La razón por la que conservo mi humanidad: parte dos
El sol vespertino le daba un toque colorido al amplio parque "los dos leones", avivando el desolado ambiente que albergaban el par de pelinegros sentados en la mesa de piedra dentro del kiosco situado en medio del terreno. Estando cara a cara, apartados de las tiendas departamentales a los laterales que le daban un toque a centro comercial al aire libre, donde apenas y se juntaban turistas de clase media baja, media, y uno que otro de media alta.
—¿Puedo saber qué haces aquí? Dudo que te hayas encontrado conmigo por mera casualidad —preguntó Yonder, en busca de respuestas—. O más importante: ¿cómo sabes que ahora trabajaré para la tía Lucrecia?
—¿Quién crees que me envió para enseñarte la zona sur? —respondió él.
—Y estando sentados en un parque, debajo de un lugar donde el sol pega de lleno para encerrar el calor conoceré lo que será mi nueva zona —Yonder sonó muy tajante, aunque dentro de todas esas cosas que la hacían un repelente de gente, ella buscaba algo más del chico—. Conociéndote, o al menos, lo que llegué a conocer de tí, quiero creer que estamos aquí para algo más.
—Supongo que... —dijo Zinder, haciendo que Yonder dejara sus fresas con chocolate en segundo plano— hay mucho que contarnos.
—Tal vez. Mucho que contarnos, cosas que tú mismo has aplazado —Asintió Yonder luego de dar un suspiro con cansancio—. ¿Por dónde deberíamos empezar?
—Antes, permíteme preguntarte un par de cosas —masculló Zinder.
—No estás en condiciones de preguntar —replicó ella.
—Te traje aquí porque es un lugar seguro, relativamente hablando —dijo Zinder— en esta zona Lucrecia no puede vigilarnos, así que no se enterará de lo que vamos a hablar. Pero de nada servirá si ambos no vamos en el mismo rumbo. Si te traje aquí, es porque eres alguien que puede dominar estos temas. No soy nadie para exigir algo de ti. Lo que si se es que si estás aquí es porque estás esperando algo, algo que yo estoy dispuesto a darte. De tí depende si de esto sale algo bueno.
Ella se quedó meditabunda, pensando qué contestar.
—Pasaste mucho tiempo ignorándome, tratándome como si fuera una simple conocida, ¿y ahora tienes el descaro de venir como si nada ha pasado? —suspiró—. Tuve unos días muy pesados, y lo que quiero es descansar antes de volver a trabajar como esclava. Así que terminemos con esto.
El chico tomó lo último como medio de cooperación por parte de la chica. Por lo que se alegró internamente.
—Primero: ¿alguna vez has visto un cadáver? Ya sea en fotos o en persona.
—A pesar de todo pronóstico en contra, te doy el beneficio de la duda por creer que hablaremos con seriedad, ¿y sales con esto?
—Sólo responde, por favor —dijo Zinder—. Dependiendo de las respuestas que me des, será cómo voy a tratar esta conversación. Lo preguntaré una vez más —tosió una vez para aclarar la garganta—: ¿Alguna vez has visto un cadáver?
Ella volvió a vacilar, esperando otro tiempo para responder.
—¿Cuentan los periódicos y encabezados de internet?
—Hablo de fotos explícitas.
—Algunas veces con las víctimas de mi padre.
—Perfecto —asintió Zinder— segundo: ¿tienes intenciones de estar bajo el mando de Lucrecia?
—Estoy harta de recibir órdenes, ¿con eso he respondido?
—¿Puedo contar con tu confidencialidad?
—A nadie más que a mí le va a importar lo que nos tengamos que decir, ¿a quién que no sea Lucrecia creés que quiera saber lo que un par de chicos inútiles se tengan que discutir?
—Excelente —afirmó el chico, con una sonrisa casi perceptible.
—Ahora yo tengo una pregunta para tí.
—Sé libre de preguntar lo que quieras.
—Terminando esta plática, ¿volveré a saber de ti, o seguirás escapando como sueles hacerlo?
La mirada firme de Yonder era una distracción que le impidió contestar a la primera. Lo que desordenó las cosas que tenía programadas para decir. Pero en un breve acto para espabilarse, encontró una leve, pero concisa frase para dar una respuesta.
—Por algo estoy aquí, Yonder —contestó—. Empecemos.
Sin darse cuenta, pasaron de las 2:17 p.m. hasta las 5:39 p.m. donde las nubes arrebol apuntaban directo a sus rostros.
El par de amigos ya sabían de la situación que cada uno afrontaba por medio de investigaciones y ciertas pláticas de sus padres, pero no había nada mejor que una larga charla entre ellos para que todas sus desgracias salieran de sus propias bocas, y así expulsaran todo lo que tenían que dejar salir. Junto a lo que habían hecho en los últimos días.
—Cada uno tiene sus problemas —dijo Zinder luego de sorber de la pajilla un poco de cerveza con sabor a mango dentro de un vaso de unicel para camuflar dicha bebida—. Me alegra saber que ya no estás a cargo del tío Kande, aunque ahora tengas que soportar a Lucrecia.
Una parte de él se sentía impaciente por lo que Yonder pudiera pensar de él, considerando todas las cosas que había hecho con terceras personas, pero su postura serena no daba a mostrar que no quería ser mal visto por ella.
—Déjame ver si entendí... —por otra parte, la oji celeste tenía un temple complicado, después de pasar horas y horas de confesiones que a nadie le podría contar hasta el punto en que sus emociones se volvieron inefables—. Dices que Isela está siendo controlada por su tía. Hermana de la tía Lucrecia, quien todos han dado por muerta. La cual, ahora trabaja para la FMK junto a Peack Tijerina, una organización ficticia, creada para propagar la ineptitud de muchas personas como forma de teoría conspirativa.
—Esa organización deja de ser ficticia, cuando te das cuenta de lo que un par de agentes de último rango son capaces de hacer —dijo Zinder.
El bochorno que desprendía el concreto calentado por el sol fué tan abrumador que a Yonder no le importó desabrochar los dos sujetadores de su overol para hacer de este un short improvisado, quedando con su polera sudorosa por parte de sus axilas con cinco días sin afeitar, que ocultaba con sus brazos pegados al cuerpo.
—No satisfecho con eso, dices que trabajaste junto a ellos para acabar con un grupo de criminales salvadoreños. Y no he mencionado lo del pacto que hiciste con un perro demoníaco a cambio de ver el presente, pasado y futuro —reprendió con el ceño fruncido—. ¿Qué fue lo que te metiste está vez? Porque dudo que la hierba te haya hecho inventar todo lo que dices —con su mano izquierda apretó una de las acaloradas mejillas de Zinder—. Esta vez si que te diste el mejor viaje de tu vida.
—Es así, aunque sea difícil de creer —la fuerza ejercida por Yonder era lo suficiente para que el pelinegro se quejara por el dolor—. Como supe que no me ibas a tomar enserio, dejaré que compruebes todo con tus ojos.
De la mochila sobre la mesa, sacó una carpeta idéntica a la que había entregado a Lucrecia. Con las mismas fotografías de aquellos cuerpos desmembrados, o la licorería de Humberto Laporta que días atrás había visitado, donde también había una fotografía con el cadáver sin vida de Mateo Barradas —el empleado que se había negado a venderle una botella de vino por pensar que la chica era menor de edad—, todo visto ante una Yonder que se descolocaba con el pasar de las fotografías.
—Zinder... —musitó Yonder, entrecortada—: ¿qué demonios es esto?
—Lo que hice con Tshilaba Benedetto y un par de agentes de la FMK —en ningún momento dejó de mirar a Yonder—. ¿Ahora me crees?
Horror se quedaba corto ante el nudo en la garganta de Yonder que no la dejaba expulsar todo lo que su pecho contenía. Agregado a las náuseas que le daba ver tantas viseras que le obligaban a querer vomitar las fresas con chocolate que acabó de comer. Un escalofrío le recorrió la espalda. Como el miedo por el instinto transmitido de Leticia en el mercado Laporta, pero cien veces peor. Las manos le temblaron, acto que provocó la caída de las fotografías en la mesa, para después alzar la vista con lentitud a un Zinder que hacía un rato no parpadeaba y, sereno, esperaba una respuesta.
—¿Tú hiciste esto? —más que una respuesta, hacía una pregunta retórica. Su sonrisa de inquietud denotaba lo despavorido de su tono— Zinder, hablo en serio: ¿tú acabaste con la vida de hombres, mujeres embarazadas y niños? ¿Te volviste un asesino, así como así?
Aunque hubiese sido inesperado, una diminuta parte de ella estaba más que feliz por pasar tiempo con la persona más cercana a lo que sería superior a un hermano, aunque inferior a una pareja o algo por el estilo. Pero eso cambió de golpe. Ahora estaban sus ganas de llorar por la rabia e impotencia de saber que esa persona que tanto cariño le tenía se había corrompido, pues ella más que nadie conocía la verdadera personalidad de él. Una sonriente, llena de alegría. El contraste en ese estoicismo rostro que no emitía nada que no fuera intranquilidad de Zinder.
Odio, fué lo primero que sintió al recordar a los culpables de esto: el padre del chico, Iván Croda, y suegra Lucrecia Benedetto. Y de cierta forma Kande Pulicic también había llegado a su mente, acompañada de un repudio hacia su persona por saber que Zinder no era el único que había cambiado.
«Todo es distinto, esto no se siente bien». Vomitó Yonder para sí misma, ahogando las ganas de explotar al momento de observar las afueras del kiosco, donde diversas personas de atuendos más decentes que los del mercado se ordenaban en fila sobre las orillas del parque, acomodando variados puestos de comida —helados, comida rápida, algodones de azúcar, etc— que le daban la mala noticia de que ya no estaban solos. Los demás puestos y personas con familias, novios y amigos se adentraban al lugar, llenando las bancas de metal junto a los árboles al tiempo en que los niños abordaban los juegos entre risas y gritos de alegría, acompañado de uno que otro padre sobre protector.
—No los maté por voluntad propia —dijo Zinder— que quede claro.
—¿Te obligaron? —preguntó Yonder, ansiosa—. ¿Quién fué?
—Claro que fué una obligación, pero una que yo mismo me puse.
El tono seco en Yonder, empleado en sus palabras indicaba que su enfado había incrementado al igual que sus ganas de gritar.
—Dices que no lo hiciste por gusto, pero mira tus intenciones.
—Era algo que debía hacer —prosiguió el oji pardo, mientras daba un gran suspiro, intentando pasar por alto la despreciable y decepcionante mirada de Yonder—. Si quiero salir de nuestros problemas, tengo que demostrar de lo que soy capaz. De ese modo, nos podremos librar de Lucrecia. Entonces, tuve que llamar la atención del tío Humberto y los otros socios para comenzar mi plan.
—¿Socios? Entonces —sus manos se posaron sobre la mesa para apoyarse mientras se acercó al rostro de Zinder, despojándose de su asiento de la sorpresa—: ¿los salvadoreños que mataste son los que estaban bajo las órdenes del tío Humberto? Esas personas fueron las que ayudaron a Lucrecia para acabar con la tía Trina. ¿Qué estás tramando?
—Terminar lo que mi madre empezó: recuperar mi libertad. La tuya, la de Isela y las demás. Voy hacer que todos ellos paguen, así como me obligaron a pagar por los actos de mi madre. Cosas que yo no cometí.
—¿Qué carajos estás diciendo? —exclamó, exasperante—. Son gente muy peligrosa. si tú mamá falló en el intento de ir contra los que tanto daño nos han hecho, ¿qué te hace creer que tú podrás? Ellos están a otro nivel, y tú tan solo eres...
Dichas palabras y acciones no tomaron por sorpresa a Zinder. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que deleitaba aquella mirada tan intensa, pues la ocasión en el puente Cazones no podía tomarse en cuenta. Esos gigantescos orbes celestes lo mantenían atento, al compás de su aliento con olor a fresas con chocolate que acariciaban sus labios entre fuertes respiraciones.
—¿Un niño?—dijo el oji pardo, suavizando la mirada con tono piadoso que trataba de evitar una mala situación—. Lo sé, Yonder.
Sabía que tarde o temprano ese inesperado momento llegaría sin saber que sería en ese preciso instante de mala suerte.
—Esto se va a salir de control —su mirada se volvió vacía antes de soltar sus últimas palabras—. Es seguro que las cosas que conocemos, y todo lo que vemos desaparecerá. Lucrecia, Kande, Humberto, Iván. Todos van a sufrir de un cambio. Acepto toda culpa por no ir contigo desde que regresé a esta ciudad. —tragó saliva antes de seguir.— Pero no quería que vieras la porquería en la que me he convertido. Aunque ahora estoy aquí, aceptando las consecuencias de no hacer algo desde antes. Para eso necesitaré toda la ayuda posible, eso incluye la tuya —sonó con una convicción poco vista para Yonder.
—¿Necesitas ayuda? ¿Para qué? —Yonder seguía con la avalancha de preguntas sin darle un respiro al asfixiado Zinder.— ¿A morir antes que puedas hacer algo? —la oji celeste no lo sabía por el vigor del momento, pero una de sus manos abordó su polera para acercar a Zinder a ella, quedando a mitad de la mesa—. ¡¿Cómo quieres que te ayude a tener un final como la tía Trina?! ¡Madura, Zinder! ¡Esta es la vida real, la cruda realidad! No puedes ir por ahí, intentando vengar a tu madre.
El sol comenzaba a despedirse del día, y así abrirle camino a las puertas de la oscuridad que era contrarrestada por los focos desprendiente de tenues luces moradas alrededor del kiosco, junto a los grandes faroles amarillos alrededor del parque.
Tenerla a Yonder a solo centímetros de distancia le daba la dicha de apreciar sus delicados rasgos faciales que no se dejaban de ser menos hermosos por el bigote de sudor encima de sus labios, o su cabello mojado, pegado a la piel gracias a las gotas formadas en su cien.
Fué por mera inercia que Zinder sacara de su bolsillo un pañuelo para quitar el sudor en la cara de Yonder, con suma delicadeza, tallando aquellas mejillas rojas por el calor con su pulgar para que la pequeña toalla absorbiera el sudor.
Era por eso que el chico pudo denotar los moretones que Kande Pulicic había dejado en Yonder. Como el labio roto, los pómulos inflamados con alguna que otra raspada. Todo expuesto tras retirar la toalla blanca con la generosa cantidad de maquillaje escurrido de la chica, y un quejido que salió de ella al ser tocada en las partes más dolorosas.
—Estos golpes —dijo Zinder después de unos segundos de silencio, esbozando mucha preocupación—. ¿Qué te pasó?
—Son las consecuencias de abandonar a Kande —respondió Yonder, tratando de ocultar las marcas con una mano, alejándose para tener espacio—. Ya tenía por hecho que esto iba a pasar.
—Ese cabrón —maldijo en un susurro—. En nombre de mi madre, juro que él será de los primeros en caer.
Rabia. No había otra forma para describir aquello que hizo hervir la sangre de Yonder. Sus dedos comenzaron a contraerse mientras sus ojos eran tapados por su flequillo. Sus labios no dejaban de temblar hasta llevarla al extremo de alzar su mano derecha, apretando su puño y estamparlo de forma recta en la mandíbula de Zinder.
El impacto fué tanto que el oji pardo sintió su cerebro retumbar por unos instantes hasta el punto de ver a dos Yonder moviéndose de izquierda a derecha. Afortunadamente no se había desprendido de su asiento, pero su sombrero no corrió con la mima suerte al quedar en el suelo rocoso.
—¡Ya deja de comportarte como tu madre! ¡No soporto ver que vas por el mismo camino que ella tomó! Ese que la llevó a la perdición
Por más inestable que estaba, Yonder no era alguien que le gustaba montar un teatro en público. Su voz era autoritaria sin necesidad de llegar a los gritos, al igual que suplicante y nostálgica.
—Sé que guardas mucho odio, lo sé. Todos te hicimos daño. Unos más que otros, algunos te dejaron cicatrices que no podrás borrar. Lo entiendo muy bien, porque es así como también me siento. ¡No sabes la impotencia que me da cuando miro a alguien de la familia Laporta! ¡Cuando miro a Humberto y recuerdo lo que su hijo me hizo! —Yonder no se había percatado de las lágrimas que comenzaron a brotar de sus mejillas—. La rabia que me da saber que mi propio padre estuvo de acuerdo con que me violaran. Lo cruel que fué con mamá al dejarla morir sola, en una cama con cáncer terminal. ¡No eres el único que ha sufrido! También quiero venganza, pero lo que más quiero es descansar en paz. Dormir sin remordimientos, y despertar sin el pendiente de saber que todos los días me vuelvo una criminal como mi padre.
—Si sabes cómo me siento: ¿por qué te niegas a todo? Porque así como esto que nos hicieron, ellos no se detendrán hasta exprimir todo el provecho que puedan. Nosotros no seremos los últimos peones que ellos usarán. Vendrá más gente, y no quiero vivir sabiendo que todos ellos seguirán siendo los mismos. Tengo que detenerlos, porque no pararán hasta tenerlo todo a costa de inocentes. Si no acabo con ellos, yo... —a esas alturas, Zinder había mostrado apices de ira en sus palabras, juntadas con dolor—. No podré vivir sabiendo que se salieron con la suya.
—Yo te entiendo, cariño, porque también me siento así —dijo Yonder, entre hipeos—. Pero la venganza no trae nada bueno. Hay que aprender a lidiar con ese pasado. Estoy harta de esto. Prefiero mil veces estar lejos de todo, vivir en armonía, alegre y sin más crímenes, sangre, muerte. Ellos no merecen más de nosostros, dejemos las cosas así. Me duele ver que te ahogas en la desesperación, por favor, deja esto. Si todavía hay algo de cariño que tienes por mí, olvídate de la venganza, y regresa al dulce niño que una vez fuiste.
Con suavidad, el pelinegro tomó las pequeñas manos de Yonder para acariciarlas, al mismo tiempo que se despojaban de la mesa para quedar de pié, sin decir nada. Ambas miradas chocaron debido a su casi similar estatura de no ser por Zinder que era aproximadamente cinco centímetros más alto. Sus dedos pasaron sobre la nuca de Yonder, entrando en contacto con su cedoso cabello para impulsar el rostro a su pecho. Ambos estaban perdidos en su mundo, uno que sólo era para ambos, donde nadie más que ellos podían entrar, haciendo que el alegre alboroto exterior se opacara con los hipeos de Yonde. Un abrazo, era lo que ambos necesitaban. Un afecto sincero de la persona que tanto esperaban y que justamente estaba pasando después de tanto tiempo de espera.
La ventaja de estar dentro del kiosco era que lo tenue de las luces contrastaba con la resplandeciente iluminación del movido parque, esto hacía que las acciones de ambos pelinegros se viesen, agregando el ruido de las personas que degustaban de un buen momento.
—Estar en paz conmigo es lo que más quiero. Salir de este lugar para nunca más volver —yacía un considerable tiempo desde su momento de rigidez. Para ese punto las pausadas respiraciónes de Yonder encontraron la calma—. Pero no podemos irnos como si nada. Para conseguir esa libertad, debemos actuar. Tú lo dijiste, así es el mundo y su crudeza. Yo también estoy asqueado de tanta sangre, pero es lo que queda. No niego que deseo matarlos a todos y cada uno, así como también está ese lado que solo quiere volver al pasado, cuando no teníamos de qué preocuparnos. Entiende, Yonder. Debemos plantearles cara ahora que podemos. Lo siento mucho, querida, pero es la vida que nos toca.
—¿Piensas que con esto todo volverá a ser como antes? —para ese punto la pelinegra ya no estaba enfadada debido a que había soltado las principales cosas para deshacerse de un gran peso—. Solo quiero irme lejos de aquí, eso es todo —con tranquilidad se había safado de los brazos de Zinder para encararlo con una firmeza desconocida para ella.
—Lo sé, melocotón—su sonrisa afligida seguía ahí, tratando de no apartar la vista a esos ansiosos ojos azules—. Por eso estoy aquí. Pero si queremos terminar cuanto antes, necesitaré tu ayuda para afrontar lo que se viene. Solo un poco más, pequeña, solo un poco más.
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