada.

—Regresando a las mujeres que explotas para tu conveniencia —siguió Tshilaba, tratando de seguir en el papel de Isela para no ceder a sus pasiones—. Tú, y los tantos socios tienes nunca están satisfechos. A pesar de los robos, extorsiones y todo lo que hacen a costa del resto, no les es suficiente. Ahora, hasta explotan a madres solteras necesitadas. Niños huérfanos, hombres con familia sin oportunidades.

—¿Qué te sorprende? Sabes a lo que me dedico. Gracias las explosiones como tú dices que hago es que también comes, te vistes, viajas y te das los lujos de ir a los costosos bares y restaurantes donde te encuentras con los hombres a los que visitas, antes de pasar la noche con ellos —bebió de la copa de vino tinto que había dejado sobre la mesa antes de seguir con la plática—. Usa esa cabeza que dios te dio para algo bueno. Gastar el dinero que gano para nosotras, ¿no te vuelve parte de esto?

—El dinero que gasto lo gano trabajando.

Lo dicho por Tshilaba hizo que Lucrecia riera de lo gracioso que le hizo el comentario, uno que la propia Tshilaba consideraba inútil. Sin embargo, sentía que de vez en cuando necesitaba soltar esa clase de cosas para seguir con la montada y no revelar el verdadero propósito que la llevó a causar lo susodicho, que su hermana no supiera que había sustituido a Isela. Aunque sus ansias deseaban sacar el arma oculta y acabar con Lucrecia. Pero con las nuevas órdenes, eso le era imposible. Así que se limitaba con grabar la plática entre ambas con la pequeña grabadora oculta dentro del pantalón ajustado como evidencia que podría servirle en el futuro.

—¿Trabajar? ¡¿Tú?! —arremetió Lucrecia—. Hay hija. Estar sentada en la recepción del restaurante de tu madre durante cuatro horas, a lo mucho cinco cuando hay demasiada gente para hacer reservaciones, dentro de un área con aire acondicionado con comida y descansos ilimitados no es trabajar. ¿Y qué decir del dinero que te doy por holgazanear ahí? No produces ni una cuarta parte de lo que ganas. Haces de todo, pero menos trabajar.

—En ese caso, eso no me hace tan diferente a tí. Solo llegas a una fachada de restaurante para dar indicaciones a personas mal pagadas. Sobornas a la policía, cenas junto a empresarios, inversionistas y políticos corruptos para terminar la noche como yo: acostándote con ellos, ¿y para qué? Seguir hundiéndote en esa miseria, llena de complejos que llamas fortuna por tener unos miserables permisos que te trajeron hasta donde estás, a cambio de seguir pudriéndote por dentro..

Lucrecia escuchaba con las cejas alzadas, acompañada de una sonrisa llena de displicencia que denotaba lo familiarizada que estaba con verse un aproximado de veinte años atrás. Cuando ella misma le recriminó a su madre acerca de las cosas que ahora ella misma era confrontada. Antes de perder la moralidad en la vida y sus prejuicios.

—¿Terminaste? —preguntó pasiva, bebiendo otro trago de vino en la fina copa.

—¡Puta madre! —gritó Tshilaba, no pudiendo más con esa euforia que desplomó con ponerse de pie y azotar la mesa con ambas manos, con una fuerza que hizo tirar la botella de vino que vertía el líquido hasta pasar por lo largo de la mesa rectangular, fusionándose con la sangre del chófer.

Mirar la cara enfurecida de Tshilaba no tenía precio para Lucrecia. Y aunque en esos instantes ella no tenía en cuenta que hablaba con su propia hermana, esas expresiones le recordaban a ella, en los tiempos vividos en Rumania, cuando su familia ganaba dinero de las formas menos honradas. Pues la hermana mayor —quien era Lucrecia— veía un fuerte sentido de la justicia en Tshilaba, quien era de las personas con las que más convivió antes de migrar a Helix. El tumulto de sensaciones por recordar a su familia se hizo presente. Pero lejos de sentirse contenta, lo que más predominaba en esos bipolares sentimientos, incautos por los nervios de acero era la ironía.

—Hay... —masculló Lucrecia—. Mi tierna, hermosa, frágil e ilusa niña. Aún tienes mucho que aprender.

Sus manos tomaron la botella a medias. Miró la copa que sostenía sobre la parte más delgada, la tiró al suelo, haciendo que se dividiera en diminutos fragmentos de cristal que se dispersaban por debajo de los altos tacones que usaba para beber directo de la botella.

—Es cierto, casi todos los días estoy encerrada en un lugar, sentada con gente cuyo poder es tan grande que si lo desean, pueden acabar conmigo y quienes están a mi altura. O estoy en mi despacho, como dices: ordenando desde un asiento, firmando y haciendo constantes llamadas para hacer que las inmigrantes que están a mi cargo no sean deportadas a la miseria de país de donde las saqué. A quienes supuestamente tú, exploto con un sueldo pagado en pílares, la maldita moneda que ha superado al dólar. O no lo sé, si con explotar te refieres a comprar edificios para que tengan un lugar donde dormir, después de ocho a nueve horas con descanso, tres comidas y atención médica incluída. Tienes razón, soy un monstruo por hacer que tengan un trabajo digno, y no estar en una esquina para vender sus cuerpos, o en una cantina, sentadas junto a un maldito borracho que se gasta el la paga de su trabajo con salario mínimo a escondidas de una frustrada esposa con cuatro hijos que podrían ser una de mis tantas empleadas. Si... Isela, soy una mierda, un monstruo, una porquería de persona. Porque sí... si yo quiero, puedo hacer que estén mal pagadas y sin todas las comodidades que les doy.

—Eso no justifica lo gandalla que eres al aprovecharte de ellas con tu trabajo. Y a otras tantas con tu maldita droga —Tshilaba carraspeó antes de seguir—. ¿Qué hay de los hijos de esas mujeres?

—¿Qué con ellos?

—Está en nuestra sangre ser una porquería de persona, ¿pero usar a unos niños para trabajar? —prosiguió Tshilaba, expresando su molestia—. ¿Qué tan podrida tienes que estar para poner a unos niños que deberían estar en un salón de clases, y no en uno de tus almacenes para trabajar como empaquetadores de tu maldita droga o separando malditos alimentos?

—Querida, no todo es color rosa pastel, ¿qué quieres que te cuente? —Lucrecia bebió otro tanto de vino—. Después de ver la masacre que acabas de hacer con Zinder, creí que podías entender aunque sea un poco de lo que hacemos, y por qué lo haremos. Pensé que estabas lista para estar a mi lado en los momentos que necesite de una mano derecha. Tengamos está plática en otro día. Estoy muy retrasada, y con muchos pendientes que cumplir antes del anochecer.

Una fracción de Tshilaba se sentía inepta de perder una oportunidad de estar cerca de Lucrecia. Pues, nuevamente las emociones dominaron su juicio. Cerró los puños mientras que uno de los pies se movía de arriba abajo por la zozobra generada de ver a su hermana.

—Claro que entiendo lo que hacen —dijo Tshilaba, cuando tomo aire para sosegarse—. ¿Pero por qué a costa de los más necesitados? ¿Por qué seguir ganando a costa de robos y mentiras a los pobres ilusos que migran por un mejor futuro? ¿Solo para meter a muchos hacia el mundo del tráfico? ¿No estarías haciendo lo mismo que hizo toda tu familia, cuando estabas en Rumania? Tú me lo dijiste, que todos eran unos desalmados sin corazón. Gente que no le importaba traicionar a las personas que les ayudaban, quienes se hundían entre ellos por beneficio propio. ¿No era ese motivo que hizo que la abuela los abandonara? ¿No era eso por el que hoy estamos aquí? ¿Por qué seguir con ese ciclo? ¿Por qué?

Lucrecia no dejaba de seguir con el hincapié de recordarse a ella misma, junto a su hermana con la pelirroja más joven. Cuando ella creía en el mundo, la esperanza y el perdón. Por ende, sentía que no debía tropezar con la misma piedra que su familia exterminada hizo con ella al destrozar la fantasía en la que una vez vivió, y ahora vivía su supuesta hija.

—Después de que la abuela... —decía Lucrecia, bebiendo más vino para que el alcohol le diera la fuerza para seguir hablando sin un nudo en la garganta— mi madre que en paz descanse y yo llegaramos a Helix, de barco en barco para no ser descubiertos por la influencia que mi padre tenía, junto a su obsesión por encontrarnos. Después de casi un mes en el mar, pisamos estas tierras sin ninguna moneda en el bolsillo. Viajando gracias a que la abuela se acostó con los capitanes como pago por llevarnos, y alimentarnos durante el viaje.

Tshilaba escuchaba atenta, pues era algo que ella desconocía. Una versión contada por su hermana que, sin necesidad de algún encantamiento u observación de cada gesto, sabía que lo oído era algo real, con tan solo sentir el indescriptible sentimiento que Lucrecia albergaba en cada palabra. Aunque su indeleble mirada vacía en la nada trataba de no mostrar sensación alguna.

—Tenía aproximadamente diecisiete años cuando nos instalamos en un abandonado edificio de la zona sur de la capital, donde cruzando la calle estaba el mercado Laporta, lugar donde la abuela trabajó en una fonda a tiempo completo. Específicamente en el comedor de doña Toña, una mujer muy denigrante a la hora de recibir gente de otros países que no sean de LATAM.

—¿Te refieres a la anciana que cada mes viene a Grillo's? —cuestionó Tshilaba—. ¿La señora que atiendes en persona? ¿La que se va sin pagar, a pesar de toda la comida que ella y sus tantos acompañantes consumen? Doña Toña, ¿Así es como se llama?

—Señora Antonieta para tí, por favor —corrigió Lucrecia, más autoritaria—. Dirígete a ella con más respeto, que fué la mujer que en más de una vez nos mató el hambre a tu abuela y a mí. Cuando nadie en este país nos tendió la mano y estábamos sin nada de lo que ahora disfrutas.

La mujer mayor dejó el asiento de madera para volver a la ventana con la botella que de otros sorbidos dejó casi vacía, caminando de un modo sobreexagerando como burla a Tshilaba con mover sus anchas caderas, influenciado por el alcohol, pero no tambaleante.

—En un principio, doña Toña se negó a darle trabajo a mamá por nuestros rasgos, justificando que al venir de Europa no teníamos nada que hacer en la zona sur. Eso hasta ver que todos en el mercado nos hacían menos con tratarnos como vagabundas cuando la abuela, con toda la pena del mundo, pero con la cabeza en alto rogaba por algo de comida, aunque sea para mí. Después de unos días de estar mendigando, y saber que en una noche unos pandilleros violaron a mamá que salía ebria de una cantina por trabajar de acompañante, eso y escuchar de dónde y por qué venimos a Helix, fue que nos dio trabajo. Al principio la paga fue con comida, con mamá en la cocina y conmigo de mesera. Aunque no duré mucho atendiendo a las personas, pues casi del diario eran los mismos trabajadores del mercado que trataban de humillarme, u otros hombres, ancianos o jóvenes de mi edad en ese entonces que me tachaban de puta, ofreciéndome dinero para ir con ellos. Incluso, un par de los que me proponían eso fueron los que abusaron de mi madre —tragó la rabia que le daba recordar esos momentos con el vino restante—. Por cierto, ¿me pasas otra botella?

Tshilaba, con sentimientos encontrados se dirigió a un estante de madera sumido en la pared de dos puertas pequeñas para sacar una botella nueva. Con el destapacorcho dentro la abrió abrió, fué a Lucrecia que la esperaba para hacer el intercambio de botellas para volver al asiento, poniéndolo en dirección a su hermana para verla mejor.

—La abuela tuvo que pasar mucho para que esa señora las ayudara. ¿Por qué tanto respeto a una persona que las dejó a su suerte por un buen tiempo, antes de que todo eso les sucediera? —preguntó Tshilaba, levemente sorprendida y enojada como cualquier persona impotente, aturdida por lo que su madre y hermana pasaron cuando llegaron a Helix.

—No puedes juzgar a una mujer que solo defendía sus principios, como lo es doña Toña —respondió Lucrecia, luego de beber—. Tampoco sabes lo que ella vivió para guardar tanto rencor sobre los europeos.

—Es ridículo, no todos los europeos somos así...

—Exacto, y tampoco todos los latinos son bondadosos a su manera como doña Toña, o tan podridos como los pandilleros que le hicieron eso a la abuela.

—Y dime: ¿esto que tiene que ver con las mujeres inmigrantes que tienes a tu cargo? ¿O los niños que en el futuro se volverán criminales por tu culpa? ¿Y qué pasó con los malditos que abusaron de la abuela?

Lucrecia negó con decepción. Vaciló para decir:
—Parece que no has escuchado nada de lo que dije —bebió más—. Después de haber ahorrado lo suficiente, seguir siendo señaladas por los latinos de la zona sur, que en su mayoría eran madres solteras. Me prometí a no pagarles con la misma moneda, tomando la iniciativa de ser alguien en la vida, esforzándome en los estudios para algún día ser lo que hoy en día soy. En una de esas conocí a Trinidad... mi hermosa Trinidad. La madre de...

—Zinder —terminó Tshilaba, quien recibió una sonrisa de Lucrecia—. ¿Qué pasó después?

—Lo que conoces hoy día —respondió Lucrecia, orgullosa de sí misma—. Crecí, me superé con la ayuda de mamá. Obtuve una beca en el instituto San Bernardo, a base de ambición me hice de dinero hasta limpiarme el culo con billetes y reírme en la cara de todos los que una vez me pisotearon. Porque a la mala aprendí que sino te haces de respeto, todos te van a pasar por encima.

Ahora, entre leves tropiezos que casi la hacen caer por lo alto de las zapatillas, fué hasta Tshilaba, tomarla con ambas manos del rostro, incrustando sus largas uñas sobre las mejillas de la menor, mirándola detenidamente con esa aura  carmesí, equivalente a lo que la propia Tshilaba ocupaba, solo que más densa de lo que esperaba. Una energía tan fuerte como la que su madre tenía en su apogeo con la brujería, junto a un instinto asesino que por un momento superó al de ella. Algo que Lucrecia jamás mostró para ella.

Sus manos temblaron, las piernas perdían fuerza y, porsupuesto; el miedo de estar mano a mano con su hermana mayor invadió toda posibilidad de hacer un movimiento cuando encaró a Lucrecia con los ojos crispados, al borde de soltar unas lágrimas cuando simultáneas escenas de sufrimiento pasaban ante los ojos de la Benedetto mayor.

—Escucha, niña —como si la ebriedad hubiera desaparecido, Lucrecia habló con más firmeza, imponiéndose con un rostro severo—. Esas inmigrantes madres solteras a las que defiendes, son las misma que no dudarían en tratarte como mierda si estuvieran en nuestro lugar. Este mundo es para los más fuertes. No puedes ser blanda todo el tiempo. ¡Aprende a ser una mujer! ¡Deja ya tus berrinches! Madura, porque lo vas a necesitar el día que yo te falte. Entiende: ¡deja de comportarte como una mocosa! Y si no lo has entendido, créeme que estoy dispuesta a hacer lo que sea para que lo hagas, y en dado caso de que no hayas aprendido, haré lo mismo que le hice a mi familia contigo.

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