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18 - Tronos y coronas

Hay manos en todas las guerras. Manos que blanden espadas, hachas, mazas, y lanzas. Unas con más maestría que otras, algunas más sangrientas que las demás, y también, otro tipo de manos.

Manos que llevan comida para las largas estancias, ropa para el cambio de muda tras varios días de guerra, y las que llevan a heridos y cuerpos a través del campo de batalla.

Lancelot había empezado a ir a las guerras cuando era muy joven, rondando los ocho años, y sus manos eran de ese último tipo: de los que llevaban a los heridos como su última esperanza. Había empezado a entrenar con dureza tras el antiguo rey rescatarlo de su aldea, siendo testigo de todas las batallas, y con un objetivo en su frente: venganza; esperando que llegara el día en el que pudiera dar caza a quienes arrasaron su hogar, y poder descansar tras la meta que se había impuesto.

Sin embargo, Ketheric, siempre que lo escuchaba hablar sobre ello, lo castigaba con severidad. Muchas veces lo dejaba frente a él, viéndolo comer, y lo obligaba a cargar con quince libros sobre su cabeza. No importaba que los agarrara con los brazos, pero si se le caía alguno, no comería al día siguiente.

Así permanecía durante una hora, esperando que su rey terminara su cena, y él con el enfado palpable en su mirada. Ketheric reía cada vez que expresaba esa cara.

—Lancelot, debes comprender que la venganza sólo atraerá a más de ella —mencionaba mientras se reía y calmaba su sonrisa—. Allí donde dejes una muerte, habrá alguien detrás que llorará por ello.

El joven frunció su ceño, sin dejar de mirar los libros.

—Me da igual. Ellos empezaron.

El rey clavó un trozo de pollo de aquel ostentoso y verdoso plato, y lo levantó frente a sus ojos.

—Para sus hijos, tú serás el motivo de su tormento.

Lancelot lo miró, cruzando sus miradas.

>>Lloraste por tu pueblo, y anhelas la venganza. Pero, ¿eres tan egoísta como para desearle tu destino a otro más? ¿Para qué quieres a más almas como tú rondando el mundo?

Los libros sobre la cabeza empezaron a tambalearse, pues estaba tan distraído y pensativo, que les había dejado de prestar atención en algún momento.

>>¿Piensas que sería un mundo justo si todo el mundo hiciera lo que deseas?

Lancelot frunció el ceño. Sabía que tenía razón, pero un corazón tan joven siempre era difícil de convencer, pues él pensaba que sabía más que nadie, que sufría más que nadie, y que su destino estaba más negro que ningún otro.

Los libros se cayeron. Qué equivocado estaba.

Varios años después seguía entrenando día y noche. Era un guerrero que se dejaba guiar por la ira en cuanto podía, y era tanto su desespero de acabar con su contrincante, que muchas veces hería a su compañero.

—Lo lamento —mencionó ofreciéndole la mano al niño que había tirado al suelo.

El joven sujetó su mano y se dejó levantar:

—Deberías controlar esos nervios —dijo molesto—. Así sólo conseguirás que te maten.

Lancelot giró su cabeza con una sonrisa sarcástica.

—Eres tú el que estaba en el suelo.

—Yo no sé pelear. Pero ellos habrán visto mil huecos en tus ataques —alzó la mirada hacia los guerreros.

Lancelot frunció su ceño.

—Ellos tienen más experiencia —espetó molesto.

—Ya... supongo.

En sus aposentos, el rey lo acompañaba cada noche. Lo obligaba a leer en alto, a estudiar cada libro de guerra y de estrategia que tenían en el castillo, y a aprender cada página con detalle.

—¿Ya te has terminado esos otros? —miró hacia el escritorio. Había hecho una montaña con ellos.

—Sí —respondió mientras ojeaba el siguiente—. ¿Cuántos quedan?

Ketheric echó a reír.

—¡Muchos más, muchacho!

Lancelot suspiró.

Al cumplir los doce, ya sabía pelear como un soldado de alta categoría. Sabía bailar en salones, cocinar, leer y escribir, y aceptar órdenes sin rechistar. Y aunque había ido a batallas como médico de guerra, su primera muerte fue mucho después, intentando defender a un herido que arrastraba.

Tras eso le resultó mucho más fácil matar. Cada vez más, cada vez más inexpresivo, y cada vez más indiferente. Se le ordenó arrasar con el enemigo, y mientras su ambición crecía a medida que sus habilidades aumentaban con ventaja por tener un cuerpo rápido y ágil, él mostraba cada vez menos sentimientos.

¿Y su rey? Su rey veía desde la lejanía cómo se iba convirtiendo en algo que no quería que fuera cuando lo rescató.

Cristalline nació.

Lancelot esperaba fuera de las puertas a su rey, quien acompañaba el nacimiento de la princesa con emoción.

Esos días, aunque la bendición de haber traído a una niña al mundo había sosegado al reino, en las paredes del castillo, una pesadumbre se adentraba en el corazón de ese hombre.

Su reina, amada y querida por todo el continente, había muerto tras el parto.

Ketheric quedó encerrado en sus aposentos muchos días, y las sirvientas se habían encargado de la recién nacida como si fuera su propia hija.

Lancelot se paseaba por el pasillo muchas veces, pues sus quehaceres siempre conducían por esa zona. Sin embargo, nunca vio al rey en esa época. Tampoco lo escuchó llorar, ni mucho menos, mostrar tristeza cuando salió varias semanas después.

—Lancelot —mencionó una vez fuera de sus aposentos—, quiero que veas a mi hija.

El joven se extrañó, pues esa frase fue la primera que expresó tras ver marchar a su esposa.

—¿Disculpe?

—Acompáñame.

Lancelot asintió. Por primera vez, y mientras se acercaban a la habitación de la niña, había visto las manos de ese hombre temblar. En un instante comprendió que carecía del valor de ver a su hija en soledad.

Al abrir la puerta, las sirvientas reverenciaron y se fueron.

La joven descansaba en una cuna de madera, adornada con joyas de su madre y peluches tejidos por las mujeres.

—Qué pequeña es... —mencionó el rey.

Lancelot se acercó a la cuna.

>>¿No le parece bella? ¿Tan bella como su madre?

Él asintió, algo absorto. Nunca se había parado a mirar a un bebé tan de cerca. Olía bien. Sin embargo, no sentía la tristeza de su difunta reina como él, lo que le hizo preguntarse una cosa.

—Disculpe el atrevimiento, mi rey —interrumpió—, ¿se encuentra bien?

Ketheric mostró una ligera sonrisa, separándose de la cuna.

—No lo sé, Lancelot —murmuró—. Sus ojos me recuerdan a su madre, su olor se impregna en mi nariz como las sábanas que compartía con ella, y su inocente mirada me traslada al momento en el que la vi por primera vez.

Él abrió los ojos de asombro.

>>Si alguna vez te has preguntado si hay algo más duro que perder a tu familia aquel día en la aldea —sonrió con decaimiento—, tal vez esto lo sea, muchacho. Porque existe la posibilidad de perder a tu familia —miró hacia su hija—, y no poder huir de tu pasado nunca más.

Fue en ese momento en el que pensó, por primera vez, en lo duro que sería estar en los pies de ese hombre. Había perdido a su amada a cambio de darle una hija. Pero su hija le recordaría la muerte de su amada toda su vida. ¿Qué sentía al verla, entonces? ¿felicidad? ¿o tristeza?

Varios años después, Cristalline atendía a bailes y sesiones de estudios con su escudero. A donde quiera que fuera, él estaba ahí. Había sido ordenado permanecer a su lado eternamente, e incluso en sus baños, esperaría fuera a que estuviera lista para acompañarla en su siguiente tarea.

Los tres compartían los momentos de comida, tardes de entrenamientos mientras la princesa sentaba en mesas blancas de metal, y su padre sonreía al verlos entre flores.

Pero cuando la enfermedad sacudió a la alta cuna, ella fue aislada de su progenie, pues así no se infectaría, y Lancelot acompañó al rey en sus últimos momentos, recordando la promesa que le hizo.

La cuidaría. La elevaría al trono, y la protegería hasta el fin de los días. Cambió para siempre.

Las guerras. Muchas manos han pasado por guerras. Muchas de ellas han llevado muertos, armas, y asesinatos bajo ellas.

Las de Lancelot no habían sido diferente.

En aquel reino de Inostreya, un hombre con una chica en sus brazos recorría sus calles. Una sábana tapaba su cuerpo, y aunque hubiera un sinfín de enfermos y heridos a su alrededor, no fue capaz de darse cuenta de qué es lo que lo rodeaba.

Andaba cabizbajo, lo suficientemente atento como para no tropezar con nada, pero demasiado distraído para escuchar algo a su alrededor.

Avanzaba hacia el castillo. Abstraído, y en silencio.

Nadie lo miraba, pues no era la única muerte que había en esas calles, y nadie sabía a quién llevaba bajo esas sábanas. Otro herido muerto, tal vez.

Subió las escaleras de la entrada, encontrándose con el portón, y a Lovhos a su lado.

El pueblerino observó la sábana.

—Hola —mencionó.

Lancelot miró hacia él, y el brillo que siempre mostraba en su mirada, la calidez que mostraba a la hora de ayudar a los que lo necesitaban, y la ligera sonrisa que rara vez mostraba, habían desaparecido por completo.

Ni siquiera reaccionó al escuchar su voz de nuevo.

Lovhos, percatado, preguntó:

—¿Quién es?

Los ojos del escudero estaban ligeramente rojos e hinchados, y cuando abrió su boca para responder, las palabras se trincaron en su garganta como tachas en una madera. No pudo decir nada.

El pueblerino parpadeó. ¿Era... quién pensaba?

Avanzó hacia él, y mientras observaba el rostro del escudero, temiendo que se molestara por el atrevimiento, acercó su mano hacia la sábana. Levantó ligeramente la tela del rostro, este apoyado en el pecho del hombre, y vio, impactado, el rostro de la joven Cristalline; inexpresiva, inerte. 

Abrió su boca y cogió aire. Su corazón dio un bombeo que notó hasta en las piernas.

—¿Qué ha pasado? —dio un paso atrás, siéndole extremadamente complicado mantenerse sobre sus pies.

El escudero se mostró serio, a la vez que un impulso vengativo recorrió sus venas por primera vez en mucho tiempo:

—Acabaré con ese ángel... cueste lo que cueste —sus dientes se habían apretado con extrema fuerza.

Lovhos quedó perplejo.

El hombre comenzó a caminar abriendo las puertas con el empuje de su espalda, y antes de entrar, ordenó:

—Llama a todos los reyes para una audiencia.

—¿Una... audiencia?

—Quiero reunirlos a todos —la joven se sentía cada vez más fría.

—¿Por qué quieres hacer eso?

El escudero quedó en silencio varios segundos, notando sus comisuras temblar con un arco descendente.

—¿Serías... capaz de despertarla?

Lovhos miró hacia la joven. Si bien no era comparable la relación que ellos tenían, también notaba un sentimiento desgarrador al verla tan... inmóvil.

—No sé... si pueda hacer algo así.

Los hombros del escudero perdieron fuerza, destrozado tanto en el alma como en el corazón.

—Está bie-

—Pero puedo intentarlo.

Sus ojos se encontraron, uno mostrando esperanza, y otro, buscando el anhelo de hacer algo por ella.

>>Tal vez funcione —se llevó los dedos a su rostro, tocando las marcas.

Lancelot observó el patrón, cambiado y extendido.

—Has cambiado...

El pueblerino bajó su tono de voz, pues aunque fuera un gran poder, se avergonzaba de llevarlo.

—Uriel... sanó mi voz, y me dio mucho más poder del que tenía —desvió su mirada hacia el paisaje—. No sé si sea consciente, pero aprovecharé cada minuto que me quede.

Dirigió los ojos hacia la chica.

>>Haré lo que pueda por ella... y por ti.

Los caballeros no lloraban. Eso decía el rey Ketheric. Los caballeros se guardaban las lágrimas para las noches y escondían sus verdaderos sentimientos frente a los demás para mostrar ser impasibles e intocables.

Lancelot creció con eso en mente, pero habían dos razones en ese momento que hacían desbalancear su temple: el cuerpo cada vez más rígido y frío sobre sus brazos, y la penetrante mirada del joven frente a él.

Sus ojos se aguaron al escucharlo hablar, frunciendo el ceño y mirando hacia arriba para evitar que corrieran por sus cachetes.

No sabía qué decir, tampoco sabía cómo mantenerse diestro frente a él, así que lo único que expresó mientras el sol acariciaba su rostro; casi como una caricia de consuelo, fue:

—Gracias —finalmente llorando.

Gadiel llegó al castillo que, con la joya en sus manos, ahora sería suyo, y se apresuró a ir hacia los consejeros. Allí postró el collar en la mesa, con los ancianos mirando hacia él con asombro y cierta desconfianza, y doblando la rodilla una vez más por su nuevo rey.

Su reino se levantó con hojas volando por las calles con el nombre de su nuevo monarca. Sus soldados juraron lealtad, algunos con latente honor a su patria y otros con severo descontento por tal golpe de estado, y en menos de un día, el famoso reino por su fortuna había dado la bienvenida a Gadiel.

Gadiel, el escudero al que todo el mundo conocía por su deslealtad hacia cualquiera que sirviera, ahora el mayor rango de ese territorio.

Algunos ardían en cólera, mientras que otros ya se esperaban algo así, pues sabían que tener a ese hombre cerca de la corona era arriesgado de por sí.

Una cosa de la que todo el mundo estaba de acuerdo, era que la difunta Ilya, muerta en el derrumbe de Fiurdem, había sido demasiado ingenua con él a su lado.

Quién sabría si él mismo acabó con la reina para quedarse con su asiento.

Sin embargo, Gadiel no era tonto. Sabía que si se quedaba en el reino mientras la gente se adaptaba al cambio, irían a por él. Así que decidió viajar hacia las ásperas tierras de Voldian, donde las minas reinaban, y visitó a su estúpido rey.

Sí, ese rey que todo el mundo sabía que era rey por sus minerales y la gestión de sus sirvientes.

Se hospedó como invitado de honor, lamentando la muerte de Ilya bajo copas de vino y tragedias actuadas, y mostró falsas palabras de su antigua reina: "Juntos seremos imparables. Con sus minas y mi fortuna, dominaremos el mundo y compartiremos riquezas por igual"

Regis brillaba en su mirada, creyendo sus palabras, y Gadiel conquistó Voldian en apenas una noche. Aunque en su título sólo se mostrara "rey de Lereth", en sus manos ya lideraba dos regiones.

¿Y Roshvalig? También lo quería. Pero ir sin un plan a esas tierras... sería un suicidio.

No obstante, una carta les llegó a todos por igual.

Regis la leía posado en su cama, Gadiel sobre su trono, y Ländo sentado en su nueva montura de seis patas:

"La reina Cristalline os convoca. Hablamos de tronos y coronas"

Regis se levantó con rapidez, asombrado, Gadiel alzó las cejas, sonriendo, y Ländo entrecerró los ojos, arrugando la carta.

En una semana llegarían todos ellos, y Lancelot, frente al catre de la difunta reina, esperaba con paciencia ese día al igual que el intento del pueblerino por intentar despertarla.

La mano de Lovhos permaneció sobre el pecho de la joven durante largos minutos.

Su pelo se ondeaba a su alrededor con delicadeza, habiendo sido tratado con cuidado tras apoyarla. Su rostro había sido limpiado del viaje, sus labios humedecidos con una pizca de ungüento, y sus ropas sacudidas. Sus tobillos habían sido colocados de forma en la que no se hiciera daño, y sus brazos hacia abajo para hacerla más cómoda.

Las pupilas de ambos brillaban con el verde de sus dedos, y la ilusión los alumbraba como un milagro. Sin embargo, aunque el cuerpo recuperó su calor y su color, con sus finas telas y cuidadas facciones, no despertó.

Lancelot apoyaba las rodillas en el suelo con los codos sobre la cama. Y ahora, una de sus manos se apoyaba en su frente; enseñando los dientes por la extrema tristeza.

Lovhos permaneció intentándolo, con ojos llorosos contagiados del escudero, y no sabiendo cuándo parar de insistir.

Pero su alma se había ido hace tiempo.

—Lo siento —mencionó con voz nasal, apagando el brillo de su manos.

Lancelot sollozaba, mostrando las lágrimas frente suya, y ya sin darle importancia a que lo viera.

—No importa... —respondió secándose las lágrimas con ambas manos.

Lovhos lo miró desconsolado.

—Te... dejaré a solas —mencionó decaído.

Lancelot quedó callado, escuchándolo irse tras él, y cuando la puerta se cerró, apretó su frente con fuerza; mostrando un grito ahogado.

Los labios del pueblerino se arrugaron en la salida. Fue imposible no escucharlo.

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