El primer verano
Amaru tenía ocho años cuando lo vio por primera vez, estaba sentada sobre la rama de un viejo roble que daba justo sobre el arroyo cuando se percató de su presencia. Era un niño un poco más alto que ella, pero totalmente distinto a todos los que conocía. Tenía los cabellos tan dorados que Amaru estaba segura de que eran de oro, su piel era blanca y a ella se le antojaba que con el brillo del sol se le trasparentaba dejando ver las venas del cuello como pequeños ríos azules que lo surcaban.
El chico metió los pies en el agua helada del arroyo, esa era una zona boscosa a la que no le daba mucho el sol por lo que el agua solía ser más fría que en otras áreas. Ella lo observó en silencio preguntándose qué era lo que hacía. Su madre y su padre le habían prohibido hablar con extraños y menos con los del otro lado del arroyo. En aquella época ese pequeño cause de agua fresca era lo único que dividía a los estancieros y granjeros de los indígenas nativos y ambas partes respetaban los espacios de unos y de otros.
En aquel pueblo olvidado por el mundo había algunas estancias y pequeñas granjas que eran de personas de mucho dinero que vivían en La Ciudad. Así era como los padres de Amaru llamaban a la capital del país, sitio que la niña no sabía bien dónde quedaba. Y es que una pequeña de ocho años no se cuestiona mucho más allá de la vida que conoce, y para Amaru la vida era simple: naturaleza y trabajo.
Su madre y su padre trabajaban la tierra como la mayoría de los indígenas de la zona, cultivaban yuca, patatas, batatas, zanahorias, tomates y también frutas como naranja, limón y banana. Luego llevaban sus cultivos al mercado del pueblo donde los vendían a comerciantes que venían de La Ciudad para llevarlos. Ella solía ayudarlos, pero además de eso, le gustaba perderse en el bosque y escuchar a las aves, cosechar flores silvestres para hacerse collares o nadar en el arroyo cuando el calor era un poco pesado.
Su madre le había puesto límites que no debía pasar, era mejor no meterse con la gente blanca, solía decir. Además, había muchas historias sobre niñas que habían sido raptadas por personas malas que las llevaban para trabajar en La Ciudad sin consentimiento de sus padres y nadie quería que ella acabase de esa manera.
Hacía un par de años, Amaru había empezado a ir a la escuela de la comunidad, una pequeña y desvencijada casucha en la que ella junto con no más de ocho o nueve niños aprendían a leer, a sumar y a restar con una maestra que venía del otro lado del pueblo y a la que llamaban profe Ana. Aquella mujer tan cariñosa y robusta era la única persona fuera de la comunidad con la que la pequeña tenía permiso para interactuar.
Pero ese pequeño niño no se veíá peligroso y a Amaru le hizo mucha gracia que parecía tener miedo a meterse del todo al agua.
La profe Ana les enseñaba a hablar castellano, no para eliminar la lengua materna, como creían algunas madres que por ese motivo decidían no mandar a sus hijos a la escuela, sino porque pensaba que eso les daría herramientas para poder comunicarse con los demás y no dejarse engañar por ellos.
—La ignorancia es el principal problema, si ustedes aprenden a hablar ambas lenguas, nadie podrá engañarlos cuando vengan a negociar por los productos de sus padres —explicaba.
Amaru amaba aprender el castellano y la profe Ana le había regalado un viejo diccionario en el que ella se pasaba horas buscando los significados de las palabras que conformaban el mundo que le rodeaba.
—¡Cuidado, cocodrilo! —gritó entonces.
El pequeño niño dio un brinco hacia atrás y resbaló por el musgo que cubría las piedras para caer directo al agua y desaparecer por un buen rato bajo ellas. Amaru esperó a que saliera mientras se reía con diversión.
—¿Por qué has hecho eso? —preguntó el niño mirando hacia lo alto de la rama cuando logró salir de nuevo.
—Allí no haber cocodrilos —dijo ella negando divertida.
—Es obvio que lo sé, pero me diste un susto de muerte —respondió el niño mirándola cuando logró sentarse sobre la roca resbaladiza.
—Agua fría —dijo Amaru.
—Sí, muy fría —respondió él y sonrió.
Amaru notó que sus ojos eran del mismísimo color del cielo de verano y pensó que eran los más bellos que había visto en su vida.
—¿Cómo subiste hasta ahí? —preguntó el niño, pero ella no comprendió.
—¿Qué?
—¿Cómo trepaste al árbol? —insistió.
Amarú entendió la palabra árbol y la asoció al gesto que él hizo con la mano para señalar la rama y sonrió.
—Por ahí —dijo y mostró el tronco.
—¿Me enseñas? ¿Cómo te llamas?
—Yo, Amaru, ¿tú?
—Yo, Gonzalo —respondió él.
Amaru bajó de la rama con la velocidad y la destreza que le caracterizaban y Gonzalo quedó asombrado cuando al fin se puso delante de él y sonrió.
—Yo te enseñar —dijo y le mostró la técnica para trepar a los árboles.
Gonzalo lo intentó con dificultad, pero no se dio por vencido incluso a pesar de los raspones que se había hecho.
No necesitaron mucho más, a partir de ese día, ella le comenzó a enseñar los secretos del bosque mientras él le enseñaba a hablar mejor y le hablaba de juegos y lugares que ella no conocía. El juego era el idioma común que compartían y las hojas de los árboles cubrieron el secreto de aquella amistad que a los padres de Amaru no les hubiera gustado.
Tres meses se quedó Gonzalo aquella vez por el pueblo, le había contado a Amaru que su madre estaba enferma y que para cuidarla su padre lo dejó con los abuelos durante el verano. Sus abuelos eran Martha y Gonzalo Flores y eran los dueños de la estancia que quedaba allí frente al arroyo donde se encontraban a diario. A Gonzalo niño le gustaba montar a caballo y Gonzalo abuelo le había enseñado a hacerlo, él pequeño invitó a Amaru a montar con él, pero la niña le dijo que tenía prohibido atravesar los límites de las tierras de los nativos.
—¿Por qué? —preguntó él.
—Porque mi madre y mi padre decir que los blancos no son personas para confiar —respondió encogiéndose de hombros.
—¿Por qué?
—No lo sé, ellos decir que siempre quieren engañar a los nativos para pagar menos y sacar comida...
—No creo que sea así —respondió él con inocencia, pero le preguntaré a mi abuela a ver qué me dice.
Días después, Martha le explicó a Gonzalo que, en efecto, algunas personas se aprovechaban de los indígenas porque estos no sabían hablar español y no podían defenderse, además, vivían en situaciones de mucha precariedad lo que los llevaba a aceptar los tratos aunque no fueran demasiado justos.
Esa fue la primera vez que Gonzalo sintió el pinchazo en el pecho producido por la injusticia de la desigualdad social que a sus diez años aún no comprendía.
—Eso no está bien, abuela —se quejó.
—No, hijo, pero no hay mucho que podamos hacer, el mundo es y ha sido así por mucho tiempo.
Gonzalo no se sintió conforme con esa explicación. ¿Cómo que no había nada que pudieran hacer?
—¿Y si se les enseña a los indígenas el español? —preguntó.
—Muchos de ellos no quieren aprender, piensan que queremos sacarle su cultura y sus costumbres, que si lo hacen traicionarían a su pueblo. Es más complejo de lo que parece, Gonzalo, pero hasta ahora hemos convivido en armonía acá en el pueblo, así que no deberías preocuparte demasiado.
Pero él no se quedó conforme, no le parecía justo ni bien que las personas más fuertes se aprovechasen de los más débiles.
Pero por aquel entonces lo que primaba era la diversión de tirarse al arroyo helado luego de correr una carrera desde las plantaciones de trigo. Carrera que casi siempre ganaba la niña. También jugaban a la pelota, o a las escondidas, o a intentar pescar con la mano en el arroyo. Amaru le había enseñado a reconocer varios tipos de aves por sus cantos, pero él solo lograba diferenciar a una, las otras le parecían iguales.
A Gonzalo le divertía jugar con aquella niña que hizo que sus días por la casa de sus abuelos no fueran tan aburridos, y pronto se encontró despertándose temprano solo para reunirse con ella y dejar que las largas horas del verano se resumieran en juegos, risas y charlas a medias por las que lograban entenderse. Ella solía traerle comida típica hecha por su madre cuando por las siestas volvían a juntarse después del almuerzo.
Una vez Martha le preguntó a dónde iba cada día, pero Gonzalo se limitó a decirle que recorría el bosque en su bicicleta o que se bañaba en el arroyo.
—Ten cuidado con los nativos —dijo Martha.
—¿Son malos? —preguntó el niño.
—No, pero no les gusta que nos metamos en sus zonas, solo no atravieses el arroyo —recomendó.
Pero Gonzalo y Amaru tenían un espacio de tierra que les pertenecía y que no era ni de uno ni del otro sino de esa amistad que empezaba a surgir entre el calor del verano, el sonido del bosque y las aguas que corrían por el arroyo.
—¿Vas a volver el otro verano? —preguntó Amaru tres meses después, el día que Gonzalo iba a regresar a La Ciudad con su padre.
—Haré todo lo posible, Amaru. ¿Jugaremos de nuevo? —inquirió el pequeño.
—Sí, y yo aprender a hablar mejor con la profesora Ana —explicó.
—Me enseñarás tú a hablar tu lengua —pidió él y ella sonrió al tiempo que asentía frenética.
—Tengo algo para ti —dijo y él se sorprendió.
—Yo no tengo nada para ti...
—No te preocupar, es un regalo.
La pequeña le dio una piedra de color negro sobre la cual había pintado un girasol con brillantes colores amarillos.
—¿Es tu flor favorita? —preguntó Gonzalo y ella sonrió.
Había un secreto por el que Amaru amaba los girasoles, uno que tenía que ver con un cuento que su abuela le contaba siempre, pero no iba a decírselo a Gonzalo porque todavía no tenía las palabras suficientes para hacerlo.
—Girasol, siempre mira al sol... El sol, muy bonito —dijo y él asintió—. Eso darte suerte, guárdalo y tu madre va curar —añadió.
—Eso espero, Amaru, eso espero —dijo él y se guardó la piedra en el bolsillo—. Cuando venga el año que viene también te traeré un regalo.
La niña sonrió y se despidieron sin más.
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