6 - Fuego
—Tal vez le pida matrimonio a Cyrus.
El catre acomodó a la reina Lerethiana esa noche, acompañada de su escudero, y pensando una y otra vez en cómo atar al reino neutral bajo sus hilos.
—¿Cómo dice? —habló Gadiel, escondiendo una leve sonrisa— ¿A ese hombre?
La reina movía sus pies bajo las sábanas, inquieta, y apoyada en el cabezal de diseño ostentoso, blanco y de hierro.
—Así es. Aunque se escuchen diversas opiniones sobre su sexualidad...
—¿Cree que intervendrá en la guerra?
—Frente a la burocracia, lo dudo. Pero desde las sombras, estoy bastante segura de que ya habrá hecho algo. No lo invité a la conversación sin razón —se había desnudado frente al hombre, sin importar cómo la observara, y preparándose para irse a dormir minutos después.
El escudero alzó las cejas, mirándola con descaro. —¿Con qué motivo?
—Seguramente haya advertido a la niña, de manera inexplicada, para mantener su estatus neutral. Debido a eso, tendré una excusa perfecta para ligarlo a mi reino junto a mis planes.
—Ya veo... —apartó la mirada hacia la ventana, viendo la oscuridad que se adhería al cristal desde fuera—. Sin embargo, su posición en el mapa le otorga gran ventaja contra Inostreya. Además, como ha dicho, su orientación sexual es un problema. Dudo que acepte con facilidad.
—Es cierto—, acarició su pelo, sabiendo la belleza que su cuerpo mostraba, y mencionó con una ligera sonrisa—: Tal vez deba usarte.
Él miró hacia su reina. No estaba tan seguro de que pudiera cumplir con el plan tan fácilmente, incluso estando él en la baraja. Eso, en parte, le hacía dudar sobre su lealtad, pues Gadiel era conocido por salvar su pellejo antes que su bandera.
A la mañana siguiente, en el castillo de Inostreya, Cristalline despertó con una suave voz en sus oídos.
—Buenos días —habló Lancelot.
—Buenos días —murmuró ella. Otra mañana, otro día con la agenda ajetreada. Desde que se realizó el torneo, no había parado de recibir malas noticias.
—Hoy tiene planeado pasar varias horas con el preso, acudir a una reunión con un mensajero, y... —abrió las ventanas con lentitud— acudir a la aldea quemada
La chica se restregó los ojos, y su escudero la miró con ligero encogimiento. El agotamiento se destacaba en su rostro.
—Tal vez... podamos ahorrarnos algo de tiempo si juntamos labores— mencionó el hombre.
Llevaba varios días sin dormir, motivo de la creciente preocupación por su reino, y verla tan cansada lo había angustiado. Al final, sólo era una adolescente.
Ella se irguió con rapidez y mencionó con tono serio.
—¿Qué tiene en mente?
Lancelot bajó su rostro, pensativo e intentando comprimir sus tareas.
—Tenga la reunión a temprana hora, y llevemos al preso con nosotros —la miró, y sus ojos se desviaron a su traje de lino. Qué tiras tan delgadas, estas reposando en sus delicados hombros—. Podremos hablar con él, además de vigilarlo en nuestro viaje —Se llevó la mano a la nuca, deshaciendo los obscenos pensamientos de su cabeza.
Cristalline quedó en el sitio y no pudo evitar cerrar los ojos unos instantes, que para ella serían segundos, y para su escudero, cerca de medio minuto.
Lancelot parpadeó, sorprendido por no ver volver su consciencia, y abrió la boca para despertarla. Sin embargo, antes de soltar cualquier sonido por la boca, decidió acercarse a ella.
Se sentó a su lado y murmuró en su oreja.
—Mi señora, ¿desea descansar más tiempo?
La chica abrió los ojos con rapidez, viendo al escudero a su lado y preguntándose cómo diantres había llegado hasta allí tan rápido.
—¡No! ¡Claro que no! —destapó su cuerpo e intentó levantarse. Pero para cuando fue a apoyarse en el suelo, Lancelot la sujetó del brazo, deteniendo su movimiento.
—No hace falta que se levante todavía, mi reina —murmuró una vez más. Cristalline quedó callada, asombrada por el comportamiento del hombre.
—Su padre solía levantarse a esta hora. Le gustaba estar todo el día ocupado y hacer un sinfín de cosas en poco tiempo. Pero usted no tiene que seguir esos pasos —la apresó en sus brazos, tentando la relación que mantenían, y finalizó con una suave voz—: Puede descansar varias horas más, yo estaré aquí para vigilar que se levanta más adelante.
Y como una acequia cerca de desbordarse, las lágrimas amenazaron con salir de sus ojos. Sus labios se arrugaron, y sus cejas se encorvaron.
—Lo siento, Lancelot. Lamento no estar a la altura de mi padre.
Llevaba una opresión ingente sobre su pecho, y mencionar a su padre, era una herida que todavía no cicatrizaba.
El hombre tragó saliva, cogiendo una gran bocanada de aire.
—Su padre fue un gran rey, pero él tuvo tiempo suficiente para aprenderlo. Usted es joven, Cristalline —se separó de ella—. Entiendo sus obligaciones, pero últimamente no la veo concentrada.
La nariz de la chica empezaba a humedecerse, y Lancelot usó su guante rodeado de placas para secarla.
—También entiendo su edad, y entiendo que no quiera reinar. Por eso su padre me encomendó su última voluntad.
Sujetó sus cachetes, acercando el rostro y dejando entrever el aliento entre ellos:
—Me pidió guiar su reinado, tanto como sus soldados. Pero también una última cosa, Cristal, me pidió ser su pilar cuando lo necesitara.
La chica parpadeó, con ojos llorosos, y tan pronto como escuchó sus palabras, un llanto empezó a salir de su rostro.
Habían pasado meses, y nunca había llorado la muerte de su padre. Tenía un límite, un límite que había enterrado con tanto ahínco, que llegó a pensar que no tenía sentimientos.
Lancelot fue capaz de recordarle que todavía podía ser una joven niña. Al menos, a su lado.
—Descansa, Cristal —mencionó, y esta se durmió en sus brazos.
Odió el momento en el que, siendo su apoyo, sólo pudo pensar en una cosa: sus labios.
Esa misma mañana, Ländo había llegado a su reino acompañado de los trescientos soldados que Cristalline le había cedido. Entró por las puertas de las murallas y se dirigió hacia un gran patio, donde los dejaría a manos del capitán.
Este se acercó al escuadrón Inostreyano y ordenó:
—Formad y no os mováis hasta que el rey lo mencione, o en su ausencia, yo lo ordene.
El pequeño ejército de Inostreya asintió con fuerza, y todos se situaron en un cuadrado, en ese enorme patio que se encontraba en el interior del castillo.
El sol ardía ese día, y los muros, altos como dragones, hacían de pared inquebrantable para el calor; evitando que la fresca brisa los alcanzara. Los soldados Inostreyanos permanecieron un largo rato bajo el sol abrasador, y a medida que avanzaban las horas, más barullo escuchaban. ¿Eran eso personas?
Sobre los muros empezó a masificarse una cantidad ingente de personas. El pueblo había sido aclamado en ese lugar, y la gran mayoría habían venido con expectación.
Pero, ¿por qué diantres estaban todos allí?
Los soldados empezaron a mirarse entre sí, y más de uno se acordó de sus familias. Cómo deseaban volver a ver a sus amadas y a sus hijos. Estaban muy lejos de sus casas, y habían sido destinados a ese lugar por mera suerte. La reina Cristalline no fue capaz de elegir entre varios, y todo el mundo estuvo de acuerdo en que se hiciera de dicha manera.
A su vez, Alphonse, el capitán, se acercó a su rey quien descansaba bajo la sombra.
—Mi señor, he preparado un desfile para usted.
Ländo miró con seriedad su invitación.
—¿Se ha tomado en serio mi advertencia?
Alphonse sonrió, convencido de su plan.
—Véalo usted mismo —alzó su brazo, dándole paso hacia los muros aglomerados de personas, y se mezclaron entre ellos. Ländo podía ser un rey sádico, pero nunca le importó mezclarse con su gente.
La mitad del pueblo presenciaba desde las alturas al escuadrón del reino vecino. Adultos, jóvenes y niños, invitados a presenciar el ejército más fuerte del mundo, y ahora, una pequeña fracción, justo en frente de ellos.
—¡Bienvenidos a este espléndido momento! —gritó un portavoz sobre unas cajas en el muro.
Tanto los soldados como el pueblo miraron hacia él.
—¡Hoy se nos ha convocado para experimentar lo que es ver a un ejército, experto en batalla, bajo el seno de nuestro reino! —Ländo permanecía callado entre la gente, esperando a lo que el capitán había insistido que viera, y que hasta ahora no aparentaba ser nada fuera de lo común.
—¡Señoras, señores...! ¡La amnistía se ha zanjado, y con ella, damos la bienvenida a estos valerosos hombres, que pelearán por nosotros cuando sea necesario!
Sin embargo, entre el silencio de la muchedumbre, un hombre encapuchado murmuró junto al rey:
—Esto no tiene muy buena pinta, ¿no cree?
Ländo miró hacia su lado, extrañado.
—¿Disculpe?
—Quiero decir... —mostró una vergonzosa sonrisa— ¿Por qué tengo un mal presentimiento sobre esto?
Los ojos del encapuchado se bañaron con el oro del sol. Sus pupilas... eran doradas.
—¿Eso cree? —preguntó Ländo.
—Sí, estoy bastante seguro de que... —frunció el ceño y hundió su tono de voz—. Va a pasar algo encarnizado...
—Mi señor —mencionó Alphonse tras él. Ländo se giró, y volvió a mirar hacia la figura encapuchada. Pero este ya no estaba.
—Señor, ¿se encuentra bien?
El rey frunció su ceño, e instantes después, sonrió.
—No me digas...
El portavoz, tras un breve discurso que ni el rey escuchó, alzó las manos y gritó:
—¡¡Sangre por la victoria!!
Soldados aparecieron en los muros, y en cuestión de segundos, un sinfín de flechas ennegrecieron el cielo.
Los soldados Inostreyanos miraron hacia arriba, y en lo que el pánico tardó en actuar, muchos de ellos cayeron al suelo muertos al instante.
Los que sobrevivieron empezaron a correr, gritando asustados, o bien, maldiciendo a los atacantes y alzando sus brazos para detener las flechas con la armadura.
—¡¿Cómo podéis?! —gritaban— ¡Traidores! —decían.
El pueblo quedó en silencio, asombrado, pero a la vez, acostumbrado, y cuando ni un alma quedó en el patio con vida, todo el mundo aclamó el espectáculo.
Ländo miró con desdén la escena, y al girar la mirada hacia el capitán, esbozó una tremenda sonrisa.
—Has hecho un trabajo increíble, Alphonse.
El capitán alzó las cejas, asombrado, y agradeció con una reverencia.
—¡Muchas gracias, mi señor!
Roshvalig. Qué nación tan desagradable.
Lovhos había sido apresado en una habitación, con puertas y ventanas cerradas a cal y canto, y esperando que alguien lo alimentara, como menos.
Sus tripas rugían y su impaciencia por salir de ese lugar cada vez lo desesperaba más.
Para su suerte, cuando estaba acompañado de algún guardia, podía rondar los pasillos del castillo con cierta libertad. En esos momentos, plasmaba un mapa en su cabeza, recorriendo incluso varias veces el mismo lugar, por si habían escondrijos desapercibidos, y guardándolos para más adelante.
En la mesa de la habitación, esta de madera tratada y acompañada de sillas con cojines, había pintorreado varios mapas del castillo.
Algunos lugares sólo llevaban a las cocinas, otros a patios con jardines, y otros, a más habitaciones. Siempre se preguntó por qué se necesitaban tantas camas si nunca se llenaban. Pequeños hábitos inútiles de nobles, quizás.
Cuando acababa de dibujar trazas casi irreconocibles para los demás, excepto para su imaginación, escondía los papeles bajo el colchón, ideando un plan que lo sacara del lugar de una vez por todas.
Se sentó junto a la ventana, suspirando y pensando en lo que tanto intentaba olvidar... su aldea.
Nunca la mencionó ni quiso hablar de ella. Por mucho que se lo preguntaran, nunca fue una agradable conversación.
Cerró los ojos, pegando la frente al cristal. Tal vez debería volver y superar sus miedos. Tal vez debería investigar más sobre todas esas marcas y saber el motivo del por qué las tiene, o tal vez, debería ayudar a la reina y su escudero a descubrir de dónde sale ese poder, y por qué de a todos en el mundo, el planeta lo eligió a él.
Alzó la mano, dejándola apoyada y acompañando su frente en el cristal, y miró con detalle sus dedos. Sus poros, sus callos... Cogió aire.
Sujetó un candelabro que reposaba en el alféizar interior, y con una suave voz, murmuró "Bex"
Entrecerró los ojos y apretó la mano. El hierro que sujetaba la vela empezó a doblarse, y él, a fatigarse. La dejó en su sitio, con una nueva forma, y volvió a mirar hacia el exterior. Qué hambre tenía.
—Lovhos —se abrió la puerta, y el preso, asombrado, miró hacia ella—. Hoy viajarás con nosotros —Lancelot se mostraba algo más serio que de costumbre.
—¿Ocurre algo? —preguntó extrañado.
El escudero frunció su ceño. Si preguntó, era porque no disimulaba bien su malestar por la reina. —Nada que deba preocuparte —mas su seriedad desvelaba que algo lo consternaba—. Visitaremos una aldea y vendrás con nosotros.
Maeve apareció a su lado y le trajo una bandeja de comida.
Los ojos de ambos se cruzaron, recordando el cercano momento que tuvieron, y volvieron a apartar sus miradas. Qué incómoda situación se había apropiado de un momento a otro.
—¿Ella vendrá?
Lancelot miró hacia la enfermera, encorvando una ceja.
—Tal vez, ¿por qué?
Maeve quedó sorprendida y él suspiró, queriendo separar sus amoríos, de su captura.
—Por si sucediera algo.
El escudero quedó en silencio varios segundos. No debía ser un genio para sentir la atracción que vibraba entre ellos.
—Entenderá la necesidad de una enfermera cuando vea el panorama —instó.
La chica parpadeó con una sonrisa escondida, todavía algo sorprendida de ser motivo de su curiosidad, y se pusieron en marcha.
Prepararon caballos, y Lancelot ayudó a su reina a subir a la montura. Tenía caderas delgadas, capaz casi de rozar sus dedos entre una mano y otra.
—¿Está cómoda, señora?
—Sí —respondió ella sobre el caballo.
El escudero subió a otro caballo, y sujetó una cuerda que guiaba a un tercer animal, con Lovhos encima.
Maeve se mantuvo atrás en todo momento, observando con seriedad.
Cabalgaron por caminos pedregosos, siguiendo el río, y Lovhos recordando su antigua experiencia. El río le había clavado mil espinas en todo el cuerpo aquella vez, pues estaba tan frío, que se paralizó nada más tocar su agua.
—Lancelot —habló Cristalline— ¿Todavía no tiene pistas de quién ha sido?
—No, mi señora. No han dejado ni un solo rastro —quedó en silencio varios segundos, pensando mientras el vaivén del caballo removía sus mechones—. Pero podemos asumir que, siendo Fiurdem quien la ha avisado, tenga menos probabilidades de haber sido. Aunque nunca debamos fiarnos.
—Cierto...
Lovhos miraba con cansancio hacia delante. No estaba acostumbrado a cabalgar y le estaba doliendo el cuerpo. Giró su cabeza hacia atrás y vio a la enfermera, observándolo con un rostro diligente. Atendía a sus órdenes con precisión.
Volvió a dirigir su mirada hacia adelante. Tenía ganas de hablar con ella.
Minutos más tarde, llegaron al destino.
Y mientras que el río hacía florecer con simpleza nuevos brotes a su alrededor, cerca del asentamiento pueblerino sólo quedaban cenizas.
Detuvieron sus caballos y entraron en el pueblo. El olor a quemado todavía seguía impregnado en el suelo, y un olor acre, penetrante y severamente desagradable, les dio la bienvenida a lo que aparentaba ser... el mismísimo infierno.
Las chozas estaban derruidas, los suelos llenos de un negro carbón, y en medio de la plaza, una enorme estaca con una cabeza clavada sobre ella. Rodeándola, un sinfín de cadáveres calcinados.
Cristalline se llevó las manos a su boca, y los otros tres, quedaron boquiabiertos.
—¿Quién demonios... ha podido hacer esto? —Lancelot dio un paso adelante, sintiendo un ingente asombro como nunca antes había visto en sus batallas.
Esa escena no era la de una guerra entre reinos ni un territorio con tierra de nadie de por medio. Esa escena había sido hecha a conciencia, con intenciones de sorprender a los que la vieran, y con una advertencia más que marcada. Parecía que estaban diciendo: "Cuida de tu pueblo, porque este es el comienzo"
Las rodillas de la reina se clavaron en el suelo, todavía sin poder procesar lo que estaba viendo, y Maeve corrió a su lado para acompañarla.
—Mi señora, ¿está bien?
Lancelot tragó saliva. Lo último que quería que su reina viera, era algo tan macabro y descabellado.
Lovhos adelantó sus pasos, situándose frente a la montaña de cadáveres, y el escudero lo siguió a su lado.
—¿Qué opinas? —mencionó al preso.
Lovhos no dejaba de mirar a los muertos. Casi parecía que gritaban para que les ayudaran.
—Una mujer me ayudó en este lugar.
El hombre miró hacia él, imprevisto de la conversación que iba a tener.
—Me había dicho que no podía tener hijos, mas lo intentó muchas veces —parpadeó, buscando su rostro entre todos los cuerpos, pero sin ser capaz de distinguirla—. Curé su enfermedad para que pudiera tener un hijo, pero ahora nunca lo sabrá.
El escudero no separaba los ojos de sus labios.
—¿Qué deseo tiene la persona que ha hecho esto? ¿qué clase de enfermedad le precede en la cabeza, para pensar que esto está bien?
Bajó su rostro, observando su mano una vez más.
—¿Es normal que sienta rabia, sir Lancelot? ¿Que mis ambiciones, estas evitando hacer impacto en el mundo debido a mi poder, cambien de un momento a otro por ver tal impactante escena?
El escudero quedó callado varios segundos, para luego socorrerlo en sus desvaríos.
—Las guerras siempre se llevan una parte del alma —miró hacia adelante—. Si bien esto no es normal, y jamás he visto nada parecido, no me aflijo como los demás al ver tanta depravación. Pero hasta yo he temblado de ver esto.
Lovhos escuchó, y a su vez, sintió la necesidad de compartir su emoción, pues ver a un guerrero sufrir como él, le hacía sentir una empatía acogedora.
—Mi aldea me tachaba de demonio, escudero. Fue tanto el destierro, que quise esconder las marcas arrancándome la piel con las uñas —cogió aire, mirando hacia el cielo y llenándose los pulmones de un agobiante rancio—. No sé por qué las tengo, ni por qué conseguí este poder. Pero siempre quise que desaparecieran, y debido a eso y al incesante desprecio en mi vida, perdí el rumbo una vez.
Las botas de Lancelot chirriaron con la tierra del suelo, esta mezclada con pequeñas piedras sonando en su hierro, y acomodándose al escucharlo.
—Si pregunta de donde soy, cruce el mar hasta llegar donde los mapas acaban. Tal vez encuentre las respuestas allí —miró hacia el escudero—. Pero un poder así, aun cortando miembros y uniéndolos a otro cuerpo, no es capaz de traspasarse.
Lancelot abrió sus ojos de asombro.
—¿Eso hicieron en tu aldea?
—Sólo una de cuantas, pero ya no están —miró hacia el suelo—. A veces, en situaciones extremas, se puede perder la cabeza hasta el punto de no ver lo que tienes en frente —levantó la mano a la altura de la cintura, y de sus dedos, salió fuego. Fuego azul y verdoso, que atraía la mirada como polillas a la luz.
Lancelot mostró un asombro ingente, sin embargo, no movió un centímetro de su lado.
Maeve había conseguido acomodar a la reina, ayudándola a levantarse con delicadeza.
—No quiero que se me reconozca ni participar en ninguna guerra, Lancelot. Porque lo único que sacaría de ahí, sería un páramo desierto como esta aldea.
Imágenes traspasaron la frente del pueblerino, y tal como las imaginó, las narró con profundo pesar:
—Todo mi pueblo, acusadores e inocentes, muriendo calcinados en segundos mientras una figura, andando entre las calles y envuelta en llamas, ardía en cólera —su pecho estaba tan dolido que había encorvado su espalda.
>>Sólo puedo causar caos ahí donde vaya. Y este pueblo me ha recordado lo que debo evitar.
Lancelot había quedado serio. Estaba totalmente atónito, pero esa expresión era la última que quería enseñarle, pues se encontraba con un hombre que había sufrido más que nadie en el mundo, y lo único que quería, era intentar consolarlo.
—Eres fuerte, Lovhos —las placas resonaron en la oreja del pueblerino, agarrándolo de la nuca y obligando a su frente apoyarse en el pecho de este. —Si alguna vez quieres llorar, no soy nadie especial, pero puedes pedirme la armadura como apoyo.
Lovhos quedó sorprendido. El hierro estaba helado, y apenas veía la luz del sol con el brazo del escudero rodeando su cabeza.
No pudo evitar arrugar sus labios.
—Gracias... —murmuró para sí mismo.
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