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Capítulo 0: Un inicio con más dudas que otra cosa

"No hay mayor verdugo que una consciencia intranquila"

~Sweet pain.


La mañana estaba comenzando a emerger, derrochando los primeros rayos de luz para darle sentencia a la oscuridad que había dejado la velada anterior, dentro de aquella alcoba con paredes negras.
Los pájaros emprendían el vuelo mientras cantaban sobre su andar, la calidez del ambiente era relativamente agradable solo si se ignoraban los motores de aquellos autos que iban y venían en la carretera. Dejando de lado los diminutos detalles... Todo era armonioso, entonces: ¿Qué podía salir mal?

Los estragos de la noche pasada comenzaron a brindar efecto en Zinder, desde el momento en que el despertador comenzó a sonar.

—¡Despierta! ¡Despierta! —dijo la imagen animada desde la pantalla del despertador situado a un lado de la cama, justo encima del buró café de dos cajones.

De manera lenta y pesada alzó su brazo sobre parpadeos debilitados para intentar espabilarse, sin contar el mareo de su visión que le provocaba ver el techo en constante movimiento, llendo de un lado a otro, indicando que el joven acostado en la cama de agua estaba en pésimas condiciones, a tal punto de cerrar los ojos para nuevamente volver a dormir, deteniendo la mano que había quedado a unos cuantos centímetros del despertador, devolviendo su miembro inmediatamente a la acogedora cobija.

—¡Despierta! ¡Llegarás tarde! —la alarma seguía insistente, y así prosiguió durante 2 minutos más hasta que un golpe brusco hizo que el despertador dejara de sonar. Por suerte el bretado objeto donde aún se mantenía la chica animada no salió desprendido como los 3 ejemplares anteriores.

Los ojos del joven recorrieron la vista del cuarto repleto de basura
—envolturas de fritura, envases de sopas instantáneas, botellas, bolsas y polillas de cigarrillo— por doquier.
«Otro día más eh...» escupió a sus adentros, entre tambaleos, antes de ir a la puerta del baño situada a un lado de un marco con la foto de un niño sonriente, junto a una mujer que lo abrazaba por la espalda, teniendo de fondo la carpa de un circo en plena noche.

El agua que caían de la regadera ayudaba a disipar su jaqueca, al compás de esas diminutas gotas recocorriendo su cabello negro azulado con las puntas rozando su pálida piel.
Aún si el agua fría lo alejaba de ese estado paupérrimo, su mirada estaba perdida analizando fijamente el pomo de la regadera.

—Te vez de la mierda —dijo una voz con múltiples tonos al unisono—. Bueno, si quitamos las veces en que tu madre te arropaba: ¿Cuándo fue que tuviste un aspecto decente? Me da lástima ver que de nada sirvió resucitarte , ¿para ésto me pediste que conservara tu consciencia al momento de entrar en ti? Detesto tu olor a perro mojado, y eso que el animal soy yo.

El dichoso perro, con una tétrica sonrisa que se mantenía en el aire por el movimiento de sus alas con aspecto de grifo no paraba de torturar al chico, no conforme con ver su rostro completamente apagado. A un lado del chico, de modo que el agua no tocase su peludo cuerpo.

Había pasado tiempo desde la última vez que Zinder dio un vistazo a su apariencia, ya que sus días de perros no le daban el tiempo para hacerlo. Tampoco era que sus ánimos fuesen los mejores como para tomarse la molestia gracias a todo lo ocurrido en los últimos tiempos.

—Es un desperdicio ver lo que eres. Lo que puedes llegar a ser si tan solo tomaras ése cuchillo que usas en la cocina para honrar la memoria de tu mami. Aquella mujer que te pegó un tiro en la frente con la frase de: prefiero que termines aquí, antes que ellos vengan y te traten como a un perro. —No conforme con lo que decía, el espeluznante animal desnutrido seguía insistente con llevar la mente del chico hasta los límites. Y aunque éste lo ignoraba de vista, no podía dejar de quitarse las palabras como tinta en la piel—. Piénsalo, todo el esfuerzo que esa desdichada mujer hizo para que no tuvieses mañanas como las de hoy fueron en vano. Todo por aferrarte al estúpido instinto de supervivencia. Dime: ¿valió la pena tirar por la borda todas las vidas que se perdieron para evitar que cayeras en las manos de tu suegra?

La mitad del espejo en el lavabo estaba roto, gracias a eso Zinder sólo podía ver la mitad de su reflejo apagado, donde sus delirantes y negros ánimos bajaron en cuanto notó el gran cambio de su apariencia.
Pero no era gracias a la nostalgia de saber que su inocencia se había disipado en aquellos ojos pardos. Tampoco era eso, la alegre sonrisa de oreja a oreja que tanto le caracterizaba fué sustituida por una mueca estoica, y como remate a sus mayores rasgos estaban esas ojeras que cargaba gracias a las noches en desvelo.

—¿Vas a dejar que las cosas terminen así? ¿Contigo como un perro? —rió el canino que no paraba de arremeter al chico, poniéndose a un lado del espejo para que se notase de fondo—. Deja de perder el tiempo, conformado tu ambición en cumplir los caprichos del resto. No hay tiempo que perder. Déjate llevar, lo deseas. Muéstrale al mundo quien eres en realidad. No es complicado usar cualquier objeto que tenga punta, entrar a las habitaciones de los responsables de quitarte lo poco que tenías mientras duermen y acabar con ellos. Total, puedes convertir cualquier cosa en un arma.

Solo estaba ahí, observándose por unos segundos más antes de abandonar su habitación de mala muerte ya con el uniforme escolar puesto —camisa blanca manga larga blanca doblada a tres cuartos, pantalón negro pegado a las pantorrillas, zapatos negros y una corbata negra colgando de sus hombros—, para luego bajar las cuatro plantas que conformaban su "hogar" no sin antes tallar sus ojos de esclerotica teñida de un tenue rojo.
—El rojo no era a causa de lágrimas o jabón que le había caido—.

Cada paso que Zinder daba ante la avenida de la ciudad era el equivalente a catorce barrotes que torturaban su execrable taberna mental, aunque eso era de esperarse después de los últimos acontecimientos más importantes que arremetieron a su vida.
Para Zinder no fué normal recibir
tantos golpes seguidos, pero esas fueron las consecuencias de llevar una vida como la suya.
Primero estaba su vida social y laboral: completamente jodidas.
Y todo empeoró cuando recibió un vídeo de la persona más importante,después de su madre. Acostada en una cama de 4 paredes, repitiendo su nombre con la vaga esperanza de acudir en su ayuda. Estaba de más especificar lo quebrado que estaba al ver en cómo un acto que seria placentero se convertía en un trauma para la joven pálida de corte bob, y ojos celestes.

—Zinder... Ayúdame... —era la voz de aquella chica que tanto amaba, entre lágrimas mientras era profanada por la persona que según era su amigo.

La manera en como las cosas surgieron le evitaron pensar con claridad. Y sin saberlo, un año y poco más de seis meses después pasó de estar en sus mejores apogeos a tener una "típica" rutina como cualquier estudiante más en Ishkode, la capital del Helix: el país de los malnacidos.
Y la otra evidencia era el collar que colgaba de su cuello, teniendo un colmillo de plata como adorno. El mejor objeto que tenía para recordar que su madre lo abandonó, más bien se derrumbó... Quizás y todo por culpa suya.
Sus pasos se detuvieron a mitad de la casi abandonada calle cuando su mirada volvió hacia la gargantina, observando el collar por unos momentos para recordar sus infortunios sin importar que un carro lo atropellara. Pero antes de eso no pudo evitar centrar su atención sobre un pequeño local que era abierto por un señor que rozaba la tercera edad, solo para agregar nostalgia ya que esa escena le recordó a una pequeña parte de su infancia.
Impotencia, era todo lo que generaba ese amuleto para Zinder ya que además de ser un collar... era una correa para él.

Al final de la ciudad, cruzando la orilla de una carretera rodeada de casas abandonadas e invadidas por la flora y fauna, siendo las estructuras incompletas de residencias a medio terminar plagadas de plantas sobre sus adentros que iban creciendo a cada día transcurrido.
Era una larga caminata hasta toparse con el final de una colina, pero era ahí donde se encontraba el tan prestigioso instituto San Bernardo.
Era evidente que ningún estudiante estaba en el instituto con excepción de Zinder.
Pues faltaban aproximadamente dos horas para que las clases iniciaran, entonces: ¿cuál era el motivo por el que Zinder había llegado tan temprano a la escuela?
La respuesta era tan simple, aunque profunda a su vez.
Nadie en este mundo puede terminar de conocer a las personas.
Simplemente no se puede ver el interior de terceros como para saber el momento en que nuestras personas más cercanas cambiaron, incluso cuando nosotros mismos perdimos el encanto.
Y este era el caso de Zinder, un humano cualquiera encerrado en esta cloaca de mundo, aquella que podría considerarse el jardín de los pecadores.

Por el día Zinder tenía como ley aparentar lo que no era, revistiendo sus emociones torcidas por algo más positivo. Al menos lo suficiente como para sonreír cuando era debido. Lo peor era que casi siempre debía mantener esa máscara al dialogar con la clase de personas que más asco le daba.
Zinder estaba harto de llegar a ellos, esta vez quería que ellos llegaran a él, ese simple motivo lo impulsó a llegar antes que todos.
Sus pasos por el pasillo podían escucharse entre ecos gracias a la escasez de gente en los pasillos, faltaba poco para que su caminata hacia el salón 3-A terminase.
Era cierto que no quería ver a nadie,
aunque inconscientemente había alguien en específico a quien deseaba no recordar; la responsable de sus dolores.

—Según mi lógica, deberías estar en un mejor estado que yo, ya que fuí de las últimas en irse de la fiesta de ayer.

El pelinegro detuvo su andar en el momento que sintió un leve golpe en la nuca.
Sus tímpanos pudieron reconocer esa ronca y desvelada voz, entonado para quien tuviera el deleite de escucharla el acento pícaro en ella, pero este no era el caso de Zinder. Mas bien era lo contrario.

—Hola —saludó Sonia Bozada. Una tipa con tanta gracia. Alguien que a leguas no podrían tomar enserio por la apariencia irresponsable de su vestimenta, o lo peculiar que se veía cuando pasaba una noche de fiestas.

—No es como si estuvieras fresca como una lechuga —respondió el pelinegro, con las mismas ganas la mujer a sus espaldas. Pero por dentro estaba pudriendo en vida, mientras torció sus labios en una aparente sonrisa con los labios partidos al girar su cabeza para toparse a la mujer que aparentaba estar unos cuantos centímetros más alta que él—. De hecho, puedo asegurar que el vicio te tuvo enganchada hasta el amanecer, ¿verdad?

—No hay nada mejor que unos buenos tragos antes de empezar el antepenúltimo día de escuela. ¿Y qué mejor cuando son patrocinados por algún idiota que llena su casa de completos desconocidos para aparentar que tiene amigos? —dijo ella, avanzando con el taco de sus altos tacones sobre al azulejo grisáceo, darle un empujón al chico para que la siguiera. Los orbes dorados recorrieron el aspecto demacrado de Zinder, asegurándose de que el chico había perdido masa muscular de una semana a otra—. Y ya que hablamos de cosas que el ser humano puede ingerir, ¿has estado comiendo bien? Porque al ritmo que vas, con otros kilos menos y desapareces.

—No eres la primera, y te apuesto un perro con alas a que no serás la última que me pregunta algo parecido —contestó Zinder, de emociones marchitas, mientras sintió el pestilente el aroma de jabón barato que trataba de disminuir el hedor a licor en el cuerpo de Sonia cuando ella rodeó los hombros del chico con uno de sus delgados brazos, al tiempo que hacía de sombrilla para cubrirlo del sol reflejado en las paredes de cristal con vista al exterior—. Y yo me digo, si tanto preguntan éso, ¿por qué chuchas no me traen algo para que mi cuerpo no quede como el de un duende desnutrido?

—Hay una cosa que los hijos de puta de nuestra calaña ocupan diariamente, llamado: cortesía. —Reparó la rubia, igual de juguetona, tratando de usar sus semi largas uñas para peinar su desordenado cabello que apenas le cubría la nuca—. Aunque no te deberías quejar, que la tía Sonia te alimenta muy bien, cada vez que puede -afirmó, usando el doble sentido en sus palabras, robándole un discreto beso en la mejilla a Zinder.

—¿Si sabes que estamos en una zona donde tus acciones podrían significar otra cosa? —lo que Zinder dijo asemejó más a una respuesta que pregunta—. Además, la tía Irina me solía llevar comida casera al restaurante para que la mierda que todos esos cerdos preparan no me contagien con su falso egocentrismo. Eso si... —su estado humor decayera como el de alguna especie de robot al no mostrar nada—. Cuando aún tenía fuerzas. Y ya que la pongo sobre la mesa: ¿Cómo está ella? ¿Ya se siente mejor?

Los vagos cuestionamientos del pelinegro dejaron vacilante a la mujer que, por un corto lapso se quedó sin articular una palabra, mirando la larga distancia que les faltaba para llegar a la sala de profesores. La sonrisa de su rostro se había esfumado, y con ello, toda muestra de actitud socarrona. En cambio, una leve mueva torcida en sus labios desgastados labios pintados de un tono carne lo sustituyeron.
—¿Quieres saber lo que me hizo adelantar mis días de copas? —preguntó, después de unos segundos.

—¿Tu ansiedad por saber que el gobierno se llevó todo el dinero que tenías en el banco?

—Irina me pidió de favor que no la viera en sus últimos días con vida —suspiró, ocultando el dolor en el pecho que le provocaba dar dicha noticia que, finalmente, hizo que Zinder mostrase una emoción, aunque fuese con algo de miedo que recorrió su espalda—. Ella insistió con que la recordemos con ese hermoso cabello largo, en vez de verla tirada en una cama, con tantas máquinas mierderas sobre ella para que la ayuden a respirar. Ya sabes cómo era.

—Espera -musitó Zinder de sorpresa—. ¿Dices que que ella...? —dejó un momento de silencio para recibir un asentimiento de Sonia, cosa que le hizo abrir los ojos, con las palabras atoradas en su boca que no podía dejar salir—. ¿Y por qué no me lo dijiste?

—Tuviste muchos días libres para darte el tiempo de ir a verla. En vez de eso, preferiste tomar los hábitos de tu asqueroso padre, y sexy servidora. Todo por el miedo que tienes de acercarte a Yonder. —Arremetió Sonia, dando en un punto bajo en la moral del chico-. También me pidió que te dijera algo. —Guardó otro tiempo para que el chico pudiese digerir la noticia—. Sé que estás confundido, y es normal. No te culpo cuando todo lo que alguna vez te hizo feliz se desmoronó. Y aunque mis palabras sean indirectas, te pido perdón, en nombre de Lucrecia y todos los que te rodean. Tampoco pido que me perdones, pero, ¿si lo podrías hacer con Yonder? Yo soy lo único que le quedaba, después de que te alejaste de ella. Pero ahora solo te tiene a ti, por favor, no la dejes sola.

Yonder Pulicic.

Los pecados relacionados con la genética también son heredados.

Aquella habitación era opaca y oscura, con las llamativas e inmensas persianas cerradas que evitaban la entrada de los rayos de sol.
Lo impecable del lugar junto al color melón de las paredes ofrecían indicios femeninos. El fino marmoleo de madera en el piso y el embriagante aura depresivo era convinable con lo tétrico del lugar.
Tampoco era que el amplio espacio estuviese demasiado amueblado —solo un sofá de terciopelo color vino, un inmenso armario de sequoia con tres cajones y una gigantesca puerta que almacenaba vestidos y abrigos de etiqueta demaciado extravagantes, una considerable mesa de escritorio, una gigantesca cama con un mueble de lampara sobre un costado—.
Recostada sobre aquel colchón se encontraba ella, con un respirador que apenas y mantenía su débil respiración. Un pulso débil que indicaba el corto tiempo que le quedaba. Irina Pulicic, la mujer que había tenido una vida de altibajos, pero sin arrepentimientos.

Cuando Yonder Pulicic denotó la trágica consecuencia que acurrucó el cáncer en su madre —la mujer sin cabello, y con la piel hasta los huesos que agonizaba en silencio sobre la cama frente a ella que la miraba con todo el dolor acumulado en sus ser—, aceptó que las probabilidades de verla durante otro amanecer eran más bajas que tallar su nombre sobre algún firmamento durante esa misma tarde. Todo en ella había cambiado desde años atrás.
Con un simple reojo de sus orbes celestes hacia Irina Pulicic hizo un rauda comparación acerca del evidente contraste de apariencia en la mujer que la trajo a la vida. Aquel largo cabello azabache que le llegaba por debajo de las rodillas ya no estaba ahí. En cambio, el redondo cráneo lleno manchas oscuras dejaba a la vista lo recién rapado que estaba.

Incluso el respirador en su rostro le resultaba un tanto irónico, puesto que su madre era una persona con un gusto tan nulo acerca de las adicciones que tuvieran que ver con el humo.
Por ende, como burla hacia el mundo por sentirse una perra dentro de un burdel a la fuerza, de su mochila oscura extrajo una cajetilla de cigarros mentolados para llevar aquel objeto delgado a sus labios y encenderlo con los cerillos a un lado de la vela a medias del buró.

—Me habías prometido que no morirías hasta que lograse encontrar un modo de afrontar las consecuencias de tu pasado. —Una sonrisa forzada se figuró en sus labios descarapelados para no llorar—. Pero como la vez que te hiciste de la vista gorda cuando el infame de tu esposo dejó que el hijo de su amigo me violara: fué otra de tus putas mentiras. Y lo irónico de todo es que siento de todo, menos desprecio por los pequeños detalles que te dejaron a nada de ser la mejor madre del mundo. Digo, me trajiste al mundo. ¿Qué clase de porquería sería si mantengo un rencor sobre la persona que me enseñó muchas cosas de la vida? Pero lo que no te puedo perdonar es que te hayas adelantado. Dijiste que juntas nos metimos en esto, y juntas lo saldríamos. ¿Qué te digo, madre mía? A pesar de las tantas diferencias que teníamos, siempre estabas ahí en los momentos que más te necesitaba. Más que un simple título de madre, eres el mejor obsequio que tuve al saber que tengo tu sangre.

Con la segunda inhalada del cigarrillo entre los dedos de su mano izquierda apoyada en sus brazos levemente trabajados vaciló, dejando paso a los efectos del tabaco para relajar su cuerpo. Aunque poco le servía para aplacar su ansiedad situada en el tic de su torneada pierna derecha —poco femenina por la exigente rutina de ejercicios que llevaba—. Miró a Irina de pies a cabeza para inspirar una tercera calada y encontrar la fuerza de no quebrar su voz, en cambio trataba de suavizarla y hacerla más amena a lo que podría ser la última charla con Irina.

—Se supone que debería estar llorando como cuando tú lo hiciste al enterarte del cierre entre la desdichada tía Trina y la fulana de la tía Lucrecia. Lloraste a mares, como nunca te había visto. Ya que por lo general eres tú la que suele consolar a las personas. Ésa noche descubrí que hasta alguien tan positiva como tú puede explotar cuando ya no puede más, es una de las cosas más importantes que no olvidaré jamás. —Ubicó un pequeño banco debajo de la cama al bajar la mirada. Lo sacó y se sentó para inclinarse, de modo que su rostro estuviese más cerca de su madre, apagando el cigarrillo con la suela de uno de sus pulidos zapatos negros—. Aunque admito que tu petición de hacerme prometer que no lloraría cuando éste momento llegara fue un tanto hija de puta —dejó que una discreta risilla se filtrara—. Mírame, estoy sosteniendo mi palabra —sus labios empezaron a temblar de la euforia que trataba de vomitar, no obstante, contenía con esfuerzo—, pero va, respeto tu decisión. La tía Sonia dice que el médico le dijo que es muy probable de que no pases del atardecer, y desgraciadamente... no puedo contradecir lo que dicen porque lo estoy comprobando.

La gama de incertidumbre y rebuscada aceptación se palpaba en el aire que, en una máscara de tranquilidad que Yonder poseía en su rostro evocó un diminuto espacio para volver a colocar una sonrisa en sus labios, a partir de la voluntad que reunió para decir sus siguientes palabras que a su vez le provocaban malos recuerdos.

—Debo aceptar que papá y tú hicieron un buen trabajo conmigo. Mientras uno me "educaba" a base de sus p*tos truquitos mentales —hizo unas comillas con sus dedos callosos.—, tú me consolabas al meterme la idea de que las cosas que decía y hacía eran para hacerme fuerte. Y bueno, el resultado lo puedes escuchar, eh aceptado que de ahora en adelante estoy por mi cuenta. De verdad, una pena que no me puedas ver, ya que... por desgracia no tienes la fuerza para abrir los ojos y mirarme por última vez. Me despido sin arrepentimientos, porque a pesar de las cosas que hice, y haré, nunca fueron suficientes para hacerte sentir decepcionada, al contrario, fuiste mi motor para seguir avanzando, aún después de perder a la segunda persona más importante que tengo —vaciló al recordar el momento en que Zinder Croda se había ido de su vida, para después cambiar su sonrisa en una mueca que permitió el escape de un suspiro cancino—. Por eso es que te quiero pedir un último favor, por más egoísta y mierdera que parezca. La otra promesa que te hice para que empezara a adaptarme a mis futuros días sin venir a esta habitación fue que pase lo que pase, seguiría con las cosas que debo hacer. El trabajo es primero, primero lo que deja, luego lo que ap*ndeja, eso decías. Pero a cambio de salir por esa puerta como si nada, te pido que me esperes hasta el anochecer, yo sé que puedes hacerlo.

Se apeó, no sin antes darle un beso en la frente, seguido de un extenso abrazo, implementando poca fuerza en el agarre.

—Por ahora se despide la persona que se va sin hacer tanto drama, pero por la noche vendrá aquella niña imbécil y berrinchuda que no sabe que hacer sin su mami. Es una promesa, haré lo posible por volver lo antes posible, y como garantía te digo que no haré las cosas con prisa, pero si efectivas. Será la última promesa que me podrás hacer, y espero que sea la primera que puedas cumplir. Fué más que un honor haber sido tu hija, Irina Pulicic.

¡Hola! El lindo gráfico del inicio fué hecho por unicorni0_radiactiv0 de Fairytale_Editorial

¡Gracias!

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