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22 - Dísir

Tap, tap, tap, tap. Los pasos resonaban en aquel inmenso espacio. 

Al apoyar el pie, las ondas de un charco se expandían en forma circular, reflejando todo a su alrededor. El cielo vestía naranjas y rosados, decorando los rizos del agua, y donde la vista se clavaba, no aparentaba tener final. 

Y aunque fuera una vista típica la cual todo el mundo imaginaría de un cielo, mantenía algo extraño. Algo... distorsionado y oculto en la mirada.

—Qué espléndido remanso has creado... —habló Heimdall en el centro de aquel lugar. Se había vestido con grandes telares que rozaban el suelo, y aunque aparentaran mojarse, simplemente se ondeaban con el agua; pero no se humedecían.

Uriel rio con esfuerzo.

—Sólo he cambiado un poco... las vistas.

Heimdall se acercó al ángel. Había sido encadenado desde los tobillos, —con hierros recorriendo sus piernas—, hasta los muslos, y su cuello aprisionado con lianas llenas de espinas. Las cadenas sobresalían del suelo como si estuvieran trincadas a algo, y por extraño que le resultara, simplemente se agarraban a la nada. Sus brazos estaban inmovilizados en su espalda, y de donde quedaron los restos de las alas, se habían clavado puntas de metal con más cadenas atadas a sus muñecas, de las cuales si osaba bajar las manos, se desgarraría las heridas gravemente.

—Bajo nosotros... un inmenso mar —la mirada del dios se había clavado bajo sus pies. Enormes ballenas nadaban donde ellos se apoyaban como un suelo sólido. Medusas se acercaban a los pasos, intrigadas por el movimiento, y los peces rodeaban a los grandes tiburones, estos tranquilos en su inagotable nado.

>>Sobre nosotros... un interminable espacio —subió su mirada. Tras las nubes, miles de estrellas destellantes, guiadas por luminosas luciérnagas que jugaban con inmensos pájaros blancos, y gatos saltando de la luna al sol.

>>¿Qué clase de guardería has creado?

Uriel chasqueó la lengua.

—¿Qué importará?

El dios sonrió, levantando su mentón con brusquedad.

—¿Temías que se asustara de lo que has hecho?

El rostro del ángel se arrugó, asqueado de dejarse manipular.

>>Fuiste rápido llevándotela de aquí.

Un magma caliente empezó a brotar bajo ellos. El mar se secó y el cielo se resquebrajó. Y lo que antes parecía ser un lugar de paz y prosperidad, ahora era un campo de batalla lleno de sangre, cadáveres, y todo tipo de razas.

Uriel soltó su cabeza con un empujón. El hierro de las cadenas tintineó.

—Muéstrale lo que quieras, ella me seguirá haga lo que haga. Así es como es.

Heimdall entrecerró los ojos, molesto.

—Lo que quiera, ¿eh?

Uriel giró su cabeza. Odiaba hablar de su amada con una deidad.

>>Entonces le enseñaremos lo que más teme.

El ángel frunció el ceño, dirigiendo su mirada hacia él nuevamente.

>>Tu cuerpo sufriendo y tu alma atormentada —sonrió, chasqueando los dedos y presionando las cadenas que lo rodeaban con extrema fuerza.

Uriel apretó los dientes, soportando el dolor que casi parecía que rompería sus huesos, y cayó de rodillas. La mano del hombre se situó en su torso, extendida.

—¿Qué demonios haces? —mencionó forzado.

Cerró la mano con fuerza, clavando los dedos en la piel del ángel, y como si se estuviera desintegrando, entró en el interior de su cuerpo.

Uriel abrió la boca de asombro, observando que, desde la muñeca en adelante, toda la mano se había incrustado bajo su piel.

—Un ligero movimiento hacia arriba... —murmuró la deidad, subiendo la mano y resquebrajando la piel desde dentro para dejar paso a su muñeca. Aprovechaba la rápida cicatrización de la abertura para desgarrarlo con lentitud y tortura.

La garganta del ángel se cerró, aguantando el dolor y desplazando ligeramente los brazos. Había tirado de los amarres de su espalda con leve descuido.

>>Otro movimiento hacia abajo... —movió la muñeca por el torso, llegando a la pelvis—. Y aquí, donde los hombres sufren de un dolor desorbitado, será donde descubras que aun siendo un ángel, no eres más que carne y hueso como todos ellos.

Uriel lo miró con una expresión enfermiza, pero a la vez, sonriente:

—Me gustaría ver cómo intentas rebajarme.

Heimdall arrugó su nariz, sujetando con enfado la nuca del ángel y situó los labios en su oído.

—Agoniza por todos los que asesinaste en este páramo, por las almas que mandaste al infierno, y por los mundos que destrozaste... —chasqueó los dedos en el interior, soltando una descarga eléctrica que paralizó al ángel de cintura para abajo—. Agoniza. Quiero oírte.

Uriel levantó la cabeza con sorpresa; con los labios abiertos y los ojos clavados en el cielo. Sus pupilas se habían empequeñecido, como si eso pudiera detener el daño que le causaba.

Jadeó, pero no gritó. Luego sonrió.

—Qué rastrero eres... —murmuró.

Heimdall arrugó su rostro, sujetando con más fuerza todavía su cuello y volviendo a chasquear los dedos.

El dolor que sentía se le hacía parecer a agujas, miles en cada músculo, y miles en cada movimiento. Sus tiembles, originados por el ardor y la quemazón de la descarga... lo hizo reír. Reír con locura mientras miraba hacia los cielos.

—Qué maldito sádico... —sonrió.

—¿Es... así?

—Creo que sí.

Maeve había traído varios tarros de sal, usándolos como un gran pincel sobre el suelo con sus granos, y Lovhos ayudaba a la joven a terminar la puerta dibujada en forma de círculo en el cimiento.

Una enorme circunferencia sostenía patrones similares a los tatuajes, y en el interior de ella, otro círculo rellenaba el centro con ondulaciones curvilíneas.

Lancelot había llegado a la sala hace un rato, manteniéndose observante en su trabajo. Aunque fuera un gran guerrero sabía que ese tipo de cosas no eran su fuerte, y seguramente dibujaría algo mal más de una vez, así que prefirió mantenerse al margen.

—¿Y ahora debo colocarme en el centro? —preguntó el pueblerino, a lo cual Benedicta asintió.

En teoría, así se abrían los puentes, pero él no tenía ni idea de qué hacer.

—¿No... sientes nada? —preguntó la joven.

Lovhos miraba hacia las marcas, intentando no emborronarlo con sus pisadas. Negó con la cabeza.

Lancelot cruzó los brazos.

—¿Estás segura de que él pueda hacerlo?

Benedicta quedó pensativa. Nunca estuvo segura de que funcionara, pero deseaba con todas sus ganas ayudar a su amado.

—Creo que sí. Debería...

Lancelot frunció el ceño.

—¿Crees?

—¡Estoy segura de que es así! —insistió.

—¿Pero de que él pueda hacerlo?

Benedicta calló. Lancelot suspiró.

—Buscaré la manera —mencionó Lovhos. En su rostro se expresaba ausencia, como todo el rato que había pasado desde que el dios renació.

Benedicta avanzó hacia él, deteniéndose antes de tocar el círculo.

—Por favor... necesito volver...

El pueblerino miró hacia ella. Sus ojos eran profundamente azules, y a su alrededor, pequeñas mariposas de otros mundos acompañaban su color.

Esa imagen... le había hecho recordar algo. ¿Qué era? ¿qué había escuchado sobre esas mariposas? Una frase... una frase que en la aldea arrasada le había dicho aquella señora...

"Mariposas azules y blancas aparecen cuando un milagro se ha creado"

Lovhos abrió los ojos de asombro.

Avanzó un paso hacia delante y sujetó a la chica del brazo. Benedicta se asombró, y se dejó arrastrar hacia dentro.

Entrecerró los ojos, abrazando a la joven junto a su pecho. Qué bien olía.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó la chica, asustada.

Lovhos sonrió, sintiendo la calidez de aquella joven bajo sus brazos.

—Eres tú —mencionó—. El milagro que hará que el puente se abra.

Benedicta miró hacia él, observando la preciosa sonrisa que mostraba.

>>El anhelo de salvar a tu amado y el deseo de llegar hasta él, es el milagro que el puente necesita para abrirse.

Del suelo una brisa empezó a salir, los mechones de ambos se revolvieron, y la ropa empezó a flotar ligeramente.

Benedicta miró hacia abajo, sintiendo cada vez más ligereza en su cuerpo, y sonrió.

—Gracias... —murmuró hacia el pueblerino.

Lancelot se acercó con rapidez, asombrado, pero sin querer perderse el viaje, y sujetó a Maeve del brazo.

—Directos al cielo sin ningún plan. Estupendo —mencionó.

Desaparecieron de un parpadeo.

—Una herida aquí... —La espada de uno de los muertos había empezado a clavarse en el tobillo del ángel, reventando el hueso, oxidada y sin filo—, otra por aquí, y otra por allí.

Uriel yacía en el suelo, con las espadas que Heimdall había recogido de los caídos en batallas incrustadas en sus pies, torso y muñecas, e impidiendo que se moviera. Y en el caso de que quisiera desmembrarse para escapar —cosa que no era raro en él pues se regeneraba con rapidez—, siempre llevaba las lianas en el cuello.

Nadie había sido capaz de decapitarlo, por lo que ni él, ni los dioses, sabrían si sobreviviría. Pero era algo que ni el temerario de Uriel probaría, mas era una ventaja que la deidad usaría.

—¿De quién es la resistencia que has adquirido?

Uriel estaba serio y agotado, observando el cielo. Este era anaranjado con pequeños toques rojos; recordándole las antiguas guerras que vivió, con ojos pesados de la fatiga.

El suelo había creado una bella rosa con su sangre.

—No lo recuerdo... —respondió disperso—. Hela... tal vez.

Heimdall alzó las cejas.

—¿Ella? Si sólo asesinaba como una psicópata. Fiel al apodo de la diosa del inframundo, cabe decir, pero desconocía su resistencia.

Uriel sonrió atolondrado.

—Ser ignorantes es parte de vuestra raza...

El dios quedó serio, cogiendo otra espada del suelo y clavándola sobre su torso.

Uriel se quejó, soltando sangre por la boca.

—Sufre, como todos nosotros hicimos.

El ángel sonrió forzado.

—No tienes idea del tiempo que podría aguantar así.

La figura lo miró de arriba a abajo.

Llevaba seis espadas clavadas. Cuatro en sus extremidades y dos en su torso. No era capaz de adivinar cuánto tiempo aguantaría vivo, pero tampoco es que le importara, pues tenía todo el tiempo del mundo.

—Que cada segundo te atormente con demencia, asesino de dioses —se dio la vuelta y se fue.

Uriel arrugó su rostro, escupiendo la flema de sangre que se había acumulado en su boca, y cogió una gran bocanada de aire. Forcejeó ligeramente, pero no pudo liberarse.

Estaba al límite.

Destensó su cuerpo, agotado.

Un estruendo dio paso a un rayo, haciendo que los cuatro individuos llegaran en simples décimas de segundo.

Habían viajado de un plano a otro, con curvas de kilómetros incontables y velocidades irracionales, atravesando espacios y tiempos, y aterrizando en el mismísimo cielo donde Uriel y Benedicta vivían.

Habían aterrizado entre altos árboles brillantes y azules, un manantial de paz donde la chica iba para soñar despierta en sus tardes, y habían escondido su presencia en sus ramas.

—¿Dónde estamos? —habló Lovhos, absorto por el fantasioso paisaje que se le había presentado.

Benedicta avanzó entre los árboles con rapidez, buscando alguna pista que le dirigiera hacia el ángel.

—Un lugar de emergencia —murmuró—. Uriel lo creó para poder esconderme en caso de que fuera necesario —miró hacia atrás—, siempre ha velado por mi seguridad.

Lovhos parpadeó. Ese Uriel no era el que él conocía.

Maeve avanzó, completamente embelesada por el lugar.

—Es precioso... Benedicta.

El pueblerino desvió su mirada hacia Lancelot, quien todavía no había hablado aun estando presenciando el bello lugar en el que estaban, y alzó las cejas al verlo.

Había apoyado una de las manos en un tronco, inclinado hacia delante, y con su otra mano en la rodilla.

—¿Estás bien? —preguntó extrañado.

Lancelot arrugó su rostro y empezó a vomitar.

Todos se asombraron.

—Estoy... bien —respondió tras erguirse.

Maeve se acercó a él, ayudándolo a avanzar.

—¿Mareas? Pues mejor que no pruebes un barco nunca —mencionó sonriente.

—Ahora que el mundo está en caos, no tendré esa dicha —mencionó con sarcasmo. Maeve rio.

Lovhos se acercó a la joven, quien no dejaba de observar el exterior del jardín.

—¿Sabes dónde pueda estar?

La chica negó con la cabeza.

—Tal vez pueda llamarlas... —miró hacia atrás. Era un grupo peculiar; un escudero renegado de su puesto, un hombre que había sido transformado casi en una deidad en su contra, y una enfermera que lo único que hacía era decorar con su presencia.

Se preguntó si, después de todo, podría salvar al ángel.

—¿Llamar a quién? —preguntó Maeve.

Lovhos miró hacia los cielos, asombrado.

—No hará falta —murmuró—, ya vienen.

Benedicta parpadeó mirando hacia arriba.

—¡Brynhildr! —exclamó emocionada.

Desde la lejanía, varias mujeres empezaron a descender a toda velocidad. Vestidas con armaduras doradas y plateadas, de cabello blanco con trenzas, coronas de flores, y espadas en sus cinturas.

Frenaron en seco frente a ellos, con alas blancas y hermosas, y el viento dio paso al asombro que mostraban allí donde aparecieran.

—Valquirias... —murmuró Benedicta.

Apoyaron los pies en el suelo, acercándose hacia la joven.

—Benedicta —habló la mujer. Era alta, preciosa—. Te llevaremos hacia él cuando lo pidas.

Lancelot había quedado atónito, con los labios abiertos y sus ojos clavados en las tres celestiales que se habían presentado, sin apenas parpadear. Eran... realmente hermosas.

—¿Quiénes... son? —habló Maeve, costándole sacar la voz.

—Fieles dísir hacia Uriel desde la muerte de Odín. Puedes confiar en ellas.

Brynhildr dirigió su mirada hacia el escudero, quien no había dejado de incrustar su curiosidad en ella, y él parpadeó. La mujer desvió sus ojos.

Lancelot cerró la boca. Vaya expresión más ridícula había hecho.

—¿Dísir?

Benedicta sujetó la mano de la mujer, sintiéndose protegida a su lado.

—Guerreras que guían las almas de los muertos en batalla —murmuró, escondiendo un rostro sumamente triste—. Si están aquí, es porque él está a punto de morir.

Lovhos abrió los ojos de asombro y la valquiria dio un paso hacia el bosque.

—Él también ha venido —Brynhildr alzó la mano hacia los árboles, apareciendo un equino de entre ellos—: Sleipnir os llevará sobre su lomo.

Sleipnir. El caballo de Odín conocido en esos cielos por sus seis patas y de aspecto gigante: el animal que había crecido en las tierras roshvalianas.

Lancelot lo reconoció al instante. Llevaba a Ländo en su espalda cuando lo nombró para asesinarlo. Era verdaderamente intimidante.

—Vayamos cuanto antes... —mencionó serio.

Benedicta asintió.

Uriel había intentado forcejear varias veces. Anémico, tembloroso y desvalido.

Movía el tobillo con esfuerzo, sintiendo la articulación severamente destrozada y adolorida, y su pierna casi inamovible por la estaca que el hierro apresaba.

Sus muñecas estaban a la par, tratando de deshacerse de la espada que atravesaba su hueso, y rasgando el músculo con el movimiento. Pero, aunque lo intentaba una y otra vez, no tenía fuerzas. Heimdall le había arrebatado lo que había conseguido antiguamente: la fuerza de los dioses y la destreza de un guerrero.

Volvía a ser un simple ángel. Casi más cercano a los humanos que a las deidades, exceptuando la resistencia innata que mantenía.

Dejó caer los brazos, escuchando el chapoteo al tocar el suelo. Miró hacia un lado. No se había fijado en la sangre que había perdido hasta ahora.

—Maldita sea... —murmuró arrugando su rostro.

Era la primera vez que se enfrentaba a un dios desde la antigua guerra. Se había acostumbrado a ser el único con tanto poder. Qué descuidado había sido.

—Benedicta... —sus cejas se arquearon y sus labios se arrugaron.

Heimdall caminaba por el vasto desierto de muertos. Había encontrado a sus antiguos hermanos y hermanas, yaciendo en forma de huesos y armaduras, y el trono, que en su época resplandecía con brillos dorados, ahora estaba enterrado bajo cráneos; situados a posta sobre él para desearles la desgracia durante toda la eternidad.

—Uriel... —murmuró frente a la silla. Deslizó el brazo por encima y tiró los huesos al suelo—, maldito asesino.

Lleno de polvo y tierra, esperaba a su dueño. Sin embargo, no lo entendía. ¿Por qué dejó el trono vacío? ¿no quería reinar?

¿Por qué los asesinó a todos, entonces?

Frunció su ceño, recordando las palabras que dijo antes de que acabara con su vida miles de años atrás...

"No, Heimdall. No soy ningún dios ni nunca lo seré.

Y si llegara el día en el que deba mi vida a convertirme en algo similar a ustedes, clavaré mi espada en el corazón"

Abrió sus alas, con el halo del sol rodeando su figura.

"Jamás me sentaré en un trono, pues no necesito uno para cumplir mi ambición"

Heimdall sonrió frente al asiento polvoriento. Era un maldito psicópata.

Se sentó en él, observando la roja visión frente suya. El sol no cambiaba en ese lugar y la noche sólo llegaría si él lo quisiera. Qué más le daba. El rojo sangriento quedaba bien.

Cerró los ojos, suspirando.

Volvió a abrirlos, frunciendo el ceño. Había sentido un pulso en su pecho.

—¿Valquirias? —se levantó—. ¿A dónde os dirigís? —murmuró molesto.

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