Cuando Gonzalo llegó aquel verano, lo primero que hizo fue correr hasta el arroyo para ver si se encontraba con aquella pequeña niña a la que hacía un año no veía. En principio, no la vio por la zona, pero no tardó en escuchar risas y gritos de niños al otro lado de la corriente de agua, y aunque sabía que ese lugar no le correspondía, ignoró los posibles peligros y se adentró en las tierras nativas.
Un rato después la encontró jugando con dos niños más pequeños.
—¡Hola! —saludó con entusiasmo.
Los tres niños voltearon a verlo, pero él solo se fijó en ella.
—¡Gonzalo! —gritó la niña y corrió a abrazarlo.
—¡Amaru! —saludó él.
El niño que estaba al lado de Amaru se acercó también al tiempo que el pequeño echó a correr hacia el bosque. Miró a Amaru y dijo algo en una lengua que Gonzalo no entendió, la niña le respondió y siguieron hablando por un rato.
El pequeño, lo miró entonces con desconfianza.
—Es mi hermano, se llama Arua —le presentó Amaru.
—Hola —saludó Gonzalo, pero el niño no dijo nada.
—Tiene miedo porque siempre nos dicen que no hablemos con ustedes, además estás de nuestro lado y piensa que nos harás algo. Le dije que éramos amigos —aclaró la niña.
—¿Quieren jugar a la pelota? —ofreció entonces Gonzalo y Amaru tradujo la pregunta a su hermano.
—Sí, queremos —dijo la niña con entusiasmo.
Entonces Gonzalo les pidió que esperaran y fue a su casa a traer una. Cuando regresó, el pequeño también había regresado, así que formaron dos equipos de dos y disfrutaron de una tarde cálida entre risas y juegos.
Un poco después, Amaru se trepó a unos árboles para bajar frutas y los cuatro se sentaron a la orilla del arroyo a comer y descansar.
—Te has tardado mucho en regresar —dijo la niña.
—Es que solo puedo venir en vacaciones —explicó él.
—Lo sé, la maestra Ana me explicó cómo son las clases en las escuelas y me dijo cuándo eran las vacaciones, no sabía si regresarías.
—Estaba ansioso por hacerlo. ¿Cómo es la escuela para ustedes? —preguntó.
—No tenemos, solo aprendemos lo que nos enseñan los adultos en casa. Pero está la maestra Ana a quien dejamos pasar a nuestras tierras porque se ha ofrecido enseñar a los niños a leer y a escribir. El jefe de la tribu cree que es importante para el comercio y ha dicho que los padres que deseen podrían mandar a los niños. Mis padres nos dejan ir a mí y a Arua...
—Oh... ¿y qué aprenden?
—A sumar, a restar y a leer... un poco de español también. La maestra Ana dice que soy muy inteligente y aprendo muy rápido. Me ha enseñado a mejorar el español durante este año para poder hablar contigo. Me ha traído libros para practicar —explicó orgullosa—. Ella dice que yo debería ir a la escuela del pueblo.
—¿Irás?
—Mi padre cree que eso no tiene sentido, pero mi madre quiere que vaya —dijo encogiéndose de hombros—. ¿Crees que debería ir?
—Creo que deberías, así podrás acabar la escuela y estudiar algo, ir a la universidad...
—¿Qué se hace allí?
—Se estudia para ser algo.
—¿Algo como qué? —preguntó ella.
—No lo sé, por ejemplo, yo quiero estudiar para ser piloto de avión.
Se quedó unos minutos en silencio y luego sonrió.
—Los aviones son esas máquinas de metal que parecen pájaros gigantes —añadió Amaru y Gonzalo asintió—. Eso sería genial. ¿Me llevarás a pasear en uno?
—Por supuesto que sí —afirmó él.
—A mí me gustaría ser como la curandera del pueblo...
—¿Qué es eso? —inquirió confuso.
—Es una señora que sabe mucho sobre plantas medicinales e hierbas naturales, sabe cómo curar enfermedades... Sabe muchísimo... —añadió—, el otro día curó a mi hermanito de un empacho...
—Es como una doctora entonces, ¿no?
—Sí, como una médica... —afirmó—. No sé si ha estudiado para eso, pero creo que no... lo sabe porque su mamá también era curandera y aprendió de ella...
—Ya, pero en la universidad puedes estudiar Medicina y ser una doctora de verdad —explicó Gonzalo—, de las que trabajan en hospitales y cosas así.
—Ella también es una doctora de verdad —respondió un poco ofendida.
—Lo sé, solo... decía que si vas a la escuela puedes ser las dos cosas... aprender con la curandera de tu tribu y también con los profesores en una universidad.
La niña sonrió, le gustaba la idea de convertirse en una doctora importante y ayudar a la curandera del pueblo a tratar a los que se ponían enfermos. A lo mejor podía salvar a aquellos que ella no lograba salvar, como al bebé de la amiga de su mamá, que no pudo resistir.
—Me gusta, le diré a mi mamá que quiero ir a la escuela —comentó con seguridad.
Ese verano se pasaron prácticamente como el anterior, entre juegos en el arroyo, con la pelota y a las escondidas en el bosque. A veces se les unían Arua y el otro hermano pequeño de Amaru, pero les habían hecho prometer que no dirían nada de esa amistad peculiar que habían formado.
Entre juegos y risas comenzaron a surgir los destellos de un futuro diferente en el que Amaru empezó a soñar con ir a la escuela, aprender tanto como Gonzalo y poder ir un día a estudiar a lo que él llamaba universidad. Además, su conocimiento del español y su amor por la lectura había mejorado tanto que Gonzalo le prometió traerle más libros cuando regresara el siguiente verano. Se entendían sin problemas y en Amaru crecía la curiosidad sobre la cultura de ese niño que era tan distinta a la suya, y aunque sus padres siempre le habían enseñado a alejarse o a temer, ella comenzaba a pensar que no era tan malo como lo pintaban.
Tuvo ganas de cruzar al otro lado y conocer su hogar, montar sobre los caballos como él lo hacía o ver ese mundo que le era vedado, pero no se animó, no todavía.
Cuando él se marchó le regaló una nueva piedra con un nuevo girasol pintado en el centro, había perfeccionado las líneas y los trazos y se veía muy bonito. Gonzalo la guardó en su bolsillo y se despidió de ella y sus hermanos una tarde de finales del verano.
Unos días después, luego de gran insistencia por parte de la maestra Ana y de mucha explicación a los mayores acerca de los beneficios que traería a la tribu la educación de los pequeños en el pueblo, Amaru junto con tres niños más cruzaron el límite e ingresaron por primera vez a la escuela del pueblo.
Pero no fue como ella se había imaginado, los niños eran crueles y en vez de integrarlos, los despreciaban, se burlaban de ellos y decían cosas como que olían mal o que les podían contagiar enfermedades. Uno de los niños no quiso regresar y los otros dos se mantuvieron alejados, pero Amaru insistía en hacer amigos, se acercaba a los grupos de niñas de su edad esperando pertenecer a alguno, les llevaba collares y pulseras hechos de piedras de colores para ganar su confianza. Por un tiempo, tres niñas llamadas Laura, Perla y Carolina la dejaron ser parte, pero le pusieron condiciones, ella no podía preguntar nada y le pedían que trajera más joyas que las niñas vendían sin darle parte de la ganancia. Ella lo hacía porque quería ser parte, pero sabía que no lo era. Jamás la invitaban a un cumpleaños ni le contaban cosas importantes.
—Deberías dejar de insistir —le dijo una vez uno de sus amiguitos en su lengua nativa cuando estaban llegando a la escuela.
—No entiendo por qué son así, yo tengo un amigo que es bueno, no como ellas —explicó Amaru.
—Mi papá dice que los blancos no son buenos nunca y que solo quieren aprovecharse, no hay que confiar en ellos —añadió el pequeño—. Yo solo vengo a la escuela porque mi padre cree que si sabemos lo que ellos saben podremos obtener ventajas.
Amaru bufó.
—Yo quiero hacer amigas —explicó—, ¿por qué tiene que ser tan difícil?
—Porque no somos iguales —rebatió el niño—, y ellos se creen superiores. Cuanto más fácil lo entiendas más fácil será para ti. Deja de intentar ser como ellas, no lo eres y nunca lo serás —zanjó.
Pero Amaru no estaba convencida, ella no veía diferencias y no comprendía por qué el color de piel o la cultura creaba tantas dificultades entre las niñas del grado y ella.
Unos meses después, cuando una niña se burló de ellos por hablar en su lengua y los trató de monos con vestido, Amaru se dio cuenta de que no tenía sentido seguir insistiendo. Tuvo ganas de rendirse y dejar la escuela, pero entonces recordó que Gonzalo le había hablado de que necesitaba esos estudios para ir a la universidad y convertirse en doctora y ella se prometió a sí misma que lo lograría aunque tuviera que soportar los malos tratos de aquellas niñas.
Desde ese día no se volvió a juntar con nadie en la escuela, salía a los recreos sola y se sentaba a pensar en todos los sueños que quería cumplir mientras se repetía a sí misma por qué debía seguir viniendo. Los maestros le tomaron cariño por su esfuerzo e inteligencia y la ayudaban en todo lo que podían, pero ella fue consciente desde muy pequeña, que el mundo no era un lugar muy justo y que, si quería lograr lo mismo que los demás niños de su clase, debería esforzarse el doble.
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