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21 - Dedo en un dedal

Maeve aflojó los brazos, descubriendo que el pueblerino ya no se retorcía de dolor.

—¿Estás mejor?

Él asintió, llevando las manos hacia su cabeza.

Lancelot permaneció con los ojos sumamente abiertos, asombrado y resultándole increíblemente difícil entender la sensación que tuvo frente al dios Heimdall. A su vez, observaba al ángel batirse entre los amarres y su libertad, todavía desconcertado.

—¿Es así como debería sentirme? —preguntó—, ¿asustado hasta las entrañas?

Uriel detuvo el forcejeo al escucharlo.

—¿Pensabas que ibas a sentirte prodigioso y satisfecho de ver a una deidad? —mencionó serio mientras sus ojos se encontraban. Estaba claro que no era lo que imaginaba en un principio, pero tampoco esperaba que lo primero que sintiera fuera un terror desbordante.

Lovhos se levantó del suelo con delicadeza, ayudado por Maeve, y ambos se acercaron.

—¿Seguro que estás bien? —murmuró la mujer antes de llegar. Lovhos sonrió, volviendo a asentir.

—Uriel... —alzó la voz.

Sus miradas se juntaron.

>>¿Quién es?

El ángel frunció el ceño.

>>La he visto.

Los ojos de Uriel se clavaron en el suelo, intentando levantar las rodillas, pero cayendo una vez más. Parecía... desesperado.

>>Be... —balbuceó—, Benedicta.

—¿Puedes verla? —preguntó, ignorando su curiosidad.

Lovhos parpadeó.

—Veo... visiones... —se llevó la mano a la frente. Las marcas permanecían, pero ahora brillaban con el reflejo del sol con un plateado disimulado—, como si estuviera soñando despierto. Ella es joven, de ojos azules y doradas ondulaciones... es... bella.

Uriel arrugó su rostro, mostrando delicadeza en sus palabras:

—Es muy bella.

Lancelot y Maeve quedaron helados. Era la primera vez que lo escuchaban hablar con un tono de voz tan suave y decir algo así a alguien. Por cómo apretaba los puños y las venas de sus brazos se marcaban, supieron que era alguien muy importante para él.

—Está... huyendo.

El ángel levantó la cabeza, asombrado, preocupado.

>>Sabe que hay alguien en su hogar. Está buscando un lugar donde esconderse, y espera a que vuelvas...

Las cejas de Uriel se arrugaron, mostrando un rostro sumamente frágil.

>>No tiene la certeza de que sigas vivo, pero en el fondo de su corazón añora... tus caricias, tus abrazos, tus alas... quiere que vuelvas.

Los dientes de Uriel se asomaron, soltando un leve grito de esfuerzo por liberarse.

—¿Quién es ella? —preguntó Maeve.

Lovhos sintió una ligera punzada en su frente, encogiéndose ligeramente y volviendo a levantar su mirada. Los ojos del ángel se clavaron en los suyos, respondiendo:

—Su amada.

Uriel empezó a forcejear, gimiendo del esfuerzo y siendo observado por esos humanos. Estaba atrapado, empalado por lianas y ramas de dureza similar a hierro y plomo, e inmóvil. Se sentía inferior, apresado, y a merced de la raza que usaba a su antojo.

Quería liberarse. Quería salvarla. Quería volver a estar con ella.

Lancelot frunció su ceño.

—Tal vez... así aprendas lo que se siente perder a tu ser más querido —mencionó cabizbajo, ignorando su esfuerzo por soltarse.

Uriel se detuvo unos instantes, arrugando su nariz y volviendo a tirar con extremo esfuerzo. No podía guardar sus alas, y al tirar de ellas, debido a la consistencia que tenían, tampoco se desgarraban.

Y sus poderes... Heimdall sabía bien cómo sepultarlos.

—Lancelot... —mencionó Maeve—, ¿qué estás diciendo?

Él no respondió, negado, y la enfermera dio un paso adelante, cogiendo la espada del suelo. Los tres la miraron.

>>No soy partidaria de tu ética, tampoco de tu forma de enfrentar las cosas... —habló frente al ángel, observándolo desde las alturas—, pero tampoco dejaré que otra chica muera si está en mis manos poder evitarlo.

Y por primera vez, los ojos de Uriel brillaron en ese mundo, abriendo ligeramente sus labios.

>>Espero que tengas en cuenta mi decisión, y cuando vuelvas, escuches las peticiones de nuestra raza, maldito ángel. Porque aquí vivimos nosotros, no tú.

Situó la espada sobre las lianas, siendo observada de reojo por el ángel entre sus mechones cayendo. Lancelot estaba molesto, pero tampoco se dignó a intervenir, y Lovhos simplemente observó.

La hoja se levantó con esfuerzo, pues los brazos de la mujer apenas tenían fuerza, y se clavó en la rama. Sin embargo, no se cortó. Maeve parpadeó.

—Son duras como el plomo... —mencionó Uriel, mirando hacia el escudero—, se necesitará mucha más fuerza.

Lovhos parpadeó, viendo a Lancelot fruncir su ceño. ¿Debía ser él? ¿el que prefería que otra joven muriera sólo para hacerlo sufrir?

—Lancelot... —habló Maeve—, por favor.

El escudero apretó los puños, mostrando un rostro contradictorio: la venganza en sus manos, o la muerte de otra chica.

>>Ella no tiene la culpa —insistió.

Se llevó las manos a la frente, gruñendo cohibido.

—No es justo... —murmuró.

—Lancelot —Maeve se acercó con la espada—, no cargues con esa culpa, por favor.

Él la miró con los ojos entrecerrados. Su rostro reflejaba un profundo dolor en su pecho.

—Si lo vais a hacer, daos prisa —mencionó Lovhos—, está... a punto de encontrarla.

Uriel alzó su cabeza.

—¡¿Dónde está?!

Lovhos miró hacia él. Sus ojos habían empezado a reflejar pequeños brillos blancos como diminutas constelaciones en su iris. Pero eso sólo se apreciaría desde muy de cerca.

—Un jardín, tras un árbol rodeado de flores azules. Heimdall está entrando.

El ángel desvió su mirada hacia Lancelot, quien todavía seguía debatiéndose entre si hacerlo o no, y volvió a tirar con severo esfuerzo.

—¡Maldita sea! —exclamó desesperado—, ¡córtalas!

Lancelot, finalmente, sujetó el mango de la espada, avanzando hacia él y apoyando la hoja sobre las ramas.

—No mereces nuestra ayuda... —mencionó antes de levantar el arma. Uriel parpadeó, mirando hacia el movimiento, y clavó la espada en las ramas.

Sin embargo, no se partieron. Volvió a bajar la espada, cada vez más fuerte, cada vez con más rabia como si estuviera desahogándose de lo que estaba haciendo, y varios intentos después, detuvo su arremetida.

No recibieron ni un rasguño, y la hoja se había mellado de los golpes.

—¿Qué demonios es esto? —mencionó.

Desesperándose por el estado de su amada, Uriel tragó saliva:

—Apunta a otro lado.

Lancelot quedó extrañado, viéndolo levantar el torso y desviar su mano a su hombro. Los ojos de los tres quedaron sumamente abiertos al ver hacia dónde se había dirigido:

Sus alas.

—¿Q-Qué? —preguntó Lancelot, atónito—. ¿Quieres que las corte?

—Sí... —respondió.

Maeve se llevó las manos a la boca.

—¿Qué estás diciendo? ¿cómo piensas mutilarte así?

—¡Hazlo! —gritó con los dientes tan apretados que las venas del cuello empezaron a marcarse.

Lancelot avanzó a su lado.

—¿Volverán a crecer? —preguntó asombrado.

Uriel frunció su ceño, desviando su cabeza.

—No.

Durante unos momentos, el silencio se hizo protagonista en la escena.

—Lovhos... ¿no podría cortar las ramas?

—Ya no tiene los poderes —agregó—. Las visiones son su única destreza ahora.

Lancelot miró hacia los otros dos. ¿Debía hacerlo?

>>Por favor —murmuró entre dientes.

El escudero quedó atónito, volviendo a dirigirse hacia él. ¿Le había suplicado? Y tras varios segundos en silencio, respondió.

—E-Está bien...

Uriel apoyó las manos en el suelo, con la cabeza gacha, y esperando a que empezara. Maeve desvió su mirada.

—No puede ser... —murmuró desagrada.

Lovhos permaneció en el sitio, observando todo lo que estaba pasando, y a la vez, con las imágenes de los cielos atravesando sus retinas. Estaba absorto, mezclado en ambos lugares al unísono.

Lancelot le dio la vuelta a la espada, colocando el borde que no había sido mellado por las ramas justo en donde las plumas aparecían y se separaban del hombro, y cogió una gran bocanada de aire.

Apretó el mango con todas sus fuerzas y blandió con rabia.

Uriel gritó, reprimiendo su dolor instantes después. Maeve se tapó los oídos y Lancelot volvió a blandir; necesitando si no fueron cinco, seis, o siete veces más, para poder separar el ala de su hombro.

Los brazos del ángel temblaron, escapándosele a cada momento quejidos, y sintiendo por su ala y lado izquierdo del cuerpo agudos tirones por doquier. Cuando el corte llegaba a sus tendones, era cuando más oxígeno soltaba, adolorido.

Maeve se alejó caminando. No podía dejar de escucharlo gritar.

Y por fin, tras varios golpes secos, se liberó de una de sus alas.

Uriel cayó al suelo abatido, sintiendo una exasperante fatiga, y situándose de rodillas de nuevo. Había demostrado tener un aguante desorbitado.

—Vamos... —mencionó con el cuerpo sudando—, continúa...

Lancelot avanzó hacia el otro lado, asombrado y con la vista ligeramente borrosa. Empezaba a tener calor, y el nerviosismo no mejoraba la situación. Apoyó el hierro en las plumas, las cuales se habían enrojecido con la sangre de la espada, y Uriel apretó los puños.

—¡Vamos! —exclamó.

Lancelot parpadeó y levantó la espada. Golpeó.

Los gemidos del ángel se clavaron en sus oídos, y en su rostro, notó una gota de sangre; caliente y latente. Su estómago se revolvió.

La primera la hizo sin apenas esfuerzo, pero la segunda... le estaba resultando increíblemente difícil. Dos veces, eran demasiadas. Volvió a cortar, sintiendo el hueso del ala en sus brazos, y tembló.

Uriel miró hacia él, cabizbajo.

—Si flaqueas... no se cortará —murmuró, soportando la profunda angustia.

El escudero levantó la espada.

—Lo siento... no... no puedo. Me está costando... tener la fuerza suficiente.

El ángel entrecerró los ojos irguiéndose, expresando un rostro severamente mareado y mirando hacia su hombro. Tenía media ala cortada y su cuerpo lleno de sangre.

Palpó con la mano la carne restante que se enganchaba con su espalda. La movió ligeramente, sintiendo un dolor desbordante, y después, apoyó las manos en la ceniza una vez más. Levantó una de sus piernas.

Lovhos abrió los ojos de asombro y, Maeve, al empezar a escuchar un grito desgarrador del ángel, miró hacia atrás: levantándose con el anhelo de volver a ver a su amada, de protegerla y salvarla, con las piernas al límite de desfallecer, y tirando hacia adelante.

El ala se desgarró como una tela partiéndose en dos, y el sonido que hizo al hacerlo fue tan nítido, que todos supieron que se habían roto tendones y músculos a su paso.

Uriel cayó al suelo, jadeando, temblando, gimiendo de dolor y con la mirada perdida. Lancelot dejó caer la espada.

—Por los dioses... —murmuró Maeve, aterrada.

El ángel se levantó segundos después, sudoroso y con los ojos casi cerrados. Estaba tremendamente agotado y anémico. Los cielos mostraron la misma espiral que cuando el dios se esfumó, pero este, un poco más brusco con sus vientos, y desapareció en el interior de un torbellino.

Lovhos miró hacia arriba. A él no lo veía. Tal vez alguna magia o poder que se había adjudicado para pasar desapercibido.

—¿Piensa... pelear así? —murmuró Maeve.

Lancelot acompañó la mirada del pueblerino. Sólo vio nubes.

Los tres se mantuvieron en el lugar por un largo tiempo, esperando alguna señal, pista, o cualquier cosa que les pudiera resultar útil. Sin embargo, aunque pasaron largas horas, no hubo cambios ni noticias del ángel.

Lovhos permanecía disperso, costándole diferenciar qué estaba frente suya y qué era una visión, y se frotaba los ojos a cada rato. Lancelot y Maeve sólo podían sentir lástima.

Ni siquiera aparentaba ser la misma persona, pues apenas hablaba como normalmente hacía ni prestaba atención a lo que se le decía.

—Lovhos —habló Maeve frente a él.

El pueblerino parpadeó, esforzándose por verla.

>>¿Puedes llegar al castillo?

Lovhos alzó la mirada. Veía el castillo a la distancia, y a la vez, una marea de nubes y rayos.

—Creo... que sí —mencionó confuso—. ¿Hay algo frente a nosotros?

Lancelot y Maeve se miraron.

—No —respondió el escudero—, síguenos, te llevaremos allí.

Le ofreció la mano y él la sujetó.

Cuando llegaron al castillo, se sentaron en una gran mesa mientras Maeve se fue en busca de comida.

Lancelot apoyaba los codos en la madera y sus manos en la frente, con Lovhos a su lado, mientras él no dejaba de sacudir su cabeza, intentando concentrarse en lo que tenía delante.

Para cuando Maeve llegó, la vio frente suya con un plato de comida.

—¿Tienes hambre?

Lancelot miró de reojo hacia él, y él parpadeó.

Veía a la mujer, con el plato apoyado en la mesa, y a su vez, un océano de agua oscura actuando como mantel en la madera. Parecía que estaban en un mundo completamente cubierto de agua, y ellos, sobre una barca a la deriva.

—Gracias.

—¿Estás bien?

Lovhos entrecerró los ojos.

—Se me mezclan los lugares...

Lancelot se irguió.

—¿Ves varios mundos?

—Eso parece...

Maeve quedó pensativa.

—¿Es eso lo que ese dios hace?

El escudero cogió aire.

—Según... Uriel, Heimdall es el que controla las entradas a los mundos. Quizás por eso pueda ver todo.

Lovhos volvió a frotarse los ojos.

—Lo siento, no sé qué puedo hacer para mantenerme aquí.

Maeve se sentó a su lado.

—No te preocupes, estamos aquí para ayudarte. ¿Quieres que te dé de comer?

Lovhos dejó salir una ligera sonrisa.

—Creo que eso puedo hacerlo.

Maeve sonrió con él.

—Nunca se sabe.

El escudero suspiró y se levantó de la mesa, algo abatido.

—¿A dónde vas? —preguntó la mujer.

Él bajó la mirada.

—A ver a...

Maeve parpadeó.

—No... deberías verla.

Lancelot frunció su ceño.

—Ya lo sé...

Lovhos parpadeó, frotándose los ojos una vez más, y mirando con asombro hacia adelante.

—¡Cuidad-!

Ambos miraron hacia él, extrañados, y tras un golpe seco en el techo que desquebrajó la piedra, un rayo entró entre las rendijas, formando un escándalo que los dejó sordos durante varios segundos.

El pitido atolondró al escudero con locura, mirando hacia el centro de la sala, y viendo un círculo con extraños patrones. En el centro de él, una figura pequeña, delicada, y de doradas ondulaciones.

Lancelot avanzó hacia ahí, todavía sordo, mientras observaba a los otros dos aturdidos.

—¿Qué diantres? —preguntó para sí mismo, pues ni siquiera era capaz de escuchar la voz de su garganta.

La humareda dejó pasar al hombre con sigilo, llegando al centro y viendo a la joven chica levantarse con cuidado.

—¿Quién... eres? —murmuró.

La chica, confusa, miró hacia él, a su alrededor, y tras varios segundos, se levantó con rapidez.

—¡¡No!! —exclamó sin dejar de mirar a su alrededor— ¡¡Uriel!!

Lancelot quedó de piedra y Lovhos abrió sus labios.

—¿Benedicta...?

La joven miró hacia él.

—¿Sabes quién soy? —preguntó alterada, asustada— ¿sabes qué ha pasado con Uriel?

—Fue a los cielos para ayudarte —interrumpió el escudero.

Benedicta miró hacia él, aterrada.

—¡Eso ya lo sé! —se llevó las manos al pecho, desesperada—, ¿pero y después qué? ¿qué ha hecho?

Maeve se adelantó, apartándose una de las manos de la oreja.

—Tranquilízate. ¿Qué ha pasado?

Benedicta retrocedió.

—¡No puede ser! —dio otro paso atrás—, ¡me ha traído y se ha quedado allí!

La mujer frunció su ceño.

—¿Qué está pasando ahí arriba?

—Está... está.... —su mirada se desvió hacia Lovhos, reconociendo sus patrones— ¡¡Por favor!!

Lovhos se asustó, viendo correr hacia él a una delicada chica, y a su vez, una estampida de almas. Se levantó de la silla aterrado.

Benedicta se detuvo.

—Ha reencarnado de ti...

Lancelot sujetó a la joven del brazo.

—Cálmate. ¿Qué ha pasado?

La chica se crispó, pero lentamente, empezó a tranquilizarse. Ese agarre... fue extrañamente amable.

—Me ha traído a este mundo para mantenerme a salvo —mencionó con voz quebrada—, pero él no está bien... sus alas... —los ojos empezaron a aguárseles—, sus alas... están rotas... su fuerza, su temperamento, su maestría para el combate... necesita ayuda... —se llevó las manos a los ojos, empezando a llorar desconsolada.

Lancelot quedó asombrado al verla hablar. Estaba empezando a sentir una lástima desbordante al escucharla. Soltó su brazo, sintiendo que si seguía tocándola un solo segundo más, la rompería en mil pedazos.

Lovhos se acercó.

—Lo lamento —se situó de cuclillas—. Ha sido todo mi culpa.

Benedicta lo observó. Qué bellas marcas tenía.

—Tú... —se secó los ojos—. Tú puedes abrir los puentes. Llévame con él, por favor.

Lancelot frunció el ceño.

—Si ese dios está con él, será un suicidio.

La joven se encogió.

—Por favor... necesita mi ayuda...

Maeve no podía evitar mostrar un rostro desgarrado. Lovhos se levantó, mirando hacia Lancelot.

—¿Seguirá ligado a mí?

El escudero quedó serio.

>>Podríamos aprovecharlo para debilitarlo.

—O para que acabe rematándote.

Lovhos sonrió.

—Tampoco es que me importe —bajó su rostro—, mira cómo he acabado.

Los ojos de Benedicta no se separaban de las marcas del hombre, encontrándose con su mirada en un despiste. Él parpadeó y ella desvió su cabeza.

—Perdón por... mi descortesía, no me es normal ver ese tipo de tatuajes en la piel de alguien.

El hombre quedó sorprendido. Qué educada era.

—No te preocupes, son solo tatuajes —sonrió—. ¿Podrías decirme cómo abrir... ese puente?

Lancelot miró hacia él instantáneamente.

—¿Piensas ir?

—Sí —sus ojos se habían desviado hacia el pasillo donde sólo se encontraba una cosa: el cuerpo de Cristalline.

Lancelot quedó mudo, mirando hacia la joven de nuevo.

Ahora que lo pensaba, si Uriel moría, ya no sólo no sabría qué pasaría con el futuro, sino que además, esa joven chica que había estado suplicando por él, sufriría de la misma forma que él lo hizo con su reina.

Seguía siendo una tortura, y lo seguiría siendo seguramente durante años. Qué recuerdos le traía esa situación... Cuando su aldea había sido arrasada y sólo pensaba en la venganza...

¿Debía ayudarla, o dejar que ese maldito ángel muriera?

—Lancelot —Maeve habló—, sé lo que estás pensando.

El escudero quedó callado, observando el rostro de la joven. Se iluminaba como si un candil le diera el calor que necesitara para levantarse una vez más, esperanzada. Cerró el puño.

Por esta vez, y sólo por esta vez, la cual sería la última, volvería a escuchar las palabras de su antiguo rey e ignorar la venganza que ardía en su interior.

—Está bien... —mencionó serio—, abre el puente. Iré a por una espada.

Lovhos parpadeó, viendo su figura irse por las puertas, y a su alrededor, un fuego que ardía con fuerza. Imaginaciones de otros mundos... pero le habían quedado como dedo en un dedal.

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