Enroque. Parte 2
Cuando llegaba la graduación de un novato de la organización FMK, rápidamente era adiestrado en las listas para comenzar misiones. Desde las más típicas, como sería vigilar la casa de algún individuo peligroso, hasta las cosas más sobrenaturales, las cuales eran resguardadas para los veteranos.
Debido a las nuevas reglas de la federación oculta para el ojo público, la rigidez con la que se solía tratar a los nuevos integrantes había cambiado, y uno de esos cambios era tener un trato especial con aquellos que aún no lograban adaptarse al pesado ambiente que era ser parte de ellos. Todo sea por la falta de personal que en los últimos tiempos han habido por las disputas entre países. Eso y las tragedias que azotaban asuntos más allá de la comprensión humana.
—Ya es mediodía, y Tshilaba no ha hecho una señal. Ya le hemos enviado nuestro punto, y todavía sigue actuando como una maldita universitaria —comentó el hombre joven, de aproximadamente veintisiete años que miraba la conversación de ambos chicos en la mesa, desde la otra orilla del lago, oculto entre unos arbustos—. ¿La habrán descubierto?
El agradable bosquejo que se regocijaba en una exquisita flora y fauna durante las horas matutinas eran de las más agradables para los turistas, o mismos ciudadanos cohabitando en las cercanías del bosque. Con excepción de la privacidad sobre el lago situado hasta las profundidades del lugar repleto de hojas secas por la temporada de otoño, aún así, el día parecía estar con un clima agradable para todos —ni muy caluroso, ni muy friolento—.
Aunque el cielo se encontrase tan dividido cual debate en mesa redonda por las nubes que cubrían la mitad del sol que apuntaba a la ciudad, el dueto que estaba en cada extremo de las orillas del lago podía sentirse como en un día de verano.
Yacían doce horas desde quel par de agentes camuflados cual turistas de paso estaban activos con su última misión otorgada por su superior: Peack Tijerina.
No era algo que pudiese provocar un efecto mariposa, una cosa tan sencilla como lo era vigilar a su compañera y segunda superior infiltrada —Tshilaba Benedetto— para reportar alguna anomalía, y de paso al prometido que hace tiempo habían dejado de prestarle importancia, hasta ver que Tshilaba había puesto una cara de completa sorpresa de ver el libro frente a ella. Quizás y un efecto secundario por el supuesto ritual que la propia organización patrocinó era que enfocaron su atención en la gitana.
—Peack tenía razón, la gitana está teniendo complicaciones. Es posible que Zinder Croda la haya descubierto. El niño que nadie tomó en cuenta —aseveró la mujer de los dos, acomodando su postura recostada sobre las ramas secas del suelo, sosteniendo los binoculares para ver mejor—. Esto será un dolor de culo. Infórmale a Peack que necesitaremos refuerzos —concluyó con un bostezo.
—Si es ese niño, no es para tanto —respondió el hombre de rasgos asiáticos—. Sólo debemos darle un dulce para que cierre la boca. El problema sería a quiénes le puede contar.
—¿Con darle un dulce te refieres a torturarlo hasta que pierda la voluntad? —preguntó la chica latina, menor que el hombre, alzando una ceja mientras formaba un globo con el chicle en la boca.
—No pasé cinco años de mi vida en la academia, soportando toda clase de golpes para nada —tronó los dedos, seguido de acomodar el sombrero de pescador que portaba—. Según escuché, ese niño sobrevivió a la vendetta de Lucrecia y su madre. Apuesto a que pudo haber sacado algo bueno de Trinidad, debe poder aguantar una sesión conmigo.
—No te adelantes, aún no sabemos con certeza si el niño la descubrió.
—Hasta ahora solo ha actuado con tranquilidad, deben estar hablando.
—¿Pero qué? —preguntó la morena.
—Eso aún no lo sabemos, la muy idiota no llevó los micrófonos consigo. Se supone que es nuestra superior, pero con esos descuidos...
—No importa, una vez hayamos informado a Peack, si vemos que las cosas pasan de ser una plática, actuaremos. Mientras tanto, hay que esperar una señal. Es nuestro trabajo, no queda de otra. Hay que cuidarnos, porque es probable que... —vaciló ella, tragando saliva antes de concluir—. Haya movimiento de Lucrecia Benedetto.
—Aún no lo entiendo, ¿qué con esa mujer?
—No lo sé, pregúntaselo a los que estuvieron antes que nosotros.
Zinder.
Ambos se sostenían la mirada, sin parpadear. Tranquilidad absoluta, como si ellos fuesen un par de muñecos por dejar que el único movimiento en su eje era el vapor que desprendía de la comida, que se disipaba frente a ellos, sin ningún ruido a sus exteriores.
Ella dudaba de las alimentos, tanto era que analizó alguna rareza prominente de su acelerada visión ocular, dándole la cualidad de mirar pieza tras pieza para denotar la clase de condimentos tenían, o algo fuera de lo normal, de lo que venía en el plato, incluso con el huevo frito por encima de todo, debido a unos extraños recitos inaudibles, por breves lapsos que Zinder la perdió de vista antes de sentarse.
Al notar que la comida estaba limpia, se felicitó por la suerte que, según ella tenía al ver que el chico no llegaba con la intención de ponerla en condiciones poco aptas. Pues, ella sabía que el chico era parte de Lucrecia. Incluso pensaba si ya le había avisado a esta misma, ganando tiempo con tenerla sentada, en lo que ella llegaba. Pronto, al pensar en eso, comenzó a abundar el pánico, uno que le le dificultaba dominar, pero que se desintegraba con el pasar del tiempo, pues sabía que tarde o temprano tendría que hacer un movimiento a los agentes que la acompañaban.
«¿Si este bastado de mierda ya sabía de mí desde hace mucho? ¿Si esperaban el momento para hacerme una emboscada?» se cuestionó Tshilaba «En dado caso... me habré metido a la boca del lobo. Oh, puta madre...».
Entendía que el tiempo le era limitado, en caso de que sus pensamientos fuesen acertados. Luego, al recordar el aproximado de tres horas y treinta minutos que se hacía desde Ishkode hasta esa cabaña, aún sin contar lo que tardarían en adentrarse al bosque, trató de relajarse. Apenas logrando seguir como si no estuviera agotada, tanto física como mentalmente.
—Cuando cursaba el jardín de niños, y parte de la primaria —dijo Zinder para romper el hielo, siendo el primero en tomar los cubiertos de plata para partir el huevo que estaba encima de las verduras condimentadas, acompañado de un queso gratinado—. Solía debatir sobre lo que comería en el desayuno. En esos tiempos, mamá trabajaba en el restaurante de tu hermana, por eso tenía carta libre, así que me decantaba entre huevos, o verduras con queso. Entonces, harta de ver el tiempo que me llevaba, mamá decidió juntar ambas comidas —llevó el tenedor a la boca, antes de darle unos soplidos—. Así fue como se inventaron los huevos de porquería que hoy podemos degustar —terminó después de ingerir, tomando la gaseosa de sangría dentro de la nevera a su costado para vertir el líquido en los vasos de cristal encima de la mesa.
—Por suerte tuviste una infancia menos podrida, comparado con lo que vives ahora —dijo Tshilaba, segundos después de Zinder, con voz relajada para aparentar no estar irritada—. En mi casa, con suerte y comíamos algo menos pesado de lo que papá solía exigirle a mamá. Sus gustos eran... peculiares —comparó la comida que tenía delante suyo como algo tan particular que pediría su padre, sacándole una sonrisa, para luego tomar los cubiertos y empezar a dar el primer bocado con cierta nostalgia—. Que recuerdos.
—¿Tu padre también le ponía queso y picante a todo lo que comía? —preguntó Zinder.
—Amaba el picante. A veces la gastritis no lo dejaba dormir por las noches —respondió Tshilaba, con el mismo respeto que Zinder tenía con ella.
Ambos volvieron a comer en silencio, hasta dejar los platos vacíos. Atentos a cada movimiento del otro. Con la pelirroja mirando de vez en cuando el libro, entre uno que otro reojo, aún sin creer lo que veía. De cómo las cosas se complicaban en su vida.
Aunque se mantenía al margen, por instantes, seguía con el pendiente del chico delatando su identidad con Lucrecia, o alguna otra persona que llegó a ella. Quizás y pudo advertirle a alguien como Sonia Bozada, con quien tenía un enemistado vínculo cercano. Tal vez hasta descubrir que la propia pelirroja fué la responsable de perder todos sus vienes.
Ella sabía del historial que arrastraba Zinder Croda. Parte de lo que había vivido en la zona muerta, por ende, entendía que el chico sabía defenderse, a pesar de su escuálida apariencia. Algo de ella se sentía desprotegida por olvidar el arma dentro del equipaje que trajo consigo. No era tanto por el miedo, más bien tenía que ver con la forma de conseguir dicho libro en medio de ambos. Si tenía relación con algún espíritu, un dote o una especie de relación con una criatura mística. Un demonio de alta jerarquía, suponiendo del valor que carga ese libro, pues un demonio común, u otro ser cualquiera no sería capaz de tener dicho artefacto en su poder.
Después de pensar lo que diría para volver a romper el hielo, queriendo dejar de alargar lo que podía llegar, intentó hablar, pero fue detenida por el chico que tomó la palabra.
—En mi cumpleaños dieciocho, Isela me preparó este platillo. Jamás me dijo como supo la receta, pero quedó exactamente como lo hacía mamá. Pudo ser suerte, ¿tal vez? Bueno, no importa, porque al final me hizo recordar un agradable momento de mi pasado. Eso pasó meses antes de empezar a actuar extraño —sirvió más refresco de sangría sobre su vaso, bebiendo un par de veces—. ¿Puedo saber cómo se encuentra ella? Por lo poco que sé de lo que viene en el libro, entendí que el alma del dueño original del cuerpo no se desprende por completo. Sin embargo, esta deja de sentir cualquier tipo de sensación, que no sea de la agonía por saber que de un momento a otro te quitaron algo que es tuyo.
—Creo que no sabes cuánto vale lo que tienes ahí, te refieres a ese libro como si fuera alguna baratija donada a la biblioteca de un pueblo —dijo Tshilaba, a la par de tomar el vaso que tenía para que el chico le sirviera más soda—. En cuanto a Isela, descuida. Ella te manda saludos. De vez en cuando hablamos, o yo me entretengo con sus recuerdos, imaginando que estoy viendo un dorama con las cosas que vivió contigo. Es una niña muy agradable, demasiado diría yo. Me recuerda mucho a otra pequeña sobrina que tenía. Ambas son muy parecidas, creo que hasta puedo decir que Isela sería el retrato de lo que su prima pudo ser en su época de universitaria, en cuanto a apariencia nos referimos. Una lastima que se haya despedido del mundo antes de los quince —suspiró con un falso pesar—. Todo por la ambición de unas mujeres ególatras.
—Seguro que si —apoyó Zinder, humectando los labios con dos tragos—. En algo estamos de acuerdo.
Tshilaba denotó el liviano cambio entre ambos. Aunque ninguno manifestaba algún indicio de desinterés en cada expresión que hacían, ella imaginó un escenario más caótico en el momento de ver el libro, junto a los agentes que notaba entre discretos movimientos, al otro lado del río, ya que, por una rápida estrategia del chico, había quedado con vista al lago. Esto con la finalidad de estar al pendiente de la cabaña, o vislumbrar si la chica daba alguna señal a los agentes que, si bien Zinder desconocía si era real, o solo una suposición. En cambio, ellos seguían sin despegarse aquellas miradas agudas.
—Tengo un par de dudas —dijo Tshilaba, luego de inspirar hondo, de modo que se escuchase lo menos posible.
Zinder metió las manos a los bolsillos para sacar una turquesa cajetilla de cigarrillos, tomó uno sobre sus labios rotos, para quemar la punta con el encendedor oculto en el otro bolso.
—Claro que las tienes, porque estamos igual —dio un par de caladas, expulsando el humo con las palabras que le dijo a ella—. Para empezar, lo último que quiero es pelear. Claro, si permites que así siga —terminó, con ese ronco tono calmado.
—¡Hay, que lindo! —sonrió levemente, moviendo un costado de los labios pintados de rojo—. Y ahora, ¿qué dedo me chupo? —torció el costado del labio, volviendo a espabilar—. ¿Cómo sé que la puta que sostiene tu correa no está detrás de todo? —cuestionó, firme, sin alzar la voz—. Lucrecia ya se está tardando en salir.
—Antes de contestar a todas tus preguntas, quiero que me confirmes algo: ¿hay alguien más contigo?
—Eso mismo pregunto, no estamos llegando a nada —dijo Tshilaba, ingeniando una estrategia para enviar una señal, pero el chico no cedía, cosa que la mantenía con el contacto visual—. Como dijiste, estamos en las mismas —sonrió por unos segundos.
El chico mantuvo un momento de silencio, dando otra bocanada de tabaco, tirando el humo a sus detrás, con girar el cuello para que cayera cerca del lago.
—Te apuesto un perro con alas de grifo a que no tienes nada contra mí. Cualquiera que nos viera en los momentos que estamos a solas lo sabría, eso es obvio, por eso me descarto de las intenciones que tienes para estar aquí —volvió a repetir la misma acción con el tabaco—. Debes buscar algo, ya sea bueno o malo, pero seguro que no es de mí.
—Eres asertivo, por eso seré un poco más honesta —felicitó ella—. Tienes razón con decir que busco algo. Y si, no eres de mi interés, acepto que si actúo como Isela cuando estoy contigo es para mantener las apariencias, o bueno, lo hago la mayor parte del tiempo —soltó unas risillas—. Aunque, permíteme corregir algo. No eras de mi interés, al menos antes de ver el hermoso libro que tienes aquí. Es gracias a él que supiste quién era, ¿verdad?
—No exactamente —respondió Zinder—. Conozco a Isela desde que yo estaba en mi último año del jardín de niños, y ella en tercero de primaria. Si bien no éramos uña y mugre, convivimos como si fuéramos primos cercanos. Después de la vendetta entre la put... —vaciló sin concretar la ofensa hacia Lucrecia—, tu hermana y mamá, empecé a ser más íntimo con ella por orden de Lucrecia. A lo que, por costumbre guardé cada uno de los hábitos que tenía. Cada ademán que hacía cuando estaba feliz, molesta, frustrada, triste o... con su particular pereza ante la vida. También me grabé cada uno de sus gustos, incluso cada cuánto va al baño, sus horas de sueño, y porsupuesto; el rechazo que tiene con el ocultismo, pues ella se caracteriza por creer en lo que ve. Era obvio que notaría las cosas extrañas que de un momento a otro aparecieron en su habitación.
—¿Hace cuánto que lo sabes?
—¿Aún recuerdas la primera vez que usaste su cuerpo para darte placer con cuanto hombre te fuiste a encontrar? Porque yo si, y esa vez no fue con amistades mías, o un conocido de ella —respondió el chico en forma de pregunta—. Por más descuidado que parecía, siempre estuve al pendiente de lo que hacías.
—Si eras consciente de lo que pasaba con ella, ¿por qué no hiciste nada para evitar todo, como es que dices? No tiene ningún sentido. Otro de los perros que rodean a este par de gitanas ya hubieran abierto el osico. ¿Qué te hace pensar que voy a creer que no eres como el resto de ratas?
—Buena pregunta. ¿Por qué no advertirle a Lucrecia para evitar un atentado que a largo plazo podría ocasionarle un daño crítico? —siseó Zinder, terminando con tirar el cigarro sobre el lago—. Que hayas logrado la hazaña de trasladar tu alma a otro cuerpo, hace que eleve mis expectativas sobre ti. Cómo ya dije, tienes un motivo, y tus movimientos dicen que vas tras Lucrecia. No eres tonta, seguro investigaste a todos los que te rodean, antes de llegar hasta aquí, así como yo lo tuve que hacer contigo. De no ser así, ¿cómo es que todos se tragarían el cuento de que tú eres Isela?
Inconscientemente, los orbes de Tshilaba comenzaron a emanar cierta aura rojiza.
—Acepto que me sorprendiste al tenerme entre las cuerdas —suspiró, colocando el codo en la mesa mientras sonreía—. No tanto por la situación, porque otro perro de Lucrecia hubiera hecho lo mismo. Lo que me extraña que es hayas sido tú. No pensé que después de tanta mierda ingerida para calmar tus complejos, tendrías la suficiente lógica para atacar. Otra observación que te daré. Pues, en caso de no haber ido con Lucrecia, me hace saber que estás en una clara desventaja al estar solo.
—Cada uno ve las cosas desde la perspectiva que considere conveniente —suspiró, cancino de ver que la mujer no hacía el esfuerzo por cooperar de un modo que ambos salieran beneficiados—. Tu vez una oportunidad para intentar capturarme y hacer de mi algo de conveniencia con lavarme el cerebro, o lo que ustedes las gitanas hacen. En cambio, yo pienso que este puede ser un considerable paso, donde ambos salimos ganando si pensamos con la cabeza. No con los puños, o esa cosa rara que haces.
—¿Qué ganaría con hacerle caso a un niño?
—No lo sé... —Zinder se inclinó, subiendo el tobillo izquierdo a su pierna derecha, usando una mano para apoyar el mentón, dejando una pequeña abertura para que el par de agentes que los vigilaban pudiesen ver a Isela, y viceversa—. Tal vez un pequeño respiro para que visites a tus amigos. Un chino y una chilena juntos, ¿quién lo diría?
Él aún no lo confirmaba, pero al salir a correr por la mañana, pudo toparse al par que resguardaban, o trataban de hacerlo con Tshilaba, los cuales habían saludado al chico como si de un par de turistas se tratasen. Incluso, el contacto había sido tanto que, para aparentar aún más, fingieron preguntar si el bosque era turístico para que el chico les dijera que era peligroso andar sin observación de algún guía a tales profundidades.
—Turistas, ¿en serio? —el pelinegro puso una sonrisa pequeña en sus labios—. Así lucían muchos agentes encubiertos que vigilaban la zona muerta como preventivo, en caso de detectar un movimiento del grupo que lideraba mi madre. Ella acabó con muchos de ellos. Aunque otros preferían usar el disfraz de periodistas. Quienes tenían suerte, terminaban con una bala en la frente, pero, cuando mamá estaba de malas... me limitaré a decir que cuando terminaba de torturarlos, siempre se quejaba diciendo: ¿Por qué esos malnacidos me envían a unos niños para hacer el trabajo de un hombre? Una pregunta muy graciosa a mi parecer, suena como algo que diría un payaso psicótico a un murciélago depresivo.
«¿Turistas?». Pensó Tshilaba «¡Me lleva el diablo! ¿¡Quién puede ser tan puto descerebrado para enviar a gente sin estar infromados!?».
Sobre el otro lado, un tanto más alto de donde se situaba, con todo alrededor lleno de árboles sin hojas, en su mayoría anaranjados que cubría la mayor parte del suelo, justo en el medio de dos árboles, con el único arbusto que seguía con la mayoría de hojas estaba el par de compañeros que Peack le había asignado. Lo supo al ver un pequeño destello de reojo, pasando a un costado de Zinder, parecido a tintineo fugaz. Señal que aprendió cuando militaba en las filas menores de la organización.
—Todos alrededor saben que estas tierras son privadas. Ni habitantes cerca, cazadores o turistas pueden estar aquí, a menos que tengan un permiso firmado por la propia Lucrecia. Y si lo hacen, es por medio de algún recorrido regalado por tu hermana, para algún asunto de negocios. ¿Acaso no se lo dijiste al par de idiotas que andan merodeando por aquí? Era evidente que traerías gente contigo, pues, por más talentosa que puedas ser, no serías capaz de acabar con Lucrecia por ti misma.
—Bravo —dijo Tshilaba mientras aplaudía—. Eres alguien muy curioso, Zinder Croda. No pensé que un niño con menos de veinte años, el cual muy apenas sabe ponerse un condón me tuviera en una situación que juraría haber previsto con Lucrecia, antes que otra persona. Encima tienes el descaro de presentarte con una de las reliquias de la bestia marina. Ya estaba comenzando a creer que todas las flores que te tiraban por pensar que estabas muy sobrevalorado. Interesante... —agregó, mufada por dentro.
—Mamá solía decir que la vida es como una red social, pues todos tenemos personas en común —volvió a la posición firme de antaño, obstruyendo la vista de la pelirroja, afilando la mirada—. Una causa nos puede volver causas. ¿Y cuál es nuestra causa? Lucrecia Benedetto. La hermana mayor que acribilló a toda tu familia. Así como la suegra que, como dices, me tiene con una correa en el cuello.
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