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5 - Un viajero cualquiera

—Buenos días, Cristalline —Lancelot acompañó la mañana a la joven.

—Buenos días —funfurruñó entre mantas. Él sonrió.

—Hoy tiene planeada varias reuniones, señora. Debe levantar cuanto antes.

Cristalline suspiró.

Aunque habían pasado varios meses desde la muerte de su padre y se había acostumbrado a reinar con eficacia, a veces deseaba con todo su corazón abandonar la corona, pues al final, no era más que una adolescente con los hombros cansados de llevar su regencia.

—¿Cuántas?

El caballero abrió las cortinas con rapidez, bañando sus aposentos con un brillante dorado. —Cuatro.

—¡¿Cuatro?! —se irguió con rapidez— ¿No podías dejar al menos una para mañana?

Lancelot parpadeó. Últimamente no le costaba encontrar su lado infantil. ¿Acaso se estaba cansando de las formalidades? 

—Son urgentes. Mejor tratarlo cuanto antes.

Y mientras este hablaba y preparaba la habitación, los ojos de la chica se entrecerraron, siendo presa del sueño con facilidad. 

—¡Cristalline! —alzó la voz.

Ella brincó y se levantó de la cama.

—Tráigame la prenda de hoy —mencionando con el tono que debía mostrar: diligente y responsable.

Él asintió y abrió su armario. Esos días debía elegir entre sus atuendos por orden suya, y de hecho, era un tanto raro. Sin embargo, aunque le gustaba verla vestir lo que él quisiera, a veces se preguntaba, ¿no estaba siendo demasiado desconsiderada frente suya?

—Salga antes de que el sol cruce la puerta, mi señora —se inclinó, y se fue. Tal vez estaba pensando demasiado en ello.

Cristalline quedó frente a la ropa que había escogido, pensando, y algo nerviosa.

Mientras tanto, el reino había acogido la salida de los reyes vecinos con un millar de personas adornando las calles esa mañana. Todos ellos, celebrando la amnistía que se había hecho debido al torneo.

Qué día tan feliz y memorable, y qué momento lleno de emoción y felicidad, pues los niños podrían salir de las murallas sin temor, jugar en los pastizales, aventurarse en los bosques, y bañarse en los lagos del territorio.

Qué maravillosa época iban a vivir y qué suerte el año en el que habían nacido.

—¡¿Cómo dice?! —Cristalline clavó las manos en la mesa, recibiendo las noticias de su mensajero— ¡¿Quién ha podido hacer semejante atrocidad?!

—No lo sabemos, mi señora. No ha quedado nada salvo... cenizas y cadáveres calcinados.

La boca de la joven quedó entreabierta, y los ojos de Lancelot mostraron un asombro desmesurado.

—Pero... ¿por qué?

—Lo siento, mi señora. No sabemos nada al respecto.

Y como si un halcón sobrevolara su cabeza, recordó a la escudera fiurdana. ¿Qué demonios le había dicho? ¿Por qué no prestó la suficiente atención?

Algo como... tener cuidado de quienes la rodean, mencionaba.

—¿Se han ido ya los reyes? —preguntó la joven.

—Así es —Lancelot contestó.

—¡Maldita sea! —apretó los puños, y se llevó la mano a la frente. Pensando y cuestionándose por qué, su padre, al que tanto respetaban por su ejército y próspero reino, ya no estaba para ayudarla. ¿Qué dios maldijo su existencia y condujo a su padre a la muerte, debido a una enfermedad?

—Lancelot —murmuró—. Vayamos a ver a Lovhos —Él asintió y salieron de la sala.

Lovhos, a su vez, había estado durmiendo, recuperando energías por la sanación que había forzado en poco tiempo.

Se había despistado, y en el catre donde debía estar boca abajo y adolorido, descansaba con placidez, en forma fetal, y con la mordaza fuera de sí.

Al final, no era más que un hombre mal acostumbrado a no ser capturado.

Las puertas se abrieron de par en par y el golpe hizo al pueblerino levantarse con rapidez.

—Lovhos —mencionó la joven, y nada más verse, los rostros de los tres presentes mostraron la misma expresión: asombro.

Lancelot dio un paso al frente y desenfundó la espada. 

—¿Cómo te has soltado? —preguntó defensivo.

El hombre no supo cómo responder, mas quedó en silencio unos segundos. 

—Se ha soltado solo —mencionando algo incómodo.

Ninguno pudo creerse esas palabras. Ni siquiera el propio Lovhos las creería.

—¿Ha sido Maeve? —habló Cristalline.

—¿Maeve?

—La enfermera.

—Ah... no —tragó saliva.

Cristalline entrecerró los ojos. 

—Mi escudero se acercará por la espalda y le atará de brazos y boca. ¿Piensa resistirse?

—¿Me espera otra tortura? Si es el caso, va a tener que trabajárselo —había empezado a bajarse de la cama por la parte trasera. No tenía intención de pasar por esa experiencia una vez más, costara lo que le costara.

—No quiero generarle más problemas —el tono de la chica destacaba por la seriedad que traía consigo.

—Todavía no me ha respondido —volvió a insistir el pueblerino.

Lancelot apretó el mango, molesto por su soberbia.

—Le doy mi palabra. Nadie más lo tocará, pero déjese atar, por seguridad.

—Si su palabra mantiene el honor del reino, no tengo motivos para defenderme, por lo tanto, no será necesario restringir mi habla.

El escudero dio un paso al frente. —Es suficiente. Deje de hacer perder el tiempo a la reina.

—Qué despreocupado está desde su puesto, sir Lancelot. A usted no le va a caer ningún látigo en la espalda, ¿no? —frunció el ceño.

Si bien no quería causar problemas ni buscar enemistades, dejarse manejar no le resultaba agradable.

—Lovhos —interrumpió la chica y este la miró—. Temo que nos estén tendiendo una trampa, y si te encuentran, tal vez acabes en una situación peor que la de recientemente.

—Pues déjeme ir. He escuchado sobre sus problemas territoriales, pero yo no tengo nada que ver con ellos.

—¿Para que intenten capturarte sin descanso? No tienes mejor sitio a dónde ir mas allá del castillo —avanzó junto a Lancelot, y este la sujetó del brazo. Acercarse más sería peligroso.

Lovhos echó a reír. 

—La reina que cree que su fortaleza es el centro del mundo, mas estoy en este lugar debido a su estúpido campeonato —dio un paso atrás. La ventana quedaba a su lado, y sujetó el pomo de ella con la mano.

—Espere —alzó la voz el escudero— ¿No irá...?

—No lo dude, si avanza más —su tono estaba severamente serio. No tenía intención de bromear.

—Está bien —Volvió a hablar la chica—. No se le amordazará, pero deme su palabra: no huirá, ni usará su poder en contra nuestra.

Lovhos frunció el ceño una vez más. Estaba inconforme. Demasiado inconforme. 

—No puedo prometer no huir, pero me abstendré de usar lo que llamáis poder, si se me trata como su igual —miró hacia Lancelot, y Cristalline tragó saliva.

—Cómo osa —el escudero murmuró.

—De acuerdo —respondió ella.

La chica sujetó el brazo del hombre, haciéndole bajar el arma, y este, todavía desconfiado, enfundó. 

—Mi reina —mencionó atendiendo a su orden.

Lovhos, finalmente, pudo respirar aliviado. Tampoco sabía si podría aguantar la caída con sus palabras, pero había sido una buena táctica.

—¿Podemos ahora, que ha disminuido la tensión, hablar tranquilamente sobre... sus marcas y palabras? ¿Hay alguna forma de que nosotros podamos usarlo?

La mandíbula del pueblerino se desvió hacia un lado, mostrando una tediosa expresión. —No.

La chica parpadeó algo asombrada. Había respondido bastante rápido. 

—¿Ha probado algún método que reafirme su respuesta?

Lovhos entrecerró los ojos. —No.

Cristalline empezó a impacientarse. 

—¿Tampoco me dirá como, con severa tortura que recibió ayer, mantiene la piel intacta?

Lovhos abrió los ojos con asombro. Había olvidado el detalle de no llevar las vendas puestas. 

—Mi poder, como usted llama, señora.

—¿También puedes hacer eso?

Él alzó las cejas, mirándolos sobre el hombro.

Lancelot quedó boquiabierto. ¿Pero, qué clase de capacidades tenía? ¿y cuántas mantenía escondidas? Ni siquiera sabía si era una amenaza dejarlo a sus anchas, pero una cosa era segura: no iba a dejar a Cristalline sola hasta que ese hombre saliera del castillo.

Mientras tanto, Cyrus, el patrón de Fiurdem, había empezado el largo camino hacia su castillo. Compartía una carroza humilde con su escudera, de madera tallada y con pequeños detalles y patrones acorde con su hábitat: los bosques.

Sus caballos no eran de raza pura, y mucho menos destacaban por su belleza. Caballos castaños tiraban de la aparatosa carroza, la cual tampoco había sido mejorada para amortiguar los baches. Sin embargo, el camino que tomaban siempre era cómodo. Si bien tardaban un poco más en llegar, no les importaba esperar a su destino.

—¿Cómo se lo ha tomado? —las palabras del rey hacían eco en el estrecho habitáculo, mientras su escudera apoyaba la barbilla en la mano, mirando hacia el exterior.

—No sé si lo habrá entendido, mi señor —suspiró, girándose hacia él—. Es demasiado joven como para manejar una guerra —desvió su mirada, algo preocupada—. No tendrá oportunidad si los reinos se unen en su contra.

Cyrus quedó serio. 

—No podemos hacer más en nuestra posición. ¿Te inquieta algo?

—Mi señor —sus miradas se cruzaron, y entre ellas, una desesperada ansiedad luchaba por salir del rostro de la mujer—. Permítame descansar de mi puesto en este instante.

El hombre parpadeó. —Claro —respondiendo al fin—. Tome un descanso.

Catriel sonrió, acercándose a su rey, y hurgando en los bolsillos de este.

—Catriel... —mencionó— ¿Otra vez?

Metió sus manos entre los ropajes. Las deslizó por sus costados, sus hombros, sus brazos, sus piernas, y sus zonas más íntimas, y no se detuvo hasta que encontró su más preciado tesoro: un cigarro hecho de plantas medicinales, la cual la dejaban aturdida durante horas.

—Es su culpa, mi rey. No debería llevarlo encima. ¿Tiene algo para encenderlo?

El hombre cruzó los brazos. —Para cuando se haga daño, Catriel, no para ahogar sus ansiedades. Cualquier soldado le cortaría la mano si la vieran hacer eso.

—¿Entonces no tiene nada?

Cyrus entrecerró los ojos, algo molesto.

—Está bien —se giró hacia la ventana del carruaje e intentó encenderlo con fricción, contra la madera.

Cyrus suspiró y siguió hablando:

—¿Y qué hay del hombre que capturó? ¿mereció la pena las palabras que dijo para obtenerlo?

Catriel se mostraba concentrada, pero respondía con soltura. 

—No lo sé. Apenas se escuchan noticias de él excepto la tortura que recibió —se detuvo unos segundos—. Parece estar en el castillo a buen recaudo.

—¿Y algo sobre... sus poderes?

Catriel sonrió. Al fin pudo encender su cigarro. —Se escuchan rumores.

—¿Rumores?

—Roshvalig está buscando algo, pero no averigüé qué era. Recomiende un escuadrón tras esa información, temo que sea importante —el humo empezó a llenar el carruaje con un pesado mareo—. He escuchado que tiene algo que ver... pero me manda a hacer demasiadas tareas.

Cyrus echó la cabeza hacia atrás. 

—Cierto, lo siento.

—Un par de monedas más en mi paga lo solucionará.

El rey sonrió. —Qué descarada eres —se recompuso, y endureció su voz—: Está usted en su puesto de nuevo, Catriel. Llegaremos en unos instantes.

La escudera abrió los ojos con asombro y tosió, tirando el cigarro en el suelo del carruaje y sentándose como la segunda mejor guerrera del mapa. 

—Sí, mi señor.

Qué rápido había acabado su descanso.

En Inostreya, en una gran sala se habían reunido varios pintores. Lovhos había sido situado en el centro de ella, y rodeándolo, los maestros del pincel con los lienzos sobre tablas de madera para plasmar lo que sus ojos veían.

—Desvístase —habló Lancelot.

Cristalline no apartaba su mirada del preso, y este, agobiado, no podía evitar sentirse severamente incómodo.

—¿Totalmente? —preguntó, intentando alargar el tiempo como la savia de un árbol por su tronco.

—Hasta donde se puedan ver sus marcas por completo —volvió a hablar el escudero.

Lovhos se llevó la mano a la nuca. —Eso es totalmente...

—Empiece, pueblerino.

El ceño del hombre se frunció y empezó a desvestirse.

—¿De dónde es? —preguntó Cristalline.

No les era suficiente investigar sobre sus marcas y poderes. Necesitaban saber de dónde procedía y de dónde lo había sacado. Si él no podía compartirlo, deberían buscarlo.

—No importa de donde venga, no hay nada que podáis hacer al respecto —quedó totalmente desnudo, clavando su mirada en la reina—. Este poder no se puede compartir.

Cristalline parpadeó, y Lancelot dio la orden: 

—Empezad a plasmar con detalle las rayas.

Los pintores quedaron asombrados por complicadas y semejantes marcas, pero finalmente, moviendo el pincel sobre el níveo blanco papel.

—¿Por qué cree que no se puede compartir, si no lo ha intentado?

Y mientras que los ojos de los pintores se deslizaban por toda su piel, él suspiró, hablando con incordio. 

—¿Cree que aun pudiéndose, vaya a hacerlo? Está usted pensando sin tener en cuenta mis preferencias.

—Lo que le importe a usted es lo de menos. Debo paz a un reino, y si para ello tiene que sacrificarse, lo hará —su rostro expresó desdén—. Por algo soy la reina.

El escudero miró hacia ella. Rara vez la escuchaba hablar con tanta seriedad.

—Qué desagrado provocáis... —murmuró, más pensó que nadie lo escucharía, pero todos decidieron ignorar sus palabras. Debían acabar sus dibujos para analizarlos cuanto antes.

Voldian: un territorio basto y seco donde la tierra reinaba en el aire y las cuevas marcaban el hogar de sus habitantes.

El rey llegó a su castillo, lleno de lujos, riquezas y limpieza, mientras su pueblo minaba en peligrosos lugares para abastecer su fortuna y comodidad.

Estaba complacido. La alianza que iba a hacerse lo tenía extasiado, mas su inteligencia no era mucha. Incluso él lo sabía. Por eso ser parte de una alianza donde sería el ganador, lo tenía encantado hasta los huesos. Lo único que tendría hacer, sería llevar guerreros donde la reina Lerethiana los pidiera. Crear armamento y armaduras, y una calidad desbordante.

—¡La producción! —gritó en la mesa donde se reunían los líderes mineros y los representantes de ventas— ¡¿Por qué diantres ha disminuido tanto mientras no estaba?!

No lo sabía, y nadie quería decírselo. Pero que abandonara sus tierras durante varios días fue un gran alivio para su pueblo.

—Hubieron lluvias y las minas se inundaron. Los trabajadores estuvieron dando lo mejor de sí para volver al trabajo lo antes posible.

Regis ardió en cólera. 

—¡¡No oséis darme esas excusas!! —y el silencio se apoderó del momento— ¡Llevadme a la mina que menos producción ha hecho estos días, ahora!

Los mineros tragaron saliva. Sus manos temblaban y sus frentes chorreaban de sudor.

Una mina. La más honda de ellas, es la que menos mineral pudo sacar. Sus trabajadores alzaban los picos sin descanso, tiraban de carretas cargadas de hierro hasta arriba, y tiraban escombros hacia la lejanía.

En ese lugar, muchos de ellos se conocían de años. Les pagaban lo justo y necesario, y alimentaban a sus familias con lo que ganaban. No tenían más, y se habían acostumbrado. Es por eso que, cuando un nuevo integrante se unió al grupo de trabajadores, quedaron extrañados.

—Entonces, ¿ese rey os da una mísera de monedas por todo el trabajo que estáis haciendo aquí? ¿estáis de broma? —trabajaban y hablan de mientras.

—Sí, pero tampoco es tan malo. Tenemos un hogar después de todo, y comida todos los días.

El hombre echó a reír. Su sonrisa destacaba sobre todos los demás y su espalda ancha mostraba tener más fuerza de lo común. Golpeaba las rocas con una extraña facilidad. 

—¡Si os trata como esclavos! ¿es que no dais cuenta?

Varios de ellos detuvieron su trabajo, mirando al nuevo.

—No somos esclavos, novato. Pronto te acostumbrarás al duro trabajo para poder ser recompensado.

El hombre quedó serio, parpadeando, y asombrado por la mentalidad que llevaban esas personas. Segundos después, apareció el rey a su espalda. 

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó, serio y enfadado. No ver los brazos de sus trabajadores al aire para minar lo hacía envenenarse a mares.

Los trabajadores empezaron a trabajar más rápido, más fuerte. Estaban exhaustos, pero necesitaban hacerlo.

El novato siguió a sus compañeros, dando con fuerza a la piedra, y mirando de reojo a su nuevo rey.

—¿Nadie piensa responder? —volvió a preguntar. Sin embargo, ninguno quería responder. Deseaban que el de su lado lo hiciera, porque al final, sea cual fuera la respuesta que le dieran, iba a recibir un castigo igual.

Fue entonces cuando, el hombre que acababa de llegar, habló, imprevisto de las costumbres de ese rey egoísta:

—Estaban explicándome la mejor manera de trabajar para su corte, mi señor.

Regis frunció el ceño. —¿Eres nuevo?

—Así es, mi señor. He viajado por innumerables lugares y vivido severas experiencias, mas mi amparo por buscar refugio en este territorio me trajo a las minas.

El rey vio sus brazos quietos mientras hablaba, y el hombre se percató de su molestia.

—Lamento no haber seguido trabajando, costumbres que debo eliminar —alzó los brazos y siguió minando mientras era observado desde sus espaldas.

¿Quién demonios era ese hombre?

—Detenga su trabajo —ordenó.

El hombre miró hacia él, algo sorprendido.

—Usted será la advertencia para todos los presentes, y así, a su vez, entenderá como se trabaja en mis tierras a cambio de refugio.

Dos soldados se acercaron al minero y lo sujetaron por ambos brazos. Lo arrodillaron delante de los demás trabajadores, estos avisados con un grito para que detuvieran su trabajo, y el rey, con severa rabia, cogió una piedra del suelo.

Se situó tras el hombre, y apedreó su espalda con ella.

El minero empezó a quejarse tras el primer golpe, intentando soltarse, pero no siendo coincidida su fuerza con la que mostró antes.

Los trabajadores quedaron extrañados. Podía soltarse, y el dolor que sufría era demasiado como para no querer liberarse. Entonces, ¿por qué no mostró ni una pizca de intento de fuga con su verdadera fuerza?

Recibió varios golpes, y de su cuello, una gota de sangre cayó por el pecho. Varios temieron que quedara inmóvil debido a la cercanía de los golpes en su columna.

Los ataques se detuvieron y soltaron sus brazos. El hombre quedó apoyado con sus manos en el suelo, y el rey, tras él, alzó la voz. —¡Ni una más! —advirtió— ¡Un retraso, un gramo menos de hierro en las balanzas, y él no será el único que reciba el castigo! ¿Me habéis entendido?

Nadie osó mover un músculo.

Regis miró al moribundo en el suelo, con el ceño fruncido, y se fue acompañado de su guardia.

Los trabajadores no se movieron de sus puestos hasta verlo desaparecer a la distancia.

—¿Estás bien? —preguntó uno de ellos tiempo después.

El hombre levantó el torso del suelo, ensangrentado, pero sin una pizca de heridas notorias, escondidas en el regadío sangriento. Sonrió.

Los mineros quedaron boquiabiertos. Un dorado color salió de sus ojos con el reflejo del sol, y la sangre que caía por sus cachetes, dejando los labios teñidos atrás, y acabando en su torso, dieron la bienvenida a una macabra sonrisa.

Un hombre capaz de mostrar semejante rostro sin una pizca de temor sólo podían significar dos cosas: o estaba mal de la cabeza, o era una persona muy capaz de sí mismo. Parecía haber nacido bajo un volcán, con la rabia y la peligrosidad que ese mismo desprendía.

Todo el mundo lo supo. Ese no era un viajero cualquiera.

¿Quién era él?

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