Dos manzanas en una discordia
"No hace falta derramar sangre para terminar con una vida"
~Gilberto C. Vásquez
Zinder Croda (pasado).
—¡Duele! —exclamó el niño pelinegro, entre quejidos por ser arrojado al suelo sin piedad, con una patada en la mandíbula que pensó y se la dejaría dislocada.
—Han pasado 3 días desde que te obligué a defenderte de esos perros, pero aún no has avanzado lo suficiente como para bloquear uno de mis ataques, por más despacio y predecible que los lance —dijo como si de nada se hablara, evitando que Zinder se levantara con otra patada menos fuerte que la anterior, sacando un cigarrillo para prenderlo al tiempo que usaba el abdomen de él como silla.
—M-mamá —quiso hablar, pero la presión del peso en su madre sobre su frágil estómago era comprimido, sintiendo lo asfixiante que era un peso 3 veces más que el suyo—. Me lastimas, no puedo respirar. Me siento mal, estoy cansado y no he comido nada en todo el día. Por favor, detente, ya no puedo seguir —susurró muy a fuerzas, apenas entendible por lo quebrada voz a punto de romper en llanto por ver lo que la mujer que juró y lo amaría, estaba siendo la más cruel de todas las personas que le hicieron daño—. ¿Por qué me haces esto?
—Mientes —respondió ella, mirando a la nada que la azabache noche le dejaba, con pensamientos ortodoxos que conllevan la creación de un cazador nato—. Puedes respirar, sólo que te cuesta hacerlo, si lo que dices fuera el caso -dio una bocanada de humo que se extendía sobre la bochornosa brisa—, ahora estarías a punto de morir —miró al niño cubierto de sangre. Con desinterés descendió la vista hasta su malgastada polera morada, regalo de su mejor amiga, toda sucia y dañada, pero nada que una lavada y costuras pudieran arreglar—. Despierta tus instintos —expulsó otra cantidad de humo sobre sus narices, en modo de cascada-. Intenta salir de esto. Deja de jalar aire entre cortas pausas, tómate tu tiempo para analizar tu entorno. Que ese miedo de estar en medio de la oscuridad te permita llevar tu vista hacia los límites.
Con los segundos contando las gotas escarlatas que alquilaban sus mejillas como goteros para bajar, ardiendo por los cortes en su rostro, el ferviente dolor de su boca al querer pronunciar algo que le hizo dejar caer su cabeza. Saludando con su parte trasera al empedrado suelo, escuchando las pequeñas rocas moviéndose ante el impacto que lo puso a observar la gigantesca luna roja
—Entiendo que todos no me quieren ver en el mundo, que nos apartemos de lo que conocemos. Pero, ¿por qué esto? —trató de alejar a su madre con la débil energía que le sobraba—. Espera —más confundido, no supo el motivo que le obligó a Trinidad Jeager el tomar el cuello de la prenda para romper a la mitad aquel regalo tan preciado del niño—. ¿¡Qué hiciste, mamá!?
Pese a que no podía ver la escena antes que escuchara el desgarrar de su camisa, una mezcla de pavor e injusticia por ver que tan lejos llegaban a ser con él. Intentó refutar en un desespero que tuvo una buena armonía con las lágrimas en sus ojos por el dolor físico, y ahora también mental de ver cómo uno de los pocos recuerdos buenos en lo que restaba de su infancia era partido en 2.
—Seguramente te estarás preguntando: ¿por qué hiciste eso tan de repente? ¿Qué te hizo este regalo tan importante como para romperlo? —con su mano pasó por el pecho y estómago del niño cuando se levantó para andar de cuclillas, sintiendo las cicatrices sin tratar que intentaban cerrarse—. Te dije que no quería ver algo que te hiciera recordar un momento feliz cuando estemos aquí. Venimos a entrenar, hacer que puedas ser algo más allá que un mocoso mimado y adinerado. Aprende a no depender de los recuerdos que te pueden hacer un inútil. Quiero criar a un hombre capaz de marcar la diferencia, no a una princesa con verga en la entrepierna. Aprende a ser un hombre, debes madurar antes que el tiempo se nos acabe
Trinidad sentía que no era suficiente castigo, pero viendo que llegaba la hora de que los peligrosos animales salvajes llegarían al bosque, se dispuso a irse mientras se ponía de pie, usando el pecho del pelinegro como impulso que dejaba a un agobiante Zinder que sentía el sufrimiento de saber que sus días azules se escaparon, y que hace mucho le dijeron adiós
—Tienes 20 minutos para llegar a la cena. Pues no quiero hacer esperar a tus 4 nuevos hermanos, que debieron tener un largo día en la escuela. Y si sobrepasas ese tiempo —ella volvió la mirada detrás de su hombro, que apenas lograba divisar una pequeña silueta con respiraciones entrecortadas—, no te molestes en pasar la noche en casa -siguió su camino como si nada. Pues quería aparentar que su hijo no le importaba.
Zinder Croda.
El atardecer del instituto San Bernardo estaba demasiado tranquilo teniendo en cuenta que ese día era un jueves, donde los adolescentes más adinerados de la ciudad salían a derrochar exuberantes cantidades de plata. Este hecho provocaba buenos ánimos a la hora de la salida, cuando los alumnos planeaban sus actos nocturnos. Pero raramente ese día era distinto.
Todo estaba en profundo silencio junto a la incomodidad que reinaba sobre los vastos pasillos que los adolescentes cruzaban sin decir una palabra.
Podría considerarse una casualidad de la vida, pero ese jueves 12 de agosto estaba tan raro como su clima, el cual empezó con una mañana soleada, pero al final terminó con nubes negras acechando el cálido cielo azul de la metrópoli...y nadie sabía el "por qué"
—Oye, Zinder... ¿quieres ir al mismo lugar de siempre?
De entre la muchedumbre estaba Zinder, pasando junto a la multitud tomado de la mano por una pelirroja, quien de pronto se había detenido para hacer la pregunta de todos los días: la última tortura del pelinegro.
Ella era hermosa, tanto la manía de hacer el mismo gesto cuando escupia su petición -un guiño mientras sacaba la lengua- como su personalidad eran encantadoras, pero eso a Zinder no le importaba, pues sólo podía sentir la misma emoción cuando aquello ocurría: repudio y asco de sí mismo por lo que estaba a punto de suceder.
Isela estaba a la espera de una respuesta, ansiosa por escuchar al pelinegro mientras ambos estaban postrados al instante en que el resto de las personas los evitaban para no tropezar con la pareja.
—Me leíste la mente —respondió el pelinegro, con una fingida sonrisa, pero a la vez que tenía un lastimoso pesar por saber que no era lo que quería decir.
Lo tenue de las luces púrpura aportaban una esencia exitante sobre la lujosa habitación, desenvolviendo el ambiente con la calidez de dos cuerpos unidos, y aunque el aire acondicionado estaba encendido; este parecía inmune ante la alta temperatura que tenían ambos jóvenes, donde una vez más el alma de un bastardo estaba siendo corrompida.
Aquellos ojos marrones estaban cargados de una lujuria que iba dirigida a la persona que tenía por encima. En cuanto a la persona de ojos pardos, podría considerarse que estaba en las mismas condiciones que su acompañante, pero había algo oculto dentro de él. Pero lo que estaba claro eran las agitadas respiraciónes de ambos, inhalando y exhalando grandes bocanadas de aire a destiempo.
Aunque ambos compartían los mismos aposentos, y se complementaban para sentir aquella placentera sensación, ninguno estaba en sintonia.
Los dos estaban perdidos en un mundo mental totalmente diferente.
Por una parte la pelirroja estaba sumida en el placer y la pasión que le otorgaba de alguien que de verdad le gustaba, aunque fuesen por breves momentos, antes de volver a perder su cuerpo.
En cuanto al pelinegro: solo estaba en una especie de trance, pues el placer lo sentía, aún si era en contra de su voluntad, sus ojos reflejaban apices de pasión al contacto de una piel ajena a la suya. ¿Pero por qué era así?
Algo que a Zinder le gustaba ver era el lacio cabello de Isela regado por toda la cama; tal vez era un fetiche que tenía, pero lo curioso era que sus ojos no veían un color rojo en el cabello...más bien era un tono negro, corto, por encima de sus hombros.
El no pensaba en otra cosa que no fuera saciar sus deseos, y que mejor forma de hacerlo con la persona que lo amarró a esa rutina.
A Zinder no le gustaba como tal hacer ese tipo de actos con Isela, lo odiaba como la primera vez en que ella lo reclamó como su propiedad, pero con el tiempo el muchacho de ojos pardos pudo "aceptarlo" de alguna forma.
Zinder pensaba en la mujer que no podía olvidar, por quien dio todo con tal de verla brillar.
Aquella que lo impulsó a ser quien una vez fué.
Eran aquellos extasis en donde
imaginar a la mujer que nunca pudo alcanzar, aquella tipa ojos celestes que por primera vez le veían de la manera en que tanto lo deseaba, postrada en la cama, a quien desde hace tanto tiempo le había entregado su corazón sin que él se lo dijera, aquella mujer dentro de su mundo... su ilusión.
El seguía con lo suyo, satisfaciendo mutuamente a ambos, pero entonces, de un momento a otro, por alguna mala pasada de su mente volvió a recordar aquellas palabras que dieron comienzo a sus desgracias: "¡Siento no llegar anoche! pasa que...me colé a la habitación de Bernie."
Entonces sus ojos se abrieron de golpe, volviendo a la realidad...su realidad. Solo para toparse con una pelirroja que lo esperaba con los brazos abiertos.
Tuvo que pasar poco más de 45 minutos para que el par de jóvenes salieran de aquel motel de paso que casualmente habían descubierto meses atrás.
—Tengo tanta pereza de volver a casa —dijo Isela, estirando su cuerpo, ocultando ese eje nostálgico que atravesaba desde hace casi un año, cuando sus complicaciones internas llegaron—. No sé si mañana pueda volver a ser lo mismo —susurró para ella.
Era curioso ver que aquella pelirroja expresara esa peculiar faceta libertina que portaba a la hora de estar junto a Zinder, pues era un enigma el saber la razón, motivo o sircunstacia por el cual Isela solo era ella misma junto a su encantadora pareja.
Ambos habían tomado un baño antes de abandonar la habitación con edores a látex, aún así aquel dúo no podía quitar la esencia de haber tenido relaciones.
Pero gracias a lo angosto de la calle Cóndor de Oro nadie de renombre a esas horas que no tuviese tales aventuras como las de Zinder no se podían enterar de su vida privada, ya que esa zona era muy poco transitada, sin embargo eso no era debido a que esta fuese peligrosa
-aunque sí lo era para todo aquel que entrara sin autorización- más bien esta era un lugar privado, un lugar que sólo aquellos de renombre podían pisar.
—En verdad, me gusta estar contigo. No sé si mañana será todo igual —en comparación de antaño, las expresiones de Isela Benedetto habían cambiado por completo. Sus manifestaciones cálidas habían vuelto hacia Zinder, idénticas a la de una persona que no veía a un ser querido desde hace mucho, como siempre actuaba ante la presencia de los demás, cuando su cuerpo no la traicionaba.
—Mañana será igual que hoy, ayer, y el tiempo que tenemos de conocernos —respondió Zinder, llevandose a los labios la pajilla del frappe que llevaba en mano para dar un sorbo—. Seguro que será así.
—Cierto, ¿verdad? —dijo Isela, tratando de no mostrar una cara afligida, ocultando sus emociones con una sonrisa piadosa—. Pero sabes. —Sus ojos se enfocaron en Zinder, al compás en que se acercaba a su rostro.
—Mañana ya es viernes, y mamá me dio su permiso de usar la casa del lago este fin de semana.
Sin previo aviso, reclamó los labios del pelinegro, limitando sus impulsos de tomarlo por una vez más, conformándose con un beso.
—Como dices, espero que todo sea así, igual a cuando nos conocimos —dijo la pelirroja, antes de envolver a Zinder en un abrazo—. muchas gracias por estar aquí —ni rápida ni perezosa tomó distancia de Zinder—, recuerda mañana llevar un poco de ropa extra, porque nos iremos después de la cena familiar —exclamó Isela, antes de dar media vuelta y subir al automóvil negro que le esperaba fuera del motel. Como si algo en ella temiera de lo que fuera a pasar, una vez lejos del chico.
—Por supuesto —dijo Zinder—. No puedo esperar, de verdad que no puedo esperar. Siempre y cuando seas la Isela original.
Yonder Pulicic.
Ningún estudiante podía estar dentro de las instalaciones del instituto San Bernardo, eso dictaba el reglamento, y de eso de eso se encargaban las decenas de vigilantes que custodiaban la escuela.
Pero había una excepción: Yonder Pulisic, hija de Kande Pulisic, curioso empresario y un muy cercano amigo de Iván Croda; el director del instituto San Bernardo.
El despacho en donde las tres personas estaban era demasiado cómodo, así como angosto para darle a todos el espacio suficiente como para relajarse, con un sillón de cuero negro para cada quien.
Podría decirse que el ambiente era campante considerando al par de hombres que reían mientras compartían un par de tragos, pero había alguien que no compartía sus emociones; la pelinegra de cabello corto y anteojos que mantenía una postura estoica frente a las personas que conversaban de lo más normal, a pesar que su interior sufriera un holocausto al desperdiciar su presencia en ese lugar, y no con su madre.
La joven de piel blanca -casi pálida-
y ojos celestes no podía dejar de contar las horas: ¿la razón? La petición personal de su padre.
Kande siempre pedía una sola cosa cuando llegaba a la ciudad después de cada tanto tiempo, eso era que su hija debía ser el primer rostro familiar que el tenía que ver una vez sus pies estén pisando la metrópoli. Y eso era algo que Yonder se encargaba de cumplir durante tanto tiempo.
Pero esta vez fué distinto, ya que su presencia fué inesperada para ella.
A la joven pecosa no le molestaba acatar la demanda, de hecho podría considerarse que era una cosa que le daba igual, al fin y al cabo el recibir a su padre no era la tarea tan desagradable que tenía entre sus responsabilidades, aún si ella sentía cierto asco por la persona que le otorgó la dicha de estar en el mundo.
Pero en esa ocasión era distinto, ella deseaba ir a ver a su madre lo más pronto posible antes que la llamada de Antonieta llegara. Esto era algo que la mantenía biliosa, pues no sabía la hora en que ambas personas que tenía de frente decidirían terminar el poco de whisky que les quedaba para ir a un cabaret, sin embargo, ellos estaban tardando más de la cuenta.
Era extraño que el par de hombres intercambiaran uno que otro comentario gracioso para animarse.
Nunca pasaban de la media hora, no obstante, esta vez se estaban tardado más de la cuenta, mucho más.
Las dos horas que Yonder había pasado con su padre y el director en el despacho de este último fueron una completa agonía para ella, donde el pavor de escuchar su celular vibrar emergía desde sus más profundos miedos. Porque a pesar de saber que era muy poco probable -casi imposible- llegar a casa a tiempo para despedirse de su señora como era debido, ya que aún mantenía ese pequeño destello de esperanza.
Lo había planificado todo al pie de la letra, los horarios de clase, las cosas que tenía por hacer como la presidenta del consejo estudiantil.
Aún con todo lo que tenía que hacer, había calculado cada segundo para llegar a casa justo antes que el sol se ocultara. Todo marchaba bien, pero aquel par de tipos que volvían su rutina un dolor de muelas, nuevamente estaban interviniendo en sus asuntos. Lo peor del meollo era que esta vez no era algo material lo que Yonder estaba a punto de perder.
De alguna forma u otra había aceptado la partida de su madre, no había nada que hacer para cambiar eso, y ella muy bien lo sabía.
Afortunadamente la experiencia y presión que ejercía en su día a día le dieron la ventaja de tener nervios de acero, pero eso no quitaba el hecho de querer estar con la única persona que más ha amado en la vida.
—Y bien, ¿nos vamos? —preguntó el director Croda, luego de ingerir el poco alcohol que sobraba de su vaso. Volviendo su mirada hacia el pelinegro frente suyo.
—Espera —aquellas palabras escupidas por Kande fueron la sentencia definitiva para Yonder, ya que de su padre dependía si ella seguía derrochando el tiempo dentro de la oficina del director Croda.
—Aún no me has dicho como te ha ido a ti -preguntó el pelinegro.
—Bueno, acerca de eso... —el director soltero con la edad por encima de los treinta y tantos años no pudo evitar sentir incomodidad por las cosas que tenía que contar, reflejando su vergüenza con una discreta mirada hacia Yonder, acto que fué captado por Kande, quien volvió a la pelinegra.
—Oh, Yonder, ¿aún sigues aquí?
—¿Ah? —los ojos de Yonder se abrieron a más no poder cuando las palabras de su padre entraron por sus oídos. Pues lo que su padre dijo no tenía lógica, que él mismo había solicitado su presencia.
—Creí que te habías ido desde hace tiempo. ¿Por qué sigues aquí?
El proceso lento que emergían el chofer y el vigilante albino del fraccionamiento "Los Arcos" no parecía tener fin en la noche donde el chubasco apareció sin previo aviso.
Pero esto no impedía que Yonder se diera por vencida, pues solo faltaban entregar a su vivienda, avanzar un par de cuadras para doblar a la calle que la llevaría a "casa", no obstante, todavía tenía una carrera contra el tiempo.
Ella estaba atrapada en medio de un protocolo que en otro momento de su vida dejaría pasar, pero esa vez no. Esto la irritaba más de lo común, su corazón se aceleraba cada vez más, y sus nervios no ayudaban a mantener la calma.
Aún así la pelinegra no perdía la esperanza de ver a su señora, era por eso que sin pensarlo, en un rápido movimiento se desprendió del cinturón de seguridad para salir del coche sin importar que el chofer le advertía que no lo hiciera.
Yonder nunca fué buena en los deportes, pero en esos escasos segundos ella pudo persuadir al otro par de vigilantes que cuidaban la caseta, pasando por debajo de la pluma que obstría el paso del vehículo.
No importaba si el petricor de la lluvia irritaba su delicada y fina nariz, o si de vez en cuando se tropezaba por no mantener el equilibrio ante el mojado asfalto, ella seguía corriendo con todas sus fuerzas debajo de la lluvia.
Solo le faltaba media cuadra para llegar a su domicilio, aún con la tormenta de la lluvia, los charcos que pisaba podían escucharse, no importaba si estaba empapada, o si sus respiraciónes eran agitadas, ella estaba dispuesta a ir al tercer piso, a mano derecha hasta llegar a la tercera habitación para ver por unos segundos a su madre antes de fenecer.
Pero justo antes de llegar a la puerta, pasó lo que menos deseaba. Una notificación que le indicaba la hora exacta en que su madre había fallecido.
Zinder Croda.
Yacía un par de semanas que Zinder Croda había dado su última visita por la zona sur del país, después de un día en la escuela, y un polvo con su prometida. La otra cara de la capital, el lado que el gobierno se esmeraba en ocultar, o en sus mejores casos sería que pasaran desapercibidos por el ojo internacional, con el fin de no generar controversia en la desigualdad de condiciones que ésta tenía con la zona norte. Vagabundos por doquier, acostados en camas de cartón frente a algún puesto cerrado. Pandilleros que actuaban como otro día cualquiera, con excepción de tener a algún individuo que no fuese de su colonia para quitarle sus pertenencias. Algunos simples adictos inofensivos.
Había de todo, incluso una que otra casa presentable para disimulo de las calles más peligrosas.
—Parece que la m*erte de tu tía Irina te dolió. ¿De qué otra forma hubieras venido al lugar que te puede recordar lo que pasaste con tu madre? —dijo el demonio canino, empleando una risotada con voz deforme, en modo de burla hacía Zinder—. Una mujer difícil de corromper —ensanchó aquella sonrisa de dientes podridos, sobresaliente de agujeros negros al ver que el chico seguía dubitativo, mirando la llave en sus manos mientras se pensaba si era buena idea abrir el lugar donde una vez fue la guarida de Trinidad Jeager—. Admito que nunca se dejó llevar por las oportunidades que le di para llevarse consigo la vida de su esposo. Y vaya que fueron muchas. Ni a sabiendas del gran peso que le pudo quitar a la niña. Quizás... ¿Quién sabe? ¿Y si no lo hizo para que tal vez así tú tengas un motivo para volver a acercarte a su hija? —aunque el chico era el único que lo podía escuchar, aseguraba que las carcajadas del ente maligno lograron opacar el sonido de aproximadamente un par de cuadras alrededor.
Sabía que el mundo iba en contratiempo para impedir su emprendida. Que por tanto ruido que evocaban las risas de los chicos con menos de 15 años paseando al otro lado de la calle, los automóviles de segunda mano que pasaban con cuidado por los baches en la pista, o los leves cortos en los postes de madera que brindaban un pésimo servicio eléctrico impedían que el deplorable edificio le diese la bienvenida a un nuevo inquilino, luego de pasar 15 años sin que nadie abriera las puertas oxidadas de par en par, emitiendo un chillido por la falta de aceite.
Desgraciadamente no contaba con luz eléctrica para iluminar el desolado ambiente empolvado, lo que obligaba a encender la luz del celular en las manos de Zinder Croda, que caminaba hasta quedar situado casi en medio de la lúgubre oscuridad que, de no ser por el tenue iluminado amarillento del exterior le proporcionaba, no podría haber notado las cajas amontonadas a los lados de la entrada.
—De todas las amantes que mamá tuvo —aunque su ronca voz sonase lo más discreta posible, el vacío de sus alrededores emitieron unos ecos—. Consideraba a la tía Irina como la más amable. Decía que ella obtuvo un papel importante en su vida, tanto que su palabra tuvo mucho poder en las decisiones que tomó. Dicen que al tener tanta presión con mi nacimiento, hubieron noches donde pensaba seriamente en abortar.
El chico miró al vacío, pensando por momentos que algunos cúmulos negros se movían de su lugar, para luego parpadear y volver a verlos en su punto inicial.
—Entonces, parte de lo que hoy vivo se lo debo a ella —volvió atrás para cerrar la puerta, revisar que su batería aguantaría lo necesario para emplear una búsqueda para avanzar—. Y para aclarar, no pienso pagarte por confirmar que al fin está m*erta. Aunque la envidio por irse en el momento indicado, antes que las cosas se pudran. Pero como dices: es un dolor de bolas ver que no hizo nada para detener a al malnacido del tío Kande. Yo también creo que dejó las cosas así para que yo llegara como el típico protagonista que aparenta ser el malote, pero por dentro guarda ciertos sentimientos por la otra protagonista que acaba de sufrir la perdida de un familiar y así consolarla. Que estúpido, y asqueroso a la vez. No hay nada peor que dejar tu trabajo a hombros ajenos, como cualquier cobarde. Y más cuando esa persona es más chico. Aunque no es la primera vez que alguien quiere que me haga responsable de las consecuencias de algo que no disfruté.
—¿Le estás agradeciendo, o se lo estás echando en cara? —Glassialabolas esperaba la reacción del chico que apenas adaptaba su visión a la oscuridad, que con ayuda del móvil encontró un espacio dedicado a unas escaleras con forma de espiral, al otro extremo del edificio—. Pero bueno. Yo, quien vengo de un lugar al que los tuyos desconocen, y a la vez temen, me declaro como el menos indicado para decirte que pienses muy bien si vale la pena arriesgar lo poco que te queda en buscar algo de utilidad en el edificio que tu madre te prohibió reabrir. Más importante, enano, ¿qué es lo que te obliga a seguir respirando? Más bien, ¿Qué esperas encontrar de un lugar que podría ser la vivienda de parásitos que transmiten más enfermedades que un polvo entre vagabundos?
La presión que el chico sentía en el ambiente no se debía al grupo de ratas que pasaban de esquina en esquina, el frío que congelaba sus manos y parte de su antebrazo, o por el suceso que le obligó a reabrir heridas que estaban apunto de sanar. Había un pavor similar al de un infante que cometía alguna travesura en casa ajena, con esa pequeña adrenalina carcomiendo la ansiedad de lo que pasaría cuando llegase el momento de pagar por ello. Después de vacilar, aún con las contracciones que le decía el subconsciente, que subiendo del primer escalón empolvado y sin manteniendo, dependiendo de lo que podría encontrar sería el peso de las consecuencias que debía afrontar.
—Ella dejó más preguntas que respuestas al porqué un puñado de p*ndejos acomplejados quieren que pague por sus errores. Primero me dijeron que ella se metió en cosas que no debió, aunque otros dicen que se debe al país de donde ella proviene, que por casualidad, comparte nacionalidad con la tía Irina. —Ascendió con sumo cuidado, siempre atento para cualquier animal o trampa a la espera de cazar a un intruso, revisando la puerta cada puerta deteriorada de su respectivo piso, con la finalidad de encontrar una que estuviera abierta. Quizás y una agudeza muy exagerada de su parte, sabiendo que los rumores que rondaban acerca de la edificación eran suficientes para hacer que las personas más cínicas se mantuvieran al margen, como respeto hacia un personaje que en su momento aportó mucho para que la zona sur fuese algo más que un simple cuchitril de inmigrantes, como lo fue Trinidad Jeager.
—Es increíble el cómo la mente humana puede cambiar de un momento a otro —arremetió el perro, denotando que la frustración de Zinder subió con su cuarto intento de encontrar una compuerta con llave, o como mínimo que estuviera atascada para forzarla, detalle que le hizo extraer aquella botella de licor barato entre las cosas de los escasos útiles escolares dentro de su mochila, destaparla y darle unos grandes sorbos—. Antes que te confirmara de ella su partida, estabas con la mente metida en tomar el rol de todo menos en ser algo de provecho. No, incluso antes, en esta mañana, cuando la otra perra ex amante de tu madre te dijo acerca de Irina. Lo cual me hace cabrear. Digo, ponerte manos a la obra por petición indirecta de alguien que te trataba como una persona normal, en vez de un objeto. ¿Le podríamos llamar codependencia a lo que haces para recibir la aprobación de un difunto que actuó con crueldad y egoísmo en su último respiro? Aunque admito que es un gran avance el que decidas afrontar tus miedos. Con todo y una botella, pero lo haces. Por cierto, ¿Te cuento un secreto? Éste edificio guarda muchas cosas que, en caso de ser descubiertas por la persona menos indicada, será una bomba de tiempo, imposible de parar. Tic, tac. Por algo es que tú madre te prohibió venir, a menos que sea para una emergencia.
—Ya me acostumbré a los cambios. Otro no estaría mal. También eh tenido mis sospechas de todo mi alrededor. Siento que es una farsa. Desde mi vínculo con la familia de mi padre, hasta la nacionalidad de mamá. Quiero respuestas —terminó Zinder.
—Las cuales no estás listo para tener —respondió el demonio—. Eso diría Trinidad. En cambio, yo, quien se ha mantenido pariente tras una relativa espera muy larga para que finalmente hicieras algo por salir de esta vida, te digo que no has escogido un mejor momento para adentrarte al mundo que ella quería proteger de ti. Porque si me baso en su lógica, ni tú, ni los superiores que te rodean están listos para lo que se viene.
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