23 - Más de una vida
Sleipnir trotaba por los páramos del cielo con fuerza, dando férreos taconazos en el suelo. Con su gran tamaño y seis patas, era increíblemente rápido, y aunque llevara a tres personas sobre él, no aparentaba tener problema con ello.
Lancelot iba el primero, sujetado de la oscura crin que ondeaba con el aire, y Maeve abrazada a su espalda. Lovhos, por otra parte, quería sujetarse con más seguridad, pero siendo el último de atrás y con la mujer frente a él, no podía evitar sujetarse con únicamente los dedos en la tela de la cintura.
—¿Cómo vas, Lovhos? —preguntó la chica con el pelo revuelto y mirando hacia atrás. Su voz se disipaba con el viento.
Lovhos sonrió algo incómodo.
—Bien... más o menos —respondió con un tono de voz apagado. Maeve rio, dirigiendo su mirada hacia adelante y sujetando una de sus manos con fuerza.
El pueblerino abrió los ojos de asombro, y su sonrisa, ahora era de calidez.
—Gracias... —murmuró.
A su vez, las valquirias volaban por los cielos con la joven Benedicta sobre sus brazos, guiando al animal el cual igualaba su velocidad hasta Uriel.
—Brynhildr —habló la joven en los cielos— ¿Cómo esta?
La mujer se mostraba seria.
—Está atrapado —miró hacia el horizonte—, y Heimdall no dejará que lo liberes fácilmente.
Benedicta arrugó su rostro.
—Cualquiera que sepa que su destreza es inferior impediría por todos los medios liberar a su contrincante —mencionó entre dientes—. Lo teme.
Brynhildr sacó una disimulada mueca sonriente.
—Tiene razón —Aleteó con más fuerza, acelerando el vuelo—. Estamos llegando.
Y en medio de una gran colina rodeada de cadáveres y huesos, vieron seis espadas clavadas al suelo. Bajo ellas, el ángel atravesado por ellas.
Dormía, o esa sensación daba, pues no se movía ni abría los ojos. Muerto no estaba. Las valquirias no tenían el impulso de llevarse su alma todavía.
—¡Uriel! —exclamó la joven.
Sleipnir aminoró la marcha, dejando que los jinetes se bajaran, y las guerreras aterrizaron cerca del herido, pero no al lado.
—No se acerque más —advirtió la valquiria con ceño fruncido—, está aquí.
Lancelot desenvainó la espada a su lado.
—¿Qué demonios ha pasado aquí? —miró a su alrededor. Era un maldito cementerio.
—Antiguas guerras —respondió Benedicta sin dejar de mirar a su amado.
Lovhos sintió un cosquilleo en su pecho, dirigiendo la mirada hacia un lado y viendo dónde aparecería Heimdall. Quedó extrañado. ¿Era ese tipo de cosas las que Uriel sentía?
—¿Qué es este alboroto? —preguntó la imponente figura, apareciendo entre sombras que emergían del suelo.
Brynhildr se situó frente a la joven, pues sabía que iría a por ella si adquiría la oportunidad.
—Libéralo —exigió la chica.
Heimdall giró levemente su cabeza, como si no fuera capaz de comprender que un humano le ordenara algo.
—Heimdall —habló Lovhos. Él lo miró. Sabía quién era.
—Mi recipiente... por fin nos conocemos.
Lovhos frunció el ceño.
>>Todavía tienes algo de mi poder en ti. ¿Vienes a devolvérmelo?
Las piernas del pueblerino temblaron unos instantes. La emoción de estar frente a una deidad, aunque no fuera tan concentrada como cuando estaban en su mundo, seguía notándose con fuerza. El temor a un ser superior, a una divinidad... Echaba de menos sentirse como cuando Uriel aparecía, pues la sensación de ese ángel no era ni la mitad de aterradora de lo que tenía delante.
—He venido a ayudar a la chica —respondió algo cohibido—, y a preguntarte algo.
Quedó expectante.
—¿Qué pregunta tienes para mí?
—¿Lo sabías? —dio un paso adelante—. ¿Sabías lo que pasaría si decidías reencarnar en mí?
Heimdall quedó en silencio unos segundos.
—¿Que tendrías esos extraños poderes, que la gente probablemente te odiaría, y que el ángel intentaría matarte?
Lovhos bajó la mirada. Lo había clavado.
>>Por supuesto.
Levantando la mirada instantáneamente.
>>Pero eres uno entre un millón. A nadie le importa que un hombre se sacrifique por sus dioses. De hecho, es un honor para ustedes. ¿Has venido a darme las gracias?
—Maldito desgraciado —murmuró Lancelot apretando el mango de la espada.
—¿Los dioses poseen empatía? —preguntó el hombre.
Benedicta había sujetado la mano de la valquiria, empezando a impacientarse por acercarse a su amado. Esta la sujetó con más fuerza. Estaba pensando en algún plan para liberarlo, porque sin él, esa batalla estaba destinada a la derrota.
—Sí —respondió la deidad—. Muchos de ellos, pero pocos la ponían en práctica. Una de las principales razones por las que el ángel empezó a darnos la espalda.
Lancelot miró hacia Uriel. ¿Él? ¿empatía? ¿Qué se estaba perdiendo?
—Entonces... —Lovhos sonrió con cierta molestia—, al final siempre tuvo razón.
Heimdall quedó extrañado, escuchándolo hablar.
>>Muchas veces me pregunté el motivo del por qué no me mató el primer momento en el que nos encontramos. Pensé que estaría jugando conmigo, divirtiéndose y cuestionándose qué pasaría si me mantenía con vida.
Benedicta miró hacia él, pues esas palabras no coincidían con Uriel.
>>Pero después de conseguir esta habilidad... me he dado cuenta de muchas cosas...
Uriel... Uriel empezó a abrir los ojos. Había escuchado su nombre varias veces. Se había molestado de haber sido despertado.
>>No jugaba conmigo, tampoco esperaba pacientemente por lo que ocurriría para regodearse. No quería pelear, y tampoco quería que este día llegara. Pero... ¿sabes una cosa? —observó al dios con una mirada tan seria, que parecía que estaba cogiendo los mismos recortes que ese ángel: aprendiendo de la calamidad que arrasó los cielos—. No asesina sin motivos, y hasta a la reina Cristalline... —Lancelot miró hacia él, asombrado—, y hasta a ella la mató con la mayor calidez que ningún humano podría haberle dado jamás.
El escudero abrió los labios.
>>Murió en las mejores manos que podrían haber sido. Y yo sigo vivo, porque ahí donde los ojos ajenos ven a un asesino, él sólo busca la paz duradera y no arrebata vidas sin motivo, pues esperó hasta el final para decidir si matarme o no. Una acción que un dios como tú jamás sería capaz de realizar.
Heimdall empezó a molestarse.
>>Estás a tiempo de rendirte, dios de puentes. Porque he visto el futuro, y tú, pierdes en todos ellos.
Una sonrisa empezó a salir del ángel, empezando a reír a carcajadas segundos después. Las miradas se clavaron en su persona.
—¡Qué gran discurso! —se removió en sus ataduras—. ¡Jamás pensé que un humano hablaría así de mí!, además de mi querida Benedicta, por supuesto... —sonrió con dulzura.
La joven se soltó de la mano de la valquiria, corriendo hacia él.
—¡Uriel! —exclamó preocupada.
—¡Ben--! —Lancelot gritó, avanzando hacia ella con rapidez. Había sido un movimiento extremadamente temerario. Sin embargo, por muy rápido y audaz que quisiera ser, era humano. Las tres valquirias, de un parpadeo, interrumpieron su paso, situándose entre la joven y Uriel.
—Deténgase, Benedicta —advirtieron con dureza. Lancelot quedó helado. Qué velocidad.
—Hazles caso —murmuró Uriel. Su tono se había agravado, expresándose con dificultad, y a la vez, extremadamente serio. Allí donde hablaba su temperamento se marcaba. Incluso con su preciada amada.
—Uriel... —la joven arrugó su rostro—, sáquenlo de ahí...
Brynhildr miró hacia ella, seria. Luego, juntó su mirada con el escudero.
—Quédate con ella. Nosotras nos encargaremos de distraerlo.
—Yo también puedo pelear —espetó.
—No —respondió Hilda, la segunda valquiria presente—, un humano no tiene nada que hacer contra un dios. Quédate al margen.
Lancelot miró hacia el ángel, luego a la joven, y asintió. Sus palabras sonaron como una grave jerarquía en donde, si osaba contradecirla, sentiría caerle un castigo divino. No osó experimentar susodicha.
Las tres guerreras se situaron en línea, una sacando una espada, otra una lanza, y la tercera, Sigrdrífa, un arco resplandeciente; sus flechas se creaban con el mismo aire que las rodeaba, doradas y afiladas.
Lancelot sujetó a la chica del brazo, impresionado del radiante espectáculo frente a él.
—Aguantarán —murmuró Benedicta—, pero debemos liberarlo, no son rivales.
El escudero dirigió su mirada hacia ella, todavía asombrado, y volvió a mirar hacia las valquirias.
Aletearon con fuerza, dejando una fuerte ventisca tras ellas, y alzaron el vuelo; lanzándose con gran velocidad hacia la amenaza.
La primera de ellas, Sigrdrífa, lanzó un sinfín de flechas desde las alturas, y cuando estas alcanzaron al objetivo, Heimdall se defendió levantando la mano y deteniéndolas con el aire. Sin esfuerzo, sin ganas.
Hilda, a su vez, arremetió tras las flechas, intentando propinarle un golpe de despiste, sin embargo, fue detenida al instante. El dios frunció su ceño, con un gran ventorral que parecía más un muro que ventisca, y la lanzó por los aires.
Y por debajo, donde su mirada se había desviado para fijarse en las otras dos atacantes, la tercera y más eficaz de las tres, Brynhildr, empuñó su espada con rapidez, apuntando a las piernas para incapacitarlo. Pero, si tan fácil fuera de abatir, Uriel no estaría en su estado.
Heimdall sonrió, desapareciendo instantes después y haciendo que la mujer blandiera la espada en el aire.
La valquiria parpadeó, asombrada, y miró hacia atrás. Había aparecido frente al escudero y la chica.
—Apártate —amenazó a Lancelot con una voz sumamente grave.
Él parpadeó, mostrando una pose defensiva lo más rápido que sus brazos le permitían, y vio cómo se formaba una espada que salía del suelo entre sombras y ventiscas, sintiendo un macizo golpe en su arma. Sus brazos temblaron y sus piernas titubearon.
Instantes después, flechas de Sigrdrífa se clavaron donde la figura estaba, haciéndole retroceder varios pasos. El escudero quedó atónito. Sabía que si recibía un golpe más, su resistencia mengüaría por completo.
Hilda apareció entre ellos, apuntando con su lanza hacia adelante y marcando el espacio entre los humanos y el dios.
—¡Enfréntate a nosotras! —exclamó enfadada.
Heimdall entrecerró los ojos durante unos instantes. Todos allí sabían de su desespero: tener a la chica de rehén y evitar que el maldito ángel se liberara.
—Lovhos —murmuró Maeve a su lado. Él la miró—, liberemos a Uriel.
El pueblerino parpadeó varias veces. Entre ellos y el ángel sólo había un páramo y el camino allanado, pero lo que sus ojos veían... era una enorme grieta en medio, con almas saliendo del suelo, y todas ellas suplicando su liberación. ¿Qué estaba viendo? ¿de dónde salían todas esas almas?
—¿Lovhos?
Sombras oscuras y violetas se sujetaban a sus pies y tobillos, haciendo que levantara del suelo las piernas con extrañeza y temor. Suplicaban, lloraban, imploraban, y, en cierta parte, exigían ser liberadas.
—Yo... —respondió aterrado—, no sé si pueda llegar...
Maeve frunció el ceño.
>>Me están atrapando... los muertos.
Uriel giró su cabeza hacia ellos, viendo al humano divagar en sus visiones. Luego cerró los ojos, cogiendo una gran bocanada de aire. Benedicta observó su movimiento, dirigiendo su mirada hacia Lovhos, quien todavía estaba evitando cosas del suelo que, en teoría, no estaban, y escuchó a su amado gritar:
—¡Un alma más fuera de su tumba y acabaré con el mismísimo suelo en el que vivís!
Todos miraron hacia él, escuchándolo continuar sus desvaríos:
—¡¡Tocadlo, si osáis, y romperé las cadenas que me sujetan con los dientes, y os ahogaréis eternamente en mi sangre!!
Lovhos abrió los ojos de asombro, pues, bajo suya, todas las almas empezaron a soltar sus piernas con rostros atemorizados.
—¿Qué demonios está diciendo? —murmuró Lancelot, mirando hacia la joven la cual había empezado a sonreír con alegría. ¿Qué le hacía tanta gracia?
El pueblerino quedó fascinado.
—Vayamos... —habló atónito.
Maeve alzó las cejas. No entendió qué ocurrió, pero pudo imaginarse que algo sobre su visión había cambiado.
Heimdall gruñó de rabia.
Brynhildr alzó el vuelo hacia él, implacable como su apariencia se mostraba con armadura, y clavó la espada en su arma, con un golpe seco que resonó en los tímpanos de todos.
Lovhos y Maeve empezaron a correr, traspasando a Lancelot y Benedicta en un esprint inmediato. La chica abrió su boca de asombro, queriendo seguirlos, pero siendo detenida por el escudero.
—¡No vayas! —exclamó. Benedicta lo miró—. ¡Si vas, Heimdall estará sobre ellos!
—¡Pero...!
—¡Benedicta! —insistió.
La chica calló.
El dios suspiró nervioso, arrojando a la valquiria varios metros de distancia en los cielos. Se revolvió en el aire con sus alas.
Heimdall desapareció una vez más, apareciendo frente a los dos que se dirigían hacia Uriel, y varias flechas cayeron una vez más en donde apareció, haciéndole apartarse con rapidez.
Sus ojos se arrugaron, molesto hasta los infiernos, e invocó lianas que empezaron a aparecer del suelo, deteniendo el avance del pueblerino y la enfermera. Otras, se enrollaron en las piernas de Sigrdrífa, quien apuntaba con el arco en las alturas.
—No llegaréis a él —advirtió con los dientes asomando y sus puños apretándose.
Hilda arremetió una vez más con su lanza, acercándose con rapidez y levantando la tierra del suelo. Heimdall la vio llegar a gran velocidad, esquivando hacia un lateral con apenas un segundo de reacción, y sujetando el palo dorado con rapidez; partiéndolo como si de una fina rama se tratara.
La valquiria soltó el arma para mantener la distancia, pero tan pronto como la soltó, una de las manos del contrincante se trincó en su brazo, evitando que se alejara, y otra se clavó en su cuello. La había empotrado en el suelo.
—¿Por qué lo defendéis? —preguntó confuso.
Brynhildr voló con rapidez, situándose sobre ellos con la espada en vertical y apuntando a su corazón. El dios mostró sus dientes, deteniendo el descenso con nuevas lianas.
—¡Maldito seas! —exclamó la mujer.
—¡Es un maldito asesino! —respondió entre gritos.
Lovhos y Maeve empezaron a correr una vez más, aprovechando el despiste, y Sigrdrífa disparó sus flechas a las lianas que amenazaban con salir del suelo para detenerlos.
Si bien Heimdall no consiguió que las plantas los detuvieran por la defensa que el arco estaba ofreciendo, aprovechó el momento en el que se enfocó en los humanos para dirigirse a la valquiria que estaba sobre él, y de un parpadeo, atravesó su cuerpo con duras e impenetrables estacas en forma de ramas.
Brynhildr tosió, sorprendida, y Hilda, que todavía se mantenía apresada bajo él, abrió sus ojos de asombro.
—¡Brynhildr! —gritó aterrada.
Uriel parpadeó.
La valquiria cayó hacia un lado, abatida en batalla, y Maeve se detuvo en seco, observándola inerte en el suelo.
—¡Maeve! —gritó Lancelot. No podía detenerse. Si lo hacía, tal vez Lovhos no llegara hacia el ángel.
La enfermera miró hacia él, y continuó corriendo.
Benedicta empezó a temblar, aterrada de la situación, y Lancelot sintió el tembleque en su mano. Arrugó sus labios. Odiaba tener que cuidar de la chica, pues todavía no se había recuperado de la muerte de su reina, además de que ambas tuvieran la misma edad y fueran ligeramente parecidas. El pecho le escocía, evitaba mirar hacia ella.
Sin embargo, su mano se había apretado con ligereza, intentando consolarla.
—Uriel... —Lovhos había llegado hasta él, situándose de rodillas a su lado, y Maeve casi tropezando sobre él de lo rápido que había corrido y frenado.
—Habéis tardado... —mencionó cansado.
Maeve miró todo su cuerpo.
—¿Cómo puedes seguir vivo? —habló asombrada. Sus piernas se habían enrojecido del charco de sangre.
—No soy humano, después de todo —respondió sonriente, con los ojos pesados.
La enfermera sujetó una de las espadas del pecho, desincrustándola con lentitud, probando si saldría mucha más sangre de la que había perdido.
—No te preocupes —puntualizó el ángel—, sanará enseguida. Sólo quítamelas.
Sigrdrífa había empezado a disparar sin descanso, creando una lluvia de flechas que sólo podían hacer al dios concentrarse en esquivar. Su resistencia se agotaba, mas peleaba con las lianas que la apresaban desde el suelo desde hacía rato, pero aunque sus músculos se engarrotaran y sus tendones se tensaran, no cedería hasta haberlo liberado.
Maeve y Lovhos empezaron a quitar las espadas una por una, siéndoles algunas más difíciles que otras por la fuerza con la que estaban clavadas, y por fin, cuando desencajaron las últimas de sus piernas, el ángel quedó mirando hacia el cielo; reuniendo fuerzas lo más rápido que se le permitía.
Y mientras la valquiria seguía arremetiendo y Hilda socorría a su compañera, Heimdall encontró un lugar en todo ese ajetreo. Un lugar donde aparecer tras Lancelot y Benedicta, y sujetarla del brazo.
El escudero miró hacia atrás, escuchando a la joven dar un pequeño grito de asombro, y Uriel, al escuchar esa voz, se levantó.
El dios situó la espada en el cuello de la joven, haciendo que el ataque cesara. Sus ojos se dirigieron hacia el ángel, quien ya se había levantado, y parpadeó.
Se había liberado demasiado rápido, pero, para su suerte, ya tenía a la joven en sus brazos.
Una gran ventisca revolvió la ropa de los que soltaron al ángel, los mechones del escudero se ondearon entre sus ojos esmeralda, y Benedicta vio venir a gran velocidad una espada impregnada en sangre: la misma que había sido clavada en el pecho de Uriel.
El arma atravesó el brazo del dios, arrancándoselo, no del corte, sino del golpe, y Benedicta se liberó en un instante. Una fuente de sangre empezó a brotar por todos lados, y la chica cayó al suelo asombrada.
Heimdall retrocedió asustado; desorbitadamente aterrado.
Uriel apareció de un paso frente a la joven, rodeándola con sus brazos, y todos quedaron de piedra. Qué rápido había sido.
—Bene... —murmuró en su oído, aspirando con ímpetu y degustando su tan preciado olor.
Benedicta tenía la boca abierta, arrugando los ojos momentos después, y correspondiendo el abrazo de su amado.
—Uriel... —murmuró, saboreando con su mayor deseo el cálido abrazo que el celestial ofrecía. No obstante, sin sus alas... había perdido el aura que tanto añoraba. Su pecho se desquebrajó ligeramente al pensar en ello.
Heimdall situó su otro brazo en la herida, desangrándose y con un rostro sumamente arrugado.
Uriel sonrió frente a la joven, mostrando una sonrisa tan dulce como las mañanas con los despertares a su lado.
La dejó junto a Lancelot, dando una última caricia en su rostro, y observó al dios que osó poner la vida de su amada en peligro.
—Te hará falta más de una vida para enmendar el error que has cometido.
Heimdall tragó saliva, mas había empezado a bajar el sudor por su frente. Uriel estiró el cuello a ambos lados, sonriendo con su destacada risa macabra.
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