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Enroque. Parte final

—Entonces, ¿así cerramos nuestro trato? —preguntó Tshilaba, revolviéndose en la silla, ligeramente cansada de ser vigilada por parte de Zinder y los supuestos colegas alrededor—. Por lo menos hay que sellar esto con un besito de mal aliento, ¿no?

—Tengo una pregunta más —dijo el chico sin esperar confirmación—. ¿Trabajas para la FMK?

Ella dudó en responder.
—¿Habría problema si digo que si?

Él sonrió, satisfecho con la respuesta.
—Puedes hacer lo que quieras hasta que volvamos a la capital —comentó Zinder, levantándose del asiento con los trastes usados para el desayuno—. Eres libre de ir con tus compañeros e informar lo que te pidan, con una mentira piadosa para cubrir ciertos detalles, como nuestra plática, claro está. Recuerda que Lucrecia nos pidió ensuciar todas las sábanas que nos dejaron al venir, así que no vayas a revolcarte con esos tipos, que no quiero te lamer el coño recién usado por un chino.

Ella miró la partida del chico hasta llegar a la cabaña, adentrándose hasta perderse para dejarla con todo y los pensamientos que la abrumaban.

«Lamer una vagina recién ocupada —rió tras carraspear, imitando al chico, solo que yendo en dirección contraria para dar un supuesto paseo—. ¿No sería como aquella vez donde hicimos el trío con tu amiga, justo en el momento de pedirme el oral cuando lo sacaste de ella? —bostezó, satisfecha del resultado que conllevaría hacer lo que Zinder no quería—. Los niños de hoy en día no aguantan nada. Les gusta hacer, pero son los primeros en llorar cuando les gastas una broma».

Su presencia merodeaba por las orillas de la redondeada zona de agua, con camino similar al de una pista de carreras, cubierta de hojas amarillentas —en su mayoría marrones—, a un ritmo apaciguado que abría la posibilidad de escuchar ciertos cantares de unas aves encima de las ramas en los árboles, o el restellar producido por otro animal salvaje hasta llegar al par de agentes que actuaban como verdaderos visitantes primerizos en el bosque.

—Estamos libre de peligro, o alguien que pueda escucharnos —soltó en inglés, esperando que el par de agentes a dos metros de distancia respondieran en el mismo idioma—. Sus nombres y números de serie.

El hombre asiático actuó indiferente, balbuceando en mandarín como muestra de hacer oídos sordos, cosa imitada por la mujer chilena, en un español tradicional de sus tierras, quien más empática se disponía a preguntar una indicación para persuadir a una supuesta impostora de su superior, imaginando que tal vez era Isela quien hablaba para sacar información.

—Mi tiempo va de la mano con la paciencia que tengo, créanme cuando digo que es limitada —sentenció con más autoridad, sin exasperarse—. Números de serie, y seudónimos —los miró sin parpadear hasta que ambos sintieran cierta densidad hasta quedar en una posición casi firme— ahora, reclutas.

—Recluta de rango uno. Número: uno, nueve, nueve, cinco, tres —dijo la mujer latina, tras meditar la severidad en el tono de Tshilaba—. Leticia Trujillo, agente Benedetto.

—Soy dos rangos mayor que tú, más respeto al dirigirte a mí, novata —miró al asiático que portaba aires de terquedad, luego de recibir un asentimiento de Leticia—. ¿Y tú...?  —arqueó una ceja.

—Recluta de rango uno —dijo el hombre, muy apenas—: número de serie: uno, nueve, nueve, cinco, cuatro. Mao Li.

—¿Cuál es su objetivo? —preguntó Tshilaba, menos rígida.

—Verificar que usted no tenga inconvenientes en su misión —contestó Leticia, la menos tozuda del par.

—¿Por órdenes de quién, y quiénes la aprobaron? —la gitana siguió con los cuestionamientos, perdiendo cierta paciencia cuando estos se demoraban en responder.

—Fueron órdenes directas de la federación —dijo Mao Li, dando un paso delante.

—Ya lo sé —anticipó la pelirroja—. Quiero saber los nombres que dieron el sí a ese mandato.

—Esa es información confidencial —agregó Leticia, notando que Tshilaba y Li estaban a nada de generar una tensión palpable en el aire—. Es algo de lo que no tenemos acceso, solo recibimos la misión de resguardar su integridad.

—¿Me están tachando de idiota? —rió al denotar la seriedad con la que aquella agente se refería a ella, con una actitud segura, pero con afán de ocultar algo.

—Si gusta, puede preguntarle a la capitán Tijerina, la líder de nuestro escuadrón —volvió a decir Leticia—. Ella podrá responder a sus dudas, subcapitán Benedetto.

—¿Sub? —preguntó, extrañada, con un indescriptible nudo en el estómago que le alertaba de malas noticias—. Peack y yo somos compañeras en esta misión, pero ambas lideramos divisiones distintas, ¿de qué me perdí? —aseveró, casi saliendo de sus casillas.

—Como le vuelvo a repetir —insistía la latina—. Puede resolver sus dudas con la capitán Tije...

La chica dejó la oración a medias cuando los ojos de Tshilaba emanaron un aura rojiza, mirando al par con cierto descontento.
—Traté de ser paciente —dijo, sacando el rubí oculto en el bolsillo de los shorts caqui que apenas ocultaban sus partes íntimas—. Si no hablarán por las buenas, lo harán a las malas.

Los dos reclutas dieron un par de pasos atrás, estando al tanto de las habilidades de Tshilaba que tanto se hablaban a espaldas de ella. Ya que los compañeros de su misma talla respetaban al cometer la hazaña de trasplantar su alma a otro cuerpo. Entre el dúo, era el chino quien tocaba la pistola oculta en el chaleco de pescador, dispuesto a todo para proteger su integridad.
En eso, cuando la gitana se acercaba a cada rama estrujada del suelo, el timbre de un celular vibró en medio de todos, saliente del pantalón hasta las pantorrillas de la mujer chilena. Esto hizo que la pelirroja contuviera su andar, dando la indicación de contestar, a lo que esa mujer accedió sin objetar, extrayendo el anticuado dispositivo móvil con las manos casi temblorosas.
Tras unos contados segundos de escuchar la apaciguada voz detrás del móvil, se acercó dudosa a la gitana, donde sus oscuros ojos café entrelazaron una breve conexión con las pupilas carmesí de una enfurecida Tshilaba que tomaba el aparato para llevarlo al oído.

—Últimamente hemos estado cortos de personal, así que piensa mejor a la hora de hacer las cosas —dijo una cansada Peack Tijerina al otro lado del teléfono—. Ellos solo están siguiendo mis indicaciones, ahorrarme trabajo innecesario con no ponerles un dedo encima, después de lo que te voy a decir. ¿Puedes hacer eso por mí?

—¿Qué es eso de subcapitán? —cuestionó lo más tranquila posible, aunque muchas venas del cuerpo estaban exaltadas, en parte por la ira, mezclada con el aura que brotaba—. Por cierto, ¿quién dijo que le haría algo a tus mascotas?

—Al no tener el tiempo que la organización te pide para reportar. Eso, sumado a la acumulación de de actividades, los altos mandos decidieron hacer cambios en los grupos de nuestra zona. Uno de esos cambios fue unir a nuestras divisiones para crear una sola, viendo lo inactivo que se encontraba tu cuadrilla —las palabras de la italiana se sintieron como una bofetada empleada para sacar a una persona de morfeo. Por ende, esperó unos segundos a que la pelirroja de ojos exaltados espabilara—. En cuanto a tu pregunta, algo me dijo que te dejarías llevar por tus impulsos, y me ví obligada a colocar cámaras en ambos reclutas. Eso es otro tema a discutir, como el porqué no llevas los micrófonos y la cámara mientras estás en actividad, junto a Zinder Croda.

—He... —Tshilaba suspiró, alargando una risa casi inaudible, con un tic en el ojo derecho—. A eso se referían con esa mierda de subcapitán. Si las cosas son así, entonces tú...

—No es algo que decidí. De hecho, me hubiera gustado que algún agente exterior tomara las riendas de un grupo tan tedioso como el de nosotros —Peack trataba de ser lo más directa posible—. El trabajo es el trabajo, así que no me odies por estar al mando. El par de novicios quedan a tu disposición. Cualquier cosa que necesites, ahí estarán. Tampoco les pidas imposibles. Consideralo una compensación por ceder a todo tu grupo.

—Oye, aún no hemos terminado. ¿Cuando pensaban decírmelo?

—Te lo iba a decir el día que nos reunimos, pero no estabas en tus cinco sentidos. Y no tenía las energías para tolerar tu actitud pesada —suspiró Peack—. No eres la única que tiene una doble vida. Luego hablaremos con más calma. Ahora, pásame a ese par, les haré saber que recibirán tus órdenes. Y algo más, habrán muchos cambios en nuestros objetivos. Por ahora, el objetivo principal será Margarita Potra. Los de arriba creen que Lucrecia Benedetto debería seguir intacta, y así será durante mucho tiempo. Pueden ser meses, hasta años. Así que, ni se te ocurra hacerle lo mismo que a Sonia. Tienes prohibido ir tras tu hermana, ¿entendido? En una orden, tanto mía, como del consejo. Nos enfocaremos en mi caso, después veremos lo que procederá con el tuyo.

Tshilaba quería refutar, pero sabía que desahogarse con su compañera, y ahora líder no cambiaría nada. Sus respiraciones se agitaban, sin embargo, las contenía con inhalar hasta donde los pulmones le permitían. Miró al dúo para lanzar el celular en dirección a una Leticia que lo atrapó en el aire. Analizó cada gesto que ellos hacían. Desde las afirmaciones que hacían con la cabeza, hasta los dedos a sus narices para rascar la comezón que les daba por escuchar a Peack.

—Como escucharon, a partir de hoy quedan a mi cargo —dijo la gitana, muy apaciguada para estupor de Leticia y Li cuando colgaron la llamada—. Y como primera orden, le pido, no... —tomó unos segundos para mantener su temple—, les exijo que investiguen bien antes de entrar a un lugar. Este es territorio de Lucrecia Benedetto. El acceso no está permitido para cualquiera. ¿Tienen idea de lo que su imprudencia me hubiera costado? No solo a mí, sino a la misión que por años me ha costado.

—Disculpe, subcapitán —dijo Leticia, manteniendo la distancia junto a Li.

La vesania que amparaba la voluntad en Tshilaba era suficiente para mantenerse inexpresiva, habiendo borrado las coléricas gesticulaciones que alertaban aquellos dos pavorosos por todo lo ocurrido, agregándole ese título recién otorgado, claramente degradante para ella. Quería insultarlos, tal vez golpearlos para desquite por escuchar a Peack, quien, indirectamente la hizo menos.

—Para mi suerte, y la de ustedes, solo Zinder Croda y yo nos encontramos aquí —siguió, actuando con cautela, muy impredecible—. Díganme: ¿hace cuánto que están aquí?

—Desde ayer —respondió el asiático, con profesionalismo para aparentar el disgusto que tenía de estar bajo el cargo de la pelirroja, aunque levemente intrigado por el miedo que generaba el estoicismo de Tshilaba.

—Me refiero al tiempo que llevan en Ishkode.

—Tres días —volvió a decir Leticia, de igual modo que su compañero.

Tshilaba dedujo el tiempo estimado que la organización tuvo para hacer los cambios en su equipo. Sin más que decir,   tomó su celular dentro del sostén morado que le cubría los considerados senos debajo de la holgada ombliguera para hacer un fugaz intercambio de información y así estar en contacto con ellos.
—Salgan de aquí, sin que sean vistos por algún guardia al exterior, porque debo suponer que entraron sin llamar la atención —arremetió mientras les daba la espalda—. Vayan a instalarse a un hotel no tan llamativo, de preferencia de la zona sur hasta recibir una nueva misión.

—Oiga, pero... —Leticia quiso hablar, pero la aguda mirada cargada de aquella aura carmesí de Tshilaba la hizo callar, con tan solo mostrar la mitad de su rostro.

—Es una orden, no más preguntas —caminó para regresar a la cabaña, tragando todo el furor generado por la situación.

Cuando pudo ratificar su soledad en el bosque, a casi doscientos metros de la cabaña insonorizada, donde juraría estar Zinder Croda, dejó escapar toda su euforia en un grito por la ineficacia de ver el derrumbe de las cosas que le había costado años en conseguir.
Tshilaba era consciente de las múltiples aberraciones que cometió para merecer los peores golpes de la vida. Es más, lo aceptaba sin impugnación. Sin embargo, era reacia a pagar por sus actos antes que su hermana —Lucrecia Benedetto—. Pronto sus pasos se volvieron trotes que al momento la hicieron correr hasta ver un inmenso árbol en su camino, aprovechando la oportunidad para expulsar la rabia en el.

—¡¿Por qué ahora que estoy tan cerca?! ¡¿Por qué cuando estoy a nada!? ¡Por qué la puta vida se empeña en aplazar el castigo de esa perra?! —eran preguntas que escupía al aire, mientras sus manos eran engullidas sobre un árbol, perforando la corteza con las manos flameantes de un aura roja que lo dejaba marchito, absorbiendo su vitalidad sin saber cómo lo hizo mediante esa flama rojiza que la cubría por completo.

El rugoso semblante estampado en ella obviaba lo que de verdad sentía. Algo que siempre deseó —dejar que sus verdaderas sentimientos salieran a flote—, solo que de una forma distinta. Ser degradada no solo traía desprestigio a su estatus en la organización por la que tanto había dado. El interés y seriedad con la que pudieran referirse a ella era la consecuencia principal de la ira. Ser subcapitán de un escuadrón tiraría su caso a la basura, pues ahora tendría que adaptarse a los beneficios que tendría Peack Tijerina. Ya no tenía rienda suelta para avances en sus objetivos, era lo que el sindicato le daba a entender.

—¡Siempre me esforcé! —gritó, sumergiendo las manos en el tronco, clavándose algunas astillas que perforaban su piel que había secado con sus poderes—. Soy quien más resultados ha dado. La que se ha cargado a un gigante de Ishkode. ¡Quien sacrificó una segunda oportunidad de vivir con tranquilidad, como para dejarme de lado en una decisión tan importante! —las fuerzas en las piernas hicieron que quedase de rodillas, como si fuera a confesarse ante en gran árbol sin vida—. De nada sirvió trabajar tanto. Esforzarme cada día, en nombre de mi familia, y de las tantas que Lucrecia arrebató.

Separó las manos astilladas y ensangrentadas del tronco, prestando poca atención a las dolencias que ahí estaban, pero opacadas por el dolor interno que sentía.
—No pido una tercera oportunidad para tener un final feliz, después de esto. Solo quiero que ella pague... —sus jadeos casi le provocan lágrimas que se detuvieron, aun así, su voz se escuchaba quebrada—. Lucrecia, y toda esa bola de parásitos vividores no pueden seguir en donde están. Al igual que ella, merezco morir sin ser recordada por arruinar el cuerpo de una niña inocente, pero Lucrecia lo merece mucho más. Estuve dispuesta a todo para eliminar a una rata como ella, uniendo fuerzas con una organización especializada en eso. Pero veo que todos buscan su propio beneficio, cosa que ella les dará, y son capaces de ignorar sus crímenes a cambio de más mierda. Ya veo... todos somos iguales.

Bajó los ojos para ver las manos que ocupaba, pidiendo ser tratadas para no perder más sangre, temblorosas.
—Estuve tan cerca —inconscientemente, lágrimas cayeron en los dos dedos índice para mezclarse con la frescura de la sangre, ardiendo por entrar una de las tantas heridas con diminutos trozos de madera incrustados—. Estuve tan... —vaciló, pensando en todas sus vivencias—. No, mejor dicho; estoy tan cerca. Mi tiempo es limitado, si me rindo ahora, las personas que mandé al infierno no me dejarán en paz por morir en vano. No ahora... no cuando puedo vengar a mis difuntos.

Secó la humedad de su rostro para levantarse, borra do la evidencia con algun encantamiento, tras unos minutos de relajación y estabilizar la respiración. Emprendió lo que quedaba de tramo para llegar a la cabaña, en lo que alzaba el rostro y quedar con la confusión de saber qué horas eran por seguir nublado, pues la claridad del lugar solo dictaba el mandato del día. Volvió a tomar el móvil para verificar que eran las cuatro de la tarde, con una imagen de un dormido Zinder acostado sobre el pecho de Isela, iluminada por el flash de la cámara, dentro de una oscura habitación en medio de la madrugada. Tomada un día antes de que Tshilaba poseyera aquel cuerpo juvenil, después de haber tenido relaciones.

«Lamento las molestias, sobrina, tomaré tu cuerpo otro tiempo más —pensó la gitana, guardando el celular cuando llegó a la puerta corrediza, cubierta por la cortina de mezclilla en el interior—. No pienso ir al infierno antes que tu madre».

Cuando el sonido de la puerta corrediza se abrió, fue la señal para que diera sus primeros pasos dentro de la modesta casa. Todo parecía ordenado, tal y como lo había encontrado al salir a comer con el chico, quien parecía no tener interés en otra cosa que no fuera el libro que leía acostado en la cama, con una linterna portátil para alumbrado de la tenue iluminación que apenas daba el exterior, abiendo mirado su regreso con el rabillo del ojo.

«Bien —pensó mientras soltaba un suspiro, no muy segura de lo que haría, pero sí de lo que quería—. Tengo la vergüenza por los suelos, esto no será difícil. Si Peack y el resto quieren jugar chueco, yo también lo quiero hacer».

—Oye, enano. He pensado en nuestro acuerdo —trató de llamar la atención de Zinder—. Está muy bien eso de tener nuestra privacidad, pero, ese maldito libro que tienes en tus manos es tan atractivo que me coquetea desde lejos. Por lo que se sabe de él, sus páginas suelen ser muy complejas —se acercó a la cama para acostarse al lado del chico, provocativa—. ¿No quieres que te de una mano?

—Ya te habías tardado —respondió el chico que leía boca abajo, pasando a la página siguiente, haciendo ilustraciones de símbolos complejos que eran reconocidos por la gitana en una pequeña libreta de cuero, usando la hermosa pluma de tono rojo amarillento, perteneciente un ave desconocida—. ¿Qué tan jodida te dejó la llamada que recibiste, como para tomar la iniciativa de algo, cuando hace menos de una hora pactamos algo?

—¿Me estuviste vigilando? —preguntó, casi indignada—. ¿Qué tanto escuchaste?

—No me culpes por hacer algo que claramente hubieras hecho en mi lugar. Solo confirmé que esos dos se fueran de aquí. Aunque no confíe del todo en ti, no soy tan hijo de puta para invadir tu momento de sentirte española contándole tus penas a un árbol de noche triste —se escudó Zinder, mirándola con el iris rojo de la cannabis que fumaba en sus manos, con el cenicero a un lado del libro—. Entonces: ¿ocurrió algo?

La pregunta la hizo ensimismarse, reponiéndose al momento.
—Es cierto que para hacerle jaque mate a Lucrecia, deberíamos estar cerca de ella, aun más de lo que tú y yo lo estamos. ¿Y qué mejor forma de hacerlo que quitándole peso de encima?

—Me gusta como suena lo que dices —cerró el libro del cual nunca dejó de redactar aunque no mirase lo que escribía, finalizando con un punto para cerrarlo, dejando la pluma en el tintero junto al cenicero—. Continúa.

—Gracias al puesto que tiene, muchos han querido estropear sus negocios. Eso incluye a personas cercanas a ellas. Por mi trabajo, tengo el privilegio de saber algunos de esos nombres que buscan la corona de Lucrecia, como el de Humberto Laporta. Hijo de Marco Laporta, ex prometido de Yonder Pulicic, y responsable de severos traumas en ella —dijo Tshilaba, sonriente para deleite personal, viendo como las pupilas del chico se dilataban—. Oye, nene: ¿no quieres hacer un "bisne" conmigo?

Tshilaba no espero más reacciones del chico para arrebatarle el cigarro, cerrar el libro, hacerlo a un lado, posarlo boca arriba y subirse encima. Sentada en las delgadas caderas de Zinder, sonrió mientras daba una calada de humo, tratando de olvidar ese mal momento que pasaba. Tal vez, como un deseo egoísta, igual a muchos otros que la impulsaban a tener aventuras por las noches con personas distintas, quiso dejarse llevar.

—Dijiste que tu suegra nos pidió ensuciar las sábanas —sin quitarse del chico, alcanzó uno de los tantos anticonceptivos sabor a cereza en el frasco encima del buró—. Comencemos ahora, que así como en esta tarde y noche: mañana no te voy a dejar descansar.

La mirada de Tshilaba no representaba algún placer, dolor o ira sobre el chico desplomado de brazos extendidos, esperando cualquier cosa. Esa plana expresión era vaga, aunque en sus ojos se podía notar cierta superioridad distintiva en ella. Una soberbia dispuesta a todo para mostrar quién era en realidad. De por qué según ella debía ser considerada la indicada para acabar con su hermana.

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