24 - Paraíso
El brazo del dios había empezado a regenerarse lentamente, observándose los músculos formarse desde el interior, y las venas rodearse de piel.
—Qué asco dáis —murmuró Uriel.
Heimdall alzó las cejas y empezó a reír.
—Robaste el mismo poder cuando nos mataste, ¿te da asco verlo en otra persona?
—No —respondió serio, empezando a mostrar una ligera sonrisa burlesca—, a mí no se me ven los músculos de esa forma. Es repugnante visto desde fuera, ¿sabías?
Lancelot había bajado su arma. No necesitaba defenderse de nada si Uriel lo mantenía entretenido con sus bromas...
—Eso es porque no te han arrancado el brazo de un golpe.
—Quizás... —respondió con el mentón erguido—, soy demasiado hábil como para que me suceda algo así.
Heimdall se mostró serio.
—No podrías decir lo mismo de tus alas.
—Eso... —alzó una ceja, molesto por su comentario—, fue debido a tu cobarde prisión para ganar tiempo.
—Cierto —sonrió—, pues tan diestro no eres.
Uriel arrugó su nariz, empezando a molestarse.
—Hilda —alzó la voz. La valquiria miró hacia él—. ¿Cómo está?
La mujer se dirigió hacia las heridas de la guerrera abatida, presionándolas con prendas improvisadas.
—Sigue viva, pero no podrá pelear.
El ángel suspiró. Estaba enfadado. Enfadado de que no pudiera pelear y de que no le sirviera para nada. Pero mucho más enfadado porque la habían tocado sin su consentimiento.
—Doscientos seis huesos tiene el cuerpo humano —mencionó mirando fijamente hacia Heimdall—. Los dioses, en su semejanza a sus creaciones, también disponen del mismo número que ellos.
Lancelot suavizó su postura por completo. ¿Qué demonios estaba diciendo ahora?
>>Dime, Heimdall. ¿Por cuál quieres que empiece?
Este tragó saliva. Su pasado le había dejado claro que cada advertencia que hacía, las cumplía al pie de la letra.
—Estás completamente demente —mencionó asustado.
Uriel sonrió, regocijándose en tal cumplido.
—¡Eso dicen todos cuando ven que están perdiendo! —gritó con sus comisuras rasgadas.
Cogió la espada que había lanzado, llena de su propia sangre, y apuntó hacia él con la punta.
Heimdall invocó su oscura hoja, la cual, frente a los ojos de Uriel y Lovhos, vieron de qué estaba hecha: las almas que suplicaban libertad desde el inframundo, arrastradas en forma de arma.
—Y me preguntas el por qué os quiero muertos... —murmuró el ángel.
Flexionó las piernas, y en un parpadeo, se situó frente a él, chocando hierro con hierro, desliz tras desliz de filos, y forcejeo tras forcejeo entre dios y ángel.
—No son más que almas —habló forzoso—, qué más dará lo que hagamos con ellos después de muertos. Además, ya viste lo que hacen cuando les das libertad.
Lovhos se crispó, recordando sus piernas ser rodeada por ellos.
—Un animal roba por hambre, y no por ello es condenado. Un alma intenta liberarse por desespero, pero tampoco debe ser condenada por ello. Sólo tienes que controlarlas, guiarlas, y te seguirán a donde sea que vayas —sus ojos se habían desviado a las tres valquirias, las cuales, con una fe inquebrantable, seguían sus pasos con firmeza.
>>Las maté, y vaya si lo hice —sonrió cerca del rostro del dios—, sufrieron como ningún otro guerrero en aquella batalla. Pero sus almas... sus almas quedaron impunes.
Heimdall escuchaba con rostro forzado, pero asombrado de sus palabras.
>>Es por eso que no me traicionarán, dios de puentes. Porque si Odín o cualquiera de ustedes las hubiera matado, seguirían en el oscuro olvido hasta el confín de los días.
Sus espadas se separaron, terminando de hablar:
>>¡Me siguen porque les he dado la oportunidad de brillar una vez más, como valerosas guerreras que fueron, aunque hayan peleado contra mí y venerado a alguien más que a un simple arcángel! ¡¿Eres capaz de ofrecer lo mismo, deidad?!
Maeve quedó sorprendida, viendo la verdadera naturaleza del hombre que tenían frente a ellos. Era un asesino. Era un verdadero asesino. Pero, ¿sus almas? ¿libres? Un humano no podía entender ese tipo de cosas, pues tras la muerte no tenían nada. Pero para ellos... parecía significar algo sumamente importante.
Y Benedicta, Benedicta sonrió con un rostro tan cálido que cuando Lancelot la miró, el pecho le dolió profundamente. Ojalá Cristalline estuviera allí para guiarla como ese ángel hacía con ella.
Ambos avanzaron con rapidez, realizando un estruendo en sus choques de espadas. Blandían con velocidad, con fuerza. El viento se levantaba con cada golpe férreo, con cada separación de sus cuerpos, y con cada acercamiento.
Se alejaban con enormes saltos, Uriel con el cuerpo ensangrentado de los cortes que anteriormente tenía, y Heimdall con un sinfín de raíces emergiendo del suelo.
Cualquiera pensaría que, tras el cansancio del ángel y la pérdida de sangre que había sufrido, mantendría una desventaja excesiva, pero lejos de la realidad... Uriel lo igualaba con sorprendente facilidad.
Una de las valquirias, con su arco, empezó a disparar flechas en donde en la espalda del ángel sus alas debían bloquear normalmente. Al no tenerlas, flaqueaba, pero ella estaba ahí para él. Valerosa guerrera atenta a su líder, jamás se rendiría bajo su mando.
El suelo crepitaba y el equilibrio de los presentes se balanceaba a cada momento. Miraban con atención la batalla, sintiendo su pecho vibrar con cada golpe que daban, pues el sonido era tan alto y la vibración tan intensa, que su instinto les gritaba "huye, escóndete de esa calamidad".
—¡Hilda! —gritó Sigrdrífa desde los cielos. La valquiria miró hacia ella, desviando su vista hacia Uriel, y cogiendo su lanza, apareciendo con brillantes destellos en su mano para unirse al combate.
Los músculos se tensaban, y lo que a simple vista aparentaba estar en plena forma, Uriel sabía que le quedaba poco aguante. Bloqueó una vez más, temblando ligeramente y haciendo que a su contrincante le saliera una sonrisa gloriosa. También lo había notado.
Sin embargo, en cuanto Uriel retrocedió un paso, cediendo a la fuerza del dios, Hilda apareció entre ellos, haciéndolo retroceder.
—¿Cómo osáis entrometeros? —espetó.
—Es lo que tiene no ser un imbécil —Uriel sonrió, empezando a sudar y respirar con más intensidad de la que debía para mantener su aguante.
La valquiria miró hacia él de reojo. Sabía que debía descansar, o en su defecto, acabar con la pelea cuanto antes, pues si seguía a ese ritmo, perdería.
—Uriel... —murmuró. Él entrecerró los ojos, asintiendo ligeramente.
Ambos se prepararon para atacar nuevamente. La mujer con una nueva lanza blandida, y el ángel con el arma que empezaba a desgastarse. Con su fuerza, estuviera mellada o afilada, se clavaría de cualquier forma, así que no le dio importancia.
Avanzaron con rapidez, haciendo que Heimdall retrocediera mientras bloqueaba al ángel, el cual era el más peligroso de ambos, y las lianas atrapaban los intentos de la valquiria.
Desde los cielos, un nuevo ataque le había llegado, con las flechas que parecían que se dirigían hacia él con extrema precisión para no dañar a sus aliados, y brincó hacia atrás.
—Puedes seguir intentándolo —esbozó—, pues ya te quedan apenas minutos para acabar con la resistencia que necesitas.
Uriel arrugó su nariz, y en los suelos, sintió la tierra removerse. Miró hacia abajo asombrado, esquivando con rapidez, y vio salir lianas. Qué rastrero era, usando el despiste a su favor.
—¿Se te acaban las ideas? —sonrió entre jadeos.
Heimdall acompañó su sonrisa, invocando cada vez más armas a su favor.
Hilda se vio rodeada de ellas, incapaz de defenderse a corta distancia con su lanza, y Sigrdrífa arrinconada e imposible de apuntar con su arco.
Uriel apretó el mango de la espada, preparándose para lanzarse una vez más, y cuando dobló una de sus rodillas para ejercer el impulso necesario, notó una fuerte punzada atravesar su muslo, a la vez que las lianas en su cuello.
Se había olvidado de ellas.
Gimió sorprendido, notando la garganta apresada como advertencia, y la liana atravesar su pierna.
—¡Uriel! —exclamó Benedicta, siendo detenida una vez más por el escudero—, ¡suéltame! ¡necesita ayuda! —gritaba mientras veía al dios acercarse al ángel con tranquilidad.
Lancelot parpadeaba viendo la escena.
>>¡¡Suéltame!! —gritaba desesperada.
Uriel miró hacia ella, expresando en su más profundo ser terror por ser asesinado. No por morir, no por no cumplir su meta de evitar que renazcan, sino por lo que le pudiera suceder a ella una vez desapareciera.
Otra liana apareció del suelo, atravesando el brazo del ángel que sujetaba el arma y obligándolo a soltarla.
—Y aun teniendo a guerreras bajo tu mando, sigues sin ser rival para mí. Qué patética escena muestras, asesino. ¿Has perdido fuerza a lo largo de los años? Y yo pensando que eras inmortal.
Uriel frunció su ceño.
—Sólo las hienas ríen en un animal medio muerto. La carroña jamás se enfrentaría a un contrincante más grande que ella.
Heimdall echó a reír, acercando su rostro.
—Pues para ser más grande que yo, has perdido —murmuró.
—¡¡Uriel!! —exclamó la joven.
Los dioses sienten en su pecho calidez cuando un alma nace, una presión cuando otras mueren, y un ardor cuando van a morir.
Las valquirias se preguntaron si era eso lo que el ángel sintió en esos momentos, cuando Heimdall sujetó el mango de la espada frente a él. Se preguntaron si, cuando ellas murieron y sintieron ese ardor, Uriel experimentó la presión en su pecho al verlas morir. Si experimentó esa presión una y otra vez cuando asesinaba a los dioses. Si Heimdall, en ese estado, también lo estaba sintiendo al postrarse frente al ángel, porque ahí donde estaba, le quedaba un simple movimiento de muñeca para apuñalar su corazón.
Lovhos debía sentirlo también. Uriel sabía que lo hacía, aunque no entendiera qué significaba.
Es por eso que, cuando lo vio llegar tras el dios, serio, sereno e impasible como solía ser, imaginó que también lo sintió. La presión en su pecho cuando una deidad moría.
Pero; pero. El ardor.
El ardor de cuando uno mismo muere... Uriel no lo percibió.
Heimdall frunció su ceño, al igual que Lovhos. ¿Fueron ellos los que lo sintieron? ¿No debía ser Uriel, que estaba a punto de morir?
Lovhos apoyó la mano en el hombro del dios, sorprendiéndolo por no verlo llegar y quedando paralizado por, por primera vez, tocarse: el recipiente con su reencarnación. Uriel se soltó del agarre de la liana, sujetando la espada con rapidez, y con un grito ahogado, la empuñó hacia adelante.
Parpadeó. La puñalada debía haber sido justo en frente suya, pero para propinarla, tuvo que avanzar, reventando la otra liana que sujetaba su pierna.
Sus ojos se abrieron de par en par, arrugando su ceño, y volviendo a expresar asombro cuando, viendo la espada que blandía, atravesó al humano con brutalidad.
—¿Qué? —murmuró Uriel, sintiendo sus brazos temblar.
Lovhos acompañó su asombro, viendo la espada atravesar su corazón.
>>¿Qué ha pasado? —preguntó atónito.
—Creo... —respondió, soltando un chorro de sangre por la boca—, que se ha escondido dentro de mí.
Maeve dio un paso adelante.
—¡¡Lovhos!! —gritando aterrada.
Benedicta quedó en el lugar, en shock, y Lancelot no reaccionó.
El cuerpo del pueblerino empezó a desfallecer, Uriel soltó la espada que seguía incrustada en él para sujetarlo, y apoyó la cabeza del hombre en su pecho.
—Ya es la segunda vez... —mencionó el pueblerino con sonrisa cansada.
Uriel frunció el ceño.
—¿Dónde está? —preguntó serio, pero con su rostro todavía absorto, disgustado de haber cometido tal error.
—Sigue dentro de mí...
El ángel entrecerró los ojos, mirando hacia el horizonte, y con un movimiento delicado, pero firme, juntó el cuerpo del pueblerino al suyo. Lovhos gimió, escupiendo más sangre. La espada atravesó su cuerpo con más dureza, asegurándose de que esa vez, Heimdall no se liberaría del humano.
—Lo lamento —murmuró el ángel con rostro arrugado—, volverá a aparecer... si no me aseguro de que mueres.
—¡¡Lovhos!! —volvió a gritar Maeve, corriendo hacia ellos.
Benedicta sujetó la mano del escudero aguantando las lágrimas, pero él ni siquiera apretó la suya de vuelta.
Maeve trincó los dedos en el brazo del ángel, tirando de él con desespero, desquiciada.
—¡¡Suéltalo!! —exclamaba. Uriel no dejaba de mirar hacia adelante, abrazando al pueblerino en su pecho, y notando el chorro caliente de sangre manchar su cuerpo—. ¡¡Suéltalo, maldita sea!!
Empezó a aporrearlo, a golpear su espalda, y a darle patadas.
>>¡¡Se está muriendo!! ¡¡Estás dejando que muera!!
Lancelot arrugó su boca.
Lovhos levantó la cabeza, ladeado y con la vista borrosa. Maeve se detuvo al ver su rostro. Volvía a ver sus característicos ojos marrones.
—Está bien... Maeve —mencionó—. Si volviera a aparecer... todos ustedes moriríais.
—¡No! —respondió, tirando del brazo del ángel una vez más—. ¡Hay muchas más formas! ¡Pensaremos en algo!
—No la hay —Uriel interrumpió, serio, sin contemplar a ninguno de los dos.
Maeve quedó boquiabierta y Lovhos sonrió.
—Sabes... Uriel... —expresó con esfuerzo, volviendo a soltar sangre por la boca—. No se necesitan alas para notar la calidez de una persona...
El ángel entrecerró los ojos.
>>Te devolveré el favor que me hiciste... cuando me devolviste la voz.
—¿Qué estás diciendo? —habló Maeve—. Por favor, no hables más, ¡guarda las energías!
La mano del pueblerino se incrustó en el brazo de Maeve.
—Eres... una persona increíble.
Los ojos de la enfermera empezaron a arrugarse.
—Por favor... no sigas...
Uriel sujetó al pueblerino con más fuerza, incrustando la espada una vez más, y Lovhos tosió.
Maeve se crispó, empezando a llorar.
El hombre juntó la frente con el pecho del ángel, y momentos después, murmuró:
"Hemsa"
Las alas de su espalda empezaron a crecer con una ventisca cubierta de plumas. Plumas blancas y flores que, desde el suelo, habían empezado a crecer, y como una espiral que los rodeaba, un enorme césped se plasmó hacia todas partes.
Benedicta observó su alrededor, asombrada, mientras Lancelot seguía mirando hacia ellos.
Ya no era una fantasía ni una visión que Uriel había creado para la joven, sino un paraíso que poder tocar y disfrutar.
Si bien para todos ellos les resultó un impulso de un poder incontrolable, entre el alma del pueblerino, la cual se desvanecía lentamente de su cuerpo, y el corazón de Uriel, se unió un lazo que sólo ellos notaron.
Un cariño, una lástima, una tristeza. Ambos sintieron un horrible y desesperante tormento de la situación que estaban viviendo, pues Lovhos quería seguir viviendo, y Uriel, lo había herido de muerte cuando apuntaba a su enemigo.
Un desconsuelo que penetró en los corazones de ambos como si desde lo más profundo de su ser hubieran sido hermanos al nacer. Una conexión relacionada con los ángeles y sus dioses, que ahora ellos sentían, ya que, Lovhos, en cierta parte, había sido mitad dios. Como un trozo de espíritu que se arrancó con amargura de su pecho.
Heimdall... sólo buscó quebrar a ese ángel.
Y mientras el lamento se apoderaba de ambos, cristalizando sus ojos y sabiendo que cada uno percibía lo que el otro sentía, Lovhos apretó las manos una última vez en su ropaje.
No había creado un paraíso para su amada, tampoco una visión para que los demás vieran lo bellas que eran sus alas recién restauradas.
Había creado un remanso de paz. Un paraíso para el ángel que guiaba a los humanos en su inagotable egoísmo y avaricia; que los protegía de los dioses, aun sin ser dichosos de ello.
Un paraíso únicamente para el protector de los reinos de Yggdrasill: para Uriel.
—Gracias... por dejarme vivir más tiempo...
Uriel quedó callado, arrugando su rostro y notando el último suspiro del pueblerino. Y cuando su cuerpo cedió, lo dejó caer.
Maeve gritó aterrada sobre él, y el ángel, quedó de pie mirando al horizonte.
Los llantos de la mujer penetraban sus tímpanos como duras estacas en una piel sensible. Las lágrimas lo torturaban, el agarre hacia el cuerpo inerte lo atormentaba, y la presión terriblemente cruda que sentía en su pecho, lo hizo dudar durante unos instantes de su misión.
Benedicta apareció junto a él, abrazándolo.
—Has hecho bien —murmuró en su oído.
Uriel se dejó abrazar, y escondió el rostro bajo los mechones que tapaban su mirada.
—No quiero seguir haciendo esto... —murmuró con voz quebrada.
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